Iván pasó la mano por la cubierta gastada de su cuaderno, sintiendo bajo sus dedos la textura del cuero curtido, desgastado por los años y el uso constante. Era una libreta gruesa, de tapas oscuras marcadas por cicatrices del tiempo: esquinas rasgadas, costuras tensas y ligeramente deshilachadas que aún resistían con firmeza. Cada rasguño, cada mancha de tinta en su interior, le recordaba las noches en vela, dibujando hasta que el cansancio lo vencía. Pero más que un simple cuaderno, era un legado. Su madre había tenido uno igual a su edad, y en cada página amarillenta, en cada trazo imperfecto, sentía su presencia. Dibujar no era solo una habilidad que compartían, sino un vínculo que el tiempo y la distancia nunca podrían romper.
Entre sus dedos, sostenía un lápiz que, aunque rudimentario, tenía un peso especial en su mano. No era como los lápices modernos que alguna vez conoció, sino una varilla de madera pulida con una punta de grafito duro, envuelta en una fina capa de cera. Su madre le había enseñado a afilarlo con cuidado, a no desperdiciar ni una astilla, a dejar que cada trazo tuviera un propósito. Mientras la navaja desgajaba la madera, liberando el aroma seco y familiar, Iván recordaba aquellas tardes en las que ella, con una sonrisa paciente, guiaba su mano sobre el papel, corrigiendo con ternura sus primeros intentos torpes. Ahora, cada línea que trazaba era un eco de esas lecciones, una conversación silenciosa con su recuerdo y a pesar de su simplicidad comparada con los trazos de su madre, Iván usaba el lápiz con precisión, esbozando líneas claras y detalladas en el papel, dando forma a sus ideas con una concentración absoluta.
En la página abierta, se desplegaban varios esquemas y anotaciones, una mezcla de dibujos técnicos y descripciones meticulosas. En el centro, dominando el espacio, había el boceto de un arma de fuego primitiva: un tubo largo de metal grueso, de entre metro y medio y dos metros, diseñado para mejorar la estabilidad y la precisión del proyectil. Iván había escrito junto al dibujo algunas notas sobre el grosor del metal y la necesidad de forjarlo con una aleación de la mayor calidad posible, "Para evitar explosiones accidentales y asegurar una presión uniforme al momento del disparo." La boca del cañón tenía una ligera expansión, un ensanchamiento pensado para facilitar la salida de la bala y optimizar la trayectoria del proyectil.
La culata, dibujada justo debajo, era de madera dura, "Usar roble o nogal," anotó, además eran especies que abundaban en las tierras norte de Zusian. El diseño dibujado era ergonómico, curvado para permitir un apoyo cómodo contra el hombro y proporcionar mayor estabilidad al disparar. Iván se había esmerado en detallar el ensamblaje entre el cañón y la culata, con diferentes tornillos robustos y piezas de metal cuidadosamente trabajadas para asegurar un ajuste firme y resistente, dibujo varios bocetos y tipos posibles de tornillos y piezas.
Más abajo, los esquemas se volvían más complejos. Estaba el mecanismo de ignición, una de las partes más cruciales del diseño. Iván había dibujado varias opciones, comenzando por la mecha lenta, un sistema similar al de los primeros arcabuces, pero que desechó casi de inmediato. Escribió junto a la ilustración: "Demasiado lenta, poco práctica en combate." Luego vino el mecanismo de rueda, más complejo pero también más confiable: una rueda de acero que, al girar contra un pedernal, generaba chispas suficientes para encender la pólvora. Aún más abajo, intentó bosquejar el mecanismo de chispa, el más avanzado de todos, donde el simple movimiento en el que, al accionar el gatillo, un pedernal golpeaba una superficie metálica, produciendo chispas que, al entrar en contacto con la pólvora, provocaban la ignición de la carga. Sabía que el éxito de estas armas no solo dependía de su diseño, sino también de la calidad de los materiales y la precisión de los componentes.
También había pensado en la munición. Dibujó bocetos de cartuchos de papel, una innovación que permitiría a los soldados cargar más rápido: pequeños cilindros de papel encerado que contenían la cantidad exacta de pólvora y una bala de plomo de forma de una bala convencional, listos para ser vaciados en el cañón con un solo movimiento. Anotó las ventajas: "Ahorra tiempo, estandariza la carga, más práctico en combate."
Incluso contempló mejoras adicionales, como una varilla de carga con mecanismo de resorte, aunque escribió junto a esa idea: "No estoy seguro de que funcione, probar prototipos." Sabía que necesitaba artesanos experimentados, herreros capaces de trabajar el metal con la precisión necesaria para crear estos mecanismos. Y, por supuesto, materiales de la mejor calidad: acero homogéneo para los cañones, capaz de soportar altas presiones sin riesgo de explosión, y maderas endurecidas y tratadas para resistir el uso continuo y las inclemencias del clima.
Finalmente, después de horas de trabajo, Iván dejó el lápiz sobre la mesa con un suspiro. Sus dedos estaban manchados de grafito, y el borde de la hoja estaba arrugado por el roce constante de su mano. Cerró el cuaderno con cuidado, asegurándose de que las páginas quedaran protegidas, y lo apartó a un lado.
Frente a él, el mapa desplegado sobre la mesa ocupaba casi toda la superficie de madera rugosa y marcada por cicatrices de uso. Era un pergamino grueso, amarillento, con bordes desgastados y manchados de cera, sudor y polvo, testigo silencioso de incontables reuniones estratégicas. Sobre él, las Praderas de Alavern se extendían con líneas precisas y meticulosas, dibujadas con la mano firme de cartógrafos expertos, mostrando colinas suaves, bosques dispersos y ríos que serpenteaban a través de la vasta llanura. Pronto, esa tierra fértil y pacífica se convertiría en un campo de matanza, en el escenario donde el destino de millones sería decidido entre el estruendo del acero y el grito de los moribundos.
Las marcas de tinta oscura se extendían por el mapa como heridas frescas, señalando posiciones de tropas, rutas de avance, posibles puntos de emboscada y maniobras de rodeo. Cada trazo era una decisión, cada símbolo una vida pendiendo de la estrategia. Iván recorrió esos detalles con la mirada afilada, sus ojos deteniéndose en los lugares donde planeaba quebrar la resistencia de Maximiliano, donde sus legiones golpearían como un martillo contra un yunque. Sentía el peso aplastante de la responsabilidad sobre sus hombros, una carga pesada, pero no indeseada. Mañana sería el día decisivo, la culminación de su primera campaña, el momento en el que sus planes se pondrían a prueba y el resultado definiría el futuro del ducado… y el suyo propio.
Las Legiones de Hierro, enviadas dias atrás hacia el este, ya habían regresado, cumpliendo su misión con una eficiencia despiadada. Habían arrasado las rutas de suministros, incendiado almacenes y destruido puentes, dejando al ejército de Maximiliano hambriento y desprovisto. Emboscaron caravanas, masacraron escoltas sin piedad, y ningún cargamento de víveres o armamento había llegado a las líneas enemigas, bueno en su mayoría una que otra carreta paso. Pueblos estratégicos y fortificaciones clave fueron reducidos a cenizas, y cualquier fuerza que intentó unirse al ejército de Maximiliano fue aniquilada con una brutalidad metódica. Ahora, con el regreso de esas legiones curtidas por la sangre y la victoria, su ejército había vuelto a sus números originales: más de diecisiete millones de soldados, una fuerza colosal lista para aplastar cualquier resistencia.
Iván esperaba que Thornflic hubiera cumplido también con su parte del plan. Si todo había salido como debía, sus tropas estarían listas para cerrar la pinza en torno al ejército de Maximiliano, atrapándolos sin escapatoria. El cerco estaba casi completo, y la trampa estaba a punto de cerrarse. Pero ya no quería pensar más en estrategias. Los planes estaban hechos, las órdenes dadas. Ahora solo quedaba esperar… y prepararse para el día que vendría.
Se apartó del mapa con un suspiro largo y cansado, estirando los hombros tensos mientras se dirigía hacia la cama de su tienda. El interior de la tienda era amplio, decorado con lujosa sobriedad: alfombras gruesas cubrían el suelo de tierra, amortiguando el frío y la humedad, y pesadas cortinas de terciopelo rojo ocultaban la entrada, manteniendo el calor dentro. Una mesa baja con restos de fruta y vino se encontraba junto a un brasero que despedía una luz temblorosa y sombras alargadas. El aire olía a madera quemada, a cuero y a perfume dulce.
En la amplia cama, cubierta con pieles suaves y mantas de lana, estaban tendidas Celeste y Bianca. Sus cuerpos voluptuosos se entrelazaban en un sueño perezoso, sus pieles desnudas brillando bajo la luz cálida del brasero. Celeste, de cabello rubio como el trigo y ojos grandes de un azul casi translúcido, tenía una belleza luminosa y con una sonrisa traviesa y una risa fácil, aunque su mente no fuera especialmente aguda. Bianca también de curvas generosas y una piel que parecía iluminarse con la luz, de una expresión siempre dulce, aunque tampoco era tan inteligente, era muy dulce. No eran brillantes, pero eran afectuosas, cálidas y cariñosas, siempre dispuestas a complacerlo, y en esos momentos de tensión y guerra, su compañía era una distracción bien recibida.
Iván se acercó con movimientos lentos, cada paso sobre la gruesa alfombra de piel amortiguaba el sonido de sus pies descalzos. La penumbra de la tienda estaba teñida por el parpadeo cálido del brasero, cuyas llamas proyectaban sombras temblorosas en las paredes de lona gruesa. El aire estaba cargado de un aroma denso: el humo de la madera quemada se mezclaba con el dulzor de perfumes y el leve rastro salado del sudor. Sus dedos firmes, se deslizaron con una suavidad inusitada por el hombro desnudo de Bianca, su piel cálida y tersa reaccionó al contacto con un estremecimiento involuntario. El suave gemido que escapó de sus labios fue apenas un susurro, pero en la quietud del lugar sonó como un llamado. Sus párpados se alzaron lentamente, revelando unos ojos oscuros y brillantes, aún empañados por el sueño, pero ya encendidos con una chispa de complacencia y deseo.
Celeste, a su lado, se removió con la gracia perezosa de un felino, sus labios curvándose en una sonrisa soñadora cuando sintió el contacto de Iván. Sus cabellos dorados se esparcían sobre la almohada como un halo, y cuando sus ojos azules se abrieron, la luz temblorosa del brasero pareció reflejarse en ellos como el resplandor del amanecer. Iván se inclinó sobre ellas, sus labios rozando primero los de Bianca, luego los de Celeste, en besos lentos y demandantes. La tensión acumulada en sus músculos comenzó a desvanecerse mientras sus cuerpos respondían al suyo con una entrega cálida y ansiosa.
Lo necesitaba. Necesitaba esa liberación, ese instante en el que el peso de la guerra, la presión de la estrategia y el espectro de la muerte se disipaban en el calor de sus caricias. Se despojó de sus ropas con movimientos lentos y deliberados, y se sumergió en ellas, en la suavidad de sus cuerpos, en el ritmo acelerado de sus respiraciones y en los dulces gemidos que se mezclaban con el crepitar del fuego. El sudor perlaba sus pieles, deslizándose por las curvas de sus formas mientras el deseo los consumía. El tiempo perdió sentido en medio de jadeos, caricias urgentes y el sonido húmedo encontrándose una y otra vez. Cuando finalmente alcanzó el clímax, sintió cómo la tensión abandonaba su cuerpo en una oleada liberadora, dejándolo agotado y satisfecho.
Se dejó caer entre ellas, el cuerpo pesado y relajado, con el aroma de su pasión aún impregnando el aire. Bianca se acurrucó contra su costado, su cabeza descansando sobre su pecho, mientras Celeste enredaba una pierna sobre la suya, dibujando círculos perezosos sobre su abdomen con la yema de los dedos. El sueño llegó rápido, profundo y sin sueños, y por unas horas, el peso del mundo dejó de aplastarlo.
A la mañana siguiente, fue la mezcla de ansiedad y anticipación lo que lo despertó antes de que el sol asomara por el horizonte. El aire frío de la madrugada se filtraba por la lona de la tienda, erizando su piel mientras se incorporaba con movimientos lentos, procurando no despertar a las mujeres a su lado. Ya había peleado en otras batallas durante esta campaña, pero esta vez era diferente. Sabía que tenía la ventaja: superioridad numérica, tropas de élite y una estrategia cuidadosamente planeada. Pero la certeza de la victoria nunca era absoluta, y la posibilidad del fracaso se cernía como una sombra en el borde de su mente.
Se levantó de la cama y se acercó al biombo donde aguardaba su armadura. La armadura de acero Monter forjado de un negro natural que absorbía la luz en lugar de reflejarla, daba la impresión de una oscuridad sólida e impenetrable. Los detalles ornamentales de oro resplandecían en los bordes de cada pieza, formando intrincados patrones que recorrían las placas con una precisión exquisita, mientras líneas escarlatas delineaban los contornos, resaltando la imponente presencia del conjunto.
Primero se colocó el gambesón negro, una prenda gruesa acolchada, bordada con hilo dorado y rojo, que protegía su piel del peso abrasivo de la armadura. Después, vino la cota de malla, cada anillo de acero negro entrelazado con el siguiente en una red de protección que caía sobre sus hombros y pecho como un río de metal fluido. El peso familiar era reconfortante, una segunda piel hecha para la guerra.
Encima de la malla, ajustó la cota de escamas, cada pequeña placa de acero Monter detallada con filigranas doradas. El sonido del metal deslizándose contra el metal llenó la tienda mientras aseguraba cada correa, cada hebilla, sintiendo cómo la armadura se convertía en una extensión de su cuerpo. Luego vinieron las piezas más pesadas: el peto, grabado con el relieve de un lobo dorado, emblema de su casa, marcado con cicatrices de batallas recientes; los guanteletes articulados, que crujían suavemente al cerrar los puños; las hombreras amplias y sólidas, adornadas con puntas doradas; el gorgal, que protegía su cuello con placas superpuestas; los brazales, grebas y finalmente el yelmo.
El yelmo era una pieza cerrada que cubría completamente su cabeza, grabada con filigranas doradas que recorrían su superficie en patrones intrincados. La visera estrecha dejaba solo una rendija por la que contemplar el mundo, reduciendo su campo de visión, pero dándole una sensación de invulnerabilidad que necesitaba en ese momento. Cuando la última correa se ajustó, el peso total de la armadura le resultó familiar, casi reconfortante, y cada cicatriz en el acero era un recordatorio de las batallas que ya había superado.
Se giró hacia la mesa donde el mapa seguía desplegado, los pliegues del pergamino tensándose bajo el peso de piedras y dagas que lo mantenían abierto. Las marcas de tinta, negras y rojas, se entrecruzaban como venas sobre la superficie amarillenta, resaltando las posiciones estratégicas y los movimientos planificados con una precisión casi obsesiva. Cada línea representaba una posibilidad, cada símbolo era una vida puesta en juego. Iván dejó que sus ojos recorrieran las marcas, memorizando cada ruta de ataque, cada punto de retirada. Sabía que sobre el papel tenían la ventaja absoluta: superioridad numérica, tropas de élite y una estrategia refinada tras semanas de planificación. Pero también sabía algo más… Ningún plan sobrevivía intacto al primer contacto con el enemigo. La batalla que se avecinaba sería brutal, caótica, y debía estar preparado para cualquier cosa.
Con un suspiro profundo, estiró la mano hacia su espada bastarda, una hoja imponente y majestuosa. El acero oscuro y pulido reflejaba apenas la luz titilante del brasero, como si absorbiera la claridad en lugar de reflejarla. La hoja era larga y pesada, diseñada tanto para cortar como para destrozar, con un filo impecablemente afilado que había sido templado en las mejores forjas de Zusian. La espiga se extendía a lo largo de toda la empuñadura envuelta en cuero negro, ajustándose perfectamente a su mano con un equilibrio mortal. La guarda era amplia, adornada con intrincados grabados de lobos entrelazados, y el pomo, una cabeza de lobo de oro macizo, relucía con fiereza. Aseguró la espada en su cinto con un movimiento acostumbrado, sintiendo el peso familiar contra su cadera.
A su lado descansaba su martillo de guerra, una bestia de arma diseñada para la destrucción. La cabeza del martillo estaba forjada en acero Monter, ennegrecida y grabada con runas de poder antiguo, supuestamente para fortalecer su impacto. Un lado terminaba en una superficie plana y pesada, capaz de aplastar cráneos y astillar huesos con un solo golpe; el otro lado era una púa larga y curva, diseñada para perforar armaduras como si fueran de papel. El mango, reforzado con bandas de acero y cuero endurecido, era lo bastante largo para ser usado con ambas manos, aunque Iván prefería la versatilidad de usarlo con una sola cuando era necesario.
Finalmente, su alabarda. La tomó con reverencia, admirando una vez más la obra maestra que era. La hoja de la alabarda relucía con un filo mortal, ligeramente curvada, capaz de cortar a través de carne y metal con igual facilidad. En el lado opuesto, una púa negra sobresalía como la aguja de un escorpión, diseñada para atravesar incluso las corazas más gruesas. La parte superior terminaba en una lanza larga y afilada, perfecta para mantener a raya a los enemigos desde la distancia. El asta estaba hecha de madera de ébano reforzada con anillos de acero dorado, dándole tanto resistencia como elegancia.
Mientras ajustaba sus armas, el movimiento en la cama atrajo su atención. Las sábanas cayeron, deslizándose como agua sobre las curvas de Bianca y Celeste, revelando la desnudez de sus cuerpos con la naturalidad de quienes no temían ser vistas. Sus pieles aún brillaban con el rastro de la pasión compartida, y sus ojos, brillantes y soñolientos, lo miraban con una mezcla de deseo y confusión. Parecían animales despertados de un sueño profundo, vulnerables y hermosas, como ciervos sorprendidos en el claro de un bosque.
—¿Ya se va, mi señor? —preguntó Celeste, su voz apenas un susurro ronco, aún teñido de la languidez del sueño.
Iván asintió con una sonrisa suave.
—Sí… Pero no se preocupen. Estarán resguardadas aquí. Y si llegara a perder… —hizo una pausa, midiendo sus palabras— pueden tomar lo que deseen de esta tienda y marcharse. Nadie se interpondrá en su camino.
Las dos mujeres sonrieron, aunque en sus ojos brillaba una sombra de preocupación. Celeste se levantó lentamente, cruzando la distancia entre ellos con la elegancia perezosa de una depredadora satisfecha. Su cuerpo era cálido contra el suyo cuando se alzó de puntillas para besarlo, un beso húmedo, lento y posesivo, como si tratara de grabar su sabor en su memoria.
—Por favor, vuelva —susurró contra sus labios—. Mi hermana y yo… nos gusta cómo nos trata. Y supongo que le gusta lo buenas que somos con usted.
Bianca asintió desde la cama, sus brillantes ojos zafiro fijos en él con la misma mezcla de deseo y ternura.
Iván acarició la mejilla de Celeste con el dorso de la mano, una caricia breve pero sincera.
—No se preocupen. Son solo mis nervios hablando… pero es imposible que pierda.
Las dos sonrieron, aunque la incertidumbre aún pesaba en el aire. Pocos minutos después, Iván tomó su alabarda, echando una última mirada a las dos mujeres antes de salir de la tienda. A pesar de la intimidad compartida, se dio cuenta de lo poco que realmente las conocía. Pensándolo bien, no conocía demasiado a ninguna de las mujeres que compartían su lecho. Seraphina era la única de la que sabía algo más… pero incluso con ella, había un abismo de secretos no dichos. Quizás, si sobrevivía a esta guerra, debería empezar a cambiar eso.
El frío lo golpeó como una bofetada al salir. El aire helado de la madrugada mordió su piel, despejando cualquier rastro de somnolencia que pudiera quedar. El campamento estaba ya en movimiento: el sonido metálico de las armas al ser afiladas y ajustadas, las órdenes gritadas por los oficiales, el relincho inquieto de los caballos… todo se mezclaba en una cacofonía que anunciaba la inminencia de la batalla. El cielo aún estaba teñido de los últimos vestigios de la noche, pero en el horizonte, el primer resplandor del amanecer empezaba a teñir las nubes de un carmesí ominoso.
A pesar de toda su experiencia, Iván no pudo evitar la punzada de nervios que se enroscó en su estómago. Era absurdo, se dijo. Ya había peleado antes, había ganado batallas y derramado sangre. Pero esta vez era diferente. Esta sería la culminación de su campaña, el cierre de una historia escrita con acero y fuego. Aquí se decidiría si era alguien digno de recordar, alguien digno de portar el apellido que llevaba. Y, lo más importante, si podía dejar atrás las sombras de su pasado… si finalmente dejaría de ser la sombra de Álex para convertirse, de una vez por todas, en Iván.
Se giró hacia el horizonte, donde el viento traía consigo el eco distante de los tambores de guerra. El sonido reverberaba como un presagio, una advertencia que se mezclaba con el frío cortante del amanecer. La batalla lo esperaba. Y él estaba listo, al menos esperaba creer que lo estaba.
El sonido metálico de cascos golpeando la tierra lo sacó de sus pensamientos. Un legionario de las Sombras se acercaba, vestido con su pesada armadura negra, una obra maestra de metal forjado, adornada con intrincados ornamentos de oro bruñido que reflejaban la luz con destellos apagados, como si la propia oscuridad se hubiera vestido de lujo. La figura del legionario era imponente, pero lo que captó la atención de Iván fue el magnífico animal que lo acompañaba. Eclipse.
El semental era una criatura nacida de la noche misma, una masa musculosa de pelaje negro azabache que parecía absorber la luz del sol. Su porte era altivo, su andar, majestuoso. Cada uno de sus movimientos destilaba una fuerza contenida, como si en cualquier momento pudiera desatarse en una tormenta de velocidad y furia. Eclipse era el primer caballo verdadero de Iván, el único que había considerado digno. Desde el momento en que lo eligieron como su montura, hacía ya meses, el vínculo entre ambos había crecido hasta volverse casi inseparable. Aunque el animal era conocido por su temperamento agresivo y su desconfianza hacia cualquiera que no fuera su jinete, con Iván era diferente.
El caballo se acercó a él, sus ojos oscuros —pozos sin fondo que destellaban con una inteligencia feroz— lo miraban con una mezcla de desafío y reconocimiento. Con un resoplido, agachó la cabeza, acercándose lo suficiente para que Iván pudiera acariciarlo. El tacto del pelaje era áspero y cálido bajo sus dedos enguantados, y Eclipse cerró brevemente los ojos, aceptando la caricia con una serenidad poco común.
La barda que llevaba el semental era una obra de arte en sí misma, transformada y mejorada gracias a las victorias obtenidas. Las placas de acero oscuro habían sido reemplazadas por una aleación aún más resistente, bañada en un esmalte negro mate que absorbía la luz como una extensión del propio Eclipse. Las decoraciones de oro seguían patrones intrincados, formando relieves de bestias mitológicas y runas antiguas grabadas a mano, cada una representando protección y poder. Desde el cuello hasta las ancas, la armadura envolvía al caballo como una segunda piel, reforzada por una cota de escamas bajo las placas y un gambesón grueso que amortiguaba los golpes. La máscara que cubría la cabeza del animal, o chanfrón, estaba adornada con una cresta estilizada y cuernos curvados, haciéndolo parecer una criatura salida de una pesadilla.
Iván montó con un movimiento fluido, la familiaridad de la acción hablando de incontables horas de entrenamiento. Eclipse respondió al peso con una breve sacudida, como si confirmara su presencia, y luego se mantuvo inmóvil, atento, esperando la señal. A su alrededor, sus guardias personales ya estaban formados: los legionarios originales de las Sombras, aquellos que habían estado con él desde el principio. Cada uno de ellos llevaba una armadura negra tan refinada como la suya, pesadas y ornamentadas, forjadas para resistir y para intimidar. En sus manos descansaban alabardas de diseño letal, sus hojas curvas y bruñidas reflejaban el sol con destellos fríos. Los caballos de estos hombres, tan imponentes como Eclipse, llevaban bardas igualmente elaboradas, protecciones que transformaban a las bestias en verdaderos tanques vivientes.
Iván asintió, y con una leve presión de las piernas hizo que Eclipse avanzara. A su lado, sus casi dos mil legionarios de las Sombras lo siguieron en formación cerrada, un río de oscuridad y acero moviéndose al unísono. Mientras avanzaban por el campamento, las tropas de las otras legiones se apartaban a su paso. Los legionarios de hierro y los legionarios del duque se detenían brevemente, inclinando la cabeza en una muestra de respeto rápido pero sincero.
A medida que se acercaban al campo de batalla, las carpas médicas ya estaban dispuestas, un enjambre de actividad en preparación para lo inevitable. Los sanadores y asistentes corrían de un lado a otro, ajustando suministros y preparando camillas. Sabían que en cuestión de horas, la sangre teñiría el suelo, y su trabajo apenas comenzaría.
Y entonces lo vio. El cuartel general se alzaba sobre una colina, ofreciendo una vista clara del interminable mar de hombres reunidos. Cuatrocientos mil legionarios de las Sombras formaban un océano oscuro y amenazante, cada uno montado en un caballo igualmente blindado, cada uno vestido con armaduras pesadas y armados con alabardas. La visión era sobrecogedora: una masa uniforme que absorbía la luz del sol, una marea de acero y oscuridad lista para desatarse. La elite de la elite. Soldados cuya habilidad y disciplina valían por mil.
Pero incluso eso palidecía ante lo que se extendía más allá.
Desde la base de la colina, un río interminable de hombres se desplegaba hasta donde alcanzaba la vista. Más de diecisiete millones de soldados, un número tan vasto que resultaba difícil de comprender. La infantería pesada, tanto de élite como regular, avanzaba con alabardas en una mano y pesados escudos de torre en la otra, formando filas tan densas que parecían una muralla viviente. La infantería media, con hachas de petos y escudos en forma de cometa, se alineaba a su lado, disciplinada y lista. La infantería ligera, armada con partesanas y escudos redondos, se movía con rapidez, una fuerza flexible preparada para adaptarse.
La caballería era igual de impresionante. La caballería pesada, con sus largas lanzas de impacto y enormes martillos de guerra, montaba sobre caballos gigantescos, cada uno protegido por bardas completas que transformaban a las bestias en fortalezas móviles. La caballería media, armada con alabardas y escudos triangulares, avanzaba con precisión. Y la caballería ligera, ágil y veloz, llevaba largas lanzas y arcos, sus caballos protegidos por chanfrones elegantes diseñados para la velocidad.
Al final del despliegue, los arqueros y ballesteros se alineaban en filas interminables, una fuerza capaz de oscurecer el cielo con una sola orden. Cada uno de ellos estaba preparado, sus cuerdas tensadas, sus miradas fijas en el horizonte.
Todo esto en las Praderas de Alavern, una vasta extensión de campos verdes que se extendían como un océano esmeralda. El viento susurraba a través de la hierba alta, creando ondas suaves que contrastaban con la violencia inminente. En el horizonte, colinas suaves se alzaban como centinelas, y ríos serpenteaban a lo lejos, reflejando el cielo despejado. Este lugar, el corazón del territorio sur del ducado de Stirba, pronto se convertiría en un campo de muerte y gloria.
Iván respiró hondo, sintiendo el peso del momento. El aire estaba cargado de una tensión casi palpable, como si el mundo mismo contuviera la respiración ante lo que estaba por desatarse. La batalla estaba cerca, y el mundo jamás olvidaría lo que estaba a punto de suceder. Sabía que este día sería recordado y que las decisiones tomadas aquí definirían el destino de territorios enteros. Pero en ese instante, solo importaba una cosa: la victoria.
Frente a él, el despliegue de las tropas de Zusian era una visión de disciplina y poder. Los estandartes ondeaban con el viento, el lobo dorado en campo negro con detalles escarlatas rugiendo en la tela como si estuviera vivo, como si anunciara el hambre de conquista de las legiones. Cada unidad tenía su propia bandera, una por cada escuadrón, lo que convertía el campo en un océano de estandartes agitados. Cada estandarte representaba a un sargento, comandante de diez hombres, formando un escuadrón compacto y letal. Diez escuadrones componían una compañía de cien soldados, liderada por un teniente, y a su vez, diez compañías formaban un regimiento de mil guerreros, bajo el mando de un capitán.
Cada tipo de unidad se organizaba meticulosamente en regimientos especializados: la infantería pesada, con sus escudos colosales y alabardas imponentes; la infantería media, armada con hachas y escudos de cometa; la infantería ligera, veloz y letal con sus partesanas. La caballería se dividía de igual manera: la pesada, con sus martillos de guerra y lanzas de impacto; la media, rápida y adaptable, y la ligera, ágil y mortífera, capaz de hostigar al enemigo desde la distancia con sus arcos. Cada legión contaba con comandados por un comandante especializado. Estos comandantes solo podían dar órdenes a los regimientos de su tipo; la jerarquía era estricta y eficiente, a menos que el caos del combate exigiera una reorganización de emergencia en caso de pérdida de mandos superiores.
Por encima de ellos estaban los comandantes de legión, generales en miniatura que administraban y dirigían una Legión de Hierro, la espina dorsal de Zusian. Y sobre todos ellos, los generales supremos, capaces de coordinar cientos de legiones con una precisión aterradora. Este orden meticuloso, esta estructura inflexible, era lo que hacía de Zusian una fuerza temida en todos los territorios vecinos.
El cielo se llenaba con el ondear de miles de banderas, un mar de negro, oro y escarlata que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El sonido del metal resonaba mientras las tropas se alineaban, el rechinar de las armaduras y el golpeteo sordo de los cascos de los caballos componían una sinfonía de guerra. El aire estaba impregnado con el olor del acero aceitado, el cuero curtido y el sudor de millones de hombres esperando el momento de la matanza.
Y entonces, su enemigo apareció.
En el horizonte, como una marea oscura y roja, las fuerzas stirbanas emergieron. Catorce millones de soldados avanzaban en perfecta formación, una fuerza igual de aterradora. Las élites de Stirba, los Ejércitos de Sangre Real, se desplegaban con una disciplina feroz, sus armaduras brillando bajo el sol como espejos ensangrentados. Junto a ellos, las Huestes de Sangre Jurada, las tropas regulares del reino, marchaban en números abrumadores. Iván los superaba por tres millones de soldados, pero sabía que la ventaja numérica no garantizaba la victoria. Todo podía pasar en el caos de la batalla.
Los estandartes de Stirba se alzaban como llamas en el viento: el león coronado, negro sobre un campo rojo sangre, rugiendo con una ferocidad que reflejaba la determinación de sus portadores. El contraste entre los dos ejércitos era casi poético, el negro y el oro de Zusian enfrentado al rojo y el negro de Stirba, dos mares dispuestos a chocar y destruirse mutuamente.
Entonces comenzaron los tambores.
Un sonido profundo y atronador se alzó desde ambos bandos, un ritmo que hacía vibrar el suelo y aceleraba los corazones. El golpeteo era sincronizado, poderoso, como el latido de una bestia colosal preparándose para atacar. Y luego, los cuernos de guerra respondieron. Desde el ejército de Zusian, un bramido grave y prolongado se elevó, una llamada que parecía hacer temblar el aire. Stirba no se quedó atrás, y sus cuernos respondieron con un estruendo agudo y desafiante.
El campo de batalla estaba listo.
Las Praderas de Alavern se extendían como un mar verde, un océano de hierba alta que se agitaba bajo el viento como si la propia tierra temiera lo que estaba por venir. El terreno era vasto y abierto, con suaves colinas que se alzaban en el horizonte como islas en ese mar esmeralda. Pequeños arroyos serpenteaban entre la hierba, reflejando el cielo despejado, y manchas de bosques dispersos ofrecían escasa cobertura.
A lo lejos, la línea donde la hierba se encontraba con el cielo parecía arder con el reflejo del sol en las armaduras y estandartes de ambos ejércitos. El viento traía consigo el olor fresco de la vegetación, mezclado ahora con el aroma metálico del acero y la anticipación de la sangre. Pronto, ese hermoso paisaje se transformaría en un infierno.
Los primeros rayos de sol iluminaban el campo, proyectando largas sombras y pintando de dorado las hojas y el césped. Pero esa belleza estaba destinada a desaparecer, reemplazada por el rugido de la guerra, el choque de armas y el grito de hombres muriendo. El verde se teñiría de rojo, el sonido de los arroyos sería ahogado por los alaridos, y la brisa suave se convertiría en el hedor acre de la muerte.
Iván observó todo esto desde su posición elevada, sintiendo cómo Eclipse se movía inquieto bajo él, las poderosas patas del caballo rascaban el suelo con nerviosismo, como si el animal también pudiera presentir el desastre que se avecinaba. El viento soplaba con una fuerza creciente, levantando oleadas de hierba en las Praderas de Alavern, haciendo que las miles de banderas negras y doradas de Zusian crujieran como una tormenta de hojas secas. La luz del amanecer bañaba el campo, pero en lugar de calidez, parecía anunciar una masacre. A lo lejos, el mar de estandartes rojos y negros de Stirba se desplegaba con una precisión aterradora, avanzando como una marea que prometía arrasar con todo.
Iván mantenía la espalda recta, los ojos fríos y la expresión dura, pero en su interior, la duda era un veneno amargo. Sabía que no podía dejar que nadie lo notara. No podía permitirse el lujo del miedo. No cuando tenía millones de hombres esperando su mando. Su juventud era una carga pesada; esta era la primera vez que comandaba un ejército tan colosal, y aunque sus palabras sonaban seguras, la incertidumbre se aferraba a su pecho como una garra. Pero la mentira era su mejor armadura, y nadie debía ver la grieta bajo el acero.
Respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire frío y húmedo de la mañana, y levantó una mano enguantada. Eclipse se detuvo, resoplando. Con un rápido sello, invocó el único hechizo verdaderamente útil en ese mundo: el amplificador de voz. Cuando habló, su voz se elevó como un trueno, clara y despiadada, extendiéndose sobre las vastas filas de soldados hasta el último hombre en la retaguardia.
—¡Hombres de Zusian! —El viento arrastró sus palabras, y millones de cabezas se alzaron para escuchar—. ¡Miren a su alrededor! ¡Miren estas tierras, estas praderas, este cielo! ¿Ven lo que está a punto de ser mancillado? ¡Ellos vinieron aquí a quitarnos lo que es nuestro! ¡Vinieron a destruir nuestros hogares, a matar a nuestras familias, a apagar el fuego de nuestra nación, es nuestro turno de devóreles el favor!
Hizo una pausa, dejando que las palabras se calaran como cuchillos en la piel. El viento seguía agitando las banderas, y el sonido de las armaduras y las armas se mezclaba con el murmullo de la multitud.
—Muchos de ustedes no estaban aquí cuando comenzó esta campaña. Muchos de los que empezaron esta guerra… ya no están. Están heridos o están muertos. Y si estamos aquí hoy, es por ellos. ¡Es porque no retrocedimos! ¡Es porque no nos quebraron! Y ahora, les diré lo mismo que les dije a esos hombres, y espero que no solo me ayuden a cumplir mi palabra, sino que me ayuden a honrar su memoria. ¡Es morir o ganar! ¡Pelear hasta el final, o pelear para aplastar a nuestros enemigos!
El rugido de aprobación comenzó a crecer entre las filas, una ola de furia contenida a punto de estallar. Pero Iván no les concedió ese momento. Sus ojos azules se tornaron gélidos, perforando el mar de soldados con una mirada cortante como el acero. Su voz, dura y afilada, se alzó por encima del clamor, silenciándolo con su sola presencia.
—¡Quiero que sus aceros nunca descansen! ¡Que sus corazones latan con la misma furia que el mío! ¡Bañemos estas tierras en la sangre de nuestros enemigos! ¡Que sus vísceras sean nuestro estandarte! —El rugido aumentó—. ¡No quiero prisioneros! ¡No quiero piedad! ¡Quiero verlos caer, quiero ver sus cuerpos destrozados bajo nuestras botas, quiero escuchar el crujir de sus huesos bajo los cascos de nuestros caballos! ¡No les dejaremos nada, ni vida, ni esperanza, ni siquiera sus malditos cadáveres intactos!
El grito se volvió un clamor ensordecedor, pero Iván levantó una mano y la multitud calló casi al instante. Los ojos del joven líder brillaban con una mezcla de rabia y determinación, pero en lo profundo, sentía la punzada helada del miedo. Lo enterró, como siempre hacía.
—Ellos… —la voz de Iván descendió a un susurro peligroso, pero la magia la llevó hasta el último rincón del ejército, envolviendo a cada soldado con su gélida ira—. ¡Ellos son los responsables! ¡Ellos asesinaron a nuestro pueblo, profanaron nuestras tierras, intentaron destruirnos hace dieciséis años! Pero eso no fue suficiente, ¿verdad? ¡No! ¡Porque también mataron a mi padre!
Un silencio denso cayó sobre la multitud, una pausa cargada de electricidad, de furia contenida.
—¡Kenneth Erenford! ¡El Lobo Sangriento! —bramó Iván, y su voz resonó como un trueno—. ¡Hace dieciséis años cayó a manos de estos malditos hijos de puta! ¡A manos de Maximiliano Marsdale! Puede que no haya empuñado la espada que lo asesinó, pero fue su mente la que orquestó la guerra que me arrebató a mi padre. ¡Y hoy, esa deuda se paga con sangre!
El nombre cayó como una piedra, y el odio se encendió como un incendio en el ejército. La furia era casi tangible, y eso era justo lo que Iván necesitaba.
—Es poético, ¿no lo creen? —La sonrisa de Iván fue cruel—. ¡Su hijo está aquí para vengarlo! ¡Para tomar venganza! ¡Para honrar su sacrificio, el sacrificio que salvó nuestros hogares, nuestras familias, nuestras vidas! ¡No retrocederemos! ¡No esta vez! ¡No cuando la sangre de nuestros enemigos está tan cerca que puedo olerla!
Los gritos se alzaron como una tormenta, un rugido de odio y ansias de guerra que hizo temblar el suelo. Pero aunque Iván mantenía el rostro imperturbable, su corazón latía con una velocidad aterradora. Sabía que no podía fracasar. No con tantos hombres confiando en él. No cuando el mundo entero observaba.
Eclipse piafó de nuevo, sus cascos rasgando la tierra húmeda con impaciencia. El viento que azotaba las Praderas de Alavern arrastraba el olor a hierba y a polvo, pero también traía consigo el metálico aroma de la sangre anticipada. Iván sintió cómo el aire se volvía cada vez más denso, cargado de una tensión tan pesada que parecía oprimir su pecho. La multitud rugía tras él, millones de voces entrelazadas en un clamor de furia, de ansias de venganza, de sed de masacre. Y, aun así, al mirar hacia el horizonte, el enemigo permanecía imperturbable.
Las filas de Stirba se extendían hasta donde alcanzaba la vista, una marea de armaduras oscuras y estandartes rojos que ondeaban como llamas sobre el mar. Los Ejércitos de Sangre Real avanzaban con una disciplina helada, formaciones perfectas que se deslizaban por las praderas como una sombra devoradora. Detrás de ellos, las Huestes de Sangre Jurada se alineaban con una precisión igualmente escalofriante, cada soldado un reflejo del odio y la crueldad de la nación que representaban. Los estandartes del león coronado ondeaban en el viento como advertencias sangrientas, y el sonido de sus tambores de guerra comenzó a retumbar en el aire, profundo y rítmico, como el latido de un corazón monstruoso.
Iván mantuvo la expresión serena, el rostro esculpido en una máscara de fría determinación. Pero por dentro, sentía cómo su respiración se volvía cada vez más pesada. El peso de la responsabilidad, la enormidad del momento, la magnitud de lo que estaba a punto de suceder… todo ello se aferraba a su pecho como una garra de hielo. Este no era un duelo, ni una escaramuza. Era una guerra total, y él estaba en el centro de ella.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo, apenas perceptible, pero suficiente para que su caballo lo sintiera. Eclipse agitó la cabeza, resoplando con fuerza, como si intentara sacudir la misma inquietud que lo invadía. Iván apretó las riendas, obligándose a controlar su pulso, a sofocar la tormenta que rugía en su interior. Sabía que no podía permitirse mostrar debilidad. Sabía que cada ojo estaba puesto en él.
Entonces, una mano firme se posó sobre su hombro.
El contacto fue inesperado, pero la calidez de esa mano trajo consigo una calma inesperada. Iván giró la cabeza y encontró la mirada de Ulfric. Su mentor, su maestro en el arte de la guerra, estaba allí, como siempre lo había estado. Ulfric no dijo nada, pero su sonrisa era un gesto cargado de un orgullo silencioso, una confianza inquebrantable. En esos ojos curtidos por la experiencia, Iván encontró un ancla. Por un instante, la presión aflojó su agarre.
Iván devolvió la sonrisa, apenas un leve movimiento de los labios, pero suficiente. No necesitaban palabras. No en ese momento.
Y entonces, los tambores volvieron a sonar.
El estruendo fue ensordecedor, un golpe seco y profundo que reverberó en el suelo, haciendo temblar la tierra bajo sus pies. Los cuernos de guerra de Stirba se alzaron en un aullido largo y penetrante, un sonido que parecía arrancado de las entrañas de alguna bestia infernal. Desde el otro extremo del campo, las líneas enemigas avanzaron, una ola oscura que comenzó a deslizarse hacia ellos con una precisión inexorable.
Iván cerró los ojos por un instante, dejando que el ruido lo envolviera. Y cuando volvió a abrirlos, su decisión estaba tomada.
Con un movimiento brusco, hizo girar a Eclipse, enfrentándose a sus propias filas. Las legiones de Zusian aguardaban, millones de rostros levantados hacia él, millones de miradas que esperaban una orden, una señal, una chispa. Y en ese momento, Iván decidió dársela.
Alzó su alabarda.
El brillo del acero reflejó la luz del amanecer, y su voz, amplificada por la magia, cortó el aire como una hoja afilada.
—¡Por Zusian! —El grito fue un rugido, un trueno que estalló sobre el campo—. ¡Por nuestros muertos! ¡Por nuestra venganza!
El clamor que siguió fue un estruendo, un rugido nacido de millones de gargantas que hizo vibrar el aire y temblar la misma tierra bajo sus pies. El sonido era casi una criatura viva, una bestia que se alimentaba de furia y sed de sangre. Las banderas negras y doradas de Zusian se alzaron con más fuerza, ondeando como presagios de muerte, y el sonido de millones de armas moviéndose al unísono —el chocar del acero, el crujido de la madera, el ajuste de correas y armaduras— resonó como una tormenta lejana que se acercaba con paso inexorable.
Iván giró de nuevo hacia el enemigo, el viento azotando su capa, haciendo que el negro y el dorado danzaran como llamas en medio de aquella marejada de violencia inminente. Sus ojos se fijaron en la interminable línea de soldados stirbanos, una marea roja y negra que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sabía lo que estaba en juego. Sabía que no habría marcha atrás. No para él. No para nadie.
Con un movimiento decidido, giró su alabarda, la hoja centelleando a la luz del sol naciente, y con un gesto amplio, señaló hacia el enemigo. Era una orden clara, innegable. La vanguardia avanzó.
El sonido de millones de botas golpeando el suelo se alzó como un trueno sordo, el ritmo constante y disciplinado de la infantería pesada de Zusian. Avanzaban con precisión implacable, cada soldado envuelto en armaduras completas reforzadas, el brillo oscuro de su acero reflejando el resplandor de la mañana. Sus escudos de torre se alineaban en una muralla impenetrable, mientras sus alabardas —largas, pesadas y mortales— se alzaban como una extensión de su voluntad. A ambos flancos, la caballería pesada comenzó a moverse en un trote lento y controlado, el estruendo de los cascos reverberando por las praderas de Alavern. Los jinetes iban cubiertos de acero de pies a cabeza, y sus monturas estaban igualmente protegidas, convertidas en verdaderas máquinas de guerra.
Del otro lado del campo, las filas stirbanas respondieron. La infantería y la caballería enemiga comenzaron a avanzar, una marea roja y negra que se movía con una ferocidad casi animal. Los Ejércitos de Sangre Real avanzaban al frente, disciplinados y letales, seguidos por las Huestes de Sangre Jurada, una masa rugiente de salvajismo descontrolado. El sonido de sus gritos se alzaba sobre el campo, una cacofonía de odio y ansias de destrucción.
Y entonces, los proyectiles volaron.
El cielo se oscureció.
Millones de flechas ascendieron en una lluvia negra, cruzando el firmamento como una tempestad de muerte. Desde las filas de Zusian, los arqueros —no meros tiradores, sino muchos siendo tiradores de élite entrenados en el arte de la precisión letal— disparaban con una coordinación perfecta. No estaban solos. La infantería ligera también desató su propia andanada, y la caballería ligera y media, equipada con arcos compuestos, disparaba sin reducir el paso, lanzando proyectiles con una destreza temible.
El cielo se convirtió en una pesadilla.
Las flechas cayeron como una tormenta implacable sobre las filas enemigas. Los primeros proyectiles golpearon como la lluvia inicial de una tempestad, seguidos por una verdadera avalancha de acero. Los stirbanos levantaron sus escudos, pero no fue suficiente. Los gritos de dolor y furia comenzaron a alzarse mientras los cuerpos caían, perforados, desgarrados, aplastados por el peso de sus propios compañeros al desplomarse. Pero Stirba no se detenía. No retrocedían. Con una ferocidad ciega, seguían avanzando, pisando a sus propios muertos en su sed de sangre.
La respuesta no tardó en llegar. Las flechas enemigas, oscuras y veloces, se precipitaron hacia las filas de Zusian. El impacto fue brutal. Hombres cayeron, atravesados, algunos con gritos ahogados, otros en silencio. Pero la disciplina zusiana no se rompió. Los escudos se alzaron en perfecta sincronía, formando una muralla que desvió gran parte de la tormenta mortal. Los que caían eran reemplazados sin una pausa, y la marcha continuaba.
La distancia entre ambos ejércitos se acortaba.
El sonido de los cuernos volvió a elevarse, profundo y tembloroso, anunciando la inminencia del choque. Iván podía sentirlo en el aire: la electricidad de la violencia contenida, el momento justo antes de la tormenta. Eclipse piafó bajo él, inquieto, sintiendo la tensión en el ambiente. Iván apretó las riendas, manteniendo el control tanto sobre su montura como sobre sí mismo.
Entonces, la línea se rompió.
Con un rugido que parecía sacado de las entrañas de la misma tierra, la caballería stirbana cargó. Miles, decenas de miles de jinetes se lanzaron hacia adelante, una ola de acero y furia. El suelo tembló bajo su avance, y el estruendo de los cascos se convirtió en un trueno interminable. A su flanco, la infantería pesada aceleró el paso, el sonido de sus gritos de guerra mezclándose con el rugido de su carga.
Iván alzó su alabarda, y la orden fue clara.
La caballería zusiana respondió.
El choque fue una colisión de titanes.
Los dos frentes de caballería se encontraron con una violencia devastadora. El sonido del impacto fue ensordecedor: el crujir del metal contra el metal, el estallido de huesos al romperse, los gritos de hombres y bestias fusionándose en una sinfonía de caos. Las lanzas se rompieron al atravesar armaduras, los cuerpos fueron arrojados de sus monturas, y la sangre comenzó a empapar la hierba.
La infantería no tardó en unirse.
El primer choque fue una masacre. La muralla de escudos de Zusian resistió el impacto inicial, pero la furia de Stirba era implacable. Las alabardas se alzaron y descendieron, cortando carne y atravesando armaduras. El suelo se volvió resbaladizo con la sangre, y los cuerpos comenzaron a amontonarse. A pesar de la ferocidad stirbana, la disciplina zusiana demostraba ser una fuerza verdaderamente indomable. Los soldados caían, pero incluso en la muerte, se aseguraban de llevarse al enemigo con ellos.
Un legionario zusiano, con una flecha clavada en el cuello, usó sus últimas fuerzas para hundir su espada en la garganta de su atacante. Otro, con el brazo cercenado, se lanzó sobre un stirbano, mordiéndole la cara mientras ambos caían al suelo. No había piedad, no había tregua. Solo brutalidad.
Iván observaba el campo desde su posición elevada mientras el viento sacudiendo su capa mientras el rugido de la batalla envolvía el mundo. Su corazón golpeaba con fuerza en su pecho, no de miedo, sino de anticipación. Bajo él, Eclipse resoplaba, inquieto, sintiendo la misma tensión que vibraba en el aire. Lo que Iván veía era un espectáculo de caos y brutalidad, una danza sangrienta de acero y carne que se desplegaba sobre el campo como una tempestad.
La caballería pesada de ambos bandos estaban enfrascados en una brutal pelea. Los jinetes zusianos avanzaban como una fuerza imparable, cada uno convertido en una bestia de guerra envuelta en acero. Sus monturas, protegidas con bardas metálicas, embestían con furia, aplastando a los enemigos bajo el peso de su carga. Los guerreros zusianos empuñaban enormes martillos de guerra de dos manos, armas capaces de reducir hombres y armaduras a carne destrozada y huesos pulverizados con un solo golpe. Cada vez que uno de esos martillos descendía, el sonido era un crujido húmedo seguido de un grito ahogado o un silencio abrupto.
Los stirbanos no eran menos feroces. Su caballería pesada cargaba con la rabia de una tormenta, empuñando alabardas y mazas de dos manos, atacando con una ferocidad ciega. Los jinetes stirbanos no conocían el miedo ni el dolor; si caían de sus monturas, se levantaban de inmediato, incluso con miembros rotos o heridas sangrantes, y seguían luchando hasta su último aliento. Las alabardas cortaban el aire con silbidos mortales, desgarrando carne y atravesando armaduras, mientras las mazas caían con una brutalidad aplastante.
El campo de batalla se convirtió rápidamente en un paisaje de violencia cruda. Caballos se desplomaban con gritos agónicos, sus cuerpos perforados o destrozados. Jinetes eran arrancados de sus monturas, golpeados hasta quedar irreconocibles o atravesados por las armas del enemigo. El barro se mezclaba con la sangre, creando un lodazal oscuro en el que los cuerpos caían y eran pisoteados sin piedad. A lo lejos, Iván vio a un jinete zusiano, con el yelmo destrozado y el rostro cubierto de sangre, balancear su martillo con una fuerza sobrehumana, rompiendo torsos stirbanos con un solo golpe.
La infantería pesada estaba en su propia carnicería. Los zusianos avanzaban con precisión implacable, sus filas formadas en una muralla de escudos de torre que se movía como una única criatura colosal. Las alabardas sobresalían entre los escudos, listas para recibir la carga enemiga, y cuando el choque llegó, fue como el estallido de una ola contra un acantilado. La primera línea de stirbanos se estrelló contra la formación zusiana, y el sonido del acero encontrándose con acero fue ensordecedor.
Las alabardas zusianas descendieron con precisión mortal, atravesando escudos y cuerpos con una facilidad aterradora. Los stirbanos, con sus escudos reforzados de cometa y sus corcesas, respondieron con una violencia descontrolada. Las corcesas apuñalaban y cortaban, buscando brechas en la defensa enemiga, mientras los martillos de guerra y las grandes hachas caían con una fuerza devastadora. Un zusiano recibió un golpe directo en el yelmo, y su cabeza explotó en una lluvia de sangre y hueso, pero incluso mientras caía, su mano se aferraba a su arma, y con su último aliento, hundió su maza en la pierna de su atacante, partiéndola en dos.
La lucha se volvió un caos de brutalidad inhumana. Los zusianos, disciplinados y letales, mantenían la línea con una frialdad aterradora. Incluso heridos de gravedad, seguían luchando, arrastrándose si era necesario, usando cualquier arma a su disposición. Cuando sus alabardas se rompían o se perdían, sacaban mazas, espadas largas, mandobles o grandes mazas, golpeando con una ferocidad implacable. Un legionario, con una flecha atravesando su ojo, blandió un mandoble con ambas manos, cortando a dos stirbanos por la mitad antes de desplomarse, su rostro aún mostrando una mueca de desafío.
Los stirbanos, llenos de rabia y furia, atacaban sin cesar. Sus gritos de guerra resonaban sobre el campo, y aunque caían en masa, no retrocedían. Un stirbano con el brazo cortado se lanzó contra un legionario con la visera rota, mordiendo su rostro incluso mientras una espada le atravesaba el estómago. Otro, con las tripas colgando de una herida abierta, continuó golpeando con su martillo hasta que su cuerpo finalmente se rindió.
El rugido de la batalla se volvió un estruendo incesante, una sinfonía caótica de acero, gritos y muerte. El aire estaba cargado con el hedor de la sangre, el sudor, la sangre y la mierda, y el suelo temblaba bajo el peso de millones de cuerpos en movimiento. Iván mantenía su posición por ahora, sus ojos recorriendo el mar de soldados que se despedazaban unos a otros con una brutalidad despiadada. Cada rincón del campo de batalla era una escena de carnicería, una danza sangrienta en la que la vida se extinguía en cuestión de segundos.
La caballería pesada zusiana avanzaba como una avalancha de hierro y furia, sus enormes martillos de guerra levantándose y cayendo en arcos devastadores. Los stirbanos, con su salvajismo incontrolable, intentaban detenerlos, pero la disciplina y brutalidad zusiana era una fuerza imparable. Un jinete zusiano, cubierto de sangre y con el yelmo destrozado, blandió su martillo con ambas manos y lo dejó caer sobre la cabeza de un stirbano. El cráneo se partió como una fruta madura, y el cuerpo se desplomó sin vida, pero el zusiano no se detuvo; ya estaba buscando su próxima víctima, sus ojos encendidos con una ferocidad inhumana.
Los stirbanos respondían con su propia violencia. Atacaban con una furia ciega, buscando arrancar la vida de sus enemigos a cualquier costo. Un jinete stirbano, con la cara desfigurada por una herida sangrante, se lanzó contra un zusiano, su alabarda buscando una abertura. Pero el zusiano era más rápido; desvió el golpe con su martillo y, con un rugido de esfuerzo, aplastó el pecho del stirbano con un golpe devastador. El sonido de costillas quebrándose se perdió entre el estruendo de la batalla.
En el centro del campo, la infantería pesada de ambos bandos peleaban con la fuerza de dos mares en colisión. La muralla de escudos zusiana avanzaba de forma implacable, sus torres de acero formando una línea infranqueable. Las alabardas sobresalían, buscando carne y encontrándola una y otra vez. Cada vez que un stirbano se acercaba, era recibido por el filo de una alabarda o el peso aplastante de una maza.
Los stirbanos no se quedaban atrás. Sus escudos de cometa chocaban contra los de torres zusianas, y sus corcecas buscaban abrir brechas en la defensa enemiga. Un stirbano logró clavar su arma en la pierna de un zusiano, pero antes de que pudiera retirarla, el soldado zusiano dejó caer su alabarda y, otro con una espada larga en mano, le cortó el brazo de un tajo y la alabarda se le clavo en el visor. La sangre brotó en un chorro y incluso cuando intento moverse para hacer algo, la espada lo decapitó
La brutalidad no tenía fin. Un zusiano, con una flecha clavada en el hombro y el yelmo abollado, usaba una gran maza para abrirse paso entre los enemigos. Cada golpe era una ejecución; cabezas estallaban, huesos se rompían, y cuerpos eran lanzados por el aire como muñecos de trapo. A su lado, un stirbano con el rostro cubierto de sangre blandía un hacha de guerra, partiendo en dos a un enemigo antes de recibir una alabarda en el pecho. Incluso entonces, con la hoja atravesando su cuerpo, levantó su hacha una vez más y se llevó consigo al soldado que lo había matado.
El campo de batalla era un infierno desatado. El hedor de la mierda, la sangre y el sudor se intensifico y el aire empezó a ser sofocante, y el estruendo de acero chocando contra acero, de huesos quebrándose y gritos agonizantes se extendía como un rugido interminable. El barro estaba tan empapado de sangre que se había transformado en espeso y resbaladizo un lodazal, donde cada paso amenazaba con arrastrar a los hombres hacia abajo, como si la misma tierra quisiera tragarlos.
Con un gesto rápido, alzó la mano, y el siguiente movimiento se desplegó con una precisión letal. Los ballesteros zusianos avanzaron en formación cerrada, sus pesadas armas listas. Los regulares marchaban con disciplina perfecta, pero eran los de élite quienes llamaban la atención: hombres curtidos por la guerra, con una puntería tan letal como el filo de una espada. Se posicionaron en líneas ordenadas, sus ballestas elevándose en un movimiento sincronizado. Las órdenes fueron claras y, cuando las primeras filas dispararon, el sonido seco de las cuerdas liberándose se mezcló con el silbido de los virotes atravesando el aire.
Los proyectiles llovieron como una tormenta de acero. Cada virote encontraba carne, atravesaba armaduras, rompía huesos. Stirbanos caían por decenas, algunos sin siquiera darse cuenta de que estaban muertos. Un soldado stirbano recibió una docenas de virotes en la garganta; se tambaleó, llevándose ambas manos al cuello mientras la sangre brotaba entre sus dedos, ahogándose en su propia desesperación. Otro cayó con dos virotes incrustado en los ojos, su cuerpo convulsionando brevemente antes de quedar inmóvil. Pero los stirbanos no retrocedían. La furia ciega que los caracterizaba los impulsaba hacia adelante, tropezando con los cuerpos de sus propios caídos, pisoteando a los moribundos en su frenesí.
Iván no apartaba la mirada. Con otro gesto, dio la orden de mover la caballería ligera y media regular, también ordeno que Óton y Ladislao se empezaran a mover con un regimiento de jinetes pesados de las legiones del duque. Los jinetes se desplegaron con rapidez, flanqueando las líneas enemigas con precisión. Su plan era simple y despiadado: rodear al enemigo, mantenerlos ocupados hasta la llegada de las tropas de Thornflic y masacrarlos sin piedad. Para eso, necesitaba distracción. Y sería una distracción devastadora.
Las banderas de señalización ondearon en el aire como presagios de muerte, y las órdenes fueron transmitidas con los tambores y los cuernos que resonaron entre el estruendo del combate. Los jinetes medios y ligeros cargaron contra los flancos de la caballería pesada enemiga, lanzándose como lobos hambrientos sobre la carne blanda del ejército rival. El choque fue atronador: alabardas y lanzas se partieron, caballos relincharon de agonía mientras eran atravesados, y los cuerpos de los hombres se despedazaban bajo los cascos furiosos.
A la vez, Otón avanzó como un demonio desatado. La colosal mano izquierda de Lucan, curtida por mil batallas, empuñaba un martillo de guerra tan grande como un hombre y su caballo, una bestia marrón de ojos inyectados en sangre, irrumpió en la línea enemiga con la brutalidad de una avalancha. No había piedad en su avance, solo la necesidad insaciable de aplastar, de destruir, de aniquilar. Otón se lanzó al frente como la furia de una tormenta desatada, partiendo carne y hueso con cada golpe de su martillo. Su primera embestida fue un espectáculo de carnicería: el arma descendió con la fuerza de mil hombres y convirtió a una docena de stirbanos en masas informes de carne triturada. Cráneos explotaron como frutas maduras, huesos se partieron con chasquidos espantosos, y la sangre se elevó en el aire en un rocío caliente y espeso, bañando a los combatientes cercanos en una lluvia carmesí.
Su martillo ascendió de nuevo, aún cubierto de restos de sesos y fragmentos óseos, y cayó con un impacto devastador. Hombres eran pulverizados con un solo balanceo, caballos eran decapitados con solo fuerza bruta. Las vísceras de los muertos yacían esparcidas por la tierra por donde Óton pasaba. Otón hizo avanzar a toda el ala izquierda con rugido, con la furia de un dios de la guerra, su martillo silbando en el aire antes de caer sobre otro enemigo, partiendo su cabeza en dos como un melón podrido. Sus ojos, enloquecidos por la violencia, reflejaban la matanza sin fin a su alrededor. La muerte danzaba a su alrededor, y él era su ejecutor implacable.
El flanco izquierdo, impulsado por la carnicería desatada, avanzó con un frenesí de destrucción. La línea enemiga comenzaba a ceder, hombres retrocedían, el terror comenzaba a carcomer sus almas. Pero no había escapatoria. No habría misericordia. Solo la certeza de que cada uno de ellos caería, destrozado, reducido a nada más que carne mutilada y huesos rotos bajo el peso de la imparable furia de Otón y su martillo de guerra.
A su derecha, Ladislao avanzaba con la misma ferocidad, un vendaval de acero y furia que no conocía tregua. La espada de Lucan era un gigante de velocidad inesperada, su alabarda danzando con una letalidad elegante que contrastaba con la brutalidad del campo de batalla. Cada tajo era un acto de precisión mortal, cada movimiento una sentencia de muerte. El aire a su alrededor silbaba con el paso de la hoja, y con cada golpe, cuerpos eran cercenados, miembros volaban y la sangre salpicaba en gruesas ráfagas carmesí.
Un par de jinetes stirbanos, cargaron hacia él con sus alabardas alzadas, buscando decapitarlo con un solo golpe coordinado. Pero Ladislao fue más rápido. Su mirada era fría, calculadora, sin un ápice de duda. La hoja descendió en un arco perfecto, y en un golpe separo ambas cabezas en una explosión de sangre. Más jinetes intentaron atacarlo pero sus vísceras cayeron en una cascada grotesca.
A su alrededor, los zusianos avanzaban con la misma brutalidad implacable. Eran una fuerza indomable, una marea de acero y disciplina que no retrocedía, que no mostraba piedad. En comparación, los stirbanos, por muy feroces y rabiosos que fueran, parecían bestias descontroladas frente a la precisión despiadada de los zusianas.
Y en medio de esa vorágine de sangre y acero, Ladislao seguía avanzando, una sombra letal que dejaba un rastro de cadáveres a su paso. Solo dejando una estela de cadáveres y sangre.
Iván con una mirada fija y fría analizaba cada movimiento del enemigo. Su corazón golpeaba con fuerza, una mezcla de ansiedad y adrenalina. Desde el fondo de las líneas stirbanas, emergieron refuerzos que no eran como las tropas desorganizadas que habían estado enfrentando hasta ahora. Eran diferentes, más disciplinados, más letales.
Los Jurados de Sangre Real.
La guardia de élite de Maximiliano. Fanáticos que llevaban su devoción hasta el extremo, reconocibles por sus armaduras negras y carmesíes, resplandecientes incluso bajo el manto de polvo y sangre. Cada uno de ellos era una visión de violencia encarnada, y las cicatrices que cruzaban sus rostros eran testimonio de incontables batallas. Cargando con una precisión escalofriante, sus movimientos sincronizados, y en el centro de esa formación, como un depredador acechando, estaba Kaelric.
El comandante personal de Maximiliano.
Montaba un caballo de guerra tan colosal como el de Otón, una bestia cubierta de placas de acero rojo, con ojos que parecían brillar con una malicia propia. En sus manos sostenía una espada larga, una hoja cruel que reflejaba la luz como un destello de muerte. Pero lo que realmente hacía a Kaelric peligroso no era su arma ni su presencia imponente: era su mente. Iván lo reconoció al instante. Desde el momento en que el enemigo empezó a moverse con precisión quirúrgica, supo que se enfrentaba a un estratega de verdad.
Kaelric dirigía a sus tropas como si moviera piezas en un juego de ajedrez sangriento. Sus órdenes eran rápidas, eficaces, y sus soldados respondían con una disciplina férrea que contrastaba con la furia desbocada que había estado enfrentando. Ya no era una marea salvaje: era una lanza afilada, una máquina de guerra implacable. Iván entrecerró los ojos, observando los movimientos de su enemigo. Podía ver cómo Kaelric reforzaba sus flancos, cómo empezaba a presionar el centro con ataques calculados, buscando grietas en las formaciones-
Pero si Kaelric quería una batalla de maniobras, se había metido con el enemigo equivocado.
Iván solo tenía quince años, pero había aprendido de los mejores estrategas de Zusian. Podía que no fuera el guerrero más fuerte ni el duelista más hábil, pero su mente era un arma tan afilada como cualquier espada.
Con un gesto rápido, levantó la mano, y las banderas de señalización se movieron. Las órdenes se transmitieron al instante. La caballería ligera y media zusiana comenzó a moverse en amplias formaciones, expandiendo el flanqueo, flanqueando al enemigo con precisión letal. Sabía que no podía permitirse un enfrentamiento directo prolongado: la furia stirbana y la disciplina de sus élites harían estragos en cualquier formación estática. No, debía hacerlos moverse, desgastarlos, romper su coordinación.
Otón aumento la ferocidad del asalto al flanco izquierdo con la brutalidad de una tormenta desatada. En su flanco derecho, Ladislao aumento su velocidad, abierndo mas y mas brechas en la caballería pesada enemiga. Entre ambos, la caballería pesada zusiana embestía como una avalancha, aplastando a sus enemigos bajo el peso de sus monturas y el acero de sus armas.
Pero Kaelric respondió con rapidez. Los Jurados de Sangre Real se movieron para reforzar los flancos, y por un momento, la batalla se convirtió en una carnicería caótica. Las alabardas stirbanas chocaban contra los martillos zusianos, las mazas se estrellaban contra los escudos reforzados, y el aire se llenaba de gritos y sangre.
Iván no esperó. Movió la mano de nuevo, y las banderas ondearon. La infantería pesada zusiana recibió una nueva orden, ajustaron las formaciones, retrocedieron un poco y reemplazaron las primeras líneas, al sonar el cuerno, empezaron una carga con una fuerza devastadora, aumentando la presión y deshaciendo muchas de las líneas stirbanas, el impacto fue tan devastador que las primeras cinco filas del enemigo fueron barridas por completo.
Kaelric contraatacó, moviendo sus reservas con precisión. La infantería stirbana trató de contener la embestida zusiana. El sonido de las armas chocando era ensordecedor, una sinfonía de muerte y destrucción. Un soldado stirbano logró atravesar una lineal zusiana, pero antes de que pudiera atacar, un mandoble descendió sobre su cráneo, rebanándolo como una fruta madura.
Iván observaba cada movimiento, cada cambio en el campo de batalla. Veía cómo Kaelric intentaba devolver el rodeo en sus flancos, cómo trataba de reforzar las brecha en sus líneas. Pero Iván estaba un paso adelante. Con un nuevo gesto, ordenó a los ballesteros de élite avanzar aun mas. Desde una posición elevada, desataron una lluvia de virotes que cayó con precisión mortal sobre las fuerzas enemigas. Cada disparo encontraba un objetivo, y los infantes y jinetes stirbanos caían como espigas bajo la guadaña.
Pero, los stirbanos no se quedaron atrás, realizaron un contraataque brutal y coordinado, un alud de acero y carne que amenazaba con partir en dos el flanco derecho zusiano. Miles de jinetes medios enemigos avanzaban con una ferocidad que parecía imposible de contener. Sus caballos resoplaban, las partesanas y mazas brillaban bajo la luz grisácea de un cielo cubierto por el polvo de la batalla. El suelo temblaba con cada galope, y el estruendo de los cascos resonaba como un trueno de muerte.
Iván observó los patrones de movimiento, los huecos en la formación enemiga, las posibles rutas de ataque y defensa. Sus manos se alzaron, y las banderas de señalización ondearon al instante, transmitiendo sus órdenes con precisión quirúrgica.
El primer movimiento fue devastador. La infantería media y arqueros zusianos avanzaron con una disciplina perfecta para interceptar el intento de flanqueo, cuando la caballería stirbana estuvo a la distancia exacta de cortar la carga de Ladislao, el aire se llenó con el silbido mortal de proyectiles lanzados con precisión letal. Miles de jinetes enemigos fueron atravesados antes de poder siquiera cerrar la distancia, los cuerpos caían de sus monturas, los caballos se desplomaban en la inercia de la carga, creando un caos momentáneo en las filas stirbanas.
Pero Iván no dejó espacio para que su enemigo se reorganizara. Antes de que los sobrevivientes pudieran recomponer la carga, su mano se movió de nuevo. Tambores retumbaron en la retaguardia zusiana, un sonido grave y profundo que resonó como el latido de un titán. Las filas de la infantería media se volvieron cuñas los infantes avanzaron con hachas de peto en alto, las hojas afiladas destellaban mientras descendían sobre los stirbanos atrapados en el desorden de su carga fallida. Sin piedad, los zusianos empalaron a sus enemigos, las mazas de sus hachas arrancaban jinetes de sus monturas, las hojas hendían la carne y atravesaban armaduras con una facilidad aterradora. La disciplina zusiana no conocía compasión: los heridos eran rematados sin vacilación, los caídos eran aplastados bajo las botas y de las hachas.
A pesar del golpe devastador, los stirbanos no se rompieron. Algunos jinetes lograron cerrar la distancia, desatando un combate brutal cuerpo a cuerpo. La infanteria media zusiana, entrenada para enfrentar cualquier situación, se adaptó al instante. Formaron un muro de escudos y recibieron la carga, empalando jinetes y caballos por igual.
Iván no perdió ni un segundo. Sabía que debía seguir con la ofensiva. Sus manos se movieron de nuevo, y esta vez, los cuernos de guerra resonaron en el aire. Era la señal de acción total.
Desde la retaguardia, una nueva oleada de soldados pesados zusianos se adelantó, organizados en formaciones compactas y letales, empezando a rodear las filas enemigas, sus alabardas decapitando y cercenando todo a su paso.
Kaelric no se quedó de brazos cruzados. Viendo cómo sus tropas eran masacradas, reaccionó con la misma precisión fría que lo caracterizaba. Ordenó a sus arqueros de los Ejércitos de Sangre Real avanzar, y de inmediato, una lluvia de flechas cayó sobre los zusianos que esteban flanqueando a su infantería. Los proyectiles impactaron contra los escudos, algunos encontraron carne, otros se incrustaron en el suelo lodoso.
Pero los zusianos eran una fuerza indomable. Los legionarios alzaron sus escudos, formando una muralla viviente que absorbió la mayor parte del impacto. Luego, con una orden seca de sus comandantes, desataron su propia represalia.
Los arqueros y ballesteros de las legiones del duque avanzaron y, con una precisión calculada, soltaron una andanada devastadora de proyectiles. A diferencia de las flechas stirbanas, los proyectiles zusianos eran más gruesos, más pesados, con puntas diseñadas para atravesar armaduras y despedazar carne. Cada disparo encontraba su objetivo, los arqueros stirbanos caían en masa, sus cuerpos atravesados por los letales virotes.
Con cada minuto que pasaba el combate se intensificó cada vez mas, hasta convertirse en un infierno absoluto. El barro del campo de batalla ya no era barro, sino un lodazal de sangre y vísceras. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el estruendo del acero y los bramidos de los combatientes. Un stirbano decapitado cayó de rodillas, su cabeza rodó varios metros antes de ser aplastada por una bota zusiana. Otro soldado, con el torso partido por un mandoble zusiano, intentó seguir luchando, pero su cuerpo ya no le respondía.
Iván miró la carnicería sin pestañear, incluso si sintió una leve sensación de vomitar. No era la primera vez que presenciaba un espectáculo así, y no sería la última, así que se trago esa sanación. La guerra no tenía espacio para la piedad, solo para la victoria o la muerte.
Kaelric viendo que su situación se volvía crítica, y la tensión empezaba a reflejarse incluso en su semblante habitualmente frío. La línea stirbana comenzaba a fracturarse bajo la presión implacable de las legiones zusianas, y la marea de sangre y acero estaba a punto de volverse irreversible si no actuaba con rapidez y decisión. Desde su posición en el centro del frente, podía ver cómo las alas de su ejército comenzaban a perder cohesión, cómo sus hombres, a pesar de su ferocidad, eran empujados hacia atrás por una fuerza que no se doblegaba, por un enemigo que luchaba con una disciplina brutal y una ferocidad que superaba incluso la ciega rabia de sus propios soldados.
Con un rugido que se elevó por encima del estruendo de la batalla, Kaelric alzó su espada y dio una orden desesperada.
—¡Reservas avancen! ¡Empujen! ¡No cedan ni un solo paso!
Las reservas de infantería pesada stirbana comenzó a moverse, una marea de hombres cubiertos de acero que descendía como una avalancha desde las líneas traseras. Sus gritos de guerra se mezclaban con el retumbar de sus pasos. Buscaban expandir las líneas y de retomar un control en la vanguardia, empezaron a expandir sus líneas en un intento desesperado de flanqueo, mientras las reservas tomaban el lugar de las primeras líneas cargando y intentando abrir una brecha que permitiera quebrar el avance de los legionarios.
Pero fue una mala idea.
Las primeras líneas zusianas resistieron con la implacabilidad de una muralla. Cada hombre luchaba con una precisión despiadada, sus movimientos coordinados a la perfección gracias a las señales transmitidas desde la retaguardia. Las banderas ondeaban, los tambores marcaban el ritmo y los cuernos de guerra dirigían el flujo de la batalla. Cuando los stirbanos intentaron flanquear, se encontraron con la fría eficiencia zusiana: las líneas traseras se expandieron, contrarrestando el movimiento enemigo y manteniendo la formación intacta, ellos empezando su propio rodeo.
Mientras tanto, en los francos, el combate de caballería se intensificaba. Los jinetes zusianos y stirbanos chocaban una y otra vez en una danza de muerte, los jinetes medios y ligeros rompiendo cualquier intento de rodeo o de fortalecer a los jinetes stirbanos de la masacre de los jinetes pesados zusianos, la balanza cada vez se inclinaba mas y mas en contra de Stirba.
Iván observaba el mismo combate con el ceño ligeramente fruncido, Otón y Ladislao tardaban en avanzar, reservas y reversas de jinetes enemigos intentaban frenar sus brutales avances. Y con eso cada segundo que pasaba su caballería estaba siendo abrumada ligeramente, mas en su flanco izquierdo, y la necesidad de un colapso en el flanco se volvía cada vez mas urgente, antes de que los Stribanso tomaran un segundo aire. Pero pudo ver una apertura que no dejaría pasar.
—Varkath —dijo con voz firme, sin apartar la vista del campo de batalla—, tú y cinco comandantes de las Legiones de las Sombras, lleven sus tropas y vayan con Ladislao. Quiero la cabeza de Kaelric, avancen sin importar que, cada vez Kaelric está debilitando más su posición tratando de frenar nuestros ataques, esta dejándose en una posición muy vulnerable.
Varkath, un hombre de presencia imponente, asintió y alzó su alabarda en señal de obediencia. Sin una palabra, cinco comandantes más hicieron lo mismo, y treinta mil legionarios de las Sombras comenzaron a moverse. Descendieron la colina con una precisión aterradora, sus filas ajustándose con cada paso, sus armas preparadas para desatar el infierno sobre el enemigo.
Pero Iván no había terminado.
—Zadric —continuó, girándose hacia otro de sus comandantes de confianza—, haz lo mismo, pero no vayas por Kaelric. Refuerza a Otón. No permitas que ese flanco se recupere.
Zadric asintió con determinación y reunió a sus propios cinco comandantes. Otros treinta mil legionarios de las Sombras siguieron su paso, moviéndose con la misma eficiencia letal.
Iván confiaba en ambos. Varkath y Zadric habían estado a su lado desde el inicio de su campaña, cuando se suponía que solo iba a eliminar bandidos. Eran hombres endurecidos por la guerra, estrategas brillantes y guerreros habilidosos en su propio derecho, y ahora llevarían a cabo sus órdenes con una precisión letal.
Movió su mano con la calma de un ejecutor, y las banderas respondieron al instante, ondeando en complejos patrones que solo los comandantes de legión sabían leer. Desde lo alto de la colina, el lenguaje silencioso de las señales dirigía el campo de batalla como si fuera una sinfonía macabra. Cada movimiento, cada maniobra, estaba calculado para exprimir el máximo potencial de sus tropas y llevar el caos a las filas stirbanas.
La caballería pesada de élite de las Legiones del Duque, comenzó a moverse. Eran soldados entre soldados, guerreros que habían sobrevivido a decenas de campañas y habían demostrado ser los más letales de un ejército ya de por sí brutal. Si eras parte de las Legiones del Duque, ya eras una fuerza a temer; si dentro de ellas alcanzabas el rango de élite, significaba que eras una máquina de guerra sin igual. Miles de jinetes cubiertos de acero oscuro comenzaron a descender la colina, sus lanzas alzadas, sus caballos entrenados para no temer nada, ni siquiera el infierno que se desataba en el campo de batalla.
Su objetivo era claro: apoyar a la caballería de las Legiones de Hierro, que en ese momento libraban una lucha feroz contra la caballería stirbana, y abrir un corredor sangriento para que los Legionarios de las Sombras pudieran avanzar hacia el corazón del ejército enemigo. Pero antes de que pudieran llegar, debían enfrentarse a una tormenta.
El cielo, que por momentos se despejaba para revelar el sol de mediodía, volvía a oscurecerse con la lluvia interminable de proyectiles. Flechas y virotes surcaban el aire en oleadas, cayendo sobre las filas de ambos ejércitos como una tempestad de muerte. Los zusianos avanzaban sin detenerse, incluso cuando los proyectiles encontraban las pequeñas aberturas en sus armaduras, incluso cuando caían atravesados por virotes del cielo. Los que caían eran reemplazados de inmediato, y los que quedaban en pie continuaban la marcha con una resolución aterradora.
Iván no perdió el tiempo. Levantó la mano, y otra serie de señales se desplegó. La infantería ligera avanzó en oleadas hacia los flancos, extendiendo aún más la línea de combate. Su objetivo era claro: rodear y envolver a las fuerzas stirbanas, exprimirlas desde los lados hasta que no tuvieran espacio para maniobrar. Con la velocidad y agilidad que los caracterizaba, los infantes ligeros zusianos comenzaron a presionar, hostigando a los jinetes enemigos con una lluvia constante de jabalinas y flechas, antes de cargar con partesanas y escudos redondos, desgarrando las líneas enemigas con rapidez letal.
Mientras tanto, la infantería media recibió sus órdenes y se preparó. Iván no iba a desperdiciar sus fuerzas en una simple carga frontal; los mantendría en reserva hasta el momento exacto, listos para golpear cuando el enemigo estuviera más vulnerable. Sabía que el verdadero golpe decisivo llegaría cuando Kaelric estuviera demasiado ocupado defendiéndose para reaccionar.
En los flancos, la caballería ligera zusiana recibió nuevas órdenes, empezaron a dividirse en dos contingentes principales, el primero contingente de los jinetes ligeros atacaron como hostigadores en las filas mas traseras, lanzando una lluvia incesante de flechas desde la distancia, sus arcos compuestos silbando con cada disparo. Los jinetes medios stirbanos, furiosos, intentaban responder, pero sus formaciones se desmoronaban bajo el ataque constante.
Y detrás de ellos, el segundo contingente, formado por caballería ligera de las Legiones del Duque esperaba. Eran la fuerza de flanqueo, la hoja oculta lista para cortar la garganta del enemigo en el momento exacto. Cuando los refuerzos zusianos llegaran, cuando las líneas stirbanas comenzaran a quebrarse bajo la presión, serían ellos quienes se lanzarían al ataque, destruyendo cualquier intento de reorganización y llevando el caos absoluto a las filas enemigas.
Y la predicción de Iván fue exacta. Las reservas de jinetes ligeros stirbanos intentaron una carga en los flancos de la caballería de las legiones de hierro, buscando quebrar la línea zusiana en un golpe de velocidad y violencia. Pero con una precisión impecable, la caballería ligera de las legiones del duque se lanzó desde el flanco, interceptando el ataque enemigo en una colisión brutal. El estruendo de los cascos resonó como un trueno en el campo de batalla, y en un abrir y cerrar de ojos, centenares de stirbanos fueron despedazados. Las lanzas zusianas atravesaban carne y armadura como si fueran de papel; los gritos de los caballos heridos y los hombres moribundos se mezclaban en una cacofonía de agonía.
El suelo solo se volvió aún más repugnante. Las capas de cuerpos desmembrados y extremidades cercenadas se apilaban unas sobre otras, formando una alfombra grotesca bajo los cascos de los caballos y las botas de los soldados. La sangre corría en riachuelos oscuros, y el hedor a mierda, sudor y muerte impregnaba el aire. La violencia era tan cruda, tan absoluta, que incluso el cielo parecía estremecerse.
Pero Iván no se permitía distracciones. Sus ojos recorrían algo que le resultaba extraño. Kaelric estaba dirigiendo con habilidad, eso era innegable, pero había una pasividad en sus movimientos que no encajaba. Ademas Iván esperaba ver al orgulloso Maximiliano tomar el control, ese hombre que, al estar ya casi sin nada que perder, podía volverse una amenaza peligrosa por su desesperación. Pero desde la otra gran colina, Maximiliano solo observaba, inmóvil, sin emitir órdenes o intervenir.
Eso no le gustaba.
—¡Señales! —ordenó Iván con voz firme, y las banderas comenzaron a ondear frenéticamente, enviando órdenes que los oficiales zusianos interpretaron con precisión casi sobrehumana. El cielo, oscurecido por los proyectiles, parecía reflejar la tensión que crecía en el campo de batalla. Su infantería pesada de élite, que hasta ahora había permanecido como una amenaza latente detrás de la línea de combate principal, comenzó a moverse. Eran veteranos endurecidos, hombres cuyo temple había sido forjado en el crisol de innumerables campañas, y avanzaban con la fría determinación de una fuerza que sabía ser imparable.
Las columnas se dividieron, organizándose en formaciones de cuña, puntas de lanza diseñadas para atravesar el corazón del ejército stirbano. Las cuñas de escudos se cerraron, las alabardas emergieron como una pared de muerte. Con una disciplina inquebrantable, comenzaron a avanzar, el retumbar de sus pasos ahogándose en el caos circundante. Su objetivo era claro: atravesar el centro enemigo, abrir una brecha tan profunda que ni Kaelric ni Maximiliano pudieran cerrarla.
Pero Kaelric no era un comandante fácil de doblegar. Su respuesta fue tan rápida como despiadada. Desde el ala derecha stirbana, una vasta fuerza de infantería pesada que estaba en reserva comenzó a maniobrar con una velocidad sorprendente para su número. La infantería pesada stirbana, que hasta ahora había estado en el centro de la carnicería, rompió filas de manera calculada, transformándose en escudos vivientes. Eran sacrificios conscientes, muros de carne y acero cuyo único propósito era absorber el próximo avance zusiano.
El suelo temblaba con el peso de millones de soldados en movimiento. El lodazal de sangre y barro se agitaba como un océano tempestuoso, salpicando vísceras y lodo mientras los cadáveres eran pisoteados sin piedad. Iván vio la trampa formarse… y sonrió.
—Que lo intenten —susurró con una calma helada.
Levantó una mano, y las Legiones de Hierro recibieron su orden. Sin una sola duda, comenzaron a retroceder, cediendo terreno en una maniobra que parecía una retirada. Pero no lo era. Fue entonces cuando los bloques de infantería cambiaron. Las columnas de tropas frescas avanzaron desde atrás, reorganizándose con precisión letal. Adoptaron una vez mas la formación de cuña aún más cerrada, empezaron a avanzar y en segundos la embestida de los escudos y alabardas fue un impacto brutal que pronto se volvió en un baño de sangre.
El choque resonó como un trueno. Las puntas de las cuñas zusianas perforaron las líneas stirbanas con una fuerza devastadora. Los stirbanos gritaban con furia y desesperación, pero su rabia no podía detener la precisión asesina de los zusianos. Las alabardas descendían sin piedad, desgarrando armaduras y carne con una facilidad espantosa. El colapso fue inmediato.
El centro stirbano comenzó a desmoronarse bajo la presión, y el lodazal de sangre se convirtió en un océano carmesí. Hombres aplastados, cuerpos despedazados, gritos que se ahogaban en el rugido incesante de la batalla. Las bajas eran inconmensurables, pero Iván sabía que aún no era suficiente. Kaelric tenía más cartas bajo la manga, y no pensaba darle tiempo de jugarlas.
—¡Que todas las tropas de arqueros y ballesteros se centren en el centro enemigo! ¡Ignoren los demás frentes! —ordenó con voz de acero.
Las órdenes fueron ejecutadas con la eficiencia mortífera característica de los legionarios. Millones de arcos se tensaron, millones de ballestas se alzaron. Y el cielo se oscureció una vez mas. Una lluvia de flechas y virotes descendió sobre el centro stirbano en una tempestad letal que no distinguía entre oficiales y soldados. Cada proyectil encontraba su objetivo.
Las líneas stirbanas se retorcían bajo el bombardeo. Hombres caían con el rostro perforado, las gargantas abiertas, las extremidades atravesadas. El suelo se cubría de cuerpos como si una plaga hubiera arrasado el lugar. Pero Kaelric, incluso en ese momento, no se quebró.
—¡Ahora! —bramó Kaelric, y las reservas stirbanas entraron en acción.
Desde la retaguardia, una masa abrumadora de infantería pesada comenzó a avanzar, reforzando el tambaleante centro. Al mismo tiempo, las tropas de proyectiles stirbanas redirigieron sus proyectiles hacia las cuñas, intentando mermar la presión de las cuñas. Y en ese momento, la caballería media stirbana cargó. Sus jinetes, envueltos en furia y desesperación, se lanzaron contra la infantería pesada zusiana en un intento de detener la masacre, debilitando por completo la posición de Kaelric
—Varkath, Ladislao… Ahora es su momento.
Y entonces, el campo de batalla se convirtió en el infierno.
La caballería pesada zusiana volvio a cargar con una fuerza que hizo temblar la tierra. Ladislao iba al frente, su alabarda girando con tal velocidad que solo se veía un destello de acero. Con cada giro, decenas de stirbanos caían, despedazados como muñecos de trapo. A su lado, Varkath era una tormenta, su arma cortando el aire y la carne con la precisión de un verdugo.
Treinta mil legionarios de las sombras y demás jinetes de élite seguían a sus comandantes, avanzando como una marea imparable. Sus alabardas descendían con la fuerza de relámpagos, y con cada golpe, miles morían. Los jinetes stirbanos intentaron resistir, pero sus reservas estana casi acabadas.
En el flanco izquierdo, la caballería zusiana liderada por Ótom y Zandric también rompía filas enemigas. Ótom, con su martillo colosal, era una fuerza de la naturaleza. Con cada giro de su arma, mandaba a volar jinetes y caballos por igual, quebrando huesos y aplastando cráneos con una violencia aterradora. A su lado, Zandric avanzaba con la gracia letal de un bailarín de la muerte, su alabarda creando estelas de sangre mientras segaba vidas sin cesar.
El campo de batalla se volvió una carnicería. La sangre corrió en ríos aun mas grandes, los gritos de los moribundos se alzaban como un coro macabro. Y entonces, en la distancia, Iván vio el objetivo. El cuartel de Maximiliano. Pero entre él y la victoria, se interponían los Jurados de Sangre Real, la guardia de élite de Maximiliano. Eran guerreros tan letales como desesperados, y no cederían fácilmente.
Los Jurados de Sangre fueron enviados a detener las cargas de los flancos, pero Ótom era una bestia desatada. Con cada giro de su martillo, aplastaba a varios enemigos a la vez, sus cuerpos despedazados volando por el aire como muñecos rotos. A su lado, Zandric seguía su danza letal, cada corte de su alabarda dejando una estela de muerte. Ladislao y Varkath no tuvieron que detenerse, mataron a los Jurados de Sangre Real como a un soldado común.
Iván observo la inmensidad del enfrentamiento desplegándose ante sus ojos como un océano de caos y sangre. El rugido de los soldados, el estruendo de los tambores de guerra y el choque metálico de las armas llenaban el aire con una cacofonía ensordecedora. Cada ejército era una entidad colosal, una marea imparable de muerte y destrucción que avanzaba con brutal determinación.
Thornflic aún no había llegado para completar su plan, pero incluso sin su apoyo, la batalla podía ganarse. Sin embargo, algo inesperado ocurrió. Toda la infantería media enemiga comenzó a desplazarse en los flancos, no hacia los jinetes ni hacia los legionarios de infantería pesada, sino en una dirección peculiar, como si intentaran extender los flancos. Supuso que estaban intentando un envolvimiento táctico, un golpe desesperado para flanquear sus fuerzas.
—Idiotas… —murmuró con una mueca—. ¡Señales! ¡Caballería media y ligera, rodeen ambos extremos y carguen contra esas tropas! —ordenó, con la voz firme y cortante.
Las banderas ondearon, y la respuesta fue inmediata. Desde ambos flancos, las divisiones de caballería zusiana que aún no habían entrado en combate se replegaron rápidamente, reorganizándose con una precisión letal antes de iniciar una carga envolvente. La tierra tembló bajo el galope de millones de jinetes, el estruendo de cascos creciendo como una tormenta que se avecinaba. Pero cuando la caballería zusiana se aproximó, algo ocurrió.
Los soldados enemigos habían adoptado una formación desconocida. Doce líneas compactas avanzaban con precisión letal. Las primeras tres líneas, infantería media, portaba grandes escudos pesados y alabardas, una muralla de acero lista para resistir el embate de los jinetes. Pero fue lo que estaba detrás lo que convirtió el asalto en un infierno.
Desde las cuatro líneas traseras, los stirbanos levantaron unas extrañas armas de metal y madera, tubos de hierro con mecha, de ellos un estruendo ensordecedor llenó el campo de batalla cuando los disparos resonaron como truenos. Los proyectiles esféricos de metal salieron disparados con una violencia devastadora, desgarrando carne y atravesando armaduras como si fueran de papel. Jinetes enteros cayeron de sus monturas, sus cuerpos perforados y bañados en sangre.
Desde las ultimas cinco líneas, otra amenaza se hizo presente. Guerreros equipados con lanzas con recipientes de madera encendiendo las mechas de las lanzas y una lluvia de llamas y metralla estalló en el aire, proyectiles ígneos que estallaban al impacto, reduciendo a los soldados a antorchas humanas. Gritos de agonía se mezclaron con el fragor de la batalla cuando la caballería zusiana sufrió su primer gran revés. Pero incluso en la masacre, los zusianos demostraron por qué eran temidos. Heridos, mutilados, moribundos, arrastraron a sus enemigos consigo a la muerte. Un jinete, con el torso perforado por múltiples disparos, se arrojó sobre la formación stirbana, desgarrando gargantas con su alabarda antes de finalmente sucumbir. Otro, envuelto en llamas, cabalgó directo a la línea enemiga y se inmoló entre los soldados, sembrando el caos en sus filas. Los gritos de los hombres y el relincho desesperado de los caballos se elevaron sobre el fragor de la batalla, mientras el aire se llenaba de humo acre y el hedor de carne quemada.
Pero lo peor aún estaba por venir.
Desde la retaguardia stirbana, una nueva formación avanzó. Cañones de órgano, múltiples tubos alineados, comenzaron a disparar en rápida sucesión. Cada descarga vomitaba una andanada de proyectiles que destrozaban todo a su paso. Los cuerpos eran arrancados de las sillas, despedazados en el aire antes de caer como muñecos rotos. La carga zusiana, tan feroz y precisa, se convirtió en una carnicería.
Iván apretó los dientes, sintiendo cómo la tensión de la batalla se aferraba a su pecho como un hierro candente. Desde su posición podía ver con claridad la carnicería desatada en el campo. Los gritos de dolor, el estruendo de las armas y el rugido de la guerra formaban una sinfonía de destrucción que parecía no tener fin. El suelo temblaba bajo el peso de millones de muertos y de el movimiento de los vivos, y el aire estaba saturado del hedor a pólvora, sangre y carne quemada. El cielo, oscurecido por el humo y el polvo, parecía reflejar la desesperación y brutalidad del combate. Pero lo más peligroso no era la violencia en sí, sino el efecto psicológico que la masacre podía tener sobre sus tropas. Iván lo sabía, y sabía que debía actuar antes de que el miedo se propagara como una enfermedad.
A lo lejos, podía sentir sonrisa burlona de Maximiliano, aunque estuviera fuera de su vista directa. Podía sentirla, esa arrogancia confiada, esa convicción de que la brutalidad de sus tropas y sus armas les darían la victoria. Pero Iván respondió con una sonrisa igual, una llena de fría determinación. Porque aunque sus enemigos tenían esa pequeña ventaja en ese momento, él tenía algo que nadie más poseía: el conocimiento de un mundo moderno, una mente que ya había vivido una vida que ninguno de estos hombres ni siquiera podían concebir.
Las armas de fuego stirbanas eran primitivas, sí, pero eso no las hacía menos mortales. Los cañones de mano y las lanzas de fuego habían destrozado las primeras líneas de su caballería, y los cañones de órgano continuaban vomitando proyectiles que convertían hombres y bestias en carne despedazada. La visión era infernal: cuerpos calcinados, caballos relinchando con el pelaje envuelto en llamas, soldados tambaleándose con miembros destrozados antes de ser rematados sin piedad.
Iván respiró hondo, obligándose a mantener la calma, incluso con los gritos de algunos comandantes solicitando una respuesta o estrategia. Sabía que la única forma de superar esta crisis era reaccionar rápido y con precisión quirúrgica. Alzó la voz para dar sus nuevas ordenes.
—¡Formaciones dispersas! —rugió, su voz cortando el aire como un látigo—. ¡Infantería ligera, adelante! ¡Que la caballería, abandonen la carga! ¡Usen arcos en movimiento constante, no les den un blanco fijo!
La respuesta de los estandartes, los tambores, los cuernos y mas importante de sus tropas fue inmediata. Los jinetes zusianos, entrenados en una disciplina inquebrantable, obedecieron sin vacilar. La caballería ligera y media comenzó a dispersarse, formando pequeños grupos móviles que se movían con rapidez, disparando sus arcos compuestos mientras cabalgaban en círculos y arcos amplios. Las flechas comenzaron a llover sobre las líneas stirbanas, buscando puntos débiles en sus formaciones y acosando sin tregua a sus artilleros.
Mientras tanto, la infantería ligera zusiana avanzaba con una precisión mortal. Los legionarios del Duque, curtidos en mil batallas, se movían en formaciones abiertas, evitando convertirse en blancos fáciles para las armas de fuego enemigas. Cada avance era calculado, cada maniobra diseñada para mantener el ritmo de ataque sin exponerse demasiado.
Los stirbanos respondieron con una nueva andanada de fuego, pero esta vez el efecto fue menos devastador. Las formaciones dispersas reducían la eficacia de sus armas, y aunque muchos caballos perdieron el control y algunos jinetes cayeron, el daño ya no era catastrófico. Pero Iván sabía que no podía confiar en una guerra de desgaste. Necesitaba romper esas líneas y neutralizar esas armas antes de que sus bajas se volvieran insostenibles, pero mas importante no necesita perder sus avances.
—¡Que todos los frentes mantengan su avance sin importar que! —ordenó, y los legionarios zusianos respondieron con la precisión de una máquina de guerra.
La infantería pesada acato la orden y mantuvo su brutal embestida en el centro stirbano. Las corsecas stirbanas se encontraron con las alabardas zusianas en una colisión ensordecedora de metal y carne. Con cada choque dejó el suelo sembrado de cadáveres, con cada avance el mar rojo del suelo, se formaba más denso y viscoso. Todo zusiano avanzaban sin importar las heridas, sin importar las pérdidas.
En el flanco izquierdo, la caballería zusiana intensificó su combate, Óton y Zandric seguían desasiéndose de los Guardias de Sangre Real. En el flanco derecho Ladislao y Varkath están cada vez mas cerca de traspasar la caballería enemiga y a los Guardias de Sangre Real, para alcanzar a Kaelric.
Iván volvió a alzar el brazo y dio la señal, la infantería ligera cargo desde los extremos de los francos, atacando los flancos stirbanos que tenían armas de fuego con una furia implacable. La sorpresa fue total, ya que solo estabn enfocados en los jinetes zusianos. Con eso casi todas las líneas stirbanas comenzaron a desmoronarse, atrapadas entre el avance implacable de la infantería y caballería de las legiones.
Pero los stirbanos no se rendían. Con una ferocidad desesperada, lanzaron contraataques suicidas, intentando romper cualquier línea enemiga. Los combates cuerpo a cuerpo se volvieron aún más sangrientos. El suelo solo aumento la cantidad de sangre y miembros cortados, y el aire se llenó del hedor a muerte. Los zusianos, incluso heridos de muerte, seguían luchando, arrastrando a sus enemigos al abismo con ellos.
Iván sabía que la batalla aún no estaba ganada, pero podía sentir la balanza inclinándose a su favor. Y no pensaba desaprovechar la oportunidad.
—¡Cada legionario mantengan la presión! ¡No den tregua! —ordeno, y sus tropas respondieron con un rugido ensordecedor.
El campo de batalla era un infierno, pero Iván sabía que la victoria estaba cerca. Y no pensaba detenerse hasta que Maximiliano y sus stirbanos fueran aniquilados.