El estruendo de la guerra era ensordecedor.
El suelo temblaba bajo el peso de millones de soldados, el choque de armas y el galopar furioso de caballos. El aire estaba saturado de humo acre, pólvora y el hedor inconfundible de sangre y carne quemada. Gritos de agonía y órdenes desesperadas se entremezclaban con el estruendo de las armas, creando una sinfonía macabra de muerte. El cielo se oscurecía, no solo por el humo, sino por las interminables nubes de flechas que caían como una lluvia letal sobre el campo de batalla.
Desde su posición elevada, Maximiliano contemplaba la carnicería con una sonrisa satisfecha, el brillo de la arrogancia en sus ojos. Sus armas, compradas con montañas de oro a los ingenieros de Yuxiang y a esos despreciables fundidores de hierro, estaban cumpliendo su propósito con brutal eficiencia. Los cañones de órgano, o "ribadoquines", escupían muerte en ráfagas ensordecedoras, destrozando formaciones enteras de la caballería ligera y media zusiana. Los cañones de mano y las lanzas de fuego vomitaban proyectiles ardientes y esferas de plomo, transformando a los jinetes en antorchas humanas o en cadáveres perforados.
—Una inversión magnífica —murmuró con autosatisfacción, observando cómo las líneas zusianas comenzaban a tambalearse.
Pero su sonrisa se desvaneció ligeramente cuando vio la respuesta de Iván. Con una rapidez casi inhumana, el mocoso Erenford reorganizó sus fuerzas. La caballería se dispersó, transformándose en una masa móvil y letal, hostigando las líneas stirbanas con lluvia constante de flechas. La infantería ligera avanzó en formaciones abiertas, esquivando el fuego enemigo y atacando con precisión quirúrgica.
Maximiliano apretó los dientes. No importaba. Tenía más soldados. Muchos más. Sus filas aun podían absorber esas pérdidas. Las líneas de infantería media aún se mantenían, y los cañones y lanzas de fuego seguían vomitando destrucción. Además, aún conservaba su reserva más letal: los trecientos mil Jurados de Sangre Real, sus soldados de élite, cuya única razón de existencia era protegerlo.
El problema… era Kaelric.
Maximiliano chasqueó la lengua con irritación. Aquel incompetente estaba perdiendo el control del centro, de los dos flancos, pero en especial del flanco derecho. La caballería zusiana, liderada por Ladislao y Varkath, avanzaba como una ola imparable, destrozando las líneas stirbanas y acercándose peligrosamente al cuartel general. Los cien mil Jurados enviados como refuerzo apenas lograban contener el avance, y cada minuto que pasaba, el equilibrio de la batalla se inclinaba más a favor de los zusianos.
Pero el verdadero desastre estaba en el centro.
Ahí, la infantería pesada zusiana avanzaba con la precisión de una máquina de guerra. Los legionarios, con sus alabardas empapadas de sangre, destrozaban las formaciones stirbanas con una brutalidad metódica. Las corsecas stirbanas apenas podían contenerlos, y el suelo estaba sembrado de cadáveres, formando una alfombra grotesca de cuerpos destrozados y miembros cercenados.
El centro de la línea stirbana se desmoronaba.
Y Maximiliano lo sabía.
—Kaelric… —escupió el nombre con desprecio—. Más te vale resistir.
En el campo de batalla, el infierno era real.
La caballería ligera y media zusiana, ahora dispersa, se movía con una velocidad y coordinación aterradora. Jinetes disparaban arcos compuestos mientras cabalgaban en círculos, lanzando una lluvia incesante de flechas que se clavaban en las filas stirbanas como una plaga mortal. Los artilleros stirbanos, enfocados en las cargas anteriores, apenas lograban responder antes de ser atravesados por proyectiles o masacrados por la infantería ligera zusiana que atacaba desde su flanco.
El impacto era devastador. Los cañones de órgano, lentos para recargar, se convertían en blancos fáciles. Las lanzas de fuego y los cañones de mano, letales a distancia, eran inútiles en el combate cuerpo a cuerpo. La infantería stirbana, atrapada entre el asedio de flechas y la implacable presión de la infantería zusiana, comenzaba a colapsar.
En el centro, la masacre alcanzaba su punto álgido.
Los legionarios zusianos avanzaban como una marea imparable. Sus alabardas se alzaban y caían con precisión letal, desgarrando carne, rompiendo huesos y atravesando armaduras como si fueran de papel. La disciplina y entrenamiento implacable de los zusianos transformaban cada soldado en una máquina de matar, y ni siquiera las heridas más graves los detenían.
Un legionario, con el pecho atravesado por una corseca, aún tuvo la fuerza para cortar la cabeza de su atacante antes de caer. Otro, con el brazo izquierdo destrozado, blandía su alabarda con la derecha, segando vidas con una eficiencia brutal hasta que finalmente fue derribado por una andanada de proyectiles.
Los stirbanos luchaban con una ferocidad salvaje, sus ataques eran caóticos, desesperados. Pero esa furia apenas podía contrarrestar la brutalidad de los legionarios.
El suelo era un mar de sangre. Cuerpos mutilados yacían apilados, algunos aún retorciéndose en agonía. Caballos heridos relinchaban desesperados, sus cuerpos envueltos en llamas o atravesados por las bolas de los cañones de mano. El aire estaba saturado del hedor a pólvora, sudor y carne quemada.
Y en medio de esa carnicería, Iván se mantenía firme.
Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, analizando cada movimiento enemigo, cada brecha en las líneas stirbanas. Sabía que la batalla aún no estaba ganada, pero podía sentir la balanza inclinándose a su favor.
—¡No detengan el avance! —rugió—. ¡No den tregua! ¡Aplástenlos!
El rugido de las legiones zusianas fue ensordecedor.
El flanco derecho de Stirba era una carnicería despiadada. Óton y Zandric avanzaban como titanes en medio de un mar de cadáveres, sus armas convertidas en segadoras implacables de vidas. El martillo de Óton arrancaba con pura fuerza bruta cráneos y torsos con la misma facilidad con la que un herrero golpea el metal al rojo vivo, mientras que las alabardas de Zandric y de los otros comandantes de legionarios de las sombras destrozaban cuerpos con cortes limpios y brutales, sus filos bañados en la sangre de incontables stirbanos.
Los Jurados de Sangre Real luchaban con el furor de fanáticos destinados a morir por su duque. Sus alabardas se hundían en los cuerpos de los zusianos, pero la implacable disciplina y brutalidad de los invasores anulaban cualquier intento de defensa. Un jurado atravesó el abdomen de un legionario de las sombras con su alabarda, solo para ver cómo el soldado sujetaba la vara con ambas manos, gruñendo como una bestia herida, y con una última bocanada de fuerza, cortaba la cabeza del stirbano con su espada antes de desplomarse. Para los zusianos, la muerte era solo una circunstancia momentánea; incluso moribundos, seguían matando.
Detrás de Óton y Zandric, la caballería pesada zusiana y los temidos Legionarios de las Sombras se preparaban para el golpe final. Las pocas reservas de jinetes pesados stirbanos de élite intentaron detenerlos, pero contra la carga zusiana, no eran más que madera seca en un incendio. Los jinetes pesados zusianos descendieron sobre ellos con una furia arrolladora, sus martillos de guerra destrozando escudos, armaduras y huesos en una danza letal de sangre y acero. La tierra tembló con el choque de caballos y cuerpos, y el aire se llenó de gritos agonizantes.
El flanco derecho no era diferente en su brutalidad. Ladislao y Varkath avanzaban como heraldos del fin de muerte, sus alabardas desgarrando la última línea de defensa stirbana con precisión despiadada. Los legionarios zusianos, formados en una línea impenetrable, avanzaban con disciplina quirúrgica, cada golpe dirigido a eliminar una amenaza con la máxima eficiencia. La caballería zusiana, encabezada por jinetes pesados, cortaba y arrollaba todo a su paso.
Los stirbanos no retrocedían, su sangre hervía con la desesperación de un ejército que sabía que su derrota significaba el exterminio total. Luchaban con la locura de bestias acorraladas, lanzándose sobre los zusianos con una rabia suicida, arrancando carne con sus mazas y clavando espadas en los huecos de las armaduras enemigas. Pero los zusianos eran más que una simple marea de guerreros. Eran una fuerza entrenada para resistir incluso cuando la muerte los reclamaba.
Un legionario zusiano, con un tajo profundo en el cuello, sujetó a un stirbano por la garganta y lo derribó, presionando su rodilla contra su pecho mientras con su última fuerza le hundía su daga en el ojo. Otro, con su abdomen abierto y las tripas derramándose, se arrojó sobre el enemigo con un rugido de desafío, derribándolo con el peso de su cuerpo y arrancándole la yugular con los dientes. La guerra no tenía honor aquí, solo supervivencia y aniquilación.
Y en el centro, la infantería pesada zusiana era una marea imparable. Sus líneas avanzaban con tal precisión que helaba la sangre, sus alabardas cortando, apuñalando y destruyendo sin piedad. Las corsecas stirbanas se rompían contra sus escudos, los cuerpos de los defensores convertidos en montañas de carne despedazada. Los arqueros y ballesteros zusianos, desde la retaguardia, seguía enviando proyectiles destrozando las formaciones enemigas con despiadada eficiencia. Cada proyectil encontraba su objetivo en el mar de cuerpos, atravesando gargantas, clavándose en ojos, perforando pulmones. Los gritos de los moribundos eran una sinfonía macabra que resonaba en todo el campo de batalla. El suelo ya solo era una asquerosa maraña de tripas, extremidades, cuerpos humanos y de caballos en un charco rojo que antes era lodo.
Maximiliano observaba la masacre desde una colina, con la mirada perdida en el océano de muerte que se extendía ante él. El viento llevaba el hedor de la sangre y el sonido de los gritos: rugidos de furia, chillidos de agonía, el estrépito metálico de las armas chocando. Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro. Una mezcla de desafío y locura. Sabía lo que estaba en juego, sabía que estaba condenado… pero si iba a caer, se aseguraría de arrastrar a millones al abismo con él.
El ejército stirbano estaba siendo empujado hacia el borde de la aniquilación. Las líneas de defensa se desmoronaban, y la brutalidad zusiana era una fuerza imparable. Pero Maximiliano no había llegado tan lejos para ser una simple nota en la historia. Aún tenía cartas que jugar, y una última apuesta que hacer.
Había enviado órdenes a sus hijos segundos en las colonias de Norvadia: regresar a Stirba con todas las Huestes de Sangre que servían como mercenarios en el extranjero. Había ordenado la retirada de todas las fuerzas dispersas en otras campañas, una llamada desesperada para reforzar el ducado. Pero eso no significaba que estuviera aceptando la derrota. No. Aún quedaba una posibilidad de victoria, y haría lo impensable para alcanzarla.
Daría un discurso.
Maximiliano despreciaba los discursos. Los consideraba un recurso patético, una pérdida de aliento. Un soldado no necesitaba palabras para cumplir su deber; se le entrenaba y se le pagaba para matar. Pero en este momento, con el destino pendiendo de un hilo, decidió que valía la pena intentarlo. No para motivar… sino para encender el fuego de la desesperación y la furia.
Acerco su caballo lentamente, con una calma que contrastaba con el caos a su alrededor. Se acerco hacia el borde de la colina, donde todos pudieran verlo. La armadura escarlata con adornos de oro relucía bajo el sol cubierto de polvo y humo. A su alrededor, sus Jurados de Sangre Real se mantenían firmes.
Hizo el hechizo que amplificaba la voz y habló, su voz resonó como un trueno sobre el campo de batalla.
—¡Stirbanos! ¡Mírenlos! —Señaló hacia el enemigo con un gesto amplio—. ¡Miren a estos invasores! ¡Estos cerdos zusianos, que creen que pueden arrebatarnos nuestra tierra, nuestras vidas, nuestra sangre! ¿Van a permitirlo? ¿Van a caer como ovejas, esperando el cuchillo en el cuello?
Su voz se volvió más grave, más intensa.
—¡No somos ovejas! ¡Somos leones! ¡Somos stirbanos! ¡Nuestra sangre es fuego! ¡Nuestra furia es un arma! ¡Y hoy, esa furia será el diluvio que ahogue a estos bastardos!
El rugido que surgió de las filas stirbanas fue ensordecedor. Maximiliano dio un paso más adelante, su mirada recorriendo a los millones de soldados que aún luchaban, a los que vacilaban.
—¿Creen que el enemigo es imparable? ¡Miren a su alrededor! ¡Miren la sangre en la tierra! ¡Esa es su sangre! ¡La de ellos! ¡Los hemos hecho sangrar! ¡Y sangrarán más! ¡Porque no nos rendimos! ¡No retrocedemos! ¡Somos Stirba! ¡Somos los hijos de Kradun encarnados!
Se volvió hacia los Jurados de Sangre Real que estaban en combate, su élite. Doscientos mil guerreros formados desde la infancia en la brutalidad y la devoción absoluta. Sus ojos ardían con una ferocidad apenas contenida.
—¡Jurados de Sangre! —gritó—. ¡Ustedes son mi espada! ¡Ustedes son mi venganza! ¡Hoy, no hay piedad! ¡No hay retirada! ¡No hay prisioneros! ¡Por cada stirbano que caiga, quiero diez zusianos muertos! ¡Quiero ver montañas de cadáveres! ¡Quiero ver ríos de sangre! ¡Demuestren al enemigo lo que significa enfrentar a Stirba!
El rugido de los Stirbanos, en especial de los Jurados fue inhumano. Fue el de un rugido de bestias liberadas de sus cadenas, una furia primitiva, pura, desatada. Sus ojos, enrojecidos por la sangre y el frenesí, reflejaban la locura de aquellos que ya no temían a la muerte. Con armas alzadas y una sed de violencia imposible de saciar, se lanzaron como una avalancha sobre las líneas zusianas. Y en ese instante, la batalla cambió.
El centro del campo de batalla se transformó en un infierno sin orden ni estructura, un auténtico matadero donde la infantería pesada de ambos bandos chocó con una ferocidad descomunal. La disciplina zusiana, conocida y temida, se vio arrastrada a un combate caótico y brutal, donde las filas se rompieron y el combate se convirtió en una masacre cuerpo a cuerpo. Alabardas, mazas, mandobles y espadas largas zusianas se estrellaban contra corcescas, hachas de batalla, enormes mazas y espadas stirbanas. Cada golpe era letal, cada impacto arrancaba miembros, quebraba huesos, destrozaba cuerpos.
El sonido era ensordecedor: el estruendo del acero contra el acero, el crujido de huesos rotos, los gritos de agonía y el rugido de la furia. La sangre y muertos solo aumentaban el lago sangriento que era el suelo. Los cadáveres se amontonaban tan rápido que comenzaron a formar obstáculos, montículos de carne destrozada que dificultaban el avance de ambos ejércitos.
En los flancos, la batalla era igualmente encarnizada. La caballería stirbana, en un segundo impulso de furia renovada, logró frenar momentáneamente las cargas zusianas. Era una carnicería sin cuartel, donde la velocidad y la brutalidad se enfrentaban en un combate feroz. Los caballos relinchaban, heridos y enloquecidos, mientras sus jinetes luchaban con una fiereza desesperada. La madera de las armas se quebraban, el acero se hundían en carne, los martillos y las mazas hundían la carne e incluso despedazaban los cuerpos, y el suelo aumento el temblor bajo el peso de millones de cuerpos en combate.
En el flanco izquierdo, Óton y Ladislao fueron detenidos por la carga salvaje de los Jurados de Sangre Real. Estos guerreros no solo peleaban con habilidad, sino con una devoción suicida que los hacía aún más peligrosos. Sus caballos, igualmente enloquecidos, embestían con furia, aplastando soldados bajo sus cascos. Pero incluso esa locura no era suficiente para detener a Óton. Con su martillo colosal, se abrió paso entre las filas enemigas, partiendo cuerpos con cada golpe. No era una simple masacre: era una demostración de fuerza descomunal. Cada vez que su martillo descendía, los stirbanos volaban en pedazos, huesos quebrados y carne despedazada arrojados por el aire como muñecos de trapo.
Zandric y los otros cinco comandantes de las Legiones de las Sombras eran sombras de muerte, moviéndose con una velocidad y precisión aterradoras. No eran blanco fácil. Por donde pasaban, dejaban un rastro de cadáveres, miembros cercenados y cuerpos mutilados. Sus armas danzaban, y cada movimiento terminaba con una vida extinguida. Pero para los demás jinetes zusianos, la batalla estaba mucho más equilibrada. La furia de los stirbanos era difícil de contener, y la ferocidad de los Jurados de Sangre Real transformaba cada encuentro en una lucha desesperada por la supervivencia.
En el flanco derecho, la brutalidad alcanzaba su punto máximo. Ladislao y Varkath se volvieron aún más rápidos y salvajes, sus armas destellando mientras cortaban y mataban sin tregua. Pero los Jurados de Sangre Real no se detenían. Peleaban con un desprecio absoluto por sus propias vidas, dispuestos a perder un brazo, una pierna, incluso medio cuerpo, si eso significaba llevarse a uno de esos comandantes consigo. El suelo quedó cubierto de cadáveres, y el aire se llenó del hedor acre de la sangre y la pólvora.
En los extremos del campo de batalla, la artillería stirbana rugía. Los cañones de mano, las lanzas de fuego y los cañones de órgano vomitaban muerte sobre las líneas zusianas, arrancando extremidades y desmembrando cuerpos en explosiones de carne y hueso. La infantería media stirbana, aprovechando el caos, lanzó un contraataque feroz contra la infantería ligera zusiana. El choque fue violento, una lucha encarnizada donde las líneas se desmoronaban y se reconstruían en medio de una lluvia de flechas, virotes y proyectiles de artillería.
Pero los infantes ligeros zusianos eran formidables. Incluso superados en número, peleaban con una disciplina y una ferocidad inquebrantables. Cada unidad se movía con precisión letal, aprovechando cualquier apertura, cualquier debilidad en las filas enemigas. La caballería ligera y media zusiana entró en apoyo, lanzando cargas relámpago que destrozaban las líneas stirbanas, cortando cabezas y empalando cuerpos antes de retirarse para volver a cargar.
El campo de batalla se convirtió en un infierno viviente, un océano de sangre y acero donde la vida tenía un valor insignificante. Y en medio de todo, Maximiliano observaba desde su colina, con una sonrisa torcida en el rostro. Sabía que esta era la última apuesta, el último acto de una obra que terminaría en victoria… o en la destrucción total. Pero si iba a caer, se aseguraría de llevarse a millones consigo.
Desde la colina, Maximiliano contemplaba el caos con una mezcla de furia y satisfacción. A pesar de la brutalidad y el frenesí que había desatado, sabía que la furia ciega no era suficiente. Los zusianos, incluso rodeados de hombres sin miedo a la muerte, peleaban con una disciplina casi inhumana y contraestraban la temeridad con brutalidad inhumana. Era como luchar contra un ejército de espectros, guerreros que no conocían el miedo ni el agotamiento. Pero Maximiliano sabia que no haría grandes avances con solo fuerza bruta.
—¡Traigan los estandartes! —ordenó con un rugido, y enseguida las enormes banderas de Stirba se alzaron en el aire, ondeando con ferocidad bajo el viento teñido de ceniza y sangre. Luego, volteó hacia los portadores de cuernos de guerra y tambores—. ¡Que suene la orden de formación cuña! ¡Empujen hacia el centro! ¡Aplasten cualquier intento de reformar líneas enemigas!
El sonido de los cuernos resonó como el rugido de un monstruo. Los tambores retumbaron como el pulso de un gigante, marcando un ritmo implacable. Y las tropas stirbanas, aún sumidas en la locura, comenzaron a reorganizarse. Las líneas desordenadas se transformaron en formaciones letales. En el centro, la infantería pesada adoptó una formación de cuña, una punta implacable diseñada para partir en dos el núcleo zusiano. Los lideres de las Huestes de Sangre Jurada lideraban el avance, lanzándose hacia adelante con una ferocidad renovada, sus gritos de guerra helaban la sangre.
Los flancos stirbanos se desplegaron en una maniobra envolvente. La caballería en genral, tanto pesada, media y ligera avanzó en una formación en cuña inversa, atacando con la precisión de un martillo, golpeando las líneas laterales zusianas. Al mismo tiempo, la infantería media formó líneas cerradas, cubriendo los avances y defendiendo el flanco de los Jurados. La artillería redobló su fuego, los cañones de órgano escupían ráfagas letales, mientras las lanzas de fuego incendiaban el cielo con sus proyectiles y los cañones de mano frenaban cualquier carga enemiga.
Pero Iván no era un enemigo fácil de quebrar. Desde la distancia, el heredero Erenford observaba el campo de batalla con frialdad. Cuando vio la formación stirbana, sus ojos brillaron con un destello calculador. Levantó la mano, y los estandartes zusianos ondearon en respuesta. Los cuernos zusianos sonaron, un llamado profundo y ordenado que resonó como un trueno.
Las líneas zusianas comenzaron a moverse con precisión aterradora. La infantería pesada formó un muro impenetrable de escudos y alabardas, una falange que absorbió la embestida stirbana sin romperse. Cuando la cuña stirbana chocó contra ellos, el sonido fue ensordecedor: el choque de acero, el crujir de huesos, los gritos de agonía. Pero los zusianos no cedieron. Con movimientos precisos, comenzaron a empujar hacia adelante, cortando y apuñalando con una eficacia despiadada.
En los flancos, Iván desplegó una maniobra envolvente propia. La caballería ligera de las legiones del duque se dividió en escuadrones móviles, atacando los flancos stirbanos con cargas rápidas y letales. La caballería media zusiana lanzó una embestida devastadora contra la artillería stirbana, atravesando las líneas enemigas con una precisión quirúrgica, inhabilitando varias líneas de cañones de órgano y de portadores de cañones de mano.
Maximiliano observaba, sus dientes rechinando. Sabía que estaba perdiendo terreno.
—¡Refuercen los flancos! —rugió Maximiliano—. ¡Lancen la señal para el avance de todas las reservas!
Los estandartes stirbanos ondearon, y desde la retaguardia emergió una marea interminable de soldados frescos, ansiosos, sedientos de sangre. El rugido de millones de gargantas se elevó como el bramido de una tormenta, y la tierra tembló bajo el avance de la infantería media y pesada, los lanceros de fuego y las divisiones de artilleros, con cañones de órgano reluciendo amenazantes. La caballería ligera y media se desplegaba a los costados, preparándose para romper las líneas enemigas. Era una visión aterradora, millones de stirbanos, bestias de guerra, fanáticos de la destrucción, avanzaban con furia desbordada.
Pero Iván ya lo esperaba. El heredero zusiano, frío como el acero, observó el avance sin una pizca de miedo. Los estandartes zusianos cambiaron de posición, y en un instante la infantería media comenzó a moverse. No fue una simple maniobra, sino un despliegue de precisión letal. Desde los extremos del campo de batalla, una oleada incesante de infantes zusianos irrumpió como una avalancha imparable. Su coordinación era escalofriante, una máquina de guerra aceitada hasta la perfección. Los stirbanos no tuvieron tiempo de reorganizarse: las líneas de infantes medios fueron rotas, lanceros de fuego fueron destrozadas, los portadores de cañones de mano cayeron antes de disparar una segunda vez, y los artilleros, con sus cañones de órgano, fueron aplastados sin misericordia.
Las reservas de lanceros de fuego stirbanos intentaron repeler la acometida con ráfagas de llamas pero los zusianos no retrocedieron. Se lanzaron a través del infierno, sus armaduras ennegreciéndose, sus capas ardiendo, pero sus cuerpos avanzando, implacables. Aun con el fuego devorándolos, con la carne derritiéndose sobre sus huesos, alzaron sus armas y desgarraron las gargantas de los artilleros stirbanos antes de caer, asegurándose de arrastrar al enemigo consigo.
Las hachas de petos zusianas hicieron estragos entre la infantería stirbana. Las poderosas hojas cortaban carne y acero con la misma facilidad, partiendo hombres en dos, destrozando escudos y abriendo grietas en la formación enemiga. La disciplina zusiana se imponía: cada golpe estaba calculado, cada movimiento optimizado para matar con la máxima eficiencia.
Los stirbanos respondieron con una furia ciega y salvaje. Blandieron sus corcescas y alabardas, descargando golpes brutales que arrancaban extremidades y perforaban corazas. Pero los zusianos no eran presas fáciles. Aunque sus cuerpos eran destrozados, seguían luchando hasta su último aliento. Un soldado zusiano, con el torso atravesado por una alabarda stirbana, se sujetó al asta con ambas manos y, en un último acto de rabia imparable, usó su propio peso para acercarse al enemigo y clavarle una espada en la rejilla de su rostro antes de desplomarse.
La caballería media y ligera stirbana intentó maniobrar para flanquear a los zusianos y detener la carnicería, pero los escudos de cometa zusianos formaron un muro infranqueable. Los jinetes stirbanos chocaron contra ellos y fueron destrozados por las hachas de petos que, con precisión letal, atravesaban vientres, cortaban cabezas y derribaban caballos, dejando que los animales heridos aplastaran a sus propios jinetes en su agonía.
Los arqueros stirbanos desataron un infierno de flechas sobre la infantería media zusiana, buscando debilitar las oleadas enemigas. Pero los propios arqueros zusianos respondieron, oscureciendo el cielo con una lluvia de proyectiles que azotó el campo de batalla sin piedad. Las flechas zusianas eran más pesadas, diseñadas para perforar armaduras y escudos. Los stirbanos caían a decenas, atravesados por proyectiles que los dejaban agonizando en el barro teñido de rojo.
Los ballesteros zusianos, apostados en puntos estratégicos, dirigieron su fuego hacia los flancos y la retaguardia enemiga, castigando a los refuerzos stirbanos antes de que pudieran reorganizarse. Los stirbanos intentaron cerrar las brechas en su formación, pero los jinetes ligeros zusianos embistieron con lanzas y con arcos compuesto derribaron a cientos, acuchillando y derribando a cualquier soldado que intentara reformar las líneas. Y cuando los jinetes medios zusianos entraron en combate, la masacre alcanzó un nuevo nivel.
Montados en caballos acorazados, armados con alabardas los jinetes zusianos rompieron la formación stirbana con embestidas devastadoras. Los stirbanos eran guerreros feroces, pero la ferocidad zusiana era algo distinto. No solo era brutalidad; era eficiencia implacable. Un jinete zusiano cercenaba cabezas con cada tajo, avanzando sin piedad, sin descanso. Los stirbanos no retrocedieron pero los legionario contraatacaron como animales, bestias contra animales.
El centro stirbano comenzó a colapsar. La disciplina zusiana era implacable, su brutalidad absoluta. Los infantes pesados avanzaban sin detenerse, sin importar las bajas, arrancando la carne del enemigo con cada golpe. Los arqueros y ballesteros zusianos continuaban azotando el campo de batalla, y los tiradores de élite cazaban a los oficiales stirbanos, desmantelando la cadena de mando con precisión quirúrgica.
Maximiliano observaba desde una colina, con una mezcla de furia y oscuro deleite. Su mente, siempre convencida de su propia brillantez, se negaba a aceptar la realidad que se desplegaba ante él. No podía ser derrotado. No por esos cerdos. No cuando todavía tenía tantas cartas que jugar. Pero cada orden que daba era respondida con una maniobra más precisa, cada refuerzo era masacrado antes de poder hacer la diferencia. La batalla se había convertido en una carnicería sin fin, y sus soldados caían en montones, mientras los legionarios avanzaban como una marea imparable de muerte.
—¡Mantengan la línea! —ordeno con fuerza—. ¡Refuercen el centro, movilicen la artillería restante!
Los cañones de órgano stirbanos tronaron, desatando una andanada devastadora sobre las líneas zusianas. Explosiones destrozaron a decenas de soldados en un instante, esparciendo miembros y vísceras por el aire. Pero incluso entonces, los zusianos no se detenían. Aunque el fuego arrasaba sus filas, los sobrevivientes simplemente avanzaban por encima de los cuerpos de sus camaradas caídos, con una determinación casi inhumana.
Los stirbanos, desesperados, recurrieron a su rabia más pura, luchando como bestias acorraladas. Rugían, mordían, usaban cualquier arma o método para matar. Pero los legionarias no eran menos brutales. No retrocedían. No vacilaban. Un infante zusiano, con el rostro cubierto de sangre, arrancó el corazón de un stirbano con sus propias manos y lo alzó en el aire antes de arrojarlo al suelo con desprecio.
El campo de batalla se había transformado en un infierno desbordado, una vasta extensión de muerte y furia donde la tierra misma parecía gemir bajo el peso de la carnicería. El cielo se teñía de un rojo ominoso mientras el sol descendía, reflejando la sangre que empapaba el suelo. Los gritos de los moribundos se alzaban como una sinfonía macabra, entremezclados con el estruendo del acero y el retumbar de la artillería. Cada explosión levantaba columnas de lodo ensangrentado y miembros cercenados, mientras las flechas y los proyectiles silbaban, oscureciendo el cielo en una lluvia de muerte.
La sangre fluía en riachuelos espumosos, alimentando el creciente río de cadáveres, vísceras y mierda. El hedor era insoportable: una mezcla de carne quemada, sangre coagulada y el aroma metálico de la pólvora. Pero para Maximiliano, aquello no era más que una visión sublime. Desde su posición elevada, contemplaba el caos con una sonrisa torcida, sus ojos brillando con una mezcla de locura y fascinación.
—Hermoso —murmuró, una risa oscura brotando de sus labios—. Esto… esto es la verdadera gloria. No el honor ni la valentía. Esto es la esencia pura de la guerra: muerte, caos, sufrimiento… y belleza.
Maximiliano sabía que la batalla pendía de un hilo. Su ejército, aunque feroz y salvaje, comenzaba a desmoronarse ante la brutal disciplina de los zusianos. Pero no le importaba. Ya no tenía nada que perder, y la desesperación hacía arder en él una peligrosa determinación. Desde su posición privilegiada, observaba cómo sus flancos comenzaban a desmoronarse. La caballería stirbana, por tanto tiempo una fuerza temida, había sido rota finalmente, no por una estrategia brillante suya, sino por la brutalidad inhumana de los zusianos. Los jinetes enemigos habían penetrado el flanco izquierdo con una ferocidad que bordeaba lo irreal, encabezados por Óton, el martillo del oso blanco.
Óton era una visión aterradora en el campo de batalla. Su enorme martillo de guerra, ya empapado de sangre y restos humanos, caía una y otra vez, aplastando hombres y caballos con la misma facilidad, destrozando cuerpos y esparciendo vísceras en cada golpe. Los jinetes stirbanos intentaban contener aquella embestida, pero los zusianos ean bestias de guerra, disciplinadas y letales, y luchaban con una furia implacable, sin importarles las heridas o la muerte.
Los cinco comandantes de la Legión de las Sombras avanzaban junto a Óton, segando vidas stirbanas con precisión y brutalidad. Como lobos cazando, despedazando a los jinetes enemigos, cortando sus vías de escape, acorralándolos y destrozándolos sin piedad. La caballería stirbana, otrora invencible, se desmoronaba bajo aquella tormenta de acero y sangre.
En el flanco derecho, la situación no era mejor. Ladislo, otro de los temidos comandantes zusianos, junto a Varkath, lo reconocía vagamente era el comandante que estaba con Iván en las batallas de Karador, finalmente había roto la defensa de los Leales de Sangre Real, la guardia de élite stirbana. Lo que una vez había sido una línea infranqueable de bestias de élite yacía ahora en el barro, despedazada, y los sobrevivientes intentaban un contraataque desesperado mientras los zusianos avanzaban, implacables.
Y ahora, con ambos flancos colapsando, el objetivo estaba claro: Kaelric, el inepto general stirbano. Maximiliano apenas pudo contener su desprecio al pensar en él. Si siempre había sido débil, un estorbo, y si moría, sería simplemente porque nunca estuvo a la altura de su posición.
—Que muera, entonces —murmuró Maximiliano con indiferencia, mientras observaba cómo Ladislo y Varkath dirigían sus tropas directamente hacia la posición de Kaelric.
Pero no pensaba rendirse. Todavía tenía recursos. Todavía podía igualar la batalla. Con una frialdad calculadora, comenzó a mover sus piezas.
—¡Desplieguen la artillería restante! ¡Formación de erizo en el centro, rodeen los cañones! ¡Que la infantería media forme una línea defensivas al frente!
Los heraldos llevaron sus órdenes, y la respuesta fue inmediata. Los stirbanos, aún en medio del caos, respondieron con la disciplina nacida de la desesperación. La artillería comenzó a moverse, cañones de órgano, los cañonistas de mano y los lanceros de fuego siendo arrastrados a posiciones estratégicas mientras la infantería formaba un anillo protector a su alrededor.
Las primeras andanadas fueron devastadoras. Los proyectiles de los cañones de órgano desgarraron algunas filas zusianas, arrancando miembros y lanzando cuerpos por los aires. Las llamas se extendieron, devorando hombres vivos, mientras la infantería media resivia el impacto de legionarios que intentaban detener sus cañones.
El campo de batalla era un océano de muerte. Gritos desgarradores y el retumbar de los cañones sacudían el aire, mientras el hedor de la sangre y la carne quemada lo impregnaba todo. El lodo se había teñido de rojo, mezclado con las vísceras de los caídos, y el suelo temblaba bajo el peso de millones de cuerpos en combate. Los cadáveres se amontonaban como montañas retorcidas, formando barreras naturales de carne y acero, pero ni siquiera eso detenía a los que aún luchaban.
Y sin embargo, los legionarios zusianos no retrocedían. Aunque sus filas eran diezmadas, avanzaban sin pausa, sin miedo. Los hombres caían con el rostro impasible, y los que venían detrás simplemente caminaban sobre los cadáveres de sus propios hermanos sin una pizca de vacilación. Incluso medio muertos, los zusianos seguían avanzando, arrastrándose si era necesario, con cuchillos entre los dientes y odio en los ojos. Cuando uno caía, se aferraba al enemigo con las últimas fuerzas, asegurándose de llevarse a su asesino con él en un abrazo mortal.
Maximiliano observaba eso con los labios curvados en una mueca de desprecio, pero en el fondo de su mente comenzaba a enraizarse una punzada de inquietud. Sabía que no podía vencerlos solo con fuerza bruta. Los stirbanos eran salvajes, feroces, una marea de furia descontrolada, pero los zusianos eran otra cosa. Eran la encarnación de la brutalidad disciplinada, de la violencia metódica. Su implacabilidad rozaba lo inhumano.
Pero Maximiliano se creía más inteligente. Más astuto. La rabia no iba a ser suficiente, pero la estrategia, sí.
—¡Formación de tenaza! —rugió, sus ojos chispeando con una mezcla de desesperación y arrogancia—. ¡Empujen desde los flancos y cierren el centro! ¡Que la artillería concentre el fuego en el corazón de su formación! ¡Quiero verlos arder!
Las órdenes se transmitieron con rapidez, y en cuestión de minutos la artillería stirbana rugió de nuevo. Los cañones de órgano vomitaron una lluvia de metralla, arrancando carne y hueso en explosiones sangrientas. Los cañonistas de caño disparaban proyectiles que atravesaban armaduras y escudos por completo. El fuego de los lanzas de fuego consumían soldados, transformando a los soldados en antorchas vivas cuyos gritos superaban incluso el estruendo del combate.
Pero ni siquiera eso detuvo a los zusianos. Mientras las llamas devoraban a sus camaradas, los sobrevivientes avanzaban con una frialdad aterradora, pisoteando los cuerpos carbonizados sin dudarlo. Las explosiones arrancaban miembros, pero los heridos seguían luchando, usando sus últimas fuerzas para hundir sus arrastarse.
El frente stirbano tembló cuando las reservas avanzaron. Una marea de furia y acero, decenas de miles de soldados empujando hacia adelante con una ferocidad desesperada. Pero antes de que pudieran reforzar el frente, la caballería media zusiana embistió desde los flancos.
Fue una masacre.
Los jinetes zusianos avanzaban como lobos hambrientos, sus alabardas desgarrando carne y armadura con precisión despiadada. Los stirbanos fueron acuchillados y pisoteados, sus filas desmoronándose bajo el ataque. Los caballos zusianos, entrenados para la guerra, mordían y pateaban, aplastando cráneos y destripando a los enemigos.
El cielo se oscureció con una lluvia de flechas. Los arqueros y ballesteros zusianos disparaban sin cesar, y cada proyectil encontraba un blanco. Flechas atravesaban cráneos, se clavaban en gargantas, perforaban corazones. Las ballestas lanzaban virotes que atravesaban dos o tres cuerpos antes de detenerse. Los stirbanos morían a millares, y el suelo se volvía resbaladizo con su sangre.
Maximiliano apretó los puños. Su ejército estaba siendo destrozado, pero no se rendiría. No él. No podía permitirse perder.
—¡Reagrupen la caballería pesada! —bramó—. ¡Lancen una carga total contra su centro! ¡Quiero verlos aplastados!
Miles de jinetes stirbanos se lanzaron al ataque, una ola de acero y músculo. El suelo tembló bajo el peso de la carga, y el estruendo de los cascos fue como un trueno. Pero los zusianos estaban preparados.
Antes de llegar tan siquiera a las reservas que luchaban escudos de cometa formaron un muro infranqueable, y cuando la caballería stirbana chocó contra ellos, el impacto fue catastrófico. Los caballos relincharon en agonía cuando puntas de las hachas se clavaron en sus vientres. Los jinetes fueron derribados de sus monturas, y antes de tocar el suelo, ya estaban siendo despedazados. Los zusianos no mostraban piedad. No conocían la compasión. Solo la eficiencia letal.
Entre la carnicería, Iván movía sus piezas con la precisión de un maestro estratega. Cada orden era ejecutada con una sincronización perfecta. Cada táctica stirbana encontraba una respuesta brutal. La guerra se había convertido en una danza de muerte, y los zusianos llevaban el ritmo.
El sol seguía descendiendo lentamente, tiñendo el horizonte de un rojo profundo y oscuro, como si el mismo cielo sangrara junto con la tierra que ya había bebido más sangre de la que podía soportar. El campo de batalla se había transformado en un infierno tangible, donde el rugido de los cañones y el choque de las armas apenas podían ahogar los gritos de los moribundos. El aire estaba cargado con el hedor a carne quemada, sangre y metal caliente, y sangre coagulada bajo los pies de los soldados era una mezcla espesa de tierra y vísceras.
Pero la batalla no mostraba signos de cesar. No había tregua. No había piedad.
Maximiliano miraba el espectáculo con una mezcla de furia y desesperación apenas contenida. Su mandíbula estaba tensa, sus nudillos blancos mientras apretaba el mango de su arma. Sus tácticas, aquellas que consideraba impecables, apenas lograban contener la marea zusiana. Aquellos malditos no retrocedían. Eran como una máquina de guerra sin alma, una fuerza indomable que avanzaba sin importar el costo. No había miedo en sus filas, ni vacilación, ni piedad.
Maximiliano sintió la rabia arder en su pecho. No podía aceptar esto. No él. No alguien como él. Si el destino lo empujaba hacia la derrota, entonces dejaría una marca imborrable en la historia. Se llevaría consigo al hombre que había hecho de esta batalla un infierno.
—¡Movilicen a los Jurados de Sangre Real! ¡Que me sigan! —rugió, su voz cortando el caos como una hoja afilada.
Los oficiales transmitieron la orden rápidamente, y en cuestión de minutos, trescientos mil jinetes de élite se alinearon detrás de él. Eran la flor y nata del ejército stirbano, guerreros curtidos en el fuego de mil batallas, hombres cuya ferocidad era leyenda.
Maximiliano tomó su alabarda, una obra maestra de acero negro adornada con runas carmesí. Espoleó a su caballo, una bestia imponente de pelaje rojo sangre y armadura negra, cuyas pisadas hacían temblar la tierra. Sus ornamentos relucían bajo la luz menguante, y la visión de aquel ejército a su espalda era suficiente para infundir terror en cualquier corazón.
—Hoy no seremos olvidados —gruñó—. Hoy la historia recordará nuestros nombres.
Se preparó para la carga, para la última embestida, una maniobra suicida que atravesaría las líneas zusianas y cortaría la cabeza de la serpiente. Si iba a caer, se llevaría a Iván consigo. La sangre zusiana regaría el campo como nunca antes.
Pero entonces, un sonido lo detuvo.
Un cuerno. Profundo, grave, distinto a cualquier otro en el campo de batalla.
No provenía del frente principal, sino del oeste.
Maximiliano giró la cabeza, y lo que vio le heló la sangre.
Desde las colinas, emergían filas interminables de soldados. Armaduras negras que absorbían la luz, estandartes que ondeaban con la precisión de una tempestad disciplinada. No eran las tropas de Iván. Estas eran diferentes, aún más... aterradoras. Si eran legiones de hierro zusianas, pero estas se sentian diferentes.
Eran los refuerzos de Thornflic. Diecisiete millones de guerreros.
El corazón de Maximiliano se aceleró, no de furia, sino de una ansiedad glacial que se instaló en sus entrañas. Arkadi. Ese perro sin cerebro. Se suponía que debía contener a esas fuerzas de Thornflic, mantenerlos ocupados. Pero Arkadi había fallado. O peor aún, había sido aplastado.
—No… —susurró, su voz quebrándose por un momento. Pero no podía permitir que el pánico lo dominara. No él.
Pero el aire estaba cargado de tanta muerte que lo estaba abrumando. El sonido de las armas chocando, los gritos de agonía y el rugido ensordecedor de las explosiones se mezclaban en una sinfonía macabra. El cielo, teñido de un rojo profundo, parecía reflejar la masacre que ocurría bajo él. El sol agonizante en el horizonte, y su luz moribunda bañaba el campo de batalla como si el mismo firmamento llorara sangre.
Maximiliano se sentía al borde de la desesperación, pero no lo mostraría. No él. No alguien como él. Respiró hondo, obligándose a recuperar la compostura. Su mente trabajaba frenéticamente, buscando una salida, una oportunidad. Pero la realidad era innegable: estaba rodeado, superado en número y enfrentándose a un enemigo que no conocía el miedo. Los legionarios avanzaban como una marea imparable, indiferentes al dolor, a la muerte, a la masacre.
Pero no importaba. No importaba cuántos fueran. Si iba a morir, lo haría dejando un recuerdo que jamás sería borrado.
—¡Que nadie se detenga! —bramó, su voz cortando el estruendo como una hoja afilada—. ¡Nos llevaremos las cabezas de Thornflic y de Iván al infierno con nosotros!
Espoleó su caballo hacia el nuevo ejército, y los Jurados de Sangre Real lo siguieron, trescientos mil jinetes listos para avanzar como una lanza, listos para atravesar el corazón del enemigo.
Pero no fueron los únicos. Desde las colinas, Thornflic mismo inició una carga.
Maximiliano sonrió con frialdad. Su objetivo estaba claro. No importaba cuántos más vinieran. No importaba si no se podía llevar a Iván, al menos se llevaría a La Espada del Verdugo y marcaria su nombre en la historia.