LXV

El viento traía consigo el hedor acre de la sangre y la carne quemada. El sonido del acero chocando, los gritos de agonía y el estruendo de los tambores de guerra retumbaban en el aire como una tormenta imparable. El campo de batalla era un mar de cuerpos destrozados, una extensión interminable de muerte y caos. Sobre ese infierno, Thornflic llegó tarde… demasiado tarde para su gusto.

Las tropas de Arkadi habían luchado mejor de lo esperado, y eso le resultaba una molestia insoportable. Aunque habían logrado avanzar, el precio había sido alto. Las bajas se acumulaban y cada kilómetro ganado había costado una marea de sangre. Las fortalezas que tuvieron que asaltar para recuperar provisiones ralentizaron aún más su marcha. La necesidad de mantener a sus hombres abastecidos había impuesto marchas forzadas, agotando incluso a los soldados más curtidos. Aun así, Thornflic llegó al fin, justo a tiempo para presenciar el espectáculo brutal que se desarrollaba frente a él.

Desde la colina, divisó el campo de batalla y no pudo evitar sonreír con una mezcla de respeto y furia. Iván… era claro que era hijo de su padre. Kenneth había sido un comandante que lideraba desde el frente, un guerrero tanto como un estratega. Iván, sin embargo, siempre había sido más calculador, más táctico. Pero allí estaba, dirigiendo una carnicería como pocas veces se habían visto en tiempos recientes. Los frentes estaban inclinados a favor de las legiones, la marea de su ejército avanzaba con una ferocidad implacable, y el enemigo retrocedía lentamente, desangrándose en el proceso.

Sin embargo, no era la estrategia de Iván lo que capturó la atención de Thornflic, sino el hombre que aguardaba en la colina opuesta. Maximiliano. Su arrogancia era palpable incluso a la distancia. Su guardia personal, los Jurados de Sangre Real, se alineaban junto a él, talvez trescientos o cuatrocientos mil jinetes de élite, no lo sabia con certeza, resplandecientes en sus armaduras carmesí y oro. Desde allí, estaban listos para lanzarse en una carga suicida, ignorando el destino de sus propias tropas. Maximiliano no planeaba salvar a su ejército… solo quería llevarse a alguien con él en su caída.

Thornflic sonrió con una frialdad que helaba la sangre. Sus ojos carmesí brillaron como ascuas en la penumbra del atardecer mientras alzaba una de sus enormes hachas dentadas, aún goteando con los restos de su última matanza. Su rugido resonó como el bramido de una bestia liberada de sus cadenas, y a su llamado respondieron los Desolladores Carmesíes: guerreros monstruosos, salvajes y temibles, cubiertos de cicatrices y trofeos de carne humana. Junto a ellos, cientos de miles de jinetes pesados de élite se alinearon, armados con martillos de guerra tan descomunales que podían destrozar un cráneo con un solo golpe, dejando solo masa encefálica y astillas de hueso en el aire.

—¡Formen una cuña! —bramó Thornflic, su voz atronadora atravesando el estruendo de la batalla como un trueno infernal—. ¡Arrasaremos con ellos! ¡Los haremos gritar hasta que sus almas maldigan el día en que nacieron! ¡Tropas que no sean de caballería pesada vallan a el campo de batalla y desháganse de los stribanos, apoyen a nuestros hermanos!

El suelo retumbó bajo el peso de la marcha. Más de dieciséis millones de hombres avanzaban como una marea imparable hacia el campo principal, mientras los jinetes pesados se desplegaban en torno a Thornflic. En cuestión de segundos, su formación quedó completa, avanzando con la implacable certeza de la masacre.

En el horizonte, Maximiliano respondió de la misma manera. La caballería de los Jurados de Sangre Real espoleó a sus monturas, sus gritos de guerra desgarraban el aire con furia desesperada. Entonces, ambos ejércitos aceleraron, dos tempestades de acero y carne convergiendo en un choque inminente, un estruendo de muerte que haría temblar hasta a los dioses.

El impacto fue apocalíptico, un estallido de carne, sangre y huesos pulverizados.

Caballos reventaron como odres llenos de vísceras al ser empalados por alabardas, enormes mazas, hachas y espadas, sus órganos salpicando la tierra en un festín de muerte. Jinetes fueron arrancados de sus monturas con la brutalidad de muñecos rotos, lanzados al aire solo para ser despedazados en pleno vuelo. Las hachas serradas de Thornflic giraban con una furia inhumana, partiendo cuerpos en dos, arrancando extremidades y esparciendo carne destrozada como lluvia macabra sobre el campo de batalla.

Los Desolladores Carmesíes danzaban entre la carnicería con una crueldad monstruosa. No solo mataban: desgarraban, despedazaban, arrancaban entrañas con sus propias manos, sumergiéndose en la sangre caliente de sus víctimas como si fuera un bautismo de guerra. Uno de ellos hundió sus dedos en los ojos de un stirbano, arrancando los globos oculares de sus cuencas mientras el desgraciado aullaba como un cerdo degollado. Otro, con una risa maniaca, sujetó a un enemigo por la mandíbula y, con un tirón brutal, la arrancó de cuajo, dejando al infeliz sacudiéndose en una agonía burbujeante de sangre y baba.

Los Jurados de Sangre Real peleaban como bestias acorraladas, su furia alimentada por la desesperación. Uno de ellos, atravesado por una espada hasta las entrañas, no cayó de inmediato. Con un alarido demente, agarró la hoja que lo partía en dos y la empujó aún más dentro de su propio cuerpo para acercarse lo suficiente a su verdugo y hundirle una daga en la garganta. La sangre manó en un chorro caliente, empapando el rostro del asesino antes de que ambos se desplomaran, entrelazados en una danza de muerte.

Thornflic avanzaba como un titán imparable, un dios de la matanza cuya única plegaria era el sonido del hueso quebrándose bajo sus hachas. Su hoja cayó en un tajo diagonal sobre un jurado, partiéndolo desde el hombro hasta la cadera. El cuerpo se abrió como una fruta madura, sus intestinos cayendo al suelo con un sonido repugnante, retorciéndose como serpientes empapadas en sangre. Otro golpe cayó sobre el cráneo de un jinete, hundiéndolo en una explosión de sesos y fragmentos de hueso, su caballo resbalando en la pulpa sanguinolenta que había sido su jinete.

A su alrededor, los Desolladores Carmesíes no eran hombres, sino monstruos disfrazados de guerreros. Uno de ellos perforó el pecho de un stirbano con su maza con púas, y antes de que el cuerpo cayera, arrancó el corazón palpitante y lo devoró con un gruñido de placer. Otro, cegado por la locura, sujetó a un enemigo aún con vida y lo empaló en su propia lanza, levantándolo en el aire como una bandera de carne temblorosa mientras la sangre manaba de su boca abierta en un grito mudo.

Un Jurado de Sangre intentó apuñalar a uno de los Desolladores, pero este atrapó la alabarda con una sola mano y, con la otra, le asestó un golpe tan brutal que el cráneo del stirbano se hundió hasta su pecho. El cuerpo se desplomó con un sonido húmedo, dejando solo un amasijo irreconocible de carne aplastada y huesos astillados.

La guerra no era solo muerte. Era un espectáculo grotesco, una orgía de horror donde la carne se desgarraba como pergamino húmedo, los huesos se astillaban con estallidos nauseabundos y la sangre brotaba en géiseres carmesíes, tiñendo el aire con su hedor metálico. Era un festín para los cuervos, un escenario de pesadillas donde los cuerpos mutilados se convertían en el fango mismo sobre el que los soldados tropezaban, ahogándose en el lodo viscoso de vísceras y restos humanos.

Soldados eran arrastrados al suelo por manos moribundas, dedos crispados clavándose en la carne viva de los caballos de sus asesinos en un intento desesperado por llevarlos consigo al infierno. Había montañas de cadáveres, torsos abiertos de par en par como frutas podridas, rostros reducidos a máscaras de terror congelado, miembros arrancados que aún temblaban en espasmos de muerte. Charcos de sangre lo suficientemente profundos como para que los caballos se hundieran en ellos, resbalando, rompiéndose las patas en ángulos imposibles antes de ser despedazados por las cuchillas ansiosas de los Desolladores Carmesíes, que no diferenciaban entre hombre y bestia en su frenesí asesino.

Maximiliano, en el centro de su guardia, sonreía con una mezcla de furia y desesperación. Creía, todavía, en su victoria. Creía que su genio estratégico encontraría una salida. Pero la realidad lo escupía en la cara: sus hombres eran reducidos a masas de carne palpitante, despojados de su humanidad con una brutalidad que rayaba en lo artístico. Armas hundiéndose hasta la empuñadura, estómagos abiertos con los intestinos deslizándose entre las piernas de sus dueños, ojos arrancados de sus órbitas solo para ser aplastados bajo botas ensangrentadas.

El atardecer se apagaba, pero la matanza no cedía. El suelo era un lodazal de sangre y vísceras, una pesadilla carmesí donde los cadáveres formaban murallas y los heridos se arrastraban como gusanos mutilados, clamando piedad a dioses que no respondían. Caballos desbocados, ciegos por el terror, pisoteaban cuerpos que aún se retorcían, cráneos explotando bajo el peso de los cascos, costillas quebrándose como ramas secas.

Thornflic no era un hombre en ese momento, sino una calamidad con forma humana. Montaba un corcel negro, un titán de músculos y furia, su barda tachonada de púas que desgarraban la carne de aquellos lo suficientemente desafortunados como para acercarse demasiado. Sus ojos ardían como brasas infernales, su aliento era vapor caliente en el aire impregnado de muerte. En cada mano, una hacha dentada, grotesca y brutal, vibraba con ansias asesinas. Y él, con la locura de un dios sanguinario, se arrojaba contra los enemigos sin misericordia, girando sus armas en un torbellino que no solo mataba, sino que destruía.

Un golpe suyo partió a un hombre desde el hombro hasta la cadera, la sangre salpicando en un arco grotesco mientras los órganos caían como despojos de un animal eviscerado. Otro tajo arrancó la cabeza de un jinete, pero no de un solo golpe: la hoja dentada quedó atorada en la carne, y Thornflic, sin perder un segundo, tiró con fuerza, desgarrando la carne y los tendones hasta que la cabeza pendió de un hilo de piel antes de desprenderse.

Los Desolladores Carmesíes aullaban en su frenesí, hundiendo las manos en heridas abiertas, sacando puñados de entrañas aún calientes, riendo mientras hacían estragos en los cuerpos aún vivos de sus víctimas. Uno de ellos sujetó a un stirbano por la mandíbula y con un tirón monstruoso la arrancó de su rostro, dejando la lengua colgando de su garganta abierta en un grotesco colgajo de carne. Otro, cubierto de sangre hasta los codos, con maza en mano mandaba a volar a sus enemigos hasta convertirlo en una pulpa irreconocible de huesos y carne.

Era un infierno hecho realidad, y Thornflic y los suyos eran sus demonios, riendo, matando, desgarrando. No solo por gloria o por el placer absoluto de la masacre, no, era por venganza.

Un jinete enemigo cargó contra él con una maza. Thornflic se inclinó a un lado, esquivándola por centímetros, y con un giro veloz de su hacha izquierda, le cortó el brazo al jurado, haciendo que el miembro volara por el aire como un muñón sangriento. Antes de que el hombre pudiera gritar, la otra hacha descendió, partiendo su torso en diagonal y desparramando sus entrañas sobre su propio caballo.

—¡MÁS! —rugió Thornflic, su voz reverberando como un trueno en la carnicería, su boca deformada en una sonrisa rabiosa, la sangre chorreando desde su frente hasta su mandíbula—. ¡DENME MÁS CARNE QUE SEGAR!

Los Desolladores Carmesíes aullaron con él, envueltos en una locura asesina que no distinguía entre hombre, bestia o cadáver. Eran demonios de la matanza cabalgando sobre monstruos de guerra, sus armas despedazando carne y hueso con una brutalidad sin límite. Uno de ellos rebanó la cabeza de un Jurado con un mandoble flamígero, la hoja fundiendo carne y hueso al instante. El cráneo decapitado salió disparado como un proyectil grotesco, su boca aún abierta en un grito ahogado mientras la sangre brotaba en un chorro caliente, tiñendo el aire de rojo.

Otro de los Desolladores empaló a un enemigo en su lanza y lo alzó como un trofeo, riendo mientras el moribundo se retorcía, gorgoteando en su propia sangre. Cuando perdió la diversión, lo dejó caer con un crujido húmedo sobre el suelo, donde fue pisoteado hasta quedar irreconocible.

Maximiliano, en medio de la tormenta de muerte, intentaba mantener el control. Pero la batalla no le ofrecía más que caos. Su alabarda se hundió en la cara de un jinete zusiano con la fuerza de un verdugo desquiciado, rompiéndole los dientes, triturando su mandíbula y saliendo por la nuca en una explosión de fragmentos de hueso y tejido cerebral.

—¡MANTENGAN LA FORMACIÓN! —bramó, pero la formación ya no era más que un charco de carne abierta, vísceras humeantes y cuerpos temblorosos en sus últimos estertores.

Los caballos, enloquecidos por el hedor de la muerte, relinchaban y se mordían entre sí, arrancándose pedazos de carne en un frenesí bestial. Algunos jinetes caían, sus monturas descontroladas pisoteándolos sin piedad, aplastando sus costillas hasta convertir sus torsos en sacos de piel reventados. Otros intentaban huir, pero la muerte los alcanzaba en forma de hachas y martillos de guerra que cercenaban miembros y abrían gargantas con la facilidad de un carnicero experimentado.

Thornflic detectó a un enemigo cargando contra él y chasqueó la lengua con desprecio. Sin dudarlo, giró su hacha derecha en la mano y la lanzó con una fuerza monstruosa. El arma giró como una guadaña maldita, cortando el aire antes de impactar en la cabeza del incauto. No solo lo decapitó: la hoja dentada se incrustó hasta la mitad del pecho, partiendo huesos y órganos antes de atravesarlo completamente, dejando su cadáver como un muñeco de carne desgarrada. Los soldados cercanos quedaron cubiertos de una lluvia de sangre caliente y restos de cerebro.

Ni siquiera se molestó en recuperar su arma de inmediato. Sacó otra de su montura, igual de grotesca, igual de hambrienta. Con un solo tajo, cercenó las piernas de un jinete enemigo, que cayó de su montura aullando de dolor, su sangre brotando como un manantial oscuro. Se arrastró, suplicando por su vida, pero su propio caballo, aún en carrera, le pasó por encima, sus cascos aplastando su cráneo en un estallido de sesos y dientes quebrados.

Uno de los Jurados de Sangre Real emergió de entre la masacre como una bestia primigenia, un titán de la guerra esculpido en cicatrices y acero. Su armadura, cubierta de muescas y grietas de incontables batallas, destellaba bajo el sol rojo de la carnicería, cada marca en su coraza un testimonio de los hombres que había destrozado. Su espada, una monstruosidad de acero negro y runas carmesíes, vibraba en su mano con la sed insaciable de la muerte. No era un simple soldado. Era una tormenta de aniquilación.

Con un rugido que heló la sangre de los Desolladores Carmesíes, el veterano se lanzó al combate como un vendaval de muerte encarnada. Su espada trazó un arco imposible, un borrón de acero que desgarró el aire con un silbido infernal. En un solo movimiento, cercenó las cabezas de cinco desolladores, sus cráneos arrancados con tal violencia que giraron en el aire como grotescas peonzas antes de estrellarse contra el suelo con un repugnante sonido húmedo. Los cuerpos decapitados se desplomaron convulsionando, las arterias abiertas vomitando chorros de sangre caliente que empaparon la tierra y bañaron el rostro del verdugo como una bendición carmesí.

Varios jinetes zusianos de élite cargaron contra él, martillos en alto, sus monturas resoplando furiosas. Pero el Jurado de Sangre Real no era un hombre, era un azote, un castigo viviente. Se deslizó con una fluidez sobrehumana entre los golpes, su espada danzando como una guadaña impía. En un solo tajo descendente, partió a un jinete desde la coronilla hasta la entrepierna, dividiéndolo en dos mitades sangrantes que se separaron con un chasquido repulsivo, sus órganos resbalando de su cavidad abierta como un saco de carne despedazado. Antes de que otro pudiera reaccionar, giró sobre sí mismo con una velocidad monstruosa, y su hoja destrozó el cuello de una montura, decapitando al caballo en un estallido de sangre y vísceras, arrojando a su jinete al suelo, donde fue aplastado por los cascos frenéticos de los animales.

Un Desollador Carmesí intentó apuñalarlo por la espalda, pero el veterano sintió la intención antes de que la hoja se acercara. Su espada se alzó en una brutal contraofensiva, cercenando un brazo al atacante con tal fuerza que los huesos crujieron como ramas secas. El hombre apenas tuvo tiempo de gritar cuando una segunda estocada lo empaló en el estómago y, con un giro despiadado de la muñeca, el veterano lo abrió desde el vientre hasta el pecho, esparciendo sus entrañas sobre la tierra. La sangre, caliente y espesa, le salpicó las botas mientras avanzaba, sin detenerse, sin dudar. No era un guerrero, era un cataclismo, una tormenta de destrucción que devoraba todo a su paso.

Los jinetes zusianos más feroces cargaron contra él, confiados en su número y en sus monturas blindadas. Pero el Jurado de Sangre Real no se inmutó. Cuando el primero de ellos alcanzó la distancia de ataque, su espada se alzó y descendió en un golpe devastador. La hoja hendió al jinete y a su corcel en un solo tajo. La bestia de guerra se partió en dos desde la cabeza hasta el vientre, sus órganos derramándose como un aluvión de carne putrefacta, mientras su jinete gritaba en agonía al ver su propio torso deslizarse por el lomo del animal antes de ser aplastado por la marea de cuerpos.

Otro jinete intentó flanquearlo, pero el veterano giró sobre sí mismo con la velocidad de un relámpago. Su espada trazó un arco tan amplio que no solo cortó al guerrero en dos, sino que también decapitó a tres desolladores que avanzaban tras él. Sus cabezas volaron como frutos podridos arrancados de un árbol, dejando tras de sí fuentes de sangre caliente que empaparon la tierra en un charco carmesí. Los cuerpos decapitados aún se sacudían, manos crispadas intentando sostener armas que ya no servirían de nada.

El suelo era un festín de muerte. Cadáveres abiertos en canal humeaban bajo la luz del ocaso. Algunos jinetes moribundos, con el torso partido pero aún con vida, intentaban arrastrarse, gimiendo mientras sus intestinos se deslizaban tras ellos como serpientes húmedas. Pero la espada del Jurado de Sangre Real no perdonaba. Un solo tajo y sus cuerpos eran reducidos a montones de carne irreconocible.

Uno de los desolladores, con el rostro desfigurado por el odio, cargo hacha en alto pero el veterano no le dio tiempo. Con un tajo brutal, la hoja atravesó el cráneo del desollador con tal fuerza que estalló en una explosión de sesos y fragmentos de hueso. El cadáver quedó tirado en el suelo, temblando en espasmos grotescos mientras la sangre manaba de su boca abierta en un gruñido silenciado.

Los jinetes cercados retrocedieron instintivamente, sus armas temblando levemente en sus manos. Pero era demasiado tarde. El Jurado de Sangre Real se lanzó sobre ellos como un espectro de la muerte, su espada arrancando extremidades con la facilidad con la que un segador corta el trigo. Brazos, piernas y cabezas caían en todas direcciones, salpicando el campo con una lluvia de sangre y vísceras. Algunos intentaron rogar por sus vidas, pero sus súplicas fueron cortadas junto con sus gargantas, sus voces convertidas en gorgoteos húmedos antes de desplomarse en el lodazal de cadáveres.

No era una batalla. No era una masacre. Era un exterminio.

Thornflic, bañado en sangre hasta los ojos, contempló al coloso con una risa seca y macabra. La carne destrozada de sus víctimas aún goteaba de sus hachas, y el hedor a muerte era tan denso que parecía impregnarse en su propia piel.

—Finalmente, alguien entretenido —murmuró, relamiéndose los labios cubiertos con la sangre coagulada de los caídos.

El gigante se lanzó contra él con la furia de un dios vengador. Su espada descendió con el peso de una ejecución, buscando partir a Thornflic en dos. Pero el general zusiano alzó sus hachas en un gesto instintivo, cruzándolas para atrapar el golpe. Las hojas dentadas rechinaron contra la gran espada del veterano, chispas volando en todas direcciones.

La fuerza del impacto hizo temblar levemente los brazos de Thornflic, pero su sonrisa solo se ensanchó. Con un rugido, torció sus hachas con una brutalidad imposible. La presión fue demasiado. La gran espada del Jurado de Sangre Real crujió, se agrietó y, en un estallido de acero, se partió en dos.

El veterano apenas tuvo tiempo de reaccionar. En un solo movimiento, Thornflic hundió ambas hachas en su torso. La armadura estalló como un caparazón frágil, la carne se abrió con un sonido nauseabundo y la sangre brotó en un torrente negro. El Jurado de Sangre Real gruñó en dolor, escupiendo sangre en la cara de Thornflic, pero el carnicero solo se rió.

—Patético, pensé que serías más entretenido.

Con un tirón monstruoso, separó sus hachas, desgarrando el torso del veterano en dos mitades sangrientas. La carne se desgarró con un sonido húmedo y burbujeante, los huesos se astillaron como madera podrida, y los órganos cayeron en una avalancha viscosa.

El cuerpo colapsó en direcciones opuestas, los intestinos deslizándose fuera como serpientes resbaladizas, manchando el suelo con una alfombra de vísceras calientes. La cabeza del guerrero quedó mirando al cielo, con los ojos abiertos en una última mueca de furia impotente. Pero Thornflic no había terminado.

Con un golpe brutal, hizo que su caballo hundiera su casco en el cráneo del veterano, aplastándolo contra el pantano con un crujido repugnante. La caja craneal se partió como un fruto maduro, esparciendo fragmentos de hueso, masa cerebral y sangre sobre la tierra empapada. Pedazos de cráneo se hundieron en el lodo espeso, mientras la lengua del guerrero muerto colgaba inútilmente de su mandíbula dislocada.

Mientras el infierno que lo rodeaba se intensificaba, los caballos seguían patinando sobre el lodazal de sangre y barro. Algunos caían, partiéndose las patas en ángulos grotescos, sus huesos asomando a través de la carne rasgada, los chillidos de agonía de las bestias mezclándose con los gritos ahogados de sus jinetes. Los hombres arrojados al suelo apenas tenían tiempo de alzar la vista antes de que las hachas de Thornflic los alcanzaran, cortando cabezas, brazos y torsos con una ferocidad inhumana.

Otros continuaban luchando, envueltos en su propia sangre, montados por soldados con las entrañas colgando como serpientes resbaladizas, que aún blandían sus armas con una última chispa de odio antes de ser destrozados. Uno de ellos, con el estómago abierto y los intestinos balanceándose fuera de su cuerpo, lanzó un alarido de furia y se arrojó contra Thornflic, intentando apuñalarlo con la desesperación de un hombre condenado. Thornflic lo recibió con un corte ascendente que partió al jinete desde la cadera hasta el hombro, dividiéndolo en dos mitades chorreantes que cayeron al fango con un sonido húmedo.

Los jurados cercanos estaban atrapados en la pesadilla, apenas podían mantenerse en pie. Uno intentó atacar, pero Thornflic lo esquivo y lo alcanzó con un hachazo en la espina dorsal, partiéndolo como un muñeco de trapo. Sus piernas dieron unos pasos erráticos antes de desplomarse, mientras su torso se retorcía en un espasmo inútil.

Maximiliano observó el campo de batalla, y la furia le consumió como una llama voraz. Su guardia estaba siendo despedazado. Los cadáveres de sus soldados formaban montañas, el aire estaba saturado de gritos, el acero cantaba con un estruendo incesante, y la tierra misma parecía temblar bajo el peso de la masacre. Sabía que estaba perdiendo. Sabía que si no hacía algo pronto, su ejército sería aniquilado sin dejar rastro. Pero antes de que pudiera emitir una orden, un sonido atronador le hizo girarse.

Y entonces lo vio.

Thornflic.

La Espada del Verdugo emergió del caos como una pesadilla encarnada, un titán de muerte y devastación. Su armadura negra y roja, empapada en sangre hasta volverse una segunda piel, goteaba fluidos de los hombres que había destrozado, como si la misma armadura los devorara. Su montura, una aberración de pelaje oscuro y ojos infernales, resoplaba un vaho caliente y apestoso, el aliento de una criatura que parecía surgida de los pozos más profundos del infierno. Sus hachas, monstruosas y desgarradas por los cráneos que habían partido, aún llevaban jirones de carne y fragmentos de hueso, colgando como trofeos macabros.

Pero lo peor eran sus ojos… Dos pozos de odio puro, de locura desatada, de un frenesí homicida que hacía parecer domesticada la brutalidad de los stirbanos.

—¡Maximiliano! —rugió Thornflic, su voz retumbó como el trueno de un dios de la masacre—. ¡Ven aquí y muere como un hombre!

Maximiliano sintió el llamado como un veneno que se encendía en sus venas. No había escapatoria. Pero no la deseaba. La parte más oscura de su ser, aquella que se alimentaba de la furia y el orgullo, se negaba a ceder. Si iba a morir, lo haría dejando su nombre grabado a fuego y sangre en la historia. Sus labios se curvaron en una mueca de desafío, mostrando los dientes ensangrentados. Giró su alabarda con una maestría letal, su hoja silbando con la promesa de la muerte.

—¡Ven a intentarlo, perro! —escupió, clavando las espuelas en los flancos de su caballo.

Y entonces, la tormenta estalló.

Thornflic se abalanzó sobre él como una pesadilla desatada. Sus hachas danzaban en una vorágine de aniquilación, cortando el aire con un silbido demoníaco antes de hundirse en carne y hueso con un sonido húmedo y repugnante. Un par de jurados intenaron detenerlo antes de que llegara hasta su señor, pero eran demasiados lentos para Thornflic, quien los partió en dos de un solo golpe, sus torsos separados de sus caderas en una explosión de entrañas calientes. Sus caballo enloquecidos, sus patas resbalaron en la sangre y cayeron, aplastando a los que yacían agonizantes en el barro.

Maximiliano no titubeó. Su alabarda giró en un arco asesino, su filo buscando el cuello de Thornflic, pero el general zusiano se agachó en el último instante. Una de sus hachas se elevó, atrapando la alabarda y desviándola con una brutalidad que le entumeció los brazos.

Luego, el contraataque llegó.

Thornflic giró sobre su montura y su otra hacha descendió en una diagonal asesina. Maximiliano apenas alcanzó a moverse, pero no lo suficiente. La hoja dentada le arrancó un pedazo de la hombrera, junto con carne y tendones. El dolor fue un latigazo incandescente, y su brazo se sintió momentáneamente entumecido.

Pero él también era un monstruo de guerra.

Ignoró la agonía y dirigió un golpe descendente con la parte trasera de su alabarda, el mango metálico impactando el rostro de Thornflic con un crujido bestial. El carnicero escupió sangre y se tambaleó sobre su montura, pero su risa salvaje resonó como un eco macabro.

—¡Eso es, Maximiliano! ¡Muéstrame de qué estás hecho!

Volvió a atacar con un frenesí inhumano. Sus hachas eran látigos de acero, cada tajo buscaba no solo matar, sino destrozar, desmembrar y hacer sufrir. Un golpe descendió con una fuerza monstruosa y Maximiliano logró interponer su alabarda, pero la brutalidad del impacto le fracturó los nudillos, y sus dedos casi soltaron el arma.

A su alrededor, la batalla era un delirio de sangre.

Los caballos chillaban, algunos con las tripas colgando de cortes profundos, sus jinetes intentando seguir peleando incluso mientras sus cuerpos se partían por la mitad. Un jinete stirbano trató de seguir aun sin caballo y con solo un pie, pero un Desollador Carmesí lo alcanzó y le hundió su hacha en la espalda, partiéndolo como si fuera un cerdo en un matadero. Sus órganos brotaron en un festín grotesco, su columna quedó expuesta, brillando como el marfil en medio del rojo oscuro de su sangre.

Thornflic y Maximiliano seguían chocando con la furia de dioses en guerra. Un tajo del verdugo cortó un mechón del cabello de Maximiliano y siguió su curso, rebanando el rostro de un soldado que estaba detrás de él. El pobre desgraciado soltó un alarido, su mandíbula colgando de un hilo de carne, su lengua moviéndose sin control en un intento inútil de hablar.

Pero Maximiliano no iba a ceder.

Con un último grito de desafío, reunió todas sus fuerzas y descargó un golpe bestial. La punta de su alabarda se hundió en la pierna de Thornflic, atravesando metal, cuero y tela hasta llegar a la carne y músculo.

Thornflic rugió, su rostro contorsionado en una mezcla de dolor y éxtasis.

—¡Ja… ja… JAJAJAJAJA! —su risa fue un aullido demencial—. ¡ASÍ SE HACE, MALDITO BASTARDO!

Pero no cayó. En lugar de eso, soltó una de sus hachas y, con la mano desnuda, arrancó la alabarda de su pierna, desgarrando la carne como si no le importara. La sangre brotó en una cascada, pero su mirada seguía igual de hambrienta.

Thornflic giró con una furia inhumana, su hacha silbando a través del aire, sedienta de carne. Maximiliano intentó esquivar, pero fue demasiado lento. Los dientes dentados del arma se hundieron en su armadura como un depredador rasgando la piel de su presa. El metal chirrió, las placas estallaron en una lluvia de chispas, y la cota de malla cedió con un crujido repugnante. La carne se abrió bajo la presión brutal, un chorro espeso de sangre y vísceras brotando en un torrente hirviente. El costado de Maximiliano quedó al descubierto, su hueso blanco brillando entre la carne desgarrada y los intestinos que pugnaban por salir.

Pero Maximiliano no cayó.

Con un rugido que más parecía el bramido de un demonio, ignoró el dolor y se lanzó con toda su furia. Su alabarda, empapada en sangre y fragmentos de médula, trazó un arco asesino. Su hoja choco contra las dentadas de Thornflic.

Maximiliano peleo como un animal desatado, sus golpes diseñados no solo para matar, sino para reducir a su enemigo a un amasijo irreconocible de huesos rotos y carne destrozada. El suelo se había convertido en un pantano de sangre coagulada y lodo espeso, los cadáveres desmembrados formando grotescas colinas bajo las patas de los caballos que resbalaban sobre intestinos desparramados y cráneos aplastados.

La batalla entre ellos no era un simple duelo: era una orgía de muerte, un espectáculo de barbarie en su máxima expresión. La sangre salpicaba el aire en arcoíris escarlatas, los gritos de los agonizantes eran un himno de desesperación, y la masacre seguía su curso imparable, como si los mismos dioses se deleitaran en la carnicería desatada.

La batalla entre ambos era solo una pequeña parte del caos desatado a su alrededor. A su alrededor, los Jurados de Sangre Real chocaba con los Desolladores Carmesíes en una matanza sin igual. Los stirbanos, salvajes y feroces, cortaban y aplastaban con una rabia que parecía no tener límites. Pero los Desolladores eran otra cosa. Brutales y letales, asesinos tan violentos que empequeñecía la matanza del campo principal. Había Jurados que morían gritando mientras eran destripados por soldados que ya estaban muertos.

El cielo se oscurecía con cada minuto, y el estruendo de la batalla era una tormenta sin fin. El rugido de Thornflic y el grito desafiante de Maximiliano se alzaban por encima de todo, una sinfonía de odio y violencia. Sus armas chocaban con tal fuerza que las chispas volaban en todas direcciones, y cada golpe era suficiente para partir el acero o quebrar huesos.

Pero ninguno cedía.

Thornflic lanzó una barrida brutal con una de sus hachas, buscando arrancar la cabeza de Maximiliano. El duque de Stirba se agachó, esquivando por un pelo, y respondió con un tajo ascendente que abrió una línea sangrienta en la armadura del verdugo. Pero Thornflic ni siquiera titubeó. Ni la sensación del acero arañando su carne ni la sangre caliente escurriendo por su costado parecieron importarle.

Con un rugido bestial, arremetió con ambas hachas a la vez, una tormenta de filo y muerte que obligó a Maximiliano a retroceder. Cada golpe que bloqueaba le costaba más. La armadura se iba resquebrajando, el metal cediendo bajo la fuerza monstruosa del verdugo. Con un tajo brutal, Thornflic despedazó la otra hombrera del duque, arrancando con ella un pedazo de carne. Un segundo después, su siguiente golpe le destrozó la pechera hasta llegar a la cota de malla del pecho, abriendo surcos sangrientos y mandando a volar el metal.

La presión era abrumadora, sofocante, como un peso insoportable sobre los hombros de ambos combatientes. Thornflic y Maximiliano se enfrentaban con una ferocidad que parecía sobrehumana, dos fuerzas de la naturaleza encarnadas en carne y acero. Eran bestias, sí, pero no simples animales: eran criaturas moldeadas por el odio, la ambición y la sed insaciable de destrucción. Ninguno de los dos sentía dolor, ninguno mostraba el más mínimo indicio de cansancio. Cada golpe caía con el peso de una tormenta, cada choque de sus armas era un trueno que resonaba en el campo de batalla, ahogando los gritos de los moribundos.

La alabarda de Maximiliano giraba en amplios arcos, rápida y letal como el aguijón de un escorpión. Su precisión era impecable, sus estocadas diseñadas para matar con eficiencia. Pero Thornflic no era un enemigo común. El general zusiano era un torbellino de violencia, sus hachas dentadas se movían con una rapidez asombrosa, cada golpe lanzado con una fuerza capaz de partir el acero y pulverizar huesos. Cada vez que sus armas chocaban, las chispas saltaban en todas direcciones, y el suelo bajo ellos temblaba con el impacto.

Alrededor de ellos, la batalla rugía con una intensidad descomunal. Los Jurados de Sangre Real intentaban desesperadamente acudir en ayuda de su señor, pero los Desolladores Carmesíes y los jinetes de élite zusianos no lo permitían. Los Desolladores, salvajes y despiadados, cortaban y despedazaban sin piedad, sus armas flamígeras y dentadas arrancando miembros y cabezas con cada golpe. La caballería pesada zusiana, formada en una cuña implacable, aplastaba a los stirbanos bajo el peso de sus monturas y los golpes demoledores de sus martillos de guerra.

Era una carnicería sin igual. El suelo se había convertido en un lodazal de sangre y vísceras, una mezcla pegajosa de lodo y restos humanos que dificultaba cada paso. El aire estaba saturado del hedor a carne quemada, a entrañas abiertas, a la pestilencia inconfundible de la muerte. Los gritos de los moribundos se entremezclaban con el estruendo del metal chocando y el crujido de huesos quebrándose bajo los cascos de los caballos.

Los Jurados de Sangre Real, célebres por ser de las tropas más feroces y despiadadas del Oeste de Aurolia, luchaban con una furia inhumana, golpeando y cortando con la desesperación de hombres que no temen a la muerte. Cada tajo de sus armas eran una ejecución, cada golpe de sus mazas un estallido de cráneo y sesos desparramados. Eran guerreros natos, salvajes, violentos, bestias con forma humana.

Pero los Desolladores Carmesíes y los legionarios de Thornflic eran algo más que simples hombres. Eran pesadillas encarnadas, monstruos envueltos en acero, la manifestación misma de la brutalidad y la aniquilación. No luchaban con furia ciega; lo hacían con un sadismo metódico, con una precisión aterradora, con una crueldad que convertía la batalla en un espectáculo de horror absoluto. Cada golpe suyo no solo mataba: destrozaba, desmembraba, hacía que la muerte pareciera un castigo insuficiente.

Los Jurados de Sangre Real combatían con rabia descontrolada, pero la violencia de los hombres de Thornflic era de otro mundo. No peleaban para sobrevivir; peleaban para exterminar, para reducir a sus enemigos a un amasijo irreconocible de carne destrozada y huesos pulverizados. Se lanzaban sobre los caballos de los enemigos con sus armas dentadas, despedazando jinetes y monturas por igual. Arrancaban extremidades con un solo tajo, atravesaban cráneos con sus lanzas flamígeras, abrían gargantas con una precisión quirúrgica antes de reír ante el burbujeo de la sangre.

Los Jurados de Sangre Real morían con las armas en la mano, pero los hombres de Thornflic los hacían pedazos antes de que siquiera pudieran caer. Sus cuerpos eran arrancados de sus monturas, desmembrados en el aire, aplastados bajo las pezuñas de sus propios caballos. El campo de batalla no era más que un océano de cadáveres, algunos aún retorciéndose, otros tratando de sujetar sus intestinos mientras sus propios compañeros les pisoteaban la cabeza en la confusión.

La masacre era un océano de sangre y entrañas, un campo de muerte donde el concepto de humanidad había sido devorado por la barbarie. No existía la piedad, solo cuerpos desmembrados y el hedor de la muerte impregnando el aire como una maldición.

En el centro de este caos, Thornflic y Maximiliano seguían trenzados en su duelo brutal. Maximiliano, con el alma retorcida por la furia, blandía su alabarda con la fuerza de un animal acorralado, cada golpe desparedado buscando aplastar, triturar, desgarrar. Pero Thornflic… Thornflic cada vez era algo más, algo peor. Era mas que un demonio desatado, un ser nacido en la vorágine de la guerra y alimentado por su rabia. Sus hachas no solo buscaban matar, sino despedazar, arrancar extremidades de cuajo, abrir gargantas de un tajo, quebrar huesos como si fueran ramas secas. Con un grito bestial, Thornflic lanzó un tajo descendente con su hacha, buscando partir a Maximiliano en dos como si fuera un cerdo en el matadero. La hoja dentada rugió en el aire y Maximiliano apenas tuvo tiempo de esquivar. El filo pasó rozando su armadura, arrancando una lluvia de chispas y un pedazo de metal que salió volando como un proyectil. Maximiliano sintió el ardor de la herida antes de ver la sangre brotar en un chorro caliente que se mezcló con la inmundicia del campo de batalla.

Pero no había tiempo para el dolor. Con un gruñido salvaje, contraatacó con una estocada rápida que intento hundirse en el costado de Thornflic, pero Thornflic no era un hombre que se dejara vencer por un contraataque tan sencillo. Era un monstruo. Con un rugido inhumano, torció el cuerpo y intercepto la alabarda con su brazal, dejándole un surco algo profundo, pero el dolor no lo debilitó; lo enloqueció. Con una rabia más allá de lo humano, Thornflic giró sobre sí mismo y lanzó un golpe con su segunda hacha. Maximiliano apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que la hoja se estrellara contra su pecho con la fuerza de una tormenta. El impacto lo lanzó hacia atrás, sus costillas crujieron, y la sangre brotó de su boca en un vómito escarlata.

El suelo bajo ellos era un tapiz de cadáveres destripados, miembros cercenados y cráneos reventados como frutas podridas. El hedor de la muerte era insoportable, una mezcla de entrañas expuestas, orina de los moribundos y el inconfundible aroma a hierro de la sangre.

La guerra no era una batalla. Era una orgía de horror, y Thornflic era su sacerdote más devoto.

—¿Eso es todo, Maximiliano? —gruñó Thornflic, su voz una mezcla de burla y furia—. ¿Es esto lo mejor que el Duque de Stirba puede ofrecer? ¡Eres una decepción!

La burla encendió aún más la rabia de Maximiliano. Con un grito desgarrador, arremetió con renovada ferocidad, su alabarda girando en arcos letales, buscando arrancar la vida de Thornflic con cada golpe. Pero Thornflic no retrocedió. Bloqueó, desvió y contraatacó, cada uno de sus movimientos cargado de una brutalidad inhumana, con una precisión nacida de innumerables batallas. El sonido del acero chocando era ensordecedor, un ritmo frenético que resonaba sobre los gritos de los moribundos y el estruendo de la batalla que los rodeaba.

El duelo se convertía en una danza sangrienta, una coreografía de muerte donde cualquier error significaría el fin. Thornflic atacaba sin piedad, sus hachas gemelas moviéndose con una velocidad aterradora, trazando líneas mortales en el aire. Maximiliano respondía con igual ferocidad, su alabarda girando con la fuerza de un vendaval, buscando mantener a su enemigo a raya. La sangre salpicaba el suelo a su alrededor, y ambos combatientes estaban cubiertos de cortes y heridas, pero ninguno mostraba señales de detenerse.

Entonces, el primer intento de intervención llegó. Algunos de los Jurados de Sangre, desesperados por salvar a su señor, se interpusieron entre los dos combatientes. Sus alabardas se alzaron, buscando despedazar al general zusiano. Pero Thornflic con un rugido de furia, se lanzó sobre ellos. Su primera hacha partió el yelmo y el cráneo de uno de los jurados en un solo golpe, esparciendo fragmentos de hueso y sesos en todas direcciones. La segunda hacha segó el pecho en dos, y mientras la otra mitad hombre caía, Thornflic ya estaba sobre el tercero. Le clavo el hacha en el cuello y con una mano lo arrojó contra el suelo con una fuerza brutal antes de aplastar su cabeza con la pezuña de su caballo.

El resto de los jurados vaciló, pero Thornflic no les dio oportunidad de huir. Espoleó a su bestia negra y cargó, su montura embistiendo con una fuerza devastadora, aplastando huesos y destrozando cuerpos bajo sus cascos. Cuando el último jurado cayó, reducido a un amasijo de carne mutilada, Thornflic giró su montura, sus ojos encendidos con un odio implacable, y se lanzó de nuevo hacia Maximiliano.

Pero antes de que sus armas chocaran una vez más, un sonido se elevó sobre el estruendo de la batalla: el retumbar de cascos, un estrépito que hacía vibrar el suelo como el anuncio de una tormenta. Desde la colina donde antes se encontraba Maximiliano, surgió una visión que heló la sangre de todos los presentes. Bajo la tenue luz del cielo teñido de rojo, apareció Iván.

El joven heredero había atravesado las filas del ejército stirbano, dejando un rastro de muerte a su paso. Su armadura, bañada en la sangre de sus enemigos, reflejaba los últimos destellos del sol moribundo, y en su mano se alzaba su alabarda, una extensión de su voluntad letal. Pero no venía solo. A su lado cabalgaban más de cuatrocientos mil legionarios de las sombras, la élite de la élite de zusian. A caballo y con esas alabardas, tanto Iván como los legionarios de las sombras eran una visión de pesadilla, una ola de destrucción que avanzaba con disciplina y sed de sangre.

Thornflic se permitió una sonrisa, una mueca feroz que revelaba dientes manchados de sangre, mientras sus ojos se clavaban en la figura de Iván. En el joven heredero vio el reflejo del padre de Iván, ese hombre legendario cuya sola presencia había inclinado el curso de incontables batallas. Esa misma determinación ardía en la mirada del muchacho, la misma ferocidad indomable que lo hacía parecer más un demonio de guerra que un simple mortal. Y esa visión encendió el espíritu guerrero de Thornflic, avivando las llamas de una sed de sangre que no podía apagarse.

Con un rugido que sacudió el aire como el bramido de una bestia, Thornflic lanzó un golpe devastador hacia Maximiliano. Sus hachas gemelas descendieron como relámpagos, buscando partir al duque de Stirba en dos. Pero Maximiliano no era menos feroz. Su alabarda giró en un arco amplio, interceptando el golpe con una fuerza brutal. El choque de las armas resonó como un trueno, y la onda de choque hizo vibrar el aire a su alrededor. El duelo se reanudó con una violencia renovada, cada movimiento una promesa de muerte, cada golpe buscando destruir al otro con una furia inhumana.

Mientras tanto, el campo de batalla se había transformado en un infierno desatado. Los legionarios de las sombras cargaron contra las líneas de los Jurados de Sangre Real con una precisión y ferocidad que helaba la sangre. El impacto fue ensordecedor con el estruendo de acero chocando contra acero, el relincho desesperado de caballos heridos, y los gritos agónicos de hombres destrozados se mezclaban en una cacofonía aterradora, centenares de hombres y caballos por igual fueron empalados en las alabardas, elevados en el aire como marionetas ensangrentadas antes de ser arrojados a la vorágine de muerte que se extendía por el campo. Brazos cercenados volaban como hojas al viento, cabezas eran lanzadas al cielo por las alabardas, cuerpos eran desgarrados con una facilidad antinatural, violentos golpes arrancaban y abría torsos en dos, reventaba costillas con brutalidad animal. Las tripas de los caídos se deslizaban por el suelo resbaladizo, pisoteadas sin piedad por caballos y hombres que no tenían tiempo para otra cosa que no fuera matar o morir.

Los Jurados de Sangre Real, desesperados, luchaban con la rabia de hombres que se sabían condenados. Su furia era salvaje, pero la marea zusiana era imparable. Cada golpe de alabarda un legionario de las sombras era un tajo letal, una sentencia de muerte sin posibilidad de apelación. Mas y mas hombres eran abiertos desde el cuello hasta el vientre, sus entrañas deslizándose calientes y humeantes por el suelo; otros eran partidos por la mitad de un solo tajo, sus torsos volaban de sus piernas en un baño de sangre y huesos astillados.

Los caballos chocaban con una violencia monstruosa, partiendo cráneos y aplastando cuerpos bajo sus cascos ensangrentados. Jinete contra jinete, los combatientes se despedazaban sin piedad: mazas se hundían en las armaduras de los jinetes, espadas atravesaban gargantas, alabardas cortaban torsos a la mitad en un solo movimiento. El estruendo de acero contra acero se volvio aún más ensordecedor si era posible, pero aún más aterrador era el sonido de la carne rasgándose, el chasquido húmedo de un cráneo aplastado, el jadeo agonizante de los que eran desmembrados pero aún no morían.

Y al frente de esa nueva carnicería cabalgaba Iván. Su alabarda no solo mataba, aniquilaba, devastaba, convertía hombres en poco más que charcos de sangre y huesos rotos. Atravesó la cabeza de un jinete con tal fuerza que su yelmo explotó en astillas de acero y cráneo, el rostro reducido a una pulpa irreconocible. Un segundo jurado intentó enfrentarlo, pero Iván giró con una velocidad inhumana, cortándole el torso en diagonal, haciendo que sus pulmones y corazón se derramaran como un saco desgarrado.

Un tercero se lanzó contra él con una hacha, pero Iván desvió el golpe con su alabarda y le arrancó el brazo de un solo tajo. Antes de que el hombre pudiera gritar, lo levantó con su arma ensartada en su abdomen y lo arrojó contra sus propios compañeros, donde cayó entre los cascos de los caballos que lo redujeron a un amasijo de carne triturada.

Los Jurados de Sangre Real caían como hojas secas en una tormenta, aplastados, destrozados, reducidos a carne para los cuervos. Y a través del caos, Iván avanzaba como un emisario de la muerte misma, su mirada fija en un solo destino: el combate entre Thornflic y Maximiliano.

El joven Erenford se acercaba como un espectro de muerte, y con cada metro que acortaba la distancia, la presión sobre Maximiliano se hacía insoportable, una losa de hierro aplastando su espíritu. La presencia de Iván era como el presagio de una condena ineludible. Thornflic lo sentía también. Esa energía implacable, ese momento inevitable acercándose como el trueno después del relámpago, hacía hervir su sangre y encendía aún más la furia salvaje que lo consumía.

Con un rugido que era más bestial que humano, Thornflic lanzó un nuevo ataque. Sus hachas gemelas se alzaron y descendieron con una velocidad y fuerza inhumanas, buscando cortar a Maximiliano en dos. El duque de Stirba apenas pudo desviar el primer golpe con su alabarda, y aún así, el impacto le entumeció los brazos. El segundo ataque llegó de inmediato, un arco descendente que amenazaba con partirle el cráneo, y solo un paso desesperado hacia atrás le salvó de la muerte.

La batalla alrededor de ellos era un caos absoluto, un infierno de acero, sangre y carne destrozada. Los gritos de agonía se mezclaban con el estruendo de las armas, el sonido de huesos rompiéndose y el lodo empapado de sangre salpicando bajo los cascos de los caballos. Los legionarios de las sombras avanzaban como una marea negra, implacables y disciplinados, sus alabardas segando vidas con una precisión brutal. Cada golpe cortaba extremidades, atravesaba pechos y arrancaba cabezas, dejando un rastro de destrucción absoluta.

Los Jurados de Sangre Real, por feroces que fueran, estaban siendo despedazados como animales arrojados a la boca de una bestia insaciable. Sus gritos de furia se ahogaban en el caos de la matanza, sus cuerpos desgarrados por la despiadada destreza y la brutalidad sobrehumana de los legionarios de las sombras. La resistencia era inútil; los miembros cercenados volaban en el aire, las vísceras resbalaban sobre el fango teñido de rojo, y los cráneos estallaban bajo el peso de los golpes implacables.

Los caballos, aterrados y enloquecidos por el estruendo de la carnicería, embestían unos contra otros con la fuerza de proyectiles vivientes, haciendo crujir huesos y lanzando jinetes al suelo como muñecos rotos. Aquellos que caían eran aplastados sin piedad, sus cuerpos convertidos en amasijos de carne y hueso bajo los cascos que se hundían en sus torsos, reventando órganos y esparciendo entrañas con cada brutal pisotón.

El aire se volvió una niebla de sangre y muerte. La tierra misma parecía sangras con cada segundo que pasaba, los intestinos perforados y de la orina de los moribundos, mezclándose con el aroma metálico de la sangre fresca. Los estertores de los agonizantes se confundían con los relinchos desgarradores de los caballos destripados, que se revolcaban en el barro, sus entrañas deslizándose fuera de sus cuerpos como serpientes viscosas.

Los Desolladores Carmesí, con sonrisas crueles y ojos brillando de sádico deleite, atravesaban gargantas, arrancaban mandíbulas de un tajo, y hundían sus armas hasta la empuñadura en los vientres de los caídos, regocijándose en los gemidos agónicos mientras retorcían el acero dentro de sus cuerpos. Cada muerte era un espectáculo, cada grito un cántico de horror en la sinfonía de la masacre.

Los Jurados de Sangre intentaron contraatacar o al menos frenar la masacre, especialmente ante la inminente llegada de Iván y los legionarios de las sombras. Algunas unidades se reorganizaron y cargaron con un grito de guerra, pero la respuesta fue inmediata y despiadada. Los legionarios de las sombras interceptaron la embestida con un movimiento brutal, sus alabardas trazando arcos sangrientos que les arrancaron la cabeza a los jurados, enviando a volar torsos y cabezas de caballo.

Otra unidad intentó flanquearlo, pero con un giro de muñeca, Iván señalo con la hoja de su arma la maniobra y un destacamento de legionarios se separado y interrumpió la carga, perforando la carga de lado a lado, el cielo se inundó de sangre y de partes humanas.

Una tercera unidad consiguió acercarse lo suficiente para intentar clavarle una alabarda en el flanco, pero los legionarios de las sombras se movieron como espectros, bloqueando el ataque con una eficiencia inhumana. Las armas enemigas fueron desviadas con brutal precisión, y en un abrir y cerrar de ojos, los legionarios contraatacaron. Sus alabardas cayeron y abrienron gargantas, cortaron extremidades y atravesaron pechos con frialdad quirúrgica.

Los gritos de los caídos se mezclaban con el estruendo de la batalla, pero el avance de Iván era inexorable. Nada podía detenerlo. Era una fuerza de la naturaleza desatada, una tempestad de muerte que arrasaba con todo a su paso.

Cuando finalmente llegó a la retaguardia de Maximiliano, no dudó. Alzó su alabarda y desató un tajo devastador, un golpe que buscaba poner fin al combate con un solo movimiento.

Pero Thornflic lo vio venir. Con un rugido primitivo, el verdugo atacó al mismo tiempo. Sus hachas volaron en un torbellino de sangre y acero, buscando la apertura en la defensa de Maximiliano. Por un instante eterno, pareció que el duque de Stirba sería hecho pedazos entre ambos ataques.

Y entonces, ocurrió lo inesperado.

Con una velocidad y precisión desesperadas, Maximiliano giró su alabarda. La hoja interceptó el golpe de Thornflic, desviándolo con una fuerza que hizo rechinar el metal. Al mismo tiempo, giró sobre su eje y, con el contrapeso de su arma, logró desviar el tajo de Iván en el último instante. Las chispas saltaron en el aire cuando las armas se encontraron, y el impacto resonó como un trueno.

Por un momento, los tres quedaron inmóviles, el sonido de su respiración entrecortada apenas audible sobre el rugido de la batalla. La tensión era insoportable, la violencia a punto de desatarse de nuevo.

Y entonces, como si una señal invisible hubiera sido dada, se lanzaron unos contra otros con la ferocidad de bestias rabiosas arrancadas de sus cadenas.

El duelo se convirtió en un frenesí de acero y muerte, una orgía de violencia donde cada golpe no solo buscaba matar, sino destrozar, desgarrar, aniquilar. Thornflic rugía como un demonio desatado, sus hachas dejando estelas para perforar a Maximiliano, mientras Iván, con la precisión fría de un verdugo, intentaba cortar, perforar o abrir una defensa con movimientos quirúrgicos, pero Maximiliano luchaba como un animal herido y acorralado, su alabarda bloqueo todo lo que pudo y con golpes desesperados contratacó.

La batalla en su entorno era una vorágine de desesperación y sufrimiento. Los cuerpos, mutilados y destripados, formaban montones grotescos que jadeaban y se agitaban en sus últimos espasmos de agonía. El lodo se mezclaba con sangre y entrañas, convirtiendo el suelo en un fango viscoso donde los moribundos se ahogaban, gimiendo y arañando con dedos desgarrados en un intento inútil por escapar de la muerte.

Los zusianos en general cada vez ganaban mas terreno con la crueldad de una plaga insaciable, arrancando cabezas de los cuerpos aún temblorosos, esparciendo vísceras con golpes sádicos. Los stirbanos, aunque feroces, comenzaban a flaquear, sus gritos de guerra convirtiéndose en alaridos de muerte mientras eran descuartizados vivos, sus intestinos desparramándose sobre el barro teñido de rojo.

La noche cayó sobre el campo de batalla como un sudario de desesperación, pero ni siquiera la oscuridad podía ocultar la atrocidad desatada. La muerte reinaba con brutalidad impía, su hedor impregnando el aire junto con el aroma de la carne carbonizada y los fluidos corporales derramados. El choque del acero se entremezclaba con los gritos desgarradores de los moribundos, el crujido de huesos rompiéndose y el repugnante sonido de la carne siendo hendida, creando una sinfonía macabra que celebraba la masacre sin piedad.

En medio de ese infierno, el duelo entre Thornflic, Iván y Maximiliano alcanzaba un nivel de violencia casi surreal. Thornflic atacaba sin descanso, con una ferocidad que no parecía humana. Sus hachas gemelas trazaban arcos letales en el aire, cada golpe lo suficientemente fuerte como para destrozar huesos y partir armaduras. Maximiliano apenas lograba contener la furia desatada del general zusiano o la precisión de el heredero de los Erenford, y solo su testarudez sobrehumana le permitía mantenerse con vida.

Iván no era rival directo para Maximiliano, eso era evidente. El duque de Stirba tenía décadas de experiencia y la habilidad de un guerrero que había sobrevivido a innumerables batallas. Pero la presencia de Thornflic cambiaba la dinámica. Con el general zusiano presionando sin cesar, forzando a Maximiliano a defenderse, Iván podía encontrar aperturas. Y cada vez que su alabarda se movía, lo hacía con una precisión mortal.

El duque de Stirba luchaba como un hombre condenado, sin aprecio por su propia vida, lanzando ataques desesperados y defendiendo con la rabia de una bestia acorralada. Pero incluso su destreza comenzaba a flaquear. El cansancio y las heridas acumuladas estaban cobrando su precio.

A su alrededor, la batalla se tornaba aún más desesperada. Los Jurados de Sangre Real, leales hasta el final, se lanzaban sin pensar en su propia vida, intentando proteger a su señor. Pero los legionarios de las sombras, los desolladores carmesí y la caballería pesada zusiana estaban destrozando sus líneas. El sonido de huesos quebrándose y carne siendo cortada resonaba sin cesar. Los caballos embestían con fuerza, aplastando hombres bajo sus cascos, y las alabardas de los legionarios de las sombras segaban vidas sin piedad.

Aldric, la mano derecha de Thornflic, porfin se había reunido con su señor y ahora luchaba cerca de este, evitando que interrumpieran aquel duelo. Su hacha trazaba destellos mortales en la penumbra, cortando a cualquier enemigo que se acercara. A su lado, Ulfric, el pelirrojo norvadiano, mentor de Iván, peleaba con una destreza brutal, protegiendo el duelo con la ferocidad de un lobo desatado. Nadie podía acercarse sin ser despedazado.

La oscuridad se veía interrumpida por el brillo de las armas y el destello de las armaduras, y en medio de ese caos, Maximiliano cometió un error. Fue un instante, apenas un parpadeo, pero Iván no lo desaprovechó. Su alabarda se movió con una velocidad aterradora, y la hoja descendió en un arco brutal.

El grito de Maximiliano cortó el aire cuando la hoja de Iván le cercenó el brazo derecho a la altura del codo. La extremidad voló en una espiral grotesca, esparciendo sangre en todas direcciones. El duque tambaleó, su rostro una máscara de dolor y furia, pero incluso entonces se negó a caer.

Con un rugido desesperado, Maximiliano logró desviar el golpe de gracia de Thornflic, usando la parte trasera de su alabarda con su brazo restante. Las chispas saltaron cuando el acero chocó, y aunque estaba gravemente herido, el duque aún peleaba.

La sangre brotaba en torrentes del muñón de Maximiliano, empapando su armadura y manchando el lodazal bajo sus caballo. Cada latido parecía arrancarle más fuerza, pero su voluntad se mantenía férrea, sostenida por un orgullo desmesurado y una furia ciega. Su rostro, pálido y cubierto de sudor, estaba deformado por el dolor, pero sus ojos ardían con una mezcla de odio y desafío.

A pesar de la oscuridad, las siluetas de los combatientes se distinguían en una danza macabra. Las alabardas zusianas trazaban destellos mortales, segando vidas sin piedad, mientras la resistencia desesperada de los Jurados de Sangre Real se desmoronaba poco a poco. La caballería pesada embestía sin tregua, aplastando a hombres y bestias bajo sus cascos, y los desolladores carmesí despedazaban sin piedad a cualquiera que se interpusiera en su camino.

En el centro de aquel torbellino de muerte, Maximiliano aún se mantenía en pie. Su respiración era entrecortada, y cada movimiento le costaba un esfuerzo titánico, pero su orgullo lo mantenía firme. Con la alabarda temblando en su única mano, lanzó una mirada cargada de desprecio hacia Iván.

—Eres una sombra patética de tu padre —escupió con una voz quebrada, pero aún llena de veneno—. Él era un hombre... tú solo eres un niño jugando a la guerra. No mereces llevar su nombre. No mereces estar en este campo de batalla, solo eres un mocoso que tuvo suerte de llegar hasta aquí, no duraras mucho en este mundo.

Las palabras estaban destinadas a herir, a provocar. Pero Iván no se inmutó. Su rostro permaneció imperturbable, sus ojos fijos en el enemigo con una frialdad implacable. La mano que sostenía su alabarda no temblaba.

Thornflic observaba en silencio, su postura relajada pero lista, como un lobo esperando el momento justo para atacar. Pero sabía que este final no le pertenecía. Este era el momento de Iván.

Maximiliano, viendo que sus palabras no causaban el efecto deseado, rugió de frustración y se lanzó hacia adelante en un último y desesperado ataque. La alabarda trazó un arco descendente, buscando partir a Iván en dos.

Pero el heredero de Zusian se movió con la precisión de un cazador. Desvió el golpe con un movimiento fluido y, en el mismo instante, giró sobre su eje. La hoja de su alabarda se alzó en un destello, y luego descendió con una fuerza brutal.

Hubo un sonido húmedo y desgarrador cuando la hoja atravesó la armadura y la carne, cortando profundamente. Maximiliano se quedó inmóvil, sus ojos abiertos de par en par en una mezcla de sorpresa y dolor.

Iván se acercó lentamente, cada uno de los pasos de su caballo resonando con un peso ominoso en el lodazal teñido de sangre. El mundo a su alrededor parecía haberse desvanecido, el estruendo de la batalla convertido en un murmullo distante. Lo único que existía en ese momento era la figura agonizante de Maximiliano, agachado sobre su caballo, empapado en su propia sangre, y la presencia implacable de Iván, avanzando como una sombra de juicio.

Maximiliano alzó la mirada, y en ese instante sus ojos se encontraron nuevamente con los de Iván. Fue entonces cuando los vio de nuevo.

No eran simplemente ojos humanos. Eran dos zafiros helados, profundos y despiadados, tan fríos que parecía que la mismísima muerte había encontrado morada en ellos. No había compasión, no había furia, ni siquiera odio. Solo un abismo gélido, una calma tan absoluta que helaba la sangre y hacía que el corazón latiera con un ritmo doloroso. En esos ojos vio el despertar de algo mucho más antiguo y oscuro que cualquier ambición o guerra. Era la promesa de un cataclismo, una fuerza que consumiría el continente sin piedad ni remordimiento.

Por primera vez en su vida, Maximiliano sintió verdadero miedo. No el miedo instintivo de la batalla, ni el temor a la derrota. Fue un terror primitivo, visceral, que se apoderó de su alma y la estrujó sin piedad.

Iván se inclinó ligeramente, y cuando habló, su voz fue un susurro helado que cortó el aire como una cuchilla.

—Por mi padre.

El golpe fue rápido, decidido, brutal. La alabarda se hundió profundamente, desgarrando carne y quebrando hueso con un sonido húmedo y nauseabundo. Maximiliano tembló, sus ojos aún fijos en los de Iván, como si tratara de alejarse de esa mirada incluso mientras la vida se escapaba de su cuerpo.

Pero Iván no apartó la vista. Mantuvo la mirada mientras la fuerza abandonaba a su enemigo, mientras el temblor cesaba y el cuerpo se desplomaba con un ruido sordo sobre el barro ensangrentado. Solo entonces, cuando todo lo que quedaba de Maximiliano era un cadáver frío y sin alma, Iván retiró su arma, el filo chorreando sangre.

Thornflic alzó sus hachas aún chorreantes de sangre y, con un movimiento brutal, decapitó el cadáver de Maximiliano. La cabeza rodó unos metros, dejando un rastro oscuro y espeso en el barro. Con un rugido que retumbó como el trueno, Thornflic alzó el trofeo para que todos lo vieran.

—¡Iván Erenford! —su voz se alzó como una tempestad, recorriendo el campo de batalla—. ¡Heredero de la casa Erenford y del Ducado de Zusian, ha asesinado al duque de Stirba! ¡Maximiliano Marsdale ha caído!

El grito de victoria que surgió fue como el bramido de un monstruo desatado. Desde las líneas principales hasta los soldados que aún luchaban en el fango, el estruendo de miles de voces se fundió en una sola celebración feroz. Era el sonido de una marea de sangre reclamando su triunfo.

Los jurados de sangre, viendo la caída de su líder, intentaron una última carga desesperada. Como animales acorralados, lanzaron gritos salvajes y corrieron hacia Iván, dispuestos a morir matando. Pero la respuesta fue inmediata. Las tropas cercanas, legionarios curtidos y desolladores carmesíes, se abalanzaron sobre ellos. Lo que siguió no fue una batalla, sino una masacre. Hachas, mazas y alabardas destrozaron cuerpos con una violencia despiadada. El lodazal carmesí solo incremento su tamaño.

Cuando el último jurado cayó con un gorgoteo ahogado, el campo quedó en silencio, roto solo por los gemidos de los moribundos y el crepitar de las llamas en el horizonte. Iván permanecía en medio de el campo de batalla, su armadura manchada y abollada, el cabello platinado pegado a su frente por el sudor y la sangre. Su alabarda goteaba, y sus ojos... sus ojos seguían siendo esos fríos zafiros, reflejo de una calma inhumana.

Thornflic espoleó su caballo y se acercó a Iván. Con un gesto pesado, le puso una mano en el hombro. Pero cuando el muchacho giró hacia él, Thornflic se quedó inmóvil por un momento. A través de la rendija de su yelmo, vio esos ojos otra vez. Un escalofrío le recorrió la espalda. No era natural. Era como mirar el corazón de un invierno eterno, como si algo antiguo y despiadado hubiera despertado en el joven.

Y luego, tan rápido como apareció, la sensación desapareció. Los ojos volvieron a su brillo usual, y Thornflic soltó el aliento que no se había dado cuenta de que contenía. Sonriendo, le quitó el yelmo a Iván y le revolvió el cabello manchándolo de sangre, despeinándolo como si fuera un niño.

—¿Qué se siente, mocoso? —preguntó con una sonrisa torcida—. ¿Eh? ¿Ya te crecieron las bolas? Tu primera campaña, y terminas con una victoria aplastante. Nada mal.

Iván resopló, quitándose la mano de Thornflic de encima.

—Me siento cansado, sudoroso, cubierto de sangre... —su voz era grave, con un matiz de agotamiento—. Me duele todo el cuerpo. Solo quiero comer y dormir. Y por cierto, ¿qué fue todo ese espectáculo? "¡Iván Erenford ha matado a Maximiliano!", ¿en serio? Además, ¿cómo carajos dejaste que te hiriera tan mal la pierna?

Thornflic bufó, fingiendo indignación.

—¡Cállate, niño! —gruñó, aunque sus ojos brillaban con diversión—. Solo te di a conocer, deberías estar agradecido. No te hagas el indignado. Y, oye, ni siquiera un abrazo, ¿eh? No nos vemos desde hace meses, y tuve que cruzar un maldito infierno para venir a ayudarte.

—¿Y tu herida? —preguntó Iván, alzando una ceja.

—¿Qué tiene mi herida? —Thornflic golpeó su pierna con una palmada, aunque el gesto le sacó una mueca de dolor—. Así pelea un hombre, mocoso. No importa. Ahora vamos, tenemos un ejército que reorganizar... y enemigos a quienes masacrar si no se rinden.

A pesar de la rudeza de sus palabras, Thornflic miró a Iván con un afecto casi paternal. Para él, el chico era más que un heredero o un comandante. Era como un sobrino, un pupilo al que había visto crecer en el fuego y el acero. Y aunque Iván no lo diría en voz alta, sabía que sentía lo mismo.

Cuando la noche cayó sobre las Praderas de Alavern, el campo de batalla era un escenario de pesadilla. El aire estaba denso, cargado con el hedor de la sangre, la carne quemada y la podredumbre que ya comenzaba a asentarse sobre los cadáveres. Por donde se mirara, el suelo estaba cubierto de cuerpos; algunos aún se retorcían en sus últimos momentos, otros estaban mutilados más allá de todo reconocimiento. El lago carmesí que era e suelo se había transformado en una mezcla espesa de tierra y sangre viscosa, y cada paso que daban los soldados era acompañado por el sonido viscoso de pies hundiéndose en el mar carmesí.

El ejército de Stirba, quebrado y derrotado, ya no tenía fuerzas para seguir luchando. La rendición llegó como un suspiro agonizante. Los estandartes enemigos fueron arrojados al suelo, pisoteados y manchados, y los restos del ejército stirbano se entregaron con una mezcla de desesperación y resignación.

El costo había sido brutal. De los 17,690,000 legionarios que Iván había llevado a la batalla, solo quedaban 15,108,000 en pie, y más de cinco millones de ellos estaban heridos. Muchos no volverían a luchar: había hombres sin brazos, sin piernas, con rostros desfigurados y heridas imposibles de sanar, incluso con la ayuda de las unidades médicas y los curanderos de las legiones. Otros morirían en los días siguientes, víctimas de infecciones o del agotamiento extremo.

Por parte del ejército stirbano, la destrucción fue aún más devastadora. De los 14,000,000 soldados originales, solo sobrevivieron 7,000,000, y la mayoría estaban en condiciones lamentables. Heridos y con el espíritu roto, apenas eran sombras de lo que habían sido al inicio de la campaña.

Pero la noche aún reservaba horrores. Como dictaban las ofrendas de sangre a los dioses Nofos, se debía pagar un tributo por la victoria. En un ritual crudo y despiadado, la mitad de los prisioneros stirbanos —tres millones y medio de almas— fueron sacrificados. Los gritos de los condenados se elevaron hacia el cielo, mezclándose con el crepitar de las hogueras y el sonido metálico de las armas aún siendo afiladas. Aquellos que adoraban a las deidades ancestrales miraban el espectáculo con fervor, convencidos de que solo a través de la sangre se seguian asegurando del favor divino de los dioses.

Los cuerpos fueron apilados y quemados, y el humo espeso se alzó como una ofrenda hacia el oscuro firmamento. Los sacerdotes negros cantaban en lenguas antiguas mientras la carne se consumía, y el resplandor rojizo de las llamas hacía que sus rostros parecieran máscaras de demonios.

Cuando el ritual terminó, y el último grito se extinguió, el ejército se sumió en un agotamiento pesado. Los legionarios supervivientes se dedicaron a curar sus heridas o a devorar cualquier alimento disponible. Otros, con rostros marcados por la fatiga y el horror, enterraban a los muertos, tanto aliados como enemigos, en fosas comunes que se extendían como cicatrices en el paisaje.

Iván, cubierto de sangre seca y con la mirada aún gélida, observaba todo desde una colina. Su cuerpo dolía en cada fibra, pero no había espacio para el descanso. Thornflic se le acercó, todavía cojeando levemente por su herida, y se detuvo a su lado.

—Te acostumbrarás —dijo el veterano, su voz ronca—. La primera vez siempre es la peor.

Iván no respondió. Sus ojos zafiro brillaban con una intensidad inquietante, y Thornflic sintió de nuevo ese escalofrío al mirarlo. Había algo en el muchacho, algo oscuro y antiguo, algo que incluso él —un hombre curtido en décadas de guerra— no lograba comprender.

Iván se quedó en silencio unos segundos mas, observando el campo de batalla que se extendía ante él. La brisa nocturna traía consigo el hedor metálico de la sangre y el amargo aroma de la carne quemada. Por todas partes había cadáveres esparcidos como muñecos rotos, cuerpos destrozados y miembros cercenados. Los gemidos de los heridos se mezclaban con el crepitar de las hogueras y el sonido lejano de las palas cavando fosas comunes. El cielo estaba oscuro, sin estrellas, como si hasta los dioses hubieran apartado la vista de aquella masacre.

Finalmente, Iván habló, su voz apenas un murmullo, pero cargada de una frialdad que hizo que Thornflic sintiera un escalofrío recorrerle la espalda.

—No es la primera vez que lo veo —dijo Iván, con un tono carente de emoción—. En estas semanas, este espectáculo se ha vuelto más cotidiano de lo que esperaba. Pero esta cantidad… esta magnitud… es más grande de lo que había imaginado.

Hizo una pausa, sus ojos zafiro clavándose en el horizonte, fríos como el hielo, brillando con una intensidad casi antinatural. Thornflic lo observaba de reojo, incómodo. Había algo en el muchacho que no terminaba de encajar. Esa mirada no pertenecía a alguien tan joven. Era la mirada de un chico que había visto demasiada muerte, que había cambiado, tal vez su mentalidad, tal vez su espíritu, no sabia de esas cosas, pero si sentía cambiado a el chico.

—Como sea —continuó Iván, con una calma inquietante, sus ojos volvieron a brillar levemente—, daremos la orden de retroceder. Que nuestras tropas capturen cada fortaleza, cada castillo, cada ciudad y cada pueblo en las fronteras con el ducado de Zusian. Quiero todas las entradas a las minas de Karador de Stirba bajo nuestro control antes del amanecer. Y también quiero el oeste asegurado. Que tomen cada posición fronteriza hasta llegar las lineas de defensas de extremo norte con el marquesado de Thaekar.

Hizo una pausa y su tono se endureció.

—No quiero que toquen a los civiles. No por moralidad… es por lo que pasará en el futuro.

Thornflic levantó una ceja, intrigado. Su voz, grave y áspera, rompió el pesado silencio.

—Así se habla, muchacho… pero dime antes de irme, ¿cuál es ese futuro del que hablas?

Iván no respondió de inmediato. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios, una sonrisa fría, calculadora, y a la vez cargada de una confianza inquietante. Era una sonrisa que Thornflic conocía demasiado bien. Por un instante, el veterano guerrero dejó de ver al muchacho de quince años frente a él y, en su lugar, la memoria lo arrastró al pasado, a esas noches después de una gran victoria, cuando se sentaba junto a la hoguera con Kenneth y Roderic. El resplandor cálido de las llamas danzaba sobre sus rostros cansados, el sonido de las risas resonaba en la oscuridad y la camaradería era un refugio después de la brutalidad del campo de batalla.

Kenneth, con esa misma sonrisa en el rostro, siempre con una jarra de cerveza negra en la mano, amarga y fuerte, igual que él. Roderic, más refinado, con una copa de vino en sus manos, soportando las bromas de ambos con una mezcla de resignación y buen humor. Y entre esas conversaciones, hablaban de sueños… de construir un reino, de conquistar y construir una gloria para ellos, de marcar sus nombres en la historia.

Ese recuerdo golpeó a Thornflic con una fuerza inesperada. Porque ahora, esa misma sonrisa estaba en el rostro del hijo de Kenneth. Iván no solo tenía el porte y los ojos de su madre, sino la determinación y la astucia de su padre. Era joven, sí, pero su mirada reflejaba una comprensión del mundo que ningún niño debería tener. Y por primera vez en mucho tiempo, Thornflic sintió una mezcla de admiración y un escalofrío de inquietud.

Sacudió la cabeza, obligándose a regresar al presente. Iván hablaba ahora, su voz baja y controlada, casi como si hablara consigo mismo.

—Maximiliano llamó a todas sus tropas. Estoy seguro de que pensó que lanzaría una invasión total con las fuerzas que tengo. Pero se equivocó.

Thornflic escuchaba atentamente, sus ojos fijos en el joven, sintiendo que estaba presenciando algo mucho más grande de lo que había imaginado.

—No necesitamos una invasión —continuó Iván, con un destello de astucia en la mirada—. Solo tomaremos su porcentaje de las minas de Karador y todo asentamiento fronterizo con nustro ducado. Con eso, nuestros ingresos aumentarán exponencialmente. Stirba quedará económicamente paralizada.

Se detuvo un momento, como saboreando las palabras, dejando que el peso de su estrategia se asentara en el aire.

—Además… todos los hijos de sus esposas murieron jóvenes. Solo le quedan dos o tres hijos de concubinas, y cada uno de ellos se cree el legítimo heredero del ducado. ¿Sabes qué significa eso?

Thornflic no pudo evitar sonreír. Era una sonrisa feroz, la sonrisa de un guerrero que reconoce una jugada magistral en el tablero de la guerra.

—Guerra civil —dijo, casi con deleite.

Iván asintió lentamente, y en su rostro no había ni rastro de compasión.

—Exacto. Los hijos lucharán entre sí por el trono, y esa guerra dividirá al pueblo. La gente se cansará del conflicto, de la destrucción, del hambre. Los militares talentosos de Stirba se matarán entre sí, debilitando aún más al ducado. Y cuando Stirba esté hecha pedazos, cuando el país esté al borde del colapso…

Sus ojos brillaron con una intensidad inquietante, una mezcla de determinación y visión.

—… entonces llegará un salvador. Un extranjero que hizo prosperar las ciudades y pueblos capturados. Alguien que trajo estabilidad y riqueza mientras sus líderes se destruían entre sí. ¿A quién crees que apoyará el pueblo? ¿A los tiranos que devastaron su tierra… o al extranjero que les dio prosperidad?

El silencio que cayó entre ellos era pesado, casi palpable. Thornflic soltó una carcajada baja, una risa que mezclaba admiración, asombro y una pizca de temor. Porque en ese momento entendió algo con absoluta claridad: Iván no solo era peligroso… era inevitable.

—Eres más peligroso de lo que pensaba, muchacho —murmuró, sin poder evitar la sonrisa.

Iván no respondió. Sus ojos seguían fijos en el horizonte, donde las llamas aún iluminaban la noche, reflejándose en su mirada como si ya viera el futuro que había comenzado a construir. Sabía que el destino de Stirba ya estaba sellado. Solo era cuestión de tiempo.