LXVI

Darian observaba el campo de batalla desde lo alto de los muros de la fortaleza de Dravenhold, una estructura colosal que custodiaba la frontera este del ducado de Zanzíbar. El viento frío soplaba con fuerza, agitando su capa carmesí, y el sonido distante de los tambores de guerra reverberaba en el aire como un presagio ominoso. Desde su posición, el horizonte se extendía en una vasta llanura interrumpida por colinas dispersas y ríos sinuosos, ahora teñidos de rojo por la sangre derramada en incontables escaramuzas. La visión era desoladora, casi poética en su brutalidad: cadáveres esparcidos como sombras rotas, estandartes desgarrados ondeando entre los restos de máquinas de asedio destrozadas, y el humo de los incendios ascendiendo en columnas oscuras que manchaban el cielo gris.

Pero no eran los zanzibarianos quienes amenazaban esos muros titánicos, sino las fuerzas del ducado de Zusian. Y al frente de ese ejército, con una presencia tan imponente como la tormenta misma, estaba Quentin Shadowstrike, conocido como "El Imperturbable". Su reputación lo precedía como el sexto general de Zusian, un hombre cuya frialdad en el campo de batalla era legendaria y cuya habilidad para convertir la desesperación en victoria lo hacía aún más peligroso. Darian había escuchado historias sobre Quentin: un estratega que nunca retrocedía sin un propósito, un guerrero que encontraba fuerza en el caos y destrucción en la calma. Y ahora, lo tenía frente a él, al mando de un ejército que era la encarnación misma de la disciplina y el acero.

Dravenhold no era una simple fortaleza. Era la última gran línea defensiva, una monstruosidad de piedra y acero diseñada para resistir el peso del mundo. Sus muros tenían treinta metros de grosor y cincuenta de altura, construidos con piedra negra reforzada con placas de acero, invulnerables a la mayoría de las armas de asedio convencionales. Ocho murallas colosales se extendían hasta encontrarse con la cadena montañosa de Kael'Vorr, formando una barrera impenetrable que hacía imposible cualquier flanqueo. Dentro de esos muros, se erigían ciudadelas fortificadas, cada una equipada con balistas capaces de atravesar filas enteras de infantería con un solo disparo, catapultas gigantescas que lanzaban proyectiles incendiarios de varias toneladas, y torres de vigilancia con arqueros y ballesteros listos para desatar una lluvia letal sobre cualquier atacante.

La fortaleza podía albergar a quinientos millones de soldados si fuera necesario, pero su diseño estratégico permitía defenderla con apenas un millón, aprovechando la ventaja de sus múltiples líneas de defensa y sus imponentes bastiones. Era una obra maestra de la arquitectura militar, una manifestación de poder diseñada no solo para resistir, sino para aplastar cualquier intento de conquista. Sin embargo, incluso una fortaleza como Dravenhold podía caer si el enemigo era lo suficientemente astuto… y Quentin Shadowstrike era precisamente ese tipo de enemigo.

Darian sabía que esta no era una simple defensa. No se enfrentaban a una horda desorganizada ni a idiotas muy llenos de si que jugaban a la guerra. Quentin había traído casi siete millones de los temidos legionarios de hierro, soldados veteranos cuya disciplina y crueldad eran tan legendarias como su eficacia. Guerreros curtidos en el fragor de mil batallas, endurecidos por la sangre y la brutalidad, capaces de mantener la formación incluso bajo el fuego más intenso y de ejecutar maniobras con una precisión letal. Enfrentarse directamente a ellos era como chocar contra una montaña de acero en movimiento, una fuerza implacable que avanzaba sin detenerse, destruyendo todo a su paso.

Pero Darian no estaba solo. Contaba con sus nueve millones de soldados de las Huestes de Sangre Jurada, una fuerza que no se distinguía solo por su número, sino por su lealtad fanática y su ferocidad inigualable en combate. Eran hombres dispuestos a morir sin dudarlo por su comandante, guerreros endurecidos en el fuego de la guerra y templados en la sangre de sus enemigos. Sus estandartes carmesíes ondeaban en lo alto, y sus gritos de guerra resonaban como una promesa de destrucción. Sin embargo, Darian no se engañaba. Sabía que la superioridad numérica no garantizaba la victoria. Quentin Shadowstrike era un maestro del combate frontal y las tácticas desesperadas, y cada uno de sus movimientos estaba diseñado para sembrar el caos y preparar el golpe final.

El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos rojizos y naranjas que hacían que el campo de batalla pareciera un océano de fuego y sangre. Darian permaneció inmóvil, con los ojos entrecerrados mientras estudiaba las líneas enemigas. Las formaciones de los legionarios de hierro eran perfectas, filas interminables de escudos y armas de asta que avanzaban con una precisión casi mecánica. Catapultas y balistas zusianas se preparaban para desatar su furia, y las máquinas de asedio se alineaban, listas para atacar.

Hace más de una semana, Darian había tomado una decisión que muchos consideraban traición. Se había retirado de la desastrosa coalición con los zanzibarianos, abandonando a sus aliados a su suerte. No había sido una decisión fácil, pero era necesaria. Mientras otros generales avanzaban hacia el ducado para apoyar al duque Maximiliano contra la invasión zusiana encabezada por el heredero de Zusian y el general Thornflic, Darian se había quedado. No por preocupación por los civiles ni por sentimentalismo. Todo era una decisión calculada y fría. Dejó que los once millones de soldados stirbanos marcharan hacia su duque, sabiendo que cada uno de ellos sería necesario para reforzar las defensas y mantener la línea. También sabía que se había solicitado el regreso de las Huestes que estaban como mercenarios en Norvadia y en otros territorios, así como el regreso de dos de los hijos de su duque, que luchaban en las colonias de Norvadia. Pero Darian no movió un solo dedo para apresurarse a ir a el lado de su duque.

Porque sabía que Maximiliano ganaría… o al menos, eso esperaba.

Su verdadera tarea era otra. Permanecer en Dravenhold no solo aseguraba el flanco este de Stirba, sino que impedía que Quentin Shadowstrike lanzara una ofensiva desde otro frente, manteniendo a las fuerzas zusianas divididas. Si Quentin tomaba Dravenhold, abriría una ruta directa hacia el corazón de Stirba. Y Darian no lo permitiría.

Había más en juego. Sabía que si Dravenhold caía, no pasarían muchos días antes de que el decrépito de Lucan Frostblade, "El Oso Blanco", trajera sus doce millones de legionarios zusianos. Y si eso ocurría, la resistencia stirbana sería aplastada. Y después vendría Varyn Firestorm, el cuarto general zusiano, con sus ocho millones de soldados, y sería el fin. No, Darian prefería que Lucan permaneciera ocupado en Zusian, recuperando las fortalezas y ciudades capturadas por las fuerzas stirbanas y zanzibarianas. Mientras tanto, Varyn seguiría acosando a los zanzibarianos, evitando que pudieran reforzar a Stirba.

Darian respiró profundamente, su mirada afilada como un cuchillo observando el caos que se desataba frente a él. No era un hombre sentimental ni le preocupaban las trivialidades de la política o la camaradería. Pero aun así, no podía evitar sentir un profundo desprecio por la patética niña que le habían impuesto como aliada: Lena Varys, la tercera general de Stirba.

Una mujer que había ganado su puesto a flor de guerra, sí, pero que aún se aferraba a la absurda idea de que la guerra podía librarse sin sacrificios. Su debilidad era repugnante. Darian no tenía tiempo para sentimentalismos ni para rencores estúpidos, como el odio que Lena le guardaba por haber permitido la muerte de Roderick Brann, el difunto quinto general de Stirba y el mentor de Lena. No le importaba. Un hombre más o un hombre menos en el tablero no significaba nada si la estrategia funcionaba. La guerra era sangre y acero, no lágrimas y promesas vacías.

El sol finalmente desapareció tras las montañas de Kael'Vorr, y la oscuridad cayó sobre el campo de batalla como un manto pesado. A la distancia, las legiones de hierro comenzaron a formar su campamento, un despliegue tan ordenado y metódico como el mismo Quentin Shadowstrike. Las fogatas se encendieron una tras otra, extendiéndose a lo largo de la fortaleza como un océano de luces parpadeantes, cada una marcando la presencia de miles de soldados listos para la guerra. El sonido de los martillos y las herramientas resonaba en la noche mientras se levantaban barricadas y fortificaciones provisionales, y las sombras danzaban al compás del fuego en un espectáculo inquietante y hermoso.

Darian observaba en silencio, sus ojos recorriendo el paisaje con una mezcla de cálculo y desdén. Sabía que Quentin no atacaría esa noche. El general zusiano era paciente, metódico. Preferiría preparar sus fuerzas, estudiar las defensas de Dravenhold y esperar el momento exacto para lanzar el golpe. Pero eso solo le daba tiempo a Darian para preparar su propia respuesta. Giró sobre sus talones y descendió de la muralla, sus botas resonando contra la piedra mientras se dirigía hacia la sala de guerra.

El interior de Dravenhold era tan imponente como su exterior. Pasillos anchos y oscuros se extendían como las entrañas de una bestia, iluminados solo por antorchas parpadeantes que proyectaban sombras alargadas sobre las paredes de piedra negra. Los soldados se apartaban a su paso, sus miradas firmes pero llenas de respeto y temor. Todos sabían quién era Darian, y ninguno deseaba estar en el camino de su furia.

Al llegar a la sala de guerra, empujó las puertas con fuerza, haciendo que se estrellaran contra las paredes con un estruendo. Dentro, los oficiales ya lo esperaban, alineados alrededor de una mesa de madera maciza cubierta con mapas y figuras de metal que representaban las posiciones de ambos ejércitos. El ambiente era tenso, cargado de expectación y preocupación. Darian no perdió tiempo.

—¿Informes? —demandó, su voz grave y cortante como una cuchilla.

Uno de los oficiales, un hombre mayor con cicatrices en el rostro, dio un paso adelante.

—Los exploradores confirman que las legiones de hierro están estableciendo un campamento permanente. Están reforzando sus líneas con empalizadas y zanjas defensivas. También han comenzado a desplegar máquinas de asedio. Estimamos que estarán listos para un asalto en tres días, a más tardar.

Darian asintió lentamente, sus pensamientos ya adelantándose a los movimientos de Quentin. Tres días. Tiempo suficiente para reforzar las defensas y preparar una sorpresa para el enemigo.

—¿Y nuestras provisiones? —preguntó sin apartar la vista del mapa.

—Suficientes para seis meses de asedio —respondió otro oficial.

Darian apenas hizo un gesto, como si ese detalle fuera irrelevante.

—No permitiré que lleguen a eso. Mañana al amanecer, quiero que las balistas y catapultas comiencen a hostigar su campamento. No les daremos un solo momento de descanso. Quiero que sepas que cada noche se pregunten si verán el amanecer.

Un murmullo de aprobación recorrió la sala, pero Darian levantó una mano, silenciándolo al instante.

—Y preparen a las Huestes de Sangre Jurada. Pronto será el momento de hacerles recordar por qué nos temen.

La reunión continuó durante horas, afinando cada detalle de la defensa, ajustando las estrategias y previendo cada posible movimiento del enemigo. Afuera, el viento traía consigo el sonido distante de las legiones zusianas, el eco de un ejército preparándose para la guerra. El crujir de las armaduras, el golpeteo metálico de las armas al ser afiladas, y el rumor apagado de miles de voces creando un zumbido constante llegaban hasta las murallas como un presagio. Finalmente, cuando los oficiales se retiraron, dejando atrás el olor a sudor, pergamino y cera de velas derretida, Darian quedó solo en la sala de guerra.

Frente a él se extendía el mapa de Dravenhold, con sus gruesas murallas marcadas en tinta oscura y el campamento enemigo representado por un enjambre de fichas metálicas. Las pequeñas figuras de hierro y bronce simbolizaban legiones enteras, torres de asedio, formaciones de caballería y destacamentos de arqueros. Era un tablero de ajedrez en el que cada pieza representaba miles de vidas. Darian se sentó pesadamente en una silla de respaldo alto, sus dedos jugueteando distraídamente con una daga ornamentada. La hoja, afilada como una lengua venenosa, reflejaba la luz de las velas mientras giraba entre sus manos con movimientos hábiles y precisos. Pero su mente estaba en otra parte.

El estratega dentro de él evaluaba posibilidades. Podía desplegar una fuerza de caballería pesada y atacar el campamento enemigo desde la retaguardia, aprovechando la velocidad y el impacto de una carga sorpresa. Pero Quentin Shadowstrike no era ningún imbécil; lo más probable es que ya hubiera fortificado su flanco trasero con estacas, zanjas y tropas de reserva. Los legionarios de hierro eran maestros en construir campamentos defensivos, y cualquier ataque frontal o lateral sería como estrellarse contra una muralla de llena de estacas.

Otra opción era hostigarlos con caballería ligera y infantería media, ataques rápidos y retiradas estratégicas para desgastar sus recursos y moral. Pero esa era una táctica de principiantes, y Quentin no caería en una trampa tan burda. Además, con su campamento bien fortificado, el enemigo podría soportar el desgaste el mismo tiempo del que Stirba podía permitirse.

También podía intentar una maniobra de doble envolvimiento, dividiendo sus propias fuerzas en dos frentes y atacando desde ambos lados al mismo tiempo. Pero eso implicaba un riesgo tremendo; si el enemigo rompía una de sus líneas, el resto sería aniquilado.

Darian gruñó en frustración, clavando la daga en la mesa con un golpe seco. El acero se hundió en la madera con un crujido, y la vibración recorrió la superficie como un latido sordo. Necesitaba dormir unas horas, despejar la mente antes de decidir cómo quebrar a los zusianos. Pero justo cuando se levantaba de la silla, la puerta de la sala de estrategia se abrió de golpe.

Un hombre irrumpió, jadeante, con el rostro pálido y el cuerpo tembloroso de agotamiento. Su ropa estaba manchada de polvo y sudor, y cada respiración era un esfuerzo visible. Antes de que pudiera avanzar más de unos pasos, los Demonios Carmesí, la guardia personal de Darian, reaccionaron de inmediato. Sus alabardas se alzaron en un destello de acero, las hojas curvadas apuntando directamente al cuello del mensajero. Uno de ellos, un gigante con una cicatriz que le cruzaba el rostro, avanzó un paso, dispuesto a atravesar al intruso sin dudar.

Darian levantó una mano, un gesto apenas perceptible, pero suficiente para detener a sus hombres. Las armas bajaron, aunque la tensión en la sala seguía siendo palpable.

—Acércate y habla —ordenó Darian, su voz fría como el acero, sin apartar la mirada del rostro del mensajero.

El hombre tragó saliva con dificultad, su pecho subiendo y bajando en sacudidas irregulares.

—Ge… general… no-no… noticias de… de nuestro duque… —balbuceó, apenas capaz de mantenerse en pie. Sus piernas temblaban, y la desesperación era evidente en sus ojos—. Su gracia Maximiliano… se reporta que ha caído en batalla… a manos del joven heredero de Zusian… Iván Erenfrod…

El mundo pareció detenerse.

Por un instante, el silencio en la sala fue absoluto. Luego, con una velocidad que nadie esperaba, Darian cruzó la distancia entre él y el mensajero en un parpadeo. Su mano se cerró alrededor del cuello del hombre y lo levantó del suelo con una facilidad aterradora. La fuerza en su agarre era implacable, y sus ojos, normalmente fríos y calculadores, brillaban con una furia contenida.

—Repítelo —susurró, su voz apenas un murmullo, pero cargada de una amenaza tan helada que hizo que incluso los Demonios Carmesí retrocedieran un paso—. ¿Me acabas de decir que acabamos de perder esta guerra?

El mensajero intentó hablar, pero el pánico lo había dejado sin palabras. Con un gesto de desprecio, Darian lo arrojó al suelo. El hombre cayó pesadamente, tosiendo y jadeando, mientras la atención del general ya no estaba en él, sino en el horizonte invisible más allá de las paredes de piedra. Se pasó una mano por el cabello, un gesto inusualmente inquieto en alguien tan controlado.

El silencio se extendió como una niebla densa entre su guardia. Cualquiera que viera a Darian por primera vez podría pensar que era solo un flacucho estratega de retaguardia, pero aquellos que lo conocían sabían la verdad. No poseía la fuerza bruta de otros generales, ni la velocidad de los guerreros más célebres, pero era fuerte y su habilidad con la espada era impecable: fría, precisa y letal. En combate singular, pocos podían igualarlo. Pero nada de eso importaba ahora.

Lo que importaba era que Maximiliano estaba muerto. Y aunque Darian no sentía apego personal por el duque, la derrota era inaceptable. Lo que lo enfurecía no era la pérdida de un líder, sino la humillación de haber sido vencidos por un mocoso de quince años. La situación se desmoronaba. Maximiliano no tenía herederos directos; solo hijos segundos, nacidos de concubinas. Aunque tenían derechos, siempre estaban por detrás de la línea principal. Y ahora, con la casa ducal sin un líder claro, el caos era inevitable.

Stirba estaba al borde de una guerra civil. Las facciones se alinearían detrás de diferentes pretendientes, y la unidad que tanto habían necesitado para resistir la invasión zusiana se rompería como vidrio bajo un martillo. Mierda.

Darian respiró hondo, forzándose a calmarse. El colapso era inminente, pero él no permitiría que se consumara. La derrota no era una opción.

—Viktor —llamó, su voz recobrando su tono habitual, frío y decidido.

El comandante de su guardia dio un paso adelante, su postura rígida como una estatua.

—Reúne a los oficiales de alto rango. Cambiamos los planes. Ahora.

Viktor asintió y se retiró rápidamente, su enorme figura perdiéndose en la penumbra de los pasillos de piedra, sus pasos resonando con una firmeza que recordaba el avance de una tropa en marcha. El sonido se fue desvaneciendo poco a poco hasta que solo quedó el silencio, uno pesado y sofocante, como si el aire mismo se hubiera espesado con el peso de las malas noticias. Darian permaneció quieto, los músculos tensos, el rostro impasible, pero en su interior hervía una furia que luchaba por escapar. Cuando finalmente no pudo contenerla, su puño se cerró con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos antes de estrellarse contra la mesa de roble macizo. El golpe retumbó en la sala, haciendo temblar las fichas y haciendo saltar uno de los candelabros. La daga que había dejado clavada en el mapa vibró como si compartiera su frustración.

Le dolía la derrota mucho más que la muerte de su duque. Maximiliano había sido un hombre respetable, un líder capaz, pero la lealtad de Darian siempre había sido pragmática. No seguía hombres, seguía el poder, la estrategia, el orden. Y perder… perder era inaceptable. El amargo sabor de esta derrota se instaló en su garganta como veneno. Darian odiaba perder. Siempre había odiado perder. Y esta vez lo sentía como una afrenta personal.

No había nacido con privilegios ni títulos. El mundo no le había dado nada, y lo que tenía lo había arrebatado con sangre y astucia. Bastardo de un terrateniente de la ciudad de Vurenthall, había crecido en la miseria más absoluta mientras sus medio hermanos eran mimados en el castillo familiar. Su madre, una campesina vendida más de una vez como mercancía, nunca tuvo nada que ofrecerle salvo desprecio y hambre. Desde que tuvo memoria, había luchado: primero contra otros niños, luego contra ratas y perros por un mendrugo de pan. El hambre lo convirtió en un sobreviviente, la rabia en un guerrero.

A los doce años ya sabía matar. A los catorce, se unió a una hueste de sangre, uno de esos ejércitos mercenarios famosos por su brutalidad y eficacia del ducado de Stirba. La vida en la hueste fue dura, pero Darian prosperó. En cuestión de un año, había escalado posiciones hasta convertirse en líder de su propia Hueste de Sangre. Peleó en los páramos helados de Norvadia, en todos los territorios norte de Aurolia y en las costas azotadas por tormentas del Mar del Norte. Con cada batalla, su reputación crecía, y con ella su influencia.

En dos años, ya era reconocido como uno de los comandantes más letales y estratégicos de las huestes. Fue entonces cuando Stirba, una nación que se enorgullecía por su tradición militar, una tierra donde la guerra era una disciplina enseñada desde la infancia, sobresalir era una hazaña. Pero Darian no solo sobresalió: superó a todos. Su genio táctico, combinado con una frialdad implacable y una eficacia brutal, lo llevaron a ascender rápidamente en la jerarquía militar. Si no había alcanzado el título de Primer General, no era por falta de mérito, sino por falta de "lealtad inquebrantable", o al menos esa fue la excusa de Maximiliano para negarle el puesto. En cambio, se lo dio a Arkadi Roganov, un bruto cuya única habilidad era partir cráneos en el campo de batalla. La decisión todavía lo irritaba.

Ahora, con la muerte de Maximiliano y el caos acechando, el destino de Stirba estaba en juego. Y si algo estaba claro para Darian, era que esta era su oportunidad. No solo para mantener su poder, sino para ascender. Pero primero, había que lidiar con Quentin Shadowstrike. Eliminar sus fuerzas sería el primer paso, una necesidad obvia, pero el segundo paso… ese sería más complicado.

La sucesión del ducado era un desastre. Lucian Marsdale, el hijo mayor, era un hombre elegante y poderoso, con una presencia magnética. Pero detrás de esa fachada había poca sustancia. No era un buen comandante, apenas un estratega decente, y sus talentos se limitaban a la política y el alarde. En el campo de batalla, Lucian era más una carga que un activo. Su arrogancia y su temeridad superaban con creces su habilidad.

El segundo hijo, Damien Marsdale, era otra historia. Peligroso, sí, pero no por las razones correctas. Era astuto, sí, pero también despiadado y errático. Su ambición lo hacía impredecible, y Darian desconfiaba de los hombres que no sabían controlar sus propias pasiones. Ambos hermanos estaban al mando de las fuerzas que regresaban de las colonias de Norvadia, y ninguno era una opción ideal.

Los otros hijos de Maximiliano no ofrecían mejores alternativas. Severian Marsdale era un niño, y Darian no iba a pelear por un infante cuyo futuro era incierto. No había garantía de que creciera para ser un líder fuerte, y Stirba no podía permitirse un gobernante débil en tiempos de guerra.

La última opción era Adrian Marsdale. Se había casado con la hija del conde de Kheoven, un matrimonio diseñado para cimentar alianzas y expandir el poder de Stirba. Con treinta huestes de sangre bajo su mando, se le había encomendado la conquista del Golfo de Rhenvar, una región estratégica clave. Pero los rumores decían que Adrian había empatizado demasiado con la casa Ramdell, gobernantes de Kheoven, y que su avance había sido sospechosamente lento. La anexión del golfo era fundamental para transformar Stirba de un ducado en un principado, pero si Adrian no podía cumplir esa misión, también resultaba una apuesta peligrosa.

Darian se frotó el mentón, evaluando las posibilidades. Cada uno de los hijos tenía defectos evidentes, pero también ventajas. Lucian tenía influencia política, Damien era implacable, Adrian tenía recursos militares, y Severian… Severian podía ser moldeado. Pero elegir a uno no solo definiría el futuro de Stirba, sino también su propio destino.

Tal vez la mejor opción sería permanecer como un comodín y esperar a ver cuál de los Marsdale se mostraba digno de su apoyo. La paciencia era una virtud en la política tanto como en la guerra, y Darian sabía que precipitarse solo significaría perder su ventaja. De momento, Adrian parecía la apuesta más prometedora, siempre que pudiera recordarle el verdadero propósito de su matrimonio: expandir el poder de Stirba. Si lograba endulzarlo con la posibilidad de ser no solo un duque, sino un príncipe, de transformar el ducado en un principado, podría avivar esa ambición latente. Además, su esposa, la hija del conde de Kheoven, se convertiría en una princesa consorte, consolidando la alianza y asegurando su posición. Pero antes de pensar en el futuro, había que lidiar con el presente. Primero, Quentin Shadowstrike debía ser eliminado. Después, vendría el juego de alianzas y traiciones.

Sabía que los otros generales no tardarían en moverse. La muerte de Maximiliano era una oportunidad para todos los que ambicionaban poder, y en una nación como Stirba, donde la guerra era la verdadera política, las alianzas se forjaban y se rompían con la misma rapidez con la que se desenvainaba una espada. Lucian Marsdale tenía a muchos de su lado, no tanto por sus méritos, sino por el simple hecho de ser el primogénito. En tierras más civilizadas, eso bastaba para asegurar la sucesión, pero Stirba no era un lugar para formalidades. Otros preferían a Damien Marsdale, viendo en su ferocidad y ambición una posibilidad de devolverle a Stirba la gloria de antaño, la que se había desvanecido en años de derrotas, reducción de territorio y ganancias. Pocos apoyarían a Severian, un niño sin experiencia ni fuerza, pero eso también lo convertía en una marioneta atractiva para quienes buscaban el poder tras el trono.

Darian sabía que algunos generales inteligentes optarían por no apresurarse, igual que él. Mantenerse al margen hasta que la situación se definiera, preservar sus fuerzas y esperar el momento adecuado para inclinar la balanza. Adrian era la clave, si podía ser persuadido. Pero eso vendría después. Ahora, el enemigo estaba a las puertas.

Los oficiales llegaron poco después, sus rostros tensos y expectantes. La sala se llenó rápidamente con el sonido de botas golpeando el suelo de piedra, el crujir de armaduras y el murmullo contenido de voces. Darian se irguió, su presencia imponente bastando para imponer silencio. Cuando habló, su voz fue grave y cortante, cada palabra una orden inapelable. Les informó de la muerte de Maximiliano con la frialdad de quien ya había aceptado la realidad, y no permitió que el duelo se interpusiera en la necesidad de actuar. Cambió el plan sin vacilar: no se quedarían atrincherados esperando el asedio.

—Mañana saldremos —dijo, su mirada recorriendo el rostro de cada uno de sus oficiales, buscando cualquier señal de duda—. Atacaremos al amanecer y los aplastaremos antes de que puedan reagruparse. No les daremos tiempo de organizarse. No les daremos respiro. Quentin pensará que estamos debilitados, que nos ha acorralado. Pero mañana aprenderá lo que significa subestimar a Stirba.

Un murmullo de aprobación recorrió la sala, pero Darian levantó una mano, y el silencio volvió de inmediato.

—Después de la victoria —continuó, su tono más calculador—, nos moveremos al oeste, hacia las fronteras del condado de Kheoven. Allí nos reagruparemos y evaluaremos la situación. No gastaremos nuestras fuerzas en una guerra interna. No hasta que sepamos quién merece nuestro apoyo.

La estrategia era clara, eficiente. Golpear rápido, golpear fuerte, y luego retirarse a una posición segura desde la cual negociar su próximo movimiento. Los oficiales asintieron, algunos con sonrisas feroces, otros con miradas calculadoras. Todos sabían lo que estaba en juego.

Cuando la reunión terminó, Darian permaneció en la sala, contemplando el mapa extendido sobre la mesa con una intensidad casi hipnótica. Las velas parpadeaban con el viento frío que se filtraba por las grietas de la piedra, proyectando sombras largas y temblorosas sobre los rostros dibujados en los estandartes. El peso de la guerra era una presencia asfixiante, una tensión que se sentía en cada aliento, en cada crujido de la madera bajo sus botas. Afuera, el viento aullaba como un animal herido, golpeando las murallas con una furia que parecía presagio de lo que estaba por venir. En la distancia, el sordo redoble de tambores enemigos marcaba el ritmo de la preparación, el anuncio inequívoco de que Quentin también se alistaba para el combate.

Pero Darian no sentía miedo. De hecho, no sentía mucho en absoluto. Había aprendido hacía tiempo a adormecer las emociones, a acallarlas hasta que no fueran más que un eco débil en el fondo de su mente. La furia, el miedo, la ansiedad, la duda… eran lujos que no podía permitirse. Solo quedaba la claridad fría de la estrategia, el enfoque absoluto en la victoria. Esa noche durmió unas pocas horas, un sueño ligero y sin sueños, el descanso medido de un hombre que sabía que cada minuto perdido podía costarle una vida al amanecer.

Cuando el primer rayo de sol tocó las murallas, Darian ya estaba en pie. Su armadura de placas negras resplandecía bajo la luz fría de la mañana, grabada con inscripciones antiguas y desgastada por incontables batallas. Cada pieza se ajustaba a su cuerpo con la precisión de una segunda piel, cada movimiento era fluido y letal. Afuera, sus tropas ya estaban formadas, una marea de acero y disciplina. La hueste de Stirba se extendía más allá de lo que el ojo podía ver, filas interminables de soldados endurecidos, guerreros que conocían el valor de la sangre y el peso de la derrota.

Nueve millones de stirbanos contra siete millones de zusianos. Para cualquier comandante inexperto, la diferencia numérica habría sido motivo de una victoria fácil, una superioridad arrolladora destinada a aplastar cualquier resistencia. Pero Darian sabía la verdad: la guerra no se ganaba con números, sino con estrategia, con disciplina… y con sangre. Stirba tenía la ventaja numérica y un mando hábil, pero los zusianos eran una fuerza brutalmente eficiente, forjada en la disciplina más férrea y en una voluntad inquebrantable. Quentin era el tipo de hombre que brillaba cuando estaba acorralado, cuando la desesperación hacía aflorar la ferocidad más peligrosa. Por eso Darian no podía darle espacio, no podía permitirle maniobrar. Tenía que aplastar esa chispa antes de que se convirtiera en un incendio.

El mediodía trajo consigo el sonido del acero. El sol estaba alto, proyectando sombras cortas y haciendo que las armaduras resplandecieran con destellos cegadores. El calor era sofocante, y el viento traía consigo el aroma de la muerte. Darian observaba desde una pequeña colina, sus ojos fríos recorriendo el campo de batalla con la precisión de un depredador. Dio la orden, y sus flancos se movieron primero.

Las alas derecha e izquierda avanzaron como dos guadañas de hierro, cortando la carne del enemigo con precisión despiadada. La caballería pesada rugió al lanzarse, una ola de acero y músculo, el estruendo de los cascos haciendo temblar la tierra. Las lanzas se inclinaron hacia adelante, y cuando chocaron contra las líneas zusianas, el impacto fue devastador. El sonido era una mezcla de huesos quebrándose, gritos de agonía y el chillido del metal contra el metal. Los stirbanos no mostraban piedad. Los caballos atropellaban a los caídos, y las lanzas se hundían en cuerpos una y otra vez, dejando a su paso una estela de cadáveres destrozados.

Desde atrás, los arqueros y ballesteros disparaban en salvas perfectamente coordinadas. El cielo se oscureció con una lluvia de flechas, y cuando cayeron, transformaron el campo de batalla en un infierno. Las puntas de acero atravesaban armaduras, carne y hueso, y los gritos de los heridos se elevaron como una sinfonía macabra. Pero los zusianos no se rompieron. Ni siquiera retrocedieron. Los que caían eran reemplazados de inmediato, y los que aún respiraban, aunque estuvieran empalados, se arrastraban con cuchillos en mano, buscando llevarse a algún stirbano con ellos a la tumba.

Quentin reaccionó con la rapidez de un veterano. Movió sus reservas con una precisión impecable, reforzando los flancos que estaban siendo masacrados. Y entonces la verdadera batalla comenzó.

El choque fue brutal. Los zusianos avanzaban con una ferocidad sobrehumana, sus escudos formando una muralla impenetrable mientras sus alabardas buscaban cada rendija en la defensa stirbana. La disciplina zusiana era aterradora: ni un solo hombre rompía formación, ni uno solo retrocedía sin orden. Luchaban como si no conocieran el miedo, como si el dolor no les afectara. Y eran brutales. Un stirbano decapitaba a un enemigo, y el cuerpo decapitado aún se tambaleaba hacia adelante, cuchillo en mano, apuñalando al stirbano en el abdomen antes de caer. Otro zusiano, con una flecha atravesándole la garganta, se arrojaba sobre un jinete, arrancándolo del caballo con una fuerza desesperada y hundiendo los dientes en su garganta como una bestia salvaje.

Darian no se inmutó. Sus ojos fríos y calculadores recorrieron el campo de batalla mientras el estruendo del combate se elevaba como una tormenta imparable. Sabía lo que estaba en juego, y no había margen para la duda ni para la piedad. Dio una nueva orden, y parte de sus fuerzas centrales comenzaron a retirarse lentamente, creando deliberadamente una brecha en la línea, una invitación tentadora al enemigo. El polvo se levantaba en el aire caliente, mezclándose con el hedor a sangre y carne pudriéndose, y en medio de aquel caos, Darian esperó.

Y Quentin mordió el anzuelo.

Predecible como siempre, vio la oportunidad y se lanzó con todo el ímpetu de un animal acorralado. Sus fuerzas avanzaron como una lanza, intentando dividir el ejército stirbano justo en el corazón. Al frente iba él, Quentin, con su alabarda en mano, una figura imponente sobre su caballo castaño cubierto de acero. Cada golpe suyo era letal, cada arco que trazaba su arma dejaba tras de sí una estela de sangre y miembros cercenados. La infantería stirbana caía ante él como trigo segado, sus líneas se rompían mientras los Heraldos del Abismo —la guardia personal de Quentin— avanzaban a su lado, una fuerza de élite cuya brutalidad era tan legendaria como su disciplina.

Jinetes pesados zusianos cargaban con la fuerza de una avalancha, lanzas inclinadas y enormes martillos aplastando y desgarrando todo a su paso. Sus caballos, entrenados para la guerra, pateaban y mordían, y cada impacto era una nueva explosión de dolor y muerte. Las filas stirbanas temblaron bajo la embestida, pero no cedieron. Porque Darian no había terminado su jugada.

Cuando las fuerzas zusianas estaban completamente comprometidas, cuando Quentin y sus tropas habían penetrado profundamente en el centro stirbano, Darian dio la señal. Y la trampa se cerró.

Los flancos stirbanos, que hasta entonces se habían mantenido firmes, se movieron con una precisión devastadora. La infantería pesada se replegó y luego avanzó, envolviendo a los zusianos en un cerco de acero. Era una trampa perfecta, calculada al milímetro. Los zusianos, disciplinados y feroces, no retrocedieron. No conocían el miedo. Pero estaban atrapados.

El campo de batalla se transformó en un infierno. Las filas se comprimieron, y el espacio para maniobrar desapareció. En aquella maraña de cuerpos y acero, la brutalidad alcanzó un nivel indescriptible. Las corsecas stirbanas cortaban sin piedad, atravesando armaduras y carne con una rabia salvaje. Las alabardas zusianas respondían con precisión despiadada, arrancando cabezas y abriendo vientres con cada golpe. La sangre corría como ríos, empapando el suelo hasta convertirlo en un lodazal viscoso.

Un stirbano fue atravesado por una hacha de petos, pero antes de morir, agarró al soldado zusiano por la garganta, clavándole una daga repetidamente en el cuello hasta que ambos cayeron, muertos, en una pila de cuerpos. Otro zusiano, con el brazo cercenado, seguía luchando con la mano restante, apuñalando una y otra vez a un enemigo incluso después de que su propia sangre lo cegara. Los gritos de agonía, el sonido de huesos rompiéndose y el estruendo del acero chocando llenaban el aire.

En medio del caos, Quentin luchaba como una bestia. Su alabarda giraba en arcos letales, partiendo a los stirbanos como si fueran muñecos de trapo. Su armadura estaba empapada de sangre —propia y ajena—, y su rostro era una máscara de furia y concentración. Pero por cada stirbano que caía, dos más tomaban su lugar. Y la trampa se estrechaba cada vez más.

Darian, observando desde la retaguardia, finalmente decidió entrar en la refriega. Su presencia era como una tormenta helada. Con su espada larga en mano, avanzó con una precisión implacable. Cada golpe era letal, cada movimiento calculado. No había rabia en él, solo eficiencia. Cortó una garganta, bloqueó una alabarda y atravesó un pecho con una facilidad escalofriante. A su paso, los stirbanos se envalentonaban, luchando con renovada ferocidad.

Los zusianos, incluso atrapados, no se rindieron. Seguían luchando con una brutalidad que desafiaba la lógica. Aun medio muertos, arrastraban a sus asesinos con ellos, clavando cuchillos en entrañas y dientes en gargantas. No importaba cuántos cayeran, siempre había uno más dispuesto a matar, a morir llevándose a un enemigo consigo. Pero el cerco era implacable, una prisión de acero y furia que se cerraba lentamente sobre las fuerzas zusianas. Los stirbanos, rabiosos y despiadados, atacaban con una ferocidad animal, pero la brutalidad de los zusianos era de una naturaleza distinta. No había en ellos la ciega rabia de los stirbanos; su violencia era fría, calculada, nacida de una disciplina inquebrantable. Eran máquinas de guerra, entrenadas para resistir el dolor, para ignorar el miedo, para matar incluso cuando la vida se les escapaba de las venas. Y eso los hacía aún más peligrosos.

La batalla se transformó en una carnicería. En el centro del cerco, los zusianos peleaban como bestias acorraladas, y cada uno de ellos se llevaba consigo a varios enemigos antes de caer. Un soldado stirbano intentó apuñalar a un zusiano por la espalda, pero el guerrero, aun con una flecha clavada en el muslo y el costado sangrando profusamente, giró con una rapidez imposible, agarró al stirbano por la mandíbula y la arrancó con una fuerza brutal. La sangre brotó en un chorro mientras el stirbano se desplomaba, convulsionando. El zusiano ni siquiera se detuvo a mirar; con el rostro cubierto de sangre, tomó su espada y se lanzó hacia el siguiente enemigo.

En otra parte del campo, un grupo de jinetes pesados zusianos, rodeados y sin posibilidad de retirada, decidieron morir peleando. Con martillos en mano cargaron una última vez. El suelo tembló bajo los cascos de sus caballos mientras se estrellaban contra las filas stirbanas, pulverizando, aplastando y despedazando todo a su paso. Un jinete perdió su brazo derecho, pero con la izquierda aún sostuvo una maza y mato a tres enemigos antes de ser derribado. En el suelo, con las tripas derramándose, aún tuvo la fuerza para sacar un cuchillo y degollar al stirbano que intentó rematarlo.

La infantería stirbana también peleaba con una furia desmedida. Un oficial stirbano, con el rostro cubierto de sangre y una sonrisa demente, blandía un hacha pesada, partiendo cráneos y miembros con cada golpe. Sus hombres lo seguían, pisoteando cadáveres y abriéndose paso entre las filas zusianas. Pero por cada zusiano que caía, otro tomaba su lugar. Eran imparables. Incluso mutilados, incluso moribundos, los zusianos seguían peleando, llevándose enemigos consigo en su último aliento.

Darian observaba todo desde una colina cercana, su mirada fría y calculadora. Sabía que el enemigo era formidable, pero también sabía que la ventaja numérica estaba de su lado. Dio una nueva orden, y los arqueros stirbanos, posicionados en la retaguardia, comenzaron a disparar en salvas constantes. Las flechas caían como una lluvia mortal, atravesando armaduras, carne y hueso. Pero ni siquiera eso detenía a los zusianos. Algunos, con el cuerpo convertido en un alfiletero de proyectiles, aún avanzaban, arrastrándose si era necesario, para clavar una espada o un cuchillo en la carne enemiga.

Quentin estaba en el centro de la masacre, una figura imponente y sangrienta. Su alabarda giraba en arcos letales, destrozando filas enteras de stirbanos. Su armadura estaba abollada y cubierta de sangre, y una herida profunda en el costado empapaba su capa, pero no se detenía. Con cada golpe, con cada muerte, rugía de furia, como si el dolor solo lo hiciera más fuerte. A su alrededor, los Heraldos del Abismo peleaban con una ferocidad igual de temible, masacrando a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Pero la trampa estaba cerrada. El cerco se estrechaba más y más, y la disciplina stirbana, templada por el liderazgo de Darian, era tan férrea como la de los zusianos. La presión era insoportable. Los zusianos peleaban como demonios, pero estaban superados en número, y el desgaste empezaba a notarse. Las filas zusianas se rompían, y por primera vez, el avance stirbano parecía imparable.

Al caer la noche, la batalla estaba decidida. Dos millones de zusianos yacían muertos, sus cuerpos formando montañas entre el barro y la sangre. Pero no fue una victoria fácil. Un millón de stirbanos también habían caído, y el campo de batalla era un cementerio abierto.

Darian, empapado de sangre seca y fresca, permaneció en el campo de batalla mucho después de que los gritos hubieran cesado, mucho después de que la última espada hubiera caído y el último estertor se apagara en el aire denso. El hedor era insoportable: una mezcla espesa de hierro, sudor, carne en podredumbre y a muchos desechos humanos. El viento, frío y cortante, agitaba su capa, pero él no se movía. Sus ojos recorrían el horizonte con una calma gélida, buscando… algo. Un vestigio de amenaza, una señal de lo que aún estaba por venir. Sabía que esta victoria, por brutal que hubiera sido, era solo el principio. La verdadera guerra aún no había comenzado.

A su alrededor, el campo era un cementerio abierto. Los cadáveres estaban apilados en montañas grotescas, mezclas de cuerpos stirbanos y zusianos, tan mutilados que en algunos casos era imposible distinguir a unos de otros. La sangre había convertido la tierra en un lodazal espeso; cada paso arrancaba un sonido pegajoso del barro ensangrentado. Los cuervos ya comenzaban a llegar, sus graznidos rompiendo el silencio con una impaciencia voraz. Algunos soldados stirbanos aún caminaban entre los cuerpos, rematando a los heridos sin piedad, sus cuchillas hundiéndose en gargantas con movimientos prácticos y eficientes. No había espacio para la compasión en este lugar.

Darian inspiró profundamente, el olor metálico de la sangre, a mierda y orina llenando sus pulmones. Quentin había sido herido, eso lo sabía. No tan grave como para morir, pero lo suficiente como para quedar inhabilitado para el combate. El líder zusiano había sido arrastrado fuera del campo en el caos de la retirada, cubierto de su propia sangre y la de sus enemigos. Pero había algo que inquietaba a Darian. Había sido… demasiado fácil. Los zusianos eran legendarios por su brutalidad y su resistencia, por su disciplina casi sobrehumana. Y aunque habían peleado con la ferocidad que se esperaba de ellos, la caída de Quentin había quebrado su espíritu demasiado rápido. No cuadraba.

La confirmación llegó con los exploradores al amanecer. Quentin y los supervivientes zusianos habían comenzado su retirada hacia el ducado de Zusian. Pero la cifra de los que quedaban era inquietante. Al menos cinco millones de ellos aún vivían. Eso significaba que solo una parte de su fuerza había estado presente en esta batalla. Darian apretó los dientes, la inquietud convirtiéndose en certeza. Esta había sido una maniobra, una distracción sangrienta. Quentin nunca había apostado todo en esta batalla.

No podía perder tiempo. Dio las órdenes de inmediato. Los ocho millones de las Huestes de Sangre comenzaron a movilizarse, un ejército que era más que una masa de soldados. Era una máquina de guerra, afilada y precisa. Darian se había asegurado de que la mayoría tuviera familias en el oeste, una motivación ardiente para lo que estaba por venir. Pero también sabía que muchos no tenían nada: huérfanos de guerra, hombres sin hogar, soldados nacidos en la violencia. Estos eran los más peligrosos, los que no temían la muerte porque no tenían nada que perder. Y en este momento, eran casi el ejército perfecto.

El paso de la hueste era un estruendo constante, una marea imparable de acero y carne. Los tambores de guerra retumbaban como el latido de un monstruo colosal, y cada soldado marchaba con una determinación que se sentía casi palpable en el aire. Las armas brillaban bajo la luz del sol naciente, aún manchadas de la sangre de la última batalla, como si el acero mismo estuviera sediento de más.

A medida que avanzaban, Darian sabía que el destino de Stirba estaba sellado. Muy pronto, esa tierra se convertiría en un baño de sangre. La guerra apenas había comenzado. Y él estaba dispuesto a ver el mundo arder, si eso significaba la victoria.