LXII

Arkadi Roganov había pasado los últimos días envuelto en una sucesión de escaramuzas brutales, enfrentándose a las avanzadillas de un enemigo que se movía con una inquietante precisión. No eran meros exploradores desorganizados. Eran soldados entrenados, disciplinados, y cada enfrentamiento dejaba en el aire la sensación de que solo estaban midiendo sus fuerzas, tanteando sus defensas en lugar de lanzar un asalto decisivo.

El primer encuentro ocurrió al amanecer, cuando un grupo de jinetes apareció en la niebla como sombras espectrales. Arkadi y sus hombres los embistieron con la ferocidad de depredadores. Acero contra acero, gritos de guerra y el chasquido seco de la madera al partirse y al astillarse. Los enemigos eran ágiles, precisos, y aunque fueron repelidos, dejaron suficientes cadáveres para que Arkadi comprendiera que esto no era un simple hostigamiento.

Días después, en un bosque sombrío donde la luz apenas se filtraba entre las copas de los árboles, su columna fue atacada nuevamente. Las flechas silbaron desde las alturas, encontrando carne y metal, mientras hombres caían con alaridos de dolor. La emboscada fue rápida, certera, pero los atacantes se desvanecieron en las sombras antes de que pudieran ser completamente aniquilados. Una estrategia calculada, un asedio invisible que carcomía la moral de sus tropas.

El tercer enfrentamiento lo confirmó: estaban siendo observados. Probados. Un enemigo que no buscaba la victoria inmediata sino el desgaste prolongado. Los cuerpos sin vida de sus soldados se apilaban en los caminos embarrados, la sangre empapaba la tierra y los cuervos ya no tenían miedo de volar bajo.

Arkadi podía sentir en los huesos que algo estaba mal. Algo mucho peor que las emboscadas o la guerra misma.

Y ahora cabalgaba en silencio. La brisa fría de la mañana soplaba con la mordacidad de un filo de acero, agitando la capa escarlata que caía sobre sus hombros, ondeando como una bandera de sangre detrás de él. Cada movimiento del viento traía consigo el eco distante de los cascos y el resonar metálico de las armas al chocar entre sí. La tierra bajo sus pies, endurecida por el frío de la noche, estaba impregnada de la humedad de la escarcha y el hedor persistente de la guerra.

La armadura carmesí que portaba relucía con un resplandor opaco bajo el sol naciente. Las cicatrices de incontables batallas marcaban su superficie, hendiduras profundas y rasguños irregulares que hablaban de encuentros violentos, de hojas enemigas que habían intentado perforarlo y de golpes que había sobrevivido por puro instinto y brutalidad. A su lado, descansando sobre la silla de montar, el yelmo cerrado y decorado con grabados antiguos reflejaba la luz de la mañana en destellos apagados. Pero su rostro quedaba al descubierto, dejando ver la dureza de sus facciones. La mandíbula apretada, la piel curtida por los años y el conflicto, y la barba dorada, ahora empezando a encanecer en las puntas. Sus ojos eran dos pozos de furia contenida, de frustración mal disimulada, un par de brasas apagadas que habían contemplado demasiada muerte y destrucción como para encenderse con algo tan banal como la esperanza.

Detrás de él se extendía un ejército. Una marea interminable de soldados alineados en filas perfectas, un océano de acero y carne que se perdía en el horizonte. Cuatro millones ochocientos ochenta mil hombres. Tropas de los ejércitos de sangre real, con sus armaduras ornamentadas y disciplinadas formaciones, guerreros curtidos en innumerables batallas que habían jurado lealtad absoluta a Stirba. Y junto a ellos, las huestes juradas de sangre: fanáticos sedientos de guerra, brutales y despiadados, hombres sin temor a la muerte, dispuestos a arrojarse contra el enemigo con la devoción de un sacrificio ritual.

Los estandartes negros de Stirba se alzaban sobre el mar de puntas de las armas de asta, cada uno bordado con el emblema del león coronado. La insignia ondeaba al viento como un presagio funesto, como un recordatorio de que este ejército marchaba no solo a una guerra, sino a la posibilidad inminente del exterminio.

Y sin embargo, Arkadi sentía que no era suficiente.

No cuando el enemigo que se aproximaba era Zusian. No cuando lo que se alzaba en el horizonte como una tormenta de muerte y acero eran las Legiones de Hierro.

Diecisiete millones de soldados zusianos, un número que no se limitaba a la cantidad, sino a la letalidad de su formación. Soldados entrenados en una disciplina férrea, en el arte del exterminio, en la brutalidad sin concesiones. Y al frente de ellos, Thornflic, el tercer general de Zusia. "La Espada del Verdugo", "El Carnicero de Zarev", "El Genocida de los Thaekarnos".

Cada uno de sus títulos estaba escrito en sangre, en ruinas y en el eco de los gritos que se apagaban en la nada.

El primer título lo había ganado con mucha sangre, desde su debut como general, siempre fue enviado en las batallas y guerras mas violentas, pero donde en verdad se gano su titulo fue en la Guerra de los Valles Negros, donde comandó la aniquilación sistemática de las fuerzas rebeldes de Zhorst, un terrateniente zusiano que intentó reconstruir los viejos derechos y propiedades de un noble de antaño, obviamente no duró esa rebelión. Dejando tras de sí colinas de cadáveres amontonados en perfecta simetría, una siniestra obra de arte hecha de carne y desesperación.

El segundo, en la caída de Zarev, cuando la ciudad, una de las más fortificadas del este propiedad del antaño poderoso marquesado de Qamor que hace años que desapareció por manos del "Lobo Sangriento", sucumbió ante su ejército en un asedio que duró apenas ocho días. Cuando los muros finalmente cayeron, Thornflic ordenó empalar a cada hombre mayor de catorce años, creando un bosque de muertos que, al acabar de saquear la ciudad, quemó creando un bosque llameante pareciendo que venía del mismísimo infierno, mientras con los sobrevivientes, las mujeres y los niños fueron arrastrados como esclavos.

El tercero… el tercero fue lo que convirtió su nombre en una maldición en boca de las tierras vecinas. Un general Thaekarno creo el plan para matar a Kenneth Erenford, y Thornflic fue el responsable de masacrar a ese pueblo orgulloso. Thornflic no le dio piedad a nadie, masacrando todo lo que veía dentro de ese marquesado. No hubo supervivientes. No hubo prisioneros. No quedó nada.

Arkadi había visto lo que las Legiones de Hierro podían hacer. Lo había presenciado con sus propios ojos, sentido en su propia carne. Había caminado entre las ruinas calcinadas de ciudades que ya no existían, donde solo quedaban sombras ennegrecidas y el crujido de huesos quebrándose bajo sus botas. Había respirado el hedor insoportable de la carne putrefacta, un olor que se adhería a la piel, a la armadura, al alma misma. Había escuchado los testimonios de los pocos que lograron escapar, palabras quebradas por el horror, voces temblorosas que describían masacres sin sentido, cuerpos desmembrados amontonados como leña, niños silenciados antes de poder siquiera gritar. Y sabía que ni siquiera aquellos que lograron huir estaban realmente a salvo. La muerte los perseguía aún en sus sueños, acechándolos en cada sombra, recordándoles que lo imposible no era sobrevivir... sino olvidar.

Y esta vez… esta vez, no estaba seguro de poder detenerlos.

Pero en su pecho aún ardía algo. Un vestigio de la furia que lo había definido toda su vida. Un fuego antiguo que jamás debía apagarse, que lo había mantenido en pie cuando todo parecía perdido, que le había permitido derrotar a enemigos imposibles y resistir donde otros caían. Pero ahora… ahora ese fuego se sentía débil, reducido a brasas sofocadas bajo el peso de la ceniza. Algo estaba cambiando dentro de él, algo que no comprendía y que lo llenaba de un desprecio silencioso hacia sí mismo. ¿Qué demonios le estaba pasando?

¿Dónde estaba el guerrero que antes leía el campo de batalla como si fuera un libro abierto, que anticipaba cada movimiento enemigo con la precisión de un depredador? ¿Dónde había quedado el hombre que aplastó a cientos de generales sin esfuerzo, que convertía cada conflicto en una danza mortal de acero y sangre?

En la última batalla, se había sentido... torpe. Pesado. Como si sus movimientos ya no fluyeran con la misma naturalidad, como si su instinto se hubiera oxidado. Había sido patético. No contra un veterano experimentado ni contra una leyenda viviente, sino contra un mocoso. Iván, el hijo de ese maldito Lobo Sangriento.

Cada golpe que había lanzado, cada estrategia que había intentado, había sido anticipada y desmantelada con una facilidad que lo llenaba de rabia. Lo peor de todo no había sido la derrota, sino la verdad innegable que ardía en su interior como un hierro al rojo vivo: no había sobrevivido gracias a su habilidad. No había logrado escapar por su destreza ni por su astucia, sino porque sus propias tropas se vieron forzadas a retirarse, arrastrándolo consigo.

El pensamiento le resultaba insoportable.

Estaba perdiendo su filo. Su instinto. Y si no lo recuperaba pronto… no solo perdería la guerra. Se perdería a sí mismo.

—¡Mi señor! —Una voz interrumpió sus pensamientos, y Arkadi levantó la vista para ver a uno de sus oficiales galopando hacia él—. Los exploradores han regresado. Las Legiones de Hierro han comenzado a moverse. Están avanzando hacia las colinas de Varlok.

Arkadi asintió, sus manos apretando las riendas hasta que los nudillos se pusieron blancos.

—¿Número? —preguntó, su voz ronca y grave.

—Diecisiete millones, tal como se informó. Infanteria y caballeria ligera de vanguardia, y Infantería pesada en el centro, caballería en los flancos. Pero… hay movimientos extraños en sus líneas traseras. No podemos identificar sus intenciones.

—Thornflic nunca muestra todas sus cartas —murmuró Arkadi, con la mandíbula apretada, mirando hacia el horizonte como si pudiera ver al enemigo acercándose desde la distancia. Sabía que el tercer general de Zusia era astuto, despiadado y meticuloso. No había espacio para errores—. Pero no importa. Dividiremos sus fuerzas antes de que puedan desplegarse completamente.

Espoleó a su caballo con un gesto brusco, y el animal relinchó, lanzándose hacia adelante. Con un movimiento rápido y decidido, alzó su maza de guerra sobre su cabeza, una monstruosidad de acero negro con púas ensangrentadas por incontables batallas. El aire se llenó con el sonido gutural de los cuernos de guerra y, poco después, el estruendo de los tambores comenzó. Un ritmo lento, pesado, como el latido de un corazón gigantesco. El sonido reverberaba en el pecho de cada soldado, en el suelo mismo, haciendo vibrar el aire con una promesa de muerte.

—¡Muerte o gloria! —rugió Arkadi, y su voz fue como un trueno.

—¡Muerte o gloria! —repitió el ejército stirbano, el clamor de millones de voces entrelazándose en una sola, una ola de furia que se estrellaba contra el cielo.

Las filas comenzaron a moverse, rápidas y disciplinadas. El ejército se dividió conforme a sus órdenes, avanzando a paso firme hacia las colinas de Varlok. Las huestes juradas de sangre marchaban al frente, sus armaduras carmesís y sus armas resplandeciendo por la luz del sol. La caballería pesada avanzaba en los flancos, mientras las líneas de infantería formaban una muralla de acero detrás de ellos.

Cuando llegaron a las colinas de Varlok, los exploradores no habían mentido. Ahí estaba la vanguardia enemiga, alineada con precisión mortal. Infantería ligera con partesanas y escudos redondos, caballería con lanzas largas y escudos. Eran apenas una fracción del verdadero poder de Thornflic, pero incluso así, estaban listos.

Y luego llegó la lluvia.

Un silbido agudo cortó el aire cuando la primera oleada de flechas descendió sobre las tropas stirbanas. Las puntas de acero atravesaron la carne y el hueso con un sonido húmedo y brutal, y los gritos de los heridos se alzaron como una sinfonía macabra. La caballería ligera zusiana lanzó una segunda oleada de proyectiles mientras se mantenía en movimiento, esquivando y atacando con precisión devastadora.

—¡Escudos arriba! —ordenó Arkadi, y las filas delanteras se cubrieron justo a tiempo para detener parte del aluvión mortal.

Pero las bajas ya estaban ahí. Cuerpos destrozados caían al suelo, algunos aún retorciéndose, otros inmóviles. La sangre comenzaba a empapar la tierra, oscureciendo el polvo. Y entonces Arkadi levantó la maza, señalando con ella hacia adelante.

—¡Avancen! ¡Destrócenlos!

La infantería stirbana se lanzó cuesta arriba, gritando con una furia incontrolable, un estruendo que retumbaba como una tormenta a punto de desatarse. Las filas de soldados avanzaban con la determinación de quienes no temían la muerte, sus gritos se mezclaban en un rugido salvaje que sacudía el aire. La caballería pesada siguió en los flancos, galopando con la fuerza de una tempestad, el suelo temblaba bajo los cascos de miles de caballos, levantando nubes de polvo teñido de sangre. Los estandartes ondeaban, los tambores de guerra golpeaban un ritmo incesante, y el horizonte se llenaba con el brillo de las armas desenvainadas.

Cuando las dos fuerzas chocaron, el impacto fue ensordecedor, un trueno de metal contra metal, de carne desgarrada y huesos quebrándose. El crujido del acero al perforar escudos y armaduras se mezclaba con los alaridos de agonía, mientras las puntas de partesanas y lanzas se rompían y las armas se hundían hasta la guarda y el mango. El campo de batalla se convirtió en un caos implacable, donde cada golpe podía ser el último. La sangre salpicaba el aire en gruesas gotas, empapando el suelo y tiñendo el polvo de un rojo oscuro.

Arkadi cabalgaba en medio de la carnicería, su rostro oculto tras el yelmo salpicado de sangre, sus ojos ardiendo con una furia apenas contenida. Su enorme maza descendía con una fuerza brutal, aplastando a los enemigos con cada golpe. Un solo balanceo bastaba para mandar a volar a varios legionarios, sus cuerpos despedazados caían como muñecos rotos. El acero de las armaduras se doblaba como cáscaras de huevo bajo la violencia de sus ataques, los cráneos explotaban en una nube de sangre y fragmentos de hueso. Cada golpe era una sentencia de muerte, y Arkadi avanzaba como una fuerza de la naturaleza, imparable y letal.

Un soldado zusiano intentó atacarlo desde un lado, su partesana se dirigió hacia el costado del caballo de Arkadi, pero no llegó a su objetivo. Con un giro rápido, la maza del general descendió, aplastando al atacante con un golpe tan fuerte que el sonido del cráneo partiéndose resonó incluso sobre el estruendo de la batalla. El cuerpo cayó pesadamente, convulsionándose en el barro empapado de sangre. Arkadi ni siquiera lo miró; ya estaba buscando su próxima víctima.

El aire se llenaba con el zumbido de las flechas cuando los infantes ligeros zusianos disparaban desde la retaguardia, pero la ferocidad stirbana era abrumadora. Las primeras filas de infantería pesada se abrían paso como un ariete, destrozando el muro de escudos redondos y partesanas. Después de usar las corcescas desenvainaban las mazas y las hachas de guerra se hundían en la carne, desgarrando miembros y partiendo torsos con una brutalidad despiadada. Los cuerpos se amontonaban, el suelo se volvía resbaladizo con la sangre, y los gritos de los moribundos llenaban el aire como una sinfonía macabra.

Las colinas de Varlok se convirtieron rápidamente en un matadero. El barro se mezclaba con la sangre, formando un lodo espeso que atrapaba los pies de los combatientes. Por cada soldado stirbano que caía, tres zusianos eran arrasados, sus líneas comenzaban a desmoronarse bajo la presión implacable. En el flanco izquierdo, la caballería pesada stirbana rompió la formación enemiga, sus lanzas atravesaban cuerpos y levantaban soldados en el aire como muñecos de trapo. Los caballos pisoteaban a los caídos, sus cascos trituraban huesos, y el sonido de la carne desgarrándose era incesante.

Arkadi vio cómo unos regimientos de infantería zusiana intentaba reorganizarse, sus movimientos desesperados y torpes traicionaban el miedo que ya se había apoderado de ellos. No les dio oportunidad. Espoleó a su caballo con una violencia casi salvaje, avanzando como una tormenta desatada, y su maza cayó con una furia devastadora. Los primeros soldados, apenas tuvieron tiempo de levantar sus escudos cuando el arma de Arkadi los alcanzó. El impacto fue brutal. Los cuerpos fueron lanzados hacia varios metros por el aire, como muñecas de trapo, y aterrizando con sonidos húmedos y crujientes, sus huesos quebrándose al contacto con el suelo enlodado y teñido de sangre.

La siguiente línea, las cabezas de los soldados estallan en una explosión de sangre y fragmentos de hueso, su cuerpo decapitado se tambaleó unos segundos antes de desplomarse pesadamente, convulsionándose en el barro. La sangre caliente salpicó el rostro de Arkadi, pero él no se detuvo. Su furia era implacable.

Las demás líneas intentaron retroceder, el pánico ya había eclipsado cualquier sentido de disciplina. Pero Arkadi no mostró piedad. Los alcanzó uno tras otro, y con cada golpe, desató una carnicería. Su maza aplastó cráneos, partió torsos y destrozó extremidades. Golpeó a un soldado en el pecho con tal fuerza que la armadura se hundió, las costillas estallaron hacia adentro, perforando los órganos. El hombre cayó de rodillas, ahogándose en su propia sangre, mientras Arkadi ya se dirigía hacia el siguiente.

El suelo se volvió un campo de horrores. Los cuerpos se amontonaban, el barro se mezclaba con la sangre hasta formar un lodo espeso y pegajoso. El hedor a hierro y mierda era sofocante, y los gritos de los moribundos resonaban como una sinfonía macabra. Las colinas de Varlok eran ya un matadero, y Arkadi era su verdugo implacable.

Las alas del ejército zusiano estaban rodeadas, y la desesperación comenzaba a reflejarse en sus rostros. Sus formaciones se desmoronaban, sus líneas cedían bajo la presión implacable de las tropas stirbanas. Pero Arkadi no sentía compasión, solo una furia ardiente y la sed de victoria. El ambiente se llenaba con el hedor del sudor, la sangre y la muerte, un aroma metálico y acre que se adhería a la garganta, difícil de ignorar. El cielo, oscurecido por las nubes de polvo, parecía observar la masacre con una indiferencia ominosa.

Pero algo no estaba bien. Arkadi lo sintió en el aire, en el extraño silencio que comenzaba a expandirse entre los gritos. No había fuego en sus enemigos. No había esa desesperación feroz, esa lucha hasta el último aliento. Eran como corderos siendo sacrificados, y esa docilidad era inquietante. Sus hombres, aunque victoriosos, también lo notaban. Las tropas zusianas estaban retrocediendo… pero no hacia los bosques cercanos, no hacia una retirada desordenada. Se dirigían al desfiladero de Gornak.

Arkadi apretó los dientes con tanta fuerza que sintió el crujido de sus propias mandíbulas. Sabía exactamente lo que significaba. Cada instinto, cada fibra curtida en la guerra le advertía con una certeza casi dolorosa: no debía avanzar. Aquello no era un repliegue desordenado del enemigo, no era una retirada estratégica común, sino el cebo de una trampa meticulosamente tendida. Una emboscada tejida con astucia y paciencia, diseñada para forzarlo a actuar impulsivamente.

Pero no tenía opción.

Si ignoraba la amenaza y continuaba avanzando hacia el grueso del ejército zusiano sin ocuparse de esas fuerzas que retrocedían, tarde o temprano su retaguardia se llenaría de enemigos. Y eso significaría el colapso absoluto. Su ejército, comprimido entre la muralla de hierro de Thornflic y una fuerza hostil atacando desde atrás, sería destrozado sin posibilidad de maniobra. Sería una masacre.

La otra posibilidad era aún más aterradora. Si ese contingente oculto no estaba dirigido contra él, sino contra la retaguardia de su duque, entonces todo el ala izquierda del ejército stirbano quedaría expuesta. Bastaría con que una cuña zusiana rompiera la formación en el punto adecuado para dividir a sus fuerzas en dos mitades, aisladas y rodeadas, convirtiendo su superioridad táctica en una desventaja fatal. No se trataba solo de números. Se trataba de control del campo de batalla.

No podía darse el lujo de equivocarse. Un solo error y todo acabaría en una aplastante derrota.

Con un gesto furioso, levantó su maza ensangrentada, aún goteando los restos de sus enemigos. La luz del sol arrancaba destellos carmesí del arma, como si también tuviera sed de más sangre.

—¡Hacia el desfiladero! ¡Acabemos con estos cobardes!

El ejército stirbano rugió en respuesta, un estruendo que parecía hacer temblar la misma tierra. Miles de voces se unieron en un solo clamor, una marea de furia y violencia desatada que no conocía el miedo ni la piedad. Las tropas avanzaron como una avalancha, la caballería pesada al frente, con Arkadi liderando la carga. El sonido de los cascos retumbaba como un trueno, y el polvo se alzaba en nubes que oscurecían el horizonte.

El desfiladero de Gornak se alzaba ante ellos, estrecho y traicionero, con paredes de roca afilada que se alzaban como colmillos de piedra. La entrada era una garganta angosta, apenas lo suficientemente ancha para dejar pasar a las tropas en formaciones ajustadas, obligándolos a comprimir su avance. Más allá, las paredes se cerraban aún más, formando un pasillo de sombras donde la luz apenas se filtraba. La vegetación se aferraba a las laderas con raíces retorcidas, y los arbustos y arboles secos parecían fantasmas agazapados. El silencio era opresivo, roto solo por el retumbar de la caballería y las pisadas de millones, el sonido de las armas golpeando los escudos en un ritmo frenético.

Pero Arkadi sentía una mala sensación, un peso en el pecho que no era solo la adrenalina de la batalla. El aire estaba cargado de peligro, como si la misma naturaleza contuviera la respiración. Sin embargo, no se detuvo. La marea de soldados lo empujaba hacia adelante, y la sed de sangre era demasiado fuerte.

Entonces, el cielo se oscureció.

Una lluvia de virotes y flechas descendió sobre ellos con un siseo mortal, como el aullido de un viento afilado. Millones de proyectiles surcaron el aire, cayendo desde lo alto de las rocas y desde la vegetación. Las primeras líneas apenas tuvieron tiempo de alzar sus escudos antes de ser atravesadas. Los gritos comenzaron de inmediato.

Las cúpulas de escudos se formaron rápidamente, una reacción instintiva, pero no era suficiente. Las flechas caían en tal cantidad que incluso esas defensas comenzaron a fallar. El sonido de las puntas clavándose en el metal era como una tormenta de granizo, pero mezclado con el crujido de huesos y la carne siendo perforada.

La caballería sufrió lo peor. Los caballos relinchaban en pánico mientras los virotes y flechas se clavaban en sus flancos, atravesando incluso las bardas que los protegían. Algunos animales cayeron al suelo, retorciéndose en agonía y aplastando a sus jinetes bajo su peso. Otros, enloquecidos por el dolor, se desbocaban, arrollando a sus propios soldados en una estampida ciega.

Arkadi vio cómo uno de los capitanes recibía una flecha en el ojo, el proyectil emergiendo por la parte trasera de su cráneo en una explosión de sangre y sesos. El hombre cayó del caballo sin un sonido, su cuerpo siendo pisoteado por la marea de jinetes que avanzaba. Otro soldado, intentó cubrirse con su escudo, pero un virote atravesó el metal y su pecho con la misma facilidad, arrancándole un grito ahogado mientras caía de rodillas.

El desfiladero se convirtió en una trampa mortal. Las paredes de roca impedían cualquier maniobra, y el enemigo, oculto en posiciones elevadas, disparaba con impunidad. La infantería stirbana trataba de avanzar, pero el suelo ya se volvía resbaladizo con la sangre, y cada paso era una lucha por no caer entre los cuerpos mutilados.

Arkadi, cubierto de sangre y con el rostro endurecido por la furia y la desesperación, levantó la vista hacia las alturas. Entre las sombras de las rocas y la vegetación enredada, pudo distinguir figuras moviéndose rápidamente, cambiando de posición con precisión letal para seguir disparando. Las flechas y virotes caían sin cesar, un aluvión mortal que transformaba el desfiladero en una trampa sangrienta. El sonido de los proyectiles desgarrando carne, rompiendo huesos y chocando contra el metal creaba una sinfonía macabra que llenaba el aire. Los gritos de agonía, el relinchar de los caballos heridos y el rugido de los soldados heridos componían un coro de muerte que no cesaba.

—¡Retrocedan! ¡Mantengan la formación cerrada y retrocedan! —rugió Arkadi, su voz rasgando el caos con una autoridad implacable.

Los soldados, disciplinados a pesar del horror, comenzaron a reagruparse. Los escudos se alzaron, formando una pared de acero, y las armas de asta asomaron entre los huecos, preparándose para resistir cualquier embestida. Pero en el fondo de la mente de Arkadi, la sensación de que estaban siendo arrastrados hacia una muerte segura se volvió aún más intensa. El aire parecía volverse más denso, cargado de presagio, y cada fibra de su ser le gritaba que algo peor estaba por venir.

Entonces, el suelo tembló.

Un estruendo atronador retumbó a través del desfiladero cuando una avalancha de rocas se precipitó desde las alturas, cerrando el paso por donde habían ingresado. Los enormes pedruscos se estrellaron contra el suelo con una violencia devastadora, aplastando a decenas de soldados que no lograron apartarse a tiempo. El polvo se alzó en una nube espesa, y los gritos sofocados de aquellos sepultados vivos se desvanecieron rápidamente bajo el peso implacable de la piedra.

En ese instante, el sonido agudo de los cuernos de guerra resonó a través del desfiladero, un llamado ominoso que heló la sangre de los stirbanos. De pronto, la lluvia de proyectiles cesó, dejando un silencio antinatural que sólo amplificó la tensión. El repiqueteo de cascos de guerra comenzó a escucharse en uno de los flancos, primero como un rumor distante, luego creciendo hasta convertirse en un trueno imparable.

Emergiendo de entre la bruma y el polvo, avanzaron centenares de figuras a caballo. La caballería pesada zusiana encabezaba la carga, gigantes sobre corceles acorazados, blandiendo enormes martillos de guerra que brillaban cruelmente bajo el sol. Junto a ellos cabalgaba la caballería media, más veloz pero igualmente letal, portando largas alabardas que se alzaban como una hilera de lanzas dispuestas a desgarrar todo a su paso. El sonido de los cascos resonaba como el tambor de la muerte, marcando el compás de la destrucción inminente.

Arkadi sabía que el tiempo se agotaba. Con el paso tras ellos bloqueado y el enemigo avanzando desde el frente, sólo quedaba una opción: atacar. Giró hacia sus tropas, su voz rugiendo con la fuerza de un vendaval.

—¡Jinetes de sangre real, al frente! ¡Conmigo!

Los guerreros de élite stirbanos avanzaron, jinetes entrenados para ser la élite de la élite, curtidos en mil batallas y forjados en la tradición de la guerra. Sus armaduras relucían pese a estar cubiertas de sangre, y sus alabardas se alzaron como una tempestad de acero. Arkadi tomó posición al frente, su maza pesada descansando en su mano, el arma empapada en la sangre de los caídos.

—¡Por Stirba! —bramó, y el grito fue respondido con una furia que estremeció el mismo aire.

La carga comenzó.

El suelo se sacudió con el estruendo de miles de cascos golpeando la tierra, un rugido sordo que anunciaba la llegada de la muerte. La caballería stirbana se lanzó como una ola de destrucción, un torrente de acero y furia que devoraba la distancia con una velocidad aterradora. El aire se llenó del hedor a sudor, cuero y sangre anticipada. Los zusianos igualmente cargando y listos para matar o morir. Y sucedió, el choque fue catastrófico.

Las lanzas stirbanas perforaron la carne con una brutalidad indescriptible, atravesando torsos, rompiendo costillas y desgarrando órganos en un solo golpe. Cuerpos enteros fueron levantados de las monturas enemigas, empalados como insectos en una aguja antes de ser despedazados al caer entre los cascos de los caballos. Cráneos se partieron como frutas podridas bajo el peso de las herraduras, extremidades fueron arrancadas en la confusión, y los gritos de dolor se mezclaban con el estridente relincho de bestias desbocadas.

Arkadi irrumpió en la masacre como una bestia desencadenada. Su maza se estrelló contra el primer enemigo con un impacto seco y aplastante, hundiendo el yelmo en la carne hasta que el cráneo cedió con un chasquido húmedo. Sin detenerse, giró en su montura y descargó un golpe lateral que alcanzó el pecho de otro jinete zusiano, destrozándole el torso en una explosión de huesos astillados y vísceras que salpicaron su armadura carmesí.

A su alrededor, la batalla era una tormenta de sangre y desesperación. Stirbanos y zusianos se destrozaban mutuamente con una rabia salvaje. Algunos caían al suelo y eran despedazados sin misericordia por las pezuñas y las espadas de los que venían detrás. Otros, aún con las entrañas colgando, seguían luchando hasta que sus cuerpos ya no les respondían. Un jinete stirbano perdió la cabeza de un tajo y su cuerpo sin vida se mantuvo en la silla por un segundo más antes de desplomarse como una marioneta sin hilos.

Un jinete medio zusiano intentó atacarlo con una alabarda, pero Arkadi atrapó el asta con su mano desnuda, ignorando el dolor cuando la hoja le cortó los guanteletes y la piel. Con un rugido gutural, jaló al enemigo hacia él y con un golpe ascendente de su maza redujo su cráneo a una nube de fragmentos óseos y pulpa sanguinolenta. La sangre caliente lo bañó, deslizándose por su rostro y su pecho como un bautismo carmesí.

No había piedad. No había gloria. Solo muerte, rápida y sin sentido.

El combate se convirtió en una carnicería sin orden ni tregua. Los cuerpos se apilaban en montones grotescos, y el suelo se volvió un lodazal resbaladizo de sangre y vísceras, donde los pies de los guerreros patinaban, los cascos de los caballos trituraban carne desgarrada y las armas caídas desaparecían bajo el peso de los cadáveres. Los gritos de los moribundos perforaban el aire, mezclándose con el estruendo del acero chocando y los relinchos desesperados de las bestias, atrapadas en la locura del combate.

Las alabardas de los jinetes medios zusianos segaban cabezas y miembros con golpes amplios y brutales, mientras los jinetes pesados zusianos, verdaderos titanes acorazados, empuñaban martillos de guerra de dos manos que convertían a los stirbanos en pulpa sanguinolenta con cada impacto. Yelmos de acero eran hundidos en los cráneos de sus portadores, pechos se colapsaban como si fueran de barro, y huesos estallaban en fragmentos afilados que se hundían en la carne de los desafortunados que luchaban a su lado.

Los stirbanos, inferiores en número, no cedían terreno sin hacer pagar cada metro con ríos de sangre enemiga. Sus martillos de guerra y alabardas respondían con una ferocidad desesperada, hundiendo sus armas en los flancos expuestos de los jinetes zusianos, arrancando tripas y quebrando columnas con golpes precisos. Un stirbano de rostro cubierto de cicatrices embistió a un jinete zusiano con un alarido de rabia, hundiendo su alabarda en el cuello de su enemigo, pero antes de poder retirarla, un martillo descendió sobre su espalda, partiéndolo en dos con un crujido espantoso.

Arkadi avanzaba en medio de la masacre como un espectro de muerte. Su maza, pesada y manchada de sangre, se movía con la brutal precisión de un verdugo experimentado. Golpeaba y destrozaba sin vacilar, enviando cuerpos al suelo con cráneos fracturados y torsos colapsados. Un golpe descendente destrozó la clavícula de un jinete zusiano, cuyo grito de agonía fue ahogado por la sangre que brotaba de su boca. Otro, que intentó atacarlo por la espalda, encontró su fin cuando Arkadi giró con una velocidad inhumana, hundiéndole la maza en la mandíbula y arrancándole la parte inferior del rostro en una explosión de dientes, carne y fragmentos óseos.

Pero por cada enemigo que caía, otros dos ocupaban su lugar. Eran demasiados. La marea zusiana no disminuía, sino que parecía multiplicarse con cada segundo que pasaba. La sensación de estar siendo arrastrado hacia una trampa mortal crecía en su pecho como una garra helada. Su instinto le gritaba que debía retirarse, pero no había escapatoria. No cuando el suelo mismo era una prisión de cadáveres y sangre. No cuando la única salida era seguir matando hasta que no quedara nadie en pie.

Y entonces, desde las sombras del desfiladero, emergió una nueva amenaza que transformó la masacre en algo aún más despiadado. De entre la bruma carmesí que flotaba sobre el campo de batalla, una falange de infantería pesada zusiana se deslizó como una máquina de exterminio perfectamente sincronizada. Sus pasos eran truenos apagados, una marcha infernal que reverberaba en la tierra empapada de sangre. Eran más que soldados; eran heraldos de la aniquilación, la parca encarnada avanzando sin prisa, sin duda, sin alma.

Los escudos de torre, altos como un hombre, reflejaban los últimos resquicios de luz antes de quedar manchados con la viscosidad oscura del combate. Las alabardas que portaban eran hojas de muerte pulidas hasta la perfección, capaces de atravesar armaduras como si fueran papel mojado, capaces de hundirse en carne y hueso sin esfuerzo, como cuchillos en mantequilla caliente. Sus yelmos cerrados, sin rasgos, sin ojos, sin humanidad, los convertían en una fuerza espectral, una manifestación de la guerra en su forma más pura y despiadada.

El impacto fue inmediato y devastador. La formación avanzó con precisión inhumana, aplastando a los heridos bajo su paso, empalando a los stirbanos con estocadas frías y calculadas. Un guerrero stirbano intentó lanzar un golpe con su martillo, pero la alabarda de un zusiano se hundió en su garganta antes de que pudiera completar el movimiento. Su cuerpo se sacudió violentamente mientras la hoja lo atravesaba, burbujeando sangre por la boca antes de ser apartado con un empujón indiferente.

Otro stirbano rugió de furia y descargó un golpe contra un escudo de torre, pero la muralla de acero no se movió ni un ápice. En respuesta, dos alabardas se hundieron en su abdomen, partiendo costillas, perforando órganos y saliendo por su espalda en una explosión de vísceras calientes. El hombre se desplomó, sus tripas cayendo al suelo con un sonido húmedo, pero sus asesinos ni siquiera se detuvieron a mirar su cadáver.

Arkadi vio cómo sus hombres eran reducidos a poco más que carne para alimentar el barro sangriento del campo de batalla. Vio a un joven stirbano, apenas un muchacho, ser partido en dos por un solo golpe, sus entrañas deslizándose de su torso partido mientras su expresión aún reflejaba una incredulidad aterrada. Vio a veteranos caer como hojas secas, sus cuerpos despedazados, sus gritos apagándose en burbujas de sangre.

No eran soldados. Eran una fuerza de exterminio.

Arkadi sintió cómo el peso del combate se volvía una soga al cuello. La verdadera batalla apenas comenzaba, y la muerte, insaciable y hambrienta, se regocijaba en su festín de carne y acero.

La infantería stirbana, endurecida por incontables campañas de sangre y muerte, no esperó a ser arrollada como ganado ante la masacre. Con un rugido de guerra que desgarró los cielos, se lanzaron al combate con la fiereza de bestias acorraladas, abalanzándose entre los jinetes, desgarrando la formación con la brutalidad de un enjambre de lobos hambrientos. Sus escudos chocaron con estrépito, el metal rechinó contra el metal, y la primera línea de combate se convirtió en un amasijo de cuerpos, armas y miembros cercenados.

Las corsecas se hundieron en la carne con un sonido sordo, partiendo costillas y perforando órganos con una violencia impía. Espadas y mazas danzaron en el aire, iluminadas fugazmente por la luz agonizante del sol antes de encontrar su destino en la carne palpitante de los guerreros que caían como moscas. Cráneos eran destrozados, mandíbulas arrancadas de sus dueños en un baño de vísceras. Un stirbano hundió su espada hasta la empuñadura en el cuello de un zusiano, cuya cabeza quedó apenas colgando de una hebra de carne antes de desprenderse por completo en una lluvia de sangre caliente.

El campo de batalla se sumió en una vorágine de caos y muerte, donde los gritos de agonía se mezclaban con el estruendo de las armas y el chasquido húmedo de la carne al ser perforada, triturada, hecha pedazos. Los jinetes pesados zusianos arremetieron con la furia de una tormenta, sus martillos de guerra descendiendo sobre los stirbanos con una brutalidad sobrehumana, destrozando cuerpos y esparciendo sesos y dientes como si fueran semillas en un campo. Un solo golpe bastaba para convertir a un hombre en una masa informe de huesos rotos y carne pulverizada.

Y entonces, la muerte descendió desde el cielo.

Los proyectiles comenzaron a caer de nuevo, una lluvia letal que silbaba en el aire como el canto de la desolación antes de hundirse en la carne con un sonido repugnante. Flechas y virotes atravesaron armaduras como si fueran papel, clavándose en gargantas, reventando globos oculares, partiendo huesos en mil pedazos. Los cuerpos eran perforados en masa, algunos ensartados por múltiples flechas como grotescas marionetas de carne sacudidas por el dolor.

Los arqueros y ballesteros stirbanos, atrapados en medio del infierno, buscaban desesperadamente cobertura entre los cadáveres de sus propios compañeros. Algunos arrancaban escudos de los muertos y los alzaban como frágiles defensas contra la implacable tormenta de proyectiles, pero no había refugio suficiente. No había escapatoria. Los que no morían al instante quedaban en el suelo, convulsionando, sus cuerpos retorciéndose en un espasmo agónico mientras la sangre brotaba a borbotones de sus heridas abiertas. Un soldado, con una flecha clavada en la tráquea, intentaba arrancársela con manos temblorosas mientras su rostro se tornaba amoratado y su boca se abría y cerraba en un intento inútil de respirar.

Arkadi, cubierto de sangre ajena y propia, levantó la vista con los ojos encendidos de ira. Sabía que mientras esos malditos tiradores zusianos dominaran las alturas, su ejército no tenía oportunidad. Su mirada recorrió las paredes del desfiladero: abruptas, irregulares, cubiertas de grietas y protuberancias afiladas, pero escalables para aquellos lo suficientemente desesperados. Y los stirbanos eran una raza forjada en la desesperación.

Sin necesidad de una orden, los infantes medios stirbanos ya estaban en movimiento. Con la determinación de hombres que sabían que cualquier otra opción significaba una muerte segura, comenzaron su ascenso por la roca ensangrentada. Trepaban con furia, con manos cubiertas de guanteletes rajados y dedos resbalando sobre la piedra húmeda de sangre. Algunos usaban dagas para aferrarse a las grietas, otros se impulsaban con pura fuerza bruta, arañando la roca hasta que sus uñas se rompían y la carne de sus dedos quedaba en jirones.

Pero la ascensión era un infierno en sí mismo. Los arqueros zusianos los vieron, y en cuestión de segundos, los proyectiles se dirigieron hacia ellos. Las flechas llovieron sobre los escaladores como la ira de los dioses, clavándose en espaldas expuestas, perforando muslos, atravesando manos que buscaban un punto de apoyo. Un stirbano, ya a mitad del camino, soltó un alarido cuando una flecha se hundió en su columna. Se estremeció, sus músculos se convulsionaron, y su agarre cedió. Su cuerpo cayó pesadamente, golpeando contra la roca en su descenso antes de estrellarse contra el suelo con un crujido nauseabundo.

Pero aún así, los demás seguían trepando. Porque la única alternativa era morir.

Los cuerpos caían como moscas, estrellándose contra las rocas y el suelo con sonidos repugnantes de huesos astillados y carne desgarrada. Stirbanos que habían trepado con desesperación eran arrancados de la vida en un instante cuando las flechas zusianas encontraban sus gargantas, sus ojos, sus entrañas. Sus gritos quedaban ahogados en borbotones de sangre mientras sus manos ensangrentadas trataban inútilmente de aferrarse a la piedra.

Uno cayó de espaldas con una flecha clavada en la cuenca del ojo, su cuerpo rebotando contra las salientes antes de explotar contra el suelo como un saco de vísceras. Otro, con un virote atravesando su garganta, quedó colgando de un saliente por un momento, pataleando y chapoteando su propia sangre hasta que sus dedos resbalaron y cayó con un estruendo sordo. Pero los demás no se detenían. La única alternativa era morir.

Un stirbano, sucio de polvo y sangre, alcanzó un arquero zusiano y, con un rugido de furia, le hundió su daga en la clavícula. La hoja se atascó en el hueso, pero no importó. Con la otra mano, el stirbano tomó al arquero por la garganta y lo empujó hacia el abismo. El zusiano chilló mientras caía, su grito cortado abruptamente cuando su cuerpo se estrelló contra las lanzas y espadas de sus propios compañeros.

Pronto, más stirbanos alcanzaron la cima, desatando un combate brutal. No había lugar para fintas o estrategias. Solo golpes desesperados, puñaladas rápidas, dientes destrozando carne cuando las armas se perdían en el frenesí. Cráneos se abrían como frutas maduras al chocar contra la piedra, ojos eran arrancados de sus órbitas con dedos desnudos, cuchillas eran hundidas una y otra vez en cuerpos hasta que las entrañas caían al suelo en un amasijo humeante. La roca se volvió un altar de sangre, goteando su tributo hacia las filas inferiores.

Pero en la llanura, la verdadera carnicería estaba alcanzando su clímax.

La infantería pesada zusiana avanzó con la precisión inexorable de una guadaña segando la cosecha. Sus escudos de torre absorbían el impacto de las armas stirbanas como muros de hierro, mientras sus alabardas cercenaban carne con la brutalidad de verdugos sin alma. Stirbanos eran empalados por docenas, levantados en el aire por las hojas de sus enemigos antes de ser arrojados al suelo como muñecos de trapo, desangrándose entre los cuerpos de sus hermanos.

Arkadi no esperó a ser superado. Aún montado en su corcel empapado en sangre, alzó su maza y rugió una orden que resonó como un trueno sobre el campo de batalla. La carga final comenzó.

Los jinetes stirbanos—ligeros, medios, pesados—junto con los últimos infantes pesados aún de pie, se lanzaron al asalto. Lo que quedaba de su ejército se convirtió en una tormenta de furia y acero.

El impacto fue apocalíptico. Caballos chocaron contra la formación zusiana con la fuerza de meteoritos, quebrando escudos, lanzando cuerpos al aire, aplastando soldados bajo sus cascos. Alabardas zusianas encontraban blancos, abriendo vientres de corceles, haciendo que los animales se desplomaran, atrapando y aplastando a sus propios jinetes bajo toneladas de carne moribunda.

Arkadi era un dios de la guerra encarnado. Su maza descendió sobre el primer infante que tuvo enfrente, hundiéndole el cráneo como si fuera de barro. Giró la muñeca y el arma impactó de nuevo, pulverizando la mandíbula de otro zusiano y dejando su cabeza colgando de un pedazo de piel. La sangre salpicó su rostro, caliente y espesa, pero no se detuvo.

Un jinete zusiano trató de clavarle una lanza en el costado, pero Arkadi la desvió con un golpe de su brazal y lo tomó del cuello con su mano libre. Con un gruñido de esfuerzo, lo arrancó de su montura y lo estrelló contra el suelo, aplastándole la caja torácica con un solo pisotón.

Pero los zusianos eran una marea de muerte. Por cada uno que caía, otros dos tomaban su lugar. Los stirbanos eran rodeados, derribados, despedazados entre la multitud de alabardas y martillos de guerra. Un jinete stirbano recibió un golpe en la cara que le arrancó la mitad del cráneo; su caballo, herido de muerte, se encabritó y cayó sobre él, aplastándolo en una explosión de vísceras.

El suelo se volvió un charco de lodo carmesí, resbaladizo con la sangre de cientos de muertos. Los cuerpos eran pisoteados hasta quedar irreconocibles, las extremidades arrancadas y esparcidas como trofeos macabros. Soldados caían con las tripas expuestas, sosteniéndolas con manos temblorosas mientras sus gritos se ahogaban en su propia sangre.

Arkadi sintió cómo una hoja rozaba su costado, cortando su carne. Un infante zusiano se lanzó contra él con un grito de triunfo, pero Arkadi le agarró la cabeza con una mano y, con un crujido atroz, la giró hasta que su cuello se rompió en un ángulo imposible.

El campo de batalla ya no era un campo, sino una carnicería viviente. Un océano de sangre y vísceras cubría la tierra, y el hedor a muerte se pegaba a la piel como una maldición imposible de limpiar. No quedaban formaciones, no quedaban líneas de batalla; solo había bestias de guerra envueltas en carne humana, despedazándose unas a otras con la furia de dioses enloquecidos.

Los stirbanos luchaban con la rabia de hombres acorralados, con la brutalidad de lobos enloquecidos por el hambre. Pero los zusianos… los zusianos eran algo peor. No eran solo soldados. Eran depredadores. Seres que ignoraban el dolor, que avanzaban incluso con el cuerpo partido en dos, que morían solo cuando ya no quedaba nada de ellos para matar.

Arkadi vio a uno de sus hombres, un veterano curtido en el fuego de innumerables campañas, ser empalado por una alabarda que le abrió el torso de lado a lado. Cayó de rodillas, con los intestinos resbalando entre sus manos ensangrentadas, intentando empujarlos de vuelta a su cuerpo con un gesto inútil. Y aun así, con su último aliento, intentó alzar su espada. Pero el guerrero zusiano no le dio la oportunidad. Con un giro brutal de su arma, le arrancó la cabeza de un solo golpe. La cabeza decapitada rodó por el suelo, sus labios todavía moviéndose en un último susurro de agonía.

Pero el zusiano no se detuvo. Ni siquiera miró el cadáver de su víctima. Con sangre chorreándole por la armadura, giró su alabarda y embistió al siguiente stirbano en su camino, partiéndole la mandíbula en dos con la parte trasera de su arma antes de hundirle la hoja en el pecho y empujarlo hacia atrás, empalándolo hasta que la punta del arma salió por su espalda.

La batalla ya no tenía un frente definido. Stirbanos y zusianos estaban enredados en un combate cuerpo a cuerpo tan feroz que el suelo temblaba con cada impacto. Un stirbano, con la furia del desespero en sus ojos, se abalanzó sobre un infante zusiano, clavándole su espada en la clavícula. La hoja quedó atascada en el hueso, pero el zusiano, en lugar de caer, gruñó como una bestia y agarró el rostro del stirbano con ambas manos, hundiendo sus dedos en sus ojos hasta hacerlos estallar en una lluvia de sangre y fluidos. El stirbano se convulsionó, soltando un alarido inhumano, pero el zusiano no lo soltó. Con su último aliento, ya desangrándose, mordió la garganta de su enemigo, arrancándole un pedazo de carne con los dientes antes de desplomarse finalmente, muerto… pero llevándose a su asesino con él.

Los jinetes stirbanos, antaño la élite de su ejército, estaban siendo masacrados. Sus caballos, descuartizados por los zusianos, se desplomaban en montañas de carne abierta y órganos derramados. Arkadi, aún montado en su corcel cubierto de sangre y espuma, vio cómo sus hombres eran arrastrados de sus monturas, destrozados con brutalidad inhumana. Un jinete stirbano recibió un tajo en el muslo y cayó de su caballo, apenas tuvo tiempo de tocar el suelo cuando cinco zusianos se abalanzaron sobre él. Sus gritos duraron un instante antes de que su cabeza fuera arrancada de sus hombros, no por una espada, sino por las manos desnudas de un enemigo que la separó de su cuello con un crujido nauseabundo.

Arkadi no podía permitirse pensar. Su maza descendió, estrellándose contra el casco de un enemigo, hundiéndolo junto con la carne y el hueso que protegía. Giró su montura y golpeó a otro, partiéndole la clavícula y destrozándole el pecho. Pero los zusianos no cedían. Una lanza se clavó en su corcel, atravesándole el pecho. La bestia relinchó en agonía antes de caer de costado, atrapando la pierna de Arkadi debajo de su peso.

El suelo temblaba bajo los pasos de los infantes zusianos que se acercaban, sus sombras alargándose con la luz moribunda del sol. Arkadi respiró hondo, sintiendo el hedor de la muerte en cada bocanada de aire. La batalla se había convertido en una carnicería sin sentido, un campo de muerte donde la brutalidad zusiana y la rabia stirbana chocaban en una tormenta de sangre y acero.

Arkadi apenas podía mantenerse en pie, pero la ira lo mantenía en movimiento. A su alrededor, los guerreros stirbanos luchaban con una desesperación casi animal, desgarrando con sus armas y dientes a los zusianos, pero estos últimos eran una pesadilla de carne y hierro, una masa de guerreros que no se detenían ni siquiera cuando estaban desmembrados.

En las alturas del desfiladero, el combate era un infierno de cuchillas y cuerpos destrozados. Un arquero zusiano, al verse desarmado, sacó su daga y la hundió repetidamente en la cuenca ocular de un stirbano, incluso cuando su pecho era perforado por una lanza. A su lado, un ballestero, con las piernas rotas, usó sus últimas fuerzas para morder la garganta de su enemigo, arrancando carne y tráquea con los dientes, un arquero zusiano, con media cara arrancada y el brazo colgando por un tendón, se aferró a un stirbano, hundiendo sus dientes en su garganta antes de ser partido en dos por un hachazo. Otro, con las entrañas colgando, estranguló a su asesino con sus propias tripas mientras reía con un gorgoteo sanguinolento. Los stirbanos, por su parte, aullaban de rabia, arrojándose sobre sus enemigos con un salvajismo que hacía temblar el suelo, desgarrando gargantas con sus propias manos, hundiendo cuchillos hasta la empuñadura en vientres ennegrecidos por la sangre seca.

En el suelo, la caballería stirbana intentaba resistir, pero la ferocidad zusiana era imparable. Un jinete cayó, pero antes de tocar el suelo, una docena de lanzas lo atravesaron, dejándolo suspendido en el aire como un grotesco espantapájaros de carne y acero. Los caballos morían en montones, despedazados por alabardas y hachas que se hundían en sus cuerpos como si fueran barro.

Arkadi sintió que su brazo flaqueaba por un momento, pero su rabia no le permitió caer. Con un rugido, partió el cráneo de un zusiano con su maza, solo para sentir el impacto de una espada en su espalda. Cayó de rodillas, pero antes de que su atacante pudiera rematarlo, otro stirbano le arrancó la cabeza de un solo tajo y lanzó un grito de furia que resonó en el campo de batalla.

Pero en medio de la carnicería, Arkadi experimentó una claridad aterradora. La fatiga desapareció, la debilidad se esfumó, y en su lugar llegó una energía cruda, primitiva, una oleada de adrenalina que le recordó sus días más salvajes. Todo el campo de batalla ardía ante sus ojos. Vio las líneas enemigas, vio las brechas, vio la oportunidad. Sabía dónde golpear, dónde encender la llama que volcaría la balanza a su favor.

Reunió a los pocos jinetes stirbanos que quedaban a su lado, hombres cubiertos de heridas, con las miradas ensombrecidas por la determinación y el odio. No necesitaban palabras. Con un grito, espolearon a sus monturas y se lanzaron como una tormenta de muerte hacia el corazón del enemigo, desgarrando todo a su paso. El suelo temblaba bajo los cascos, el aire se llenaba de acero y sangre. Los jinetes stirbanos, desesperados y sedientos de venganza, se lanzaron contra la marea enemiga con una furia desatada. Los cascos de sus caballos aplastaban cráneos, las alabardas perforaban carne y martillos aplastando armaduras como si fueran de papel, las espadas se hundían en cuerpos que no sabían rendirse. Arkadi vio cómo uno de sus hombres atravesaba con su lanza a un zusiano, levantándolo en el aire como un trofeo, solo para ser arrastrado de su caballo cuando el enemigo, con la lanza aún enterrada en su pecho, le rompió la mandíbula de un puñetazo y lo destripó con sus propias manos.

La masacre alcanzó un punto de locura indescriptible.

Arkadi con la adrenalina consumiendo su carne y su mente reducida a una sola verdad: matar o morir. Su cuerpo, destrozado por los golpes, ignoró el dolor cuando levantó su maza y la descargó con una fuerza inhumana sobre el cráneo de un jinete zusiano. El sonido fue un chasquido húmedo seguido de un rocío caliente de sesos y sangre que le cubrió el rostro. Pero antes de que el cadáver tocara el suelo, otro enemigo ya estaba sobre él.

Los legionarios zusianos eran monstruos. No guerreros, no soldados, sino abominaciones de carne y voluntad inquebrantable. Un stirbano hundió su espada hasta la empuñadura en el pecho de un zusiano, pero este, en lugar de caer, se arrojó sobre su asesino, empalando aún más la hoja en su propio cuerpo mientras desgarraba la cara del stirbano con martillo en mano. Otro, con el torso abierto y los intestinos colgando como serpientes moribundas, se aferró al cuello de su verdugo, quitándole el gorgal y mordiendolo con tanta fuerza que arrancó la mitad de su tráquea antes de ser decapitado.

Los stirbanos eran salvajes, sí, pero los zusianos eran una pesadilla. El suelo, era una fosa de cadáveres y miembros cercenados, la sangre espesa y negra lo cubría todo, las entrañas resbalaban bajo los pies de los combatientes, y el hedor de la muerte era insoportable. Un jinete stirbano, con el cuerpo perforado por varias alabardas, aún tuvo fuerzas para decapitar a un zusiano antes de que su caballo cayera y él quedara atrapado, su cuerpo convulsionando mientras la vida lo abandonaba.

Arkadi gritó de furia y adrenalina, sintiendo ese fuego que penso haber olvidado. Su maza impactó el pecho de un enemigo con tal fuerza que los huesos estallaron hacia afuera en una lluvia de astillas ensangrentadas. Otro zusiano, con la mitad del rostro arrancado, le saltó encima como un demonio hambriento. Arkadi lo agarró del cuello y lo apretó hasta que su cuello se hundio como una fruta podrida.

Pero no importaba cuánto mataran, cuántos despedazaran. Los zusianos seguían avanzando, arrastrándose entre los cadáveres, riendo con las bocas llenas de sangre, susurrando maldiciones incluso cuando eran reducidos a restos irreconocibles.

La batalla ya no era una lucha entre ejércitos.

Era un infierno donde solo los más despiadados sobrevivirían.

Y entonces Arkadi lo vio.

Thornflic Bladewing.

Un coloso entre los hombres, montado en un gigantesco caballo negro que parecía sacado de una pesadilla. Su armadura de placas negras estaba adornada con emblemas de lobos carmesí, y cada pieza de su equipo irradiaba poder y brutalidad. Dos enormes hachas dentadas colgaban de sus manos, armas diseñadas no solo para matar, sino para destrozar. Su estatura rivalizaba con la de Arkadi: apenas quince centímetros más bajo, pero igual de imponente. Las cicatrices en su rostro narraban historias de batallas sin fin, y su larga cabellera negra ondeaba al viento como la bandera de un conquistador. Su mirada era fuego, una chispa de locura y sed de sangre que prometía destrucción.

A su alrededor, miles de sus guardias personales, los Desolladores Carmesí, formaban una visión aterradora. Montados en enormes caballos de guerra cubiertos con bardas ornamentadas de patrones siniestros y pinchos afilados, parecían la encarnación misma de la brutalidad. Sus yelmos grabados con calaveras les daban un aspecto fantasmal, como heraldos de la muerte. Portaban armas diseñadas para el dolor: hachas dobles con hojas dentadas, espadas flamígeras con filos ondulados, mazas llenas de pinchos y martillos de guerra capaces de pulverizar huesos con un solo golpe.

Y no esperaron.

Con un rugido gutural, Thornflic alzó una de sus hachas y señaló hacia Arkadi. Los Desolladores Carmesí avanzaron, una marea de acero y destrucción. El choque fue cataclísmico. La caballería stirbana y los Desolladores colisionaron en una explosión de sangre y acero, y el campo de batalla se convirtió en un matadero. Los caballos caían con las tripas abiertas, los jinetes eran arrancados de sus monturas y despedazados en el suelo. Las armas dentadas cortaban carne con una facilidad horrenda, arrancando extremidades, abriendo gargantas, pulverizando cráneos.

Arkadi se abrió paso a golpes, su maza aplastando y destrozando. Un Desollador intentó atacarlo desde un lado, pero Arkadi giró y le partió el pecho con un golpe descendente, haciendo que el hombre cayera como una marioneta sin hilos. Otro se lanzó con una espada flamígera, pero Arkadi interceptó el golpe, arrancó el arma de las manos del enemigo y le rompió el cuello con una brutalidad fría.

Y entonces, finalmente, estuvo frente a Thornflic.

El coloso sonrió, mostrando sus dientes perlados como si saboreara la matanza a su alrededor. No hubo palabras, solo el rugido de dos bestias desatadas.

Se lanzaron el uno contra el otro como titanes de la guerra. La primera colisión de armas fue tan violenta que el estruendo hizo retumbar el desfiladero. La maza de Arkadi impactó contra las hachas dentadas de Thornflic, y el choque fue un rugido de acero y chispas. Ninguno cedió. Thornflic respondió con un golpe descendente, brutal como el hachazo de un verdugo, que Arkadi esquivó por un pelo, sintiendo el viento del filo silbar sobre su cabeza. Contraatacó con un barrido lateral, una embestida asesina, pero el otro lo bloqueó con la velocidad de un demonio.

La batalla entre ambos fue un torbellino de golpes devastadores, una danza de brutalidad donde cada movimiento podía significar la muerte. Sus armas desgarraban el aire, el metal cantaba con cada choque, y la sangre teñía el suelo con cada impacto que encontraba carne. Arkadi sintió la quemazón de un tajo en el brazo; Thornflic gruñó cuando su costado fue abierto por una dentellada de hierro. Pero no hubo pausas, no hubo respiros.

Mientras tanto, la batalla alrededor de ellos, se había transformado en el infierno mismo.

Los stirbanos peleaban con la ferocidad de bestias acorraladas, pero la brutalidad zusiana no tenía límites. Los stirbanos podían ser salvajes, pero los zusianos eran algo más: monstruos de carne y acero, guerreros que no cedían ni con los intestinos colgando. Un stirbano clavó su espada hasta la empuñadura en el pecho de un enemigo, pero este, en vez de caer, lo atrapó en un abrazo de muerte y le mordió el rostro, arrancando carne y hueso con los dientes hasta que ambos cayeron, enredados en un amasijo de sangre y vísceras.

No había cuartel.

Los caballos relinchaban con gritos infernales mientras sus cuerpos eran perforados por lanzas y sus jinetes eran despedazados antes de tocar el suelo. Un stirbano, con un brazo cercenado, aún lograba hundir su hacha en la garganta de un zusiano, pero este, escupiendo sangre, lo sujetó con sus últimas fuerzas y hundió sus dedos en sus ojos hasta hacer estallar los globos oculares.

El lodo se mezclaba con la sangre, convirtiéndose en una pasta densa donde resbalaban miembros cercenados. Un soldado sin piernas se arrastraba por el campo de batalla con las tripas arrastrándose tras él, gritando de locura y odio. Los zusianos, con los cuerpos abiertos, con las mandíbulas colgando, con los cráneos agrietados, seguían avanzando, lanzándose contra sus enemigos como si la muerte misma los hubiera rechazado.

Arkadi, cubierto de heridas y jadeando como un animal, no sentía el dolor. Sus músculos ardían, su visión oscilaba entre la realidad y una niebla roja de furia. Su maza era una extensión de su propia rabia, un instrumento de destrucción que aplastaba cráneos y rompía cuerpos como si fueran muñecos de trapo. A su alrededor, el mundo era solo una sinfonía de gritos y huesos quebrándose.

Y frente a él, Thornflic Bladewing sonreía.

No había miedo en sus ojos, solo una excitación salvaje.

Porque esta no era solo una batalla. Era un sacrificio de carne y sangre. Era el festín de los dioses de la guerra.

Y ninguno de los dos pensaba ser el que cayera primero.

Los golpes se volvieron a intercambiar con una ferocidad inhumana. Explosiónes de fuerza, cada movimiento una danza mortal entre dos depredadores desatados. Arkadi sentía cómo sus instintos más primitivos despertaban, aquellos que había cultivado desde su infancia, cuando era solo un niño despreciado por su madre, quien pudo masacrar y vencer sobre a esos salvajes de Norvadia.

Ahora, en medio de este baño de sangre, esos mismos instintos lo devolvían a su esencia más pura: no era un soldado, ni un estratega, ni un general. Era un cazador. Un depredador sin piedad.

Pero su enemigo no era una presa.

Thornflic era una bestia, un carnicero, un demonio vestido de acero y sangre. Su presencia era como una sombra que aplastaba el campo de batalla con su mera existencia. Y lo peor de todo: estaba fresco. Su resistencia parecía inhumana, su energía inagotable. Arkadi podía ser más grande, más fuerte, pero su cuerpo ardía de fatiga, su mente comenzaba a tambalearse al borde del colapso, mientras Thornflic lo miraba con ojos brillantes de un ansia sádica, devoradora.

Con un rugido, Thornflic atacó aun mas salvajemente.

Los golpes de sus hachas dentadas llegaban con la fuerza de un trueno. Arkadi bloqueó con su maza, pero el impacto le sacudió los brazos, enviando una descarga de dolor hasta sus hombros. El segundo golpe llegó de inmediato, una arremetida ascendente que rasgó la protección de su montura, partiendo cuero y carne, casi lanzándolo del caballo. Su bestia relinchó, espumeando sangre de la boca, tambaleándose.

Thornflic rió, una carcajada cruel y llena de desprecio.

—¿Este es el gran general número uno de Stirba? —escupió con burla, sus ojos ardiendo de ansias de sangre—. ¿Este es el hombre que me han enviado para matarme? Qué decepción.

Arkadi no respondió con palabras.

Espoleó a su caballo y se lanzó de nuevo al ataque. Su maza descendió como la furia de un dios, pero Thornflic interceptó el golpe con una de sus hachas. La fuerza del impacto hizo que su caballo retrocediera varios pasos, pero el coloso zusiano solo sonrió, como si se estuviera divirtiendo.

Los pocos jinetes stirbanos que quedaban peleaban con desesperación, cada uno aferrado a su arma como si su vida dependiera de ello, porque así era. Eran violentos, salvajes, asesinos curtidos en la guerra, pero los Desolladores Carmesís eran algo peor: demonios nacidos del infierno.

Los stirbanos luchaban como bestias rabiosas. Los Desolladores Carmesís peleaban como monstruos que no conocían el miedo, como si la muerte fuera solo un inconveniente temporal.

Un stirbano hundió su espada hasta la empuñadura en el vientre de un enemigo, pero el Desollador Carmesí, en lugar de caer, se aferró a él con garras de hierro y le hundió una daga dentada en el cuello, arrancando carne y tráquea con los dientes. Ambos se desplomaron juntos, retorciéndose en un charco de sangre.

Los cuerpos se amontonaban en pilas de carne destrozada, las extremidades cercenadas volaban por el aire como muñecos rotos. Un jinete stirbano, con una hacha clavada en el pecho, todavía encontró la fuerza para intentar hundir su daga en el ojo de su asesino antes de que este le arrancara la cabeza dejando que su cuerpo se desplumase.

Los caballos, aterrorizados, relinchaban con chillidos agónicos mientras eran destripados, sus entrañas cayendo al barro carmesí. Guerreros sin piernas se arrastraban por el suelo, apuñalando tobillos, abriendo gargantas con las últimas fuerzas que les quedaban.

El lodo ya no era lodo. Era sangre coagulada mezclada con restos humanos, un mar espeso y pegajoso donde los moribundos se hundían y asfixiaban en su propia miseria.

No había gloria. No había honor. Solo un abismo de sangre y muerte.

En medio del infierno desatado, Arkadi y Thornflic continuaban su duelo, dos colosos chocando con la furia de dioses caídos, dos bestias devorándose mutuamente con una única certeza: solo uno saldría con vida.

Los golpes se intercambiaban como el rugir de una tormenta, la maza de Arkadi estrellándose contra las hachas de Thornflic en una sinfonía de muerte y destrucción. Cada impacto era un terremoto, el suelo vibraba bajo la violencia del combate, los caballos relinchaban enloquecidos por el miedo. Chispas saltaban de los choques de metal, y la sangre salpicaba el aire con cada tajo y golpe.

Thornflic se inclinó sobre las estribos y lanzó una patada brutal que impactó directo en el pecho de Arkadi, el crujido de hueso y armadura resonó en el aire. El stirbano sintió cómo se tambaleó y se destrabilizo sobre su montura. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Thornflic atacó con un golpe descendente de su hacha dentada, buscando partirlo en dos desde el cráneo hasta el pecho.

Arkadi giró en el último instante. No lo suficiente.

El filo serrado de la hacha rasgó su placa y su cota de malla como si fuera papel, enterrándose en su hombro con un sonido nauseabundo. La carne se abrió en una explosión de sangre, un torrente caliente que le empapó el brazo y el costado. Un dolor lacerante recorrió su cuerpo, pero no tenía tiempo para ceder.

Apretó los dientes, la sangre escurriendo por su rostro mezclada con sudor y polvo.

—¿Eso es todo lo que tienes? —gruñó, su voz goteando rabia y desafío.

Thornflic respondió con un rugido que estremeció el campo de batalla. Su furia se desbordó como un torrente de sangre y odio. Los guerreros cercanos, tanto zusianos como stirbanos, sintieron un escalofrío recorrerles la espalda, como si la mismísima muerte se manifestara en carne y acero.

Sin más advertencia, cargó.

Las hachas de Thornflic cortaban el aire como garras de una bestia infernal, cada tajo buscaba despedazar, no solo herir. Arkadi apenas logró bloquear el primer golpe, desviándolo con su maza en un impacto tan brutal que sintió el entumecimiento recorrer su brazo como una descarga eléctrica. El segundo golpe llegó de inmediato, una embestida asesina que cortó una fina línea en su cuello al pasar, un susurro de acero que dejó una herida delgada pero letal.

Un hilo de sangre escarlata brotó de la herida, volando en una línea perfecta antes de mezclarse con la parte de su trenza dorada de su cabello.

El mundo se convirtió en un torbellino de sangre y acero.

Arkadi, rugiendo de furia, giró su maza con una velocidad inhumana y la estrelló contra la pierna de Thornflic, buscando destrozarle la rótula en mil pedazos. Pero el coloso zusiano bloqueó con una de sus hachas, desviando apenas el golpe antes de contraatacar con una brutalidad monstruosa.

El hacha se hundió en el muslo de Arkadi con un sonido húmedo y nauseabundo. Carne, músculo y venas se abrieron en una explosión de sangre.

Un alarido de agonía escapó de la garganta de Arkadi. Un dolor lacerante le recorrió la pierna, pero su furia lo sostuvo. Sus ojos se llenaron de un rojo asesino mientras, con la rabia de un animal herido, levantaba su maza y la descargaba sobre la cara de Thornflic.

El impacto destrozó parte del casco del zusiano, hundiendo el metal en su mejilla y desgarrando la piel hasta el hueso. Un río de sangre manó del desgarrón, pero Thornflic no cayó. No. Al contrario, sonrió.

Con la boca llena de sangre y un brillo de locura en los ojos, escupió un diente junto con un chorro de saliva carmesí antes de lanzar otra embestida.

El caballo de Arkadi relinchó con desesperación, tambaleándose bajo el peso de su jinete mientras intentaba mantener el equilibrio. Thornflic no dio tregua. Sus ataques eran una tempestad imparable, cada golpe una arremetida devastadora que hacía retroceder a Arkadi. Su maza apenas podía detener la furia del coloso zusiano, cada impacto resonando en sus huesos como el retumbar de un tambor de guerra.

Thornflic rió, su voz un gruñido cruel y burlesco.

—¿¡Esto es todo lo que tienes, perro stirbano!? —escupió con desprecio, su rostro deformado en una mueca burlona mientras la sangre resbalaba por su barbilla—. ¡Eres una broma, un chiste! Me prometieron un guerrero, pero lo único que veo es un niño jugando con un martillo. ¡Voy a arrancarte los brazos y usarlos para alimentar a mis perros!

Las hachas descendieron en un golpe simultáneo, buscando partirlo en dos como un tronco seco. Arkadi cruzó su maza para bloquear, y el impacto fue tan salvaje que sus huesos crujieron como ramas rotas. Su caballo relinchó y se alzó en dos patas, desequilibrado, y Arkadi apenas logró mantenerse en la silla. Con un grito de furia, intentó contraatacar, lanzando un golpe lateral con toda la fuerza que le quedaba.

Pero Thornflic era más rápido. Arkadi apenas vio venir la patada antes de que el mundo se desmoronara a su alrededor.

La bota blindada de Thornflic se estrelló contra su pecho con la fuerza de un ariete, hundiendo el metal de su coraza y aplastando su carne contra las costillas. Un sonido seco y escalofriante resonó en su interior: el chasquido de huesos astillándose.

El aire escapó de sus pulmones en un violento estallido.

Y luego, voló.

Salió despedido de la silla como un muñeco de trapo arrojado por un gigante. El suelo se precipitó hacia él, y cuando impactó contra la tierra, un crujido sordo recorrió su espalda. Su visión se nubló de inmediato, su cabeza rebotó contra el lodo ensangrentado, y un sabor amargo, metálico, se filtró en su boca. Tosió y escupió, dejando un rastro de sangre y saliva sobre el pantano sangriento.

Pero no hubo tiempo para respirar.

Las hachas descendieron de nuevo, como la sentencia de un verdugo.

Arkadi, apenas consciente, levantó su maza por instinto. El impacto fue devastador. El acero chocó con una fuerza monstruosa, y la vibración recorrió su brazo como un relámpago de puro dolor. Sus huesos gimieron, su muñeca se torció, y su antebrazo sufrió una punzada ardiente que le hizo pensar que se había fracturado.

Pero Arkadi no tenía ese lujo.

Con un rugido de furia, intentó un contraataque. Lanzó un golpe lateral con su maza, una embestida desesperada que buscaba aplastar el cráneo de Thornflic de una vez por todas.

Pero Thornflic era más rápido.

Se inclinó a un lado, y la maza pasó rozando su armadura sin más efecto que un chirrido metálico. Antes de que Arkadi pudiera recuperar el equilibrio, el coloso zusiano ya estaba sobre él.

Otro impacto.

Otra patada demoledora.

Esta vez, la bota blindada lo golpeó directamente en el costado herido, hundiéndose en la carne con la crueldad de un carnicero cortando un animal vivo. Arkadi sintió algo romperse dentro de él. Un dolor insoportable le recorrió el torso, como si cuchillas incandescentes le atravesaran los órganos.

Y volvió a caer.

Esta vez, el impacto fue peor.

Rodó sobre la tierra, golpeando su hombro con la violencia de una muñeca de trapo lanzada contra un muro de cadáveres. Sus oídos zumbaban, su visión oscilaba entre la claridad y el negro absoluto, y su boca sabía a cobre.

El mundo se convirtió en una cacofonía de gritos de agonía y acero desgarrando carne.

Podía oír cómo las armas perforaban cuerpos, cómo el acero rebanaba miembros, cómo las flechas se hundían en la carne con un sonido húmedo y repulsivo. El hedor a sangre y vísceras flotaba en el aire, tan espeso que parecía impregnarse en su piel.

Y entonces, vio la silueta de Thornflic acercándose. Había bajado de su caballo.

Una bestia de guerra, un monstruo con forma humana.

Sus hachas estaban teñidas de rojo oscuro, goteando con la sangre de incontables enemigos. Su armadura estaba astillada, pero su sonrisa seguía ahí, torcida en una mueca de burla y desprecio.

—Levántate —gruñó Thornflic, su voz resonando como el trueno antes de la tormenta—. Levántate y muere con algo de dignidad.

Arkadi jadeó. Cada respiración era un tormento, cada movimiento un infierno.

Pero no moriría de rodillas.

Con un gruñido que era mitad furia, mitad agonía, se obligó a ponerse de pie. Sus piernas temblaron, su cuerpo protestó con una oleada de sufrimiento puro, pero se sostuvo.

Alzó su maza con ambas manos, los nudillos blancos por la fuerza con la que la sujetaba.

Su mirada se encontró con la de Thornflic.

Y en ese instante, supo que solo uno de los dos saldría con vida.

Thornflic atacó primero, y la tierra pareció estremecerse bajo el peso de su furia. Sus hachas, pesadas y manchadas de sangre, descendieron con una fuerza implacable, buscando partir a Arkadi en dos con cada golpe. El silbido del acero cortaba el aire como un lamento mortal, y Arkadi apenas tuvo tiempo de esquivar el primer tajo, sintiendo el viento del filo pasar peligrosamente cerca de su rostro. Pero el segundo golpe llegó demasiado rápido. La hoja dentada de una de las hachas encontró su objetivo, desgarrando la armadura de Arkadi y abriéndose paso en su carne. La sensación fue como el ardor de un hierro al rojo vivo. La sangre brotó al instante, caliente y espesa, empapando su costado y tiñendo la tela bajo su placa metálica de un rojo oscuro y ominoso.

El dolor era insoportable, pero Arkadi no retrocedió. Sabía que dar un paso atrás sería firmar su sentencia de muerte. Con un rugido gutural que nacía desde el mismo abismo de su furia y desesperación, giró sobre sus talones, su maza describiendo un arco ascendente con una velocidad y fuerza devastadoras. El arma impactó con un estruendo ensordecedor contra las hachas de Thornflic, desviando el ataque que iba directo hacia su cabeza. La potencia del golpe fue tal que las hojas dentadas rechinaron al chocar, y por un instante, las dos armas quedaron trabadas en un pulso feroz de fuerza bruta.

Thornflic tambaleó, pero no cayó. La mueca de sorpresa que cruzó su rostro duró apenas un parpadeo antes de ser reemplazada por una sonrisa salvaje y sangrienta. Con un rugido, empujó hacia adelante, liberando sus hachas y lanzando una embestida tan violenta que Arkadi apenas logró levantar su arma a tiempo para bloquear. El impacto lo hizo retroceder varios pasos, sus botas resbalando en el barro ensangrentado que cubría el campo de batalla.

A su alrededor, la carnecería rugía en toda su brutalidad. Los gritos de agonía se mezclaban con el estruendo del acero al chocar, el crujir de huesos rotos y el sonido húmedo y repulsivo de la carne siendo desgarrada. Los Desolladores Carmesí se movían como bestias desatadas, arrancando cabezas, destripando enemigos y dejando a su paso una estela de cuerpos mutilados. La tierra misma parecía beber la sangre que se derramaba en ríos, y el aire estaba tan saturado de muerte que era difícil respirar sin sentir el sabor metálico en la lengua.

Pero Arkadi no podía permitirse distraerse. Thornflic volvió a la carga, moviéndose con una rapidez aterradora para un hombre de su tamaño, como si el peso de su armadura y sus hachas no significara nada. Cada movimiento suyo era una exhibición de brutalidad y precisión. Sus hachas giraban en sus manos como extensiones naturales de su cuerpo, trazando arcos letales que cortaban el aire con un silbido siniestro. El acero brillaba manchado de sangre bajo el sol apagado por el polvo, y el sonido de los golpes era como el estruendo de truenos en medio de la carnicería.

Arkadi bloqueaba y esquivaba como podía, pero cada defensa le costaba más fuerza, cada choque de su maza contra las hachas era una descarga de dolor en sus músculos agotados. Su respiración era un jadeo pesado, sus brazos temblaban bajo el peso de su arma, y su visión comenzaba a nublarse por la pérdida de sangre. La herida en su costado ardía con cada movimiento, como si una brasa se hubiera incrustado en su carne. La sangre resbalaba por su cintura, manchando su armadura, sus piernas, formando pequeños charcos bajo sus pies que se mezclaban con el barro y la sangre de incontables caídos.

Thornflic no le daba tregua. Cada golpe era una embestida, una tormenta imparable que no mostraba signos de fatiga. El sonido de su risa era cruel y lleno de furia, un eco demoníaco entre los gritos de la batalla. Arkadi esquivó un tajo descendente por apenas un suspiro, sintiendo el viento cortante del filo pasar junto a su mejilla. Retrocedió, pero Thornflic ya estaba sobre él. El siguiente golpe llegó como un relámpago, y Arkadi alzó su maza para bloquearlo, pero la fuerza del impacto lo hizo tambalearse. Su brazo entumecido se resistió a responder, y en ese instante de vulnerabilidad, el segundo golpe cayó.

La hoja dentada se hundió en su hombro. El sonido fue húmedo y desgarrador, un crujido de carne y hueso. El grito de Arkadi se ahogó en su garganta cuando el dolor lo consumió. El mundo se volvió borroso, y por un instante pensó que caería. Sus piernas flaquearon, pero se mantuvo de pie, tambaleándose mientras el sudor frío resbalaba por su frente. Cuando logró enfocar la vista, vio la sonrisa cruel de Thornflic acercándose, sus dientes manchados de sangre, sus ojos brillando con una furia sádica.

—¿Es todo lo que tienes? —escupió Thornflic con desprecio—. ¿Así es como muere la Gran Bestia Roja de Stirba? De pie, perro. No me prives de una muerte digna.

Arkadi respiró hondo, y el dolor se extendió por su cuerpo como fuego líquido. Pero no iba a morir de rodillas. No mientras aún tuviera fuerzas para sostener su arma. Con un esfuerzo titánico, se enderezó, levantando su maza con ambas manos. Su mirada se encontró con la de Thornflic, y en ese instante supo que este duelo solo terminaría con la muerte de uno de los dos.

El siguiente intercambio fue una tormenta de acero y sangre. Arkadi golpeaba con desesperación, su maza buscando abrirse paso entre las defensas de Thornflic, pero el gigante era implacable. Cada ataque era desviado o bloqueado con una facilidad insultante, y cada contraataque era una arremetida brutal que arrancaba más sangre, más fuerza, más esperanza. Arkadi jadeaba, su cuerpo temblaba, y cada vez era más lento. Thornflic, en cambio, parecía ganar fuerza con cada instante que pasaba.

La risa de Thornflic resonó de nuevo, una burla despiadada. —¿Ya te cansas? Qué decepcionante. Pensé que tendrías más aguante.

Arkadi no respondió. No podía. Apenas mantenía la maza en alto, y cuando Thornflic atacó de nuevo, la defensa llegó un segundo tarde. El filo del hacha se clavó en su muslo, abriendo una nueva herida. Arkadi cayó de rodillas, la sangre brotando a borbotones.

—Levántate —gruñó Thornflic, acercándose lentamente—. Levántate y muere con algo de dignidad.

Arkadi intentó ponerse de pie, pero sus piernas no respondieron. El peso de su arma era insoportable, y la visión comenzaba a oscurecerse en los bordes. Sabía que había llegado el final. Pero no iba a cerrarlo sin pelear.

Con un último rugido, levantó su maza y la lanzó hacia Thornflic con todas las fuerzas que le quedaban. El arma giró en el aire, pero Thornflic se apartó con una facilidad insultante. Cuando la maza golpeó el suelo detrás de él, el gigante ya estaba sobre Arkadi.

—Patético —murmuró Thornflic, y alzó una de sus hachas.

El filo dentado encontró el cuello de Arkadi.

Por un instante, hubo un silencio pesado, como si el mismo campo de batalla contuviera la respiración. El cuerpo de Arkadi se quedó inmóvil, sus manos soltando la maza con una lentitud casi solemne mientras la fuerza lo abandonaba por completo. Su cabeza, separada de su cuerpo con una precisión brutal, giró en el aire como un objeto desechado, describiendo una trayectoria lenta y cruel antes de caer al suelo. La sangre brotó en una fuente caliente, dibujando un arco carmesí que manchó el barro ya empapado de la masacre. Cuando la cabeza tocó el suelo, rebotó una vez, dejando una mancha oscura antes de detenerse. El cuerpo, privado de su voluntad, se desplomó poco después, cayendo pesadamente como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. El sonido del impacto fue sordo, ahogado por el barro y la carne destrozada que lo rodeaba.

En ese último y agonizante fragmento de conciencia, mientras la oscuridad lo reclamaba, Arkadi pensó en lo que había sido y en lo que había dejado de ser. La palabra patético resonó en su mente con una amargura que quemaba más que cualquier herida. ¿Cuándo se había vuelto tan inservible? ¿Cuándo había dejado de ser él mismo? Recordaba el tiempo en el que lo llamaban la Bestia Roja, el Carnicero de Stirba, el hombre capaz de luchar sin armadura, enfrentándose a miles de enemigos con una ferocidad salvaje, como si el mismísimo infierno lo guiara. Su fuerza era legendaria, su instinto de guerra tan agudo que parecía predecir cada movimiento de sus rivales, y su ira, su odio, lo convertían en una tormenta imparable en el campo de batalla.

Pero ahora… ahora no era nada de eso. ¿Fue cuando aceptó el título de Supremo General de los Ejércitos de Sangre Real? ¿Fue cuando ascendió al puesto de Primer General de Stirba, alejándose del fragor de la batalla para sentarse en mesas de estrategia y comandar desde la distancia? Tal vez fue ahí cuando se relajó, cuando permitió que los lujos lo envolvieran, cuando cambió el filo de su arma por el tacto suave de las pieles en su lecho, por el sabor del alcohol y el veneno dulce de la complacencia. Mujeres, hombres, manjares y placeres sin fin… tal vez ahí comenzó su caída.

¿O fue cuando la fuente de su odio murió? Su madre, la única figura que había alimentado su furia, desapareció, y con ella se apagó parte de esa llama oscura que lo impulsaba. ¿O tal vez fue cuando masacró a todos los clanes norvadianos, aquellos que creía vinculados a ese padre que nunca conoció, buscando una venganza vacía? ¿Pensó entonces que había logrado su propósito? ¿Que había cerrado el ciclo de violencia que lo definía? ¿Ese fue el momento en que comenzó a marchitarse?

La trampa en la que había caído… debió haberla visto venir. En otros tiempos la habría olido desde millas de distancia, habría leído las implicaciones en cada movimiento enemigo. Pero esta vez no. Esta vez, ni siquiera duró un día de combate. Su papel era ser el escudo, el muro que protegiera a su duque, permitiéndole luchar sin preocuparse por las embestidas del enemigo. Y había fallado. Su cuerpo caía en el barro, y con él caía también la última esperanza de aquellos que habían confiado en su fuerza.

Tal vez era el destino. Tal vez los mil y un dioses que gobernaban el mundo habían decidido que su época dorada había terminado. Tal vez su tiempo había pasado, y lo que quedaba era esta humillación final, esta muerte indigna. Pero si existía una próxima vida, si había un renacer en otro ciclo… entonces juraba que regresaría para brillar como nunca, para ser la verdadera leyenda que alguna vez soñó ser.

Su cabeza cayó con un sonido apagado en el tapiz encharcado de muerte y desolación. Alrededor, el campo de batalla era un océano de cuerpos destrozados, miembros cercenados y gritos agonizantes. La sangre formaba riachuelos que serpenteaban entre las piedras y el barro, y el aire estaba tan saturado de hierro y desesperación que cada respiración era un castigo.

Thornflic se irguió sobre el cadáver de Arkadi, con el pecho subiendo y bajando en una respiración pesada, pero triunfante. Su rostro estaba salpicado de sangre, y sus ojos brillaban con la euforia del combate y la victoria. Con un movimiento lento y deliberado, levantó una de sus hachas, y la cabeza decapitada aún goteando sangre quedó suspendida en el aire como un trofeo macabro.

—¡Así mueren los débiles! —rugió, su voz retumbando como un trueno sobre el campo de batalla. La declaración fue recibida con una mezcla de gritos de guerra y alaridos de desesperación. Para algunos, era una proclamación de poder. Para otros, la sentencia de una derrota inminente.

El combate rugía a su alrededor, pero en ese instante, bajo el cielo carmesí del atardecer, Thornflic se sintió invencible. La batalla estaba llegando a su fin, y la victoria era solo cuestión de tiempo, no solo para esa batalla, si no para la guerra.