LXI

Lo recordaba, ese olor, ese color, esa sensación.

Sangre.

Mucha sangre.

El suelo era un océano carmesí, lodoso y espeso, mezclado con fragmentos de cuerpos destrozados, armaduras rotas y restos de banderas desgarradas. El hedor era insoportable: una mezcla de sangre, mierda, vísceras abiertas y el peor de todos, el de la muerte. El aire mismo parecía impregnado de ese olor fétido, de esa sensación pegajosa de muerte que se filtraba en los pulmones como un veneno invisible. Y talvez el viento les queria avisar de algo, de que ese dia seria el peor de sus vidas.

Los caballos relinchaban, sus ojos inyectados en rojo, espuma sanguinolenta brotando de sus bocas abiertas en agonía. Sus bardas estaban despedazadas, sus cuerpos cubiertos de heridas profundas, con puntas de lanzas, picos, virotes y flechas clavadas en sus flancos. Cada bestia herida seguía avanzando con los últimos vestigios de su fuerza, aplastando cadáveres bajo sus cascos, ignorando el dolor, impulsados por la locura del combate y la ciega lealtad de las bestias hacia sus amos.

Los hombres caían por miles. Eran pisoteados, decapitados, empalados. Las flechas y virotes caían como lluvia negra, los proyectiles de las balistas y escorpiones atravesaban líneas enteras de soldados como si fueran muñecos de paja. Los gritos de los moribundos se mezclaban con el estruendo del acero chocando contra el acero, con el crujido de huesos rotos, con el siseo de la sangre escapando de gargantas abiertas.

Thornflic estaba en medio de esa carnicería, luchando con toda la rabia y desesperación de un hombre que veía la muerte de cerca, no el de alguien que deseaba salvar a alguien de la inevitable muerte que el aire predicaba. A su alrededor, los otros siete generales zusianos peleaban con la furia de bestias acorraladas, bestias que necesitaban llegar con su amo, alabardas, martillos de guerra, mazas y hachas de petos bañadas en sangre de innumerables enemigos, sus armaduras abolladas y sucias. Eran ocho en total, luchando codo a codo contra una marabunta interminable de enemigos que los superaban en número por millones, todos los legionarios hacían lo mismo, tratando de avanzar y salvar a su amo.

Pero lo peor no era la batalla en sí. Lo peor no eran los gritos desgarradores, ni el estruendo del acero chocando contra el acero, ni la sangre que caía como lluvia sobre la tierra empapada de muerte. Lo peor era la verdad innegable que pesaba sobre sus almas como una losa de plomo. Una certeza que les oprimía el pecho, que les estrangulaba la esperanza.

Aquel a quien debían proteger, su duque, su general, su señor, estaba aislado y rodeado.

Kenneth, el pilar de su ejército, el hombre al que seguían con una lealtad feroz, había sido separado del grueso de los zusianos, forzado a retroceder hasta los márgenes de un inmenso lago. Aquel lago que, en tiempos de paz, era tan cristalino como el cielo despejado, un espejo puro donde el sol danzaba sobre sus aguas serenas. Pero ahora... ahora era un reflejo de la guerra misma. Su superficie se había ennegrecido con el fango de incontables pisadas, y sobre él flotaban densas vetas de escarlata, era la sangre de millones de hombres que estaban peleado, gritado y muriendo en sus orillas. Un cementerio líquido que devoraba los cuerpos de los caídos y susurraba su tragedia en cada ola rota.

Y allí, atrapado contra esas aguas profanadas por la muerte, Kenneth luchaba con apenas unos pocos miles de hombres a su lado. Los últimos restos de los legionarios de las sombras, su guardia personal, se alzaban a su alrededor como bestias desatadas, peleando con una furia que desafiaba lo humano. Eran una tormenta de acero y sangre, guerreros envueltos en la sombra de la desesperación, pero también en la luz cegadora de la lealtad absoluta. Ellos no retrocederían. No cederían ni un solo paso, aunque el precio a pagar fuera su propia existencia.

Thornflic sentía la desesperación devorarlo desde adentro, como un veneno lento que se filtraba por cada fibra de su ser. Su respiración era un rugido sofocado, su pulso martillaba en su pecho con una intensidad que casi dolía. Frente a él, un mar de enemigos, una marea implacable que se interponía entre él y su señor. No importaba cuántos cortara, no importaba cuántos atravesara con su hacha, siempre había más. Como una pesadilla sin fin, como un muro vivo de carne y odio que intentaba separarlo del hombre al que debía salvar.

No. No podía aceptar eso.

Con un grito de rabia, empuñó su arma con más fuerza, y se lanzó de nuevo al combate, una y otra vez, como un hombre que desafiaba a la muerte misma. Ese suelo, que alguna vez fue tan puro como una doncella, ahora era un mar de lodo oscuro, saturado por el peso de incontables pisadas. Un fango espeso, mezclado con el sudor, la sangre y las entrañas de aquellos que habían caído. Se extendía en todas direcciones, teñido de carmesí por la matanza desatada, un manto de muerte que devoraba el campo de batalla. Los cuerpos yacían en montones desordenados, algunos aún convulsionando, otros silentes, con los ojos abiertos y vacíos, devorados por la agonía de sus últimos momentos.

Pero no importaba. Era imposible. Eran millones. Millones de almas arrojadas a la guerra, millones de obstáculos, una barrera viviente de carne y acero, un muro insalvable que se alzaba como un torrente imparable entre los supervivientes y la esperanza.

El ejército zusiano estaba demasiado disperso, demasiado exhausto, demasiado lejos. La línea de batalla se había fragmentado en un caos de cuerpos en lucha, sin orden ni coordinación, cada legionario peleando solo, atrapado en una pesadilla donde cada enemigo abatido era reemplazado por otro, y luego otro más. Aún así, cada uno de ellos luchaba con la fiereza de una bestia acorralada, con la desesperación de quienes entendían que estaban perdiendo lo más valioso. No solo la guerra, sino algo más profundo, algo irremplazable. Luchaban sabiendo que estaban siendo aislados, empujados hacia el abismo, que cada metro que retrocedían era otro clavo en el ataúd de su duque.

Y aun así, en medio de esa tormenta de muerte y caos, Kenneth peleaba como un dios de la guerra encarnado. Su caballo dorado se alzaba sobre el campo de batalla como una bestia celestial, sus cascos golpeaban los cuerpos destrozados con el eco de un trueno lejano. Las cargas de Kenneth eran un espectáculo de destrucción: cada embestida dejaba tras de sí una densa niebla de sangre flotando en el aire, un río carmesí que se evaporaba lentamente bajo el sol agonizante.

Su alabarda, un relámpago de acero y muerte, bailaba con precisión letal. Cada tajo era un veredicto de aniquilación: hombres partidos en dos, armaduras desgarradas como papel, huesos pulverizados bajo la fuerza de un golpe imposible de resistir. No luchaba solo por su vida. No luchaba solo por honor. Luchaba por la victoria. Porque si no vencía, si no avanzaba, todo estaría perdido.

Kenneth no cedió, nunca cedía, siempre prevalecía, siempre tenia un plan... o eso se quería hacer pensar... eso tenia que pasar... eso quiso creer.

La luz del día se filtraba débilmente a través del cielo ennegrecido por el polvo, y el estruendo de la batalla era un rugido interminable, como el bramido de una bestia colosal que nunca conocería el descanso. El olor a sangre, a hierro oxidado, a carne pudriéndose y sudor se mezclaba en el aire denso, haciendo que cada respiración fuera un esfuerzo. El campo de batalla se había transformado en un paisaje de horror: montañas de cadáveres se alzaban como monumentos grotescos, ríos de sangre corrían entre el barro y los restos de armaduras destrozadas, y los gritos de los moribundos formaban un canto lastimero que nunca cesaba.

Y en medio de esa carnicería, Kenneth seguía luchando.

Su caballo con su magnífico pelaje dorado y ojos carmesís salvajes, avanzaba con el ímpetu de un demonio. Sus cascos destrozaban huesos y carne, y cada relincho era un desafío al destino. Kenneth, montado sobre él como una figura mitológica, era la encarnación de la guerra misma. Su alabarda se movía como un relámpago, un arma forjada para la destrucción, cortando y perforando con una precisión letal. Sin detenerse, sin nunca mirar atrás, sin descansar, sin tener piedad de su propio cuerpo.

Pero los enemigos no dejaban de llegar. Eran como una marea interminable, avanzando con la certeza de que su número superaría cualquier destreza. Cada vez que Kenneth mataba a uno, dos más tomaban su lugar. La línea de legionarios de las sombras que lo protegía se desmoronaba lentamente, cada soldado cayendo después de una resistencia feroz, pero inútil.

Y Thornflic observaba.

Desde su posición elevada, vio cómo Kenneth se convertía en una leyenda viviente. Vio cómo el duque luchaba con una habilidad y una furia que desafiaban toda lógica. Pero también vio el desgaste. La sangre que manchaba su armadura ya no era solo la de sus enemigos. La lentitud apenas perceptible en sus movimientos era la señal de un hombre que había superado sus límites hacía mucho tiempo. Cada golpe era más pesado, cada respiración más trabajosa.

Por primera vez, Thornflic sintió una punzada de algo desconocido en su pecho. No era compasión —no podía ser—, pero era algo cercano a la tristeza. Kenneth estaba destinado a caer, y el mundo perdería algo irremplazable.

El círculo de enemigos se cerró aún más. Kenneth giró su alabarda en un arco amplio, cortando a tres hombres de una sola vez, pero uno logró atravesar la defensa. Una lanza se clavó en su costado, arrancándole un gruñido de dolor. No se detuvo. Atrapó al lancero por la muñeca y lo arrastró hacia él, hundiendo la alabarda en su cuello. La sangre brotó en una cascada oscura, pero la lanza seguía ahí, temblando en su carne.

Kenneth arrancó la lanza de su cuerpo, la arrojó al suelo y continuó luchando.

Pero el destino es cruel.

Un segundo golpe llegó. Una flecha se hundió en su muslo, obligándolo a arrodillarse por un instante. Aun así, se levantó, cortando a otro atacante. Un tercer golpe —una espada que se deslizó entre las placas destrozadas de su armadura— le abrió un surco en la espalda. Kenneth rugió, girando con la fuerza de la desesperación, y partió al atacante en dos.

Pero estaba cansado. Y los enemigos eran demasiados.

—¡Kenneth! —gritó Thornflic, y por primera vez en años, su voz tembló.

Kenneth no lo escuchó. O si lo hizo, no mostró señal alguna. Solo siguió luchando, incluso cuando su cuerpo traicionaba su voluntad.

Finalmente, llegó el momento inevitable.

Un golpe certero, una lanza que se clavó profundamente en su abdomen. Kenneth cayó de su caballo, rodando por el barro, pero incluso entonces no soltó su alabarda. Se levantó tambaleante, con la sangre brotando de sus heridas, y cuando la siguiente oleada de enemigos avanzó, los enfrentó de pie.

Un corte en su brazo, otro en su pierna. Un hacha le abrió el costado, y aun así, siguió luchando.

Pero el destino es cruel.

Kenneth cayó de rodillas, su alabarda quebrada, rodeado de cadáveres. El último de los legionarios de las sombras había muerto, y ahora estaba solo. Pero en sus ojos aún ardía la determinación.

Thornflic no pudo mirar más. Las lágrimas que nunca había permitido fluir ardían en sus mejillas, abrasando su orgullo, su impotencia, su furia. Porque sabía que, aunque su duque caería, lo haría como lo que siempre fue: una leyenda.

Como si algo más grande que la vida lo poseyera a él y a su montura, Kenneth se convirtió en una tormenta de acero y sangre. Su caballo, herido, extenuado, regresó a su lado con un bramido de desafío, y su hermano en todo menos en sangre volvió a montar. A lomos de la bestia dorada, el duque se veía como un inmortal, un espectro de guerra al que ni la muerte podía reclamar. Y entonces cabalgó… pero no para huir. No para sobrevivir.

Cabalgó en sentido contrario.

Ni en su última batalla pensaba en su vida. Pensaba en dar la victoria a su gente, a su ducado, a ellos.

Y mató a todo lo que se interpuso en su camino.

Flechas llovieron sobre él como una tempestad de muerte. Las puntas de las lanzas, alabardas, corsecas, partesanas, espadas, hachas y jabalinas lo atravesaron desde todos los ángulos. Su armadura se hizo pedazos, cayendo en jirones ensangrentados a sus pies. Pero Kenneth no se detuvo. Con cada golpe, con cada tajo de su alabarda, escribía su nombre en la historia con sangre y muerte. Y en ese frenesí imparable, antes de que la oscuridad lo reclamara, mató a los mejores generales de la colación, a los verdugos del ducado, a los titanes de la guerra:

Varkas "El Rugido Carmesí", cuyas cargas de caballería habían quebrado innumerables ejércitos fue decapitado de un golpe limpio. Ervhan Draal, "El Muro de Hierro", invicto en el campo de batalla hasta ese día no pudo contra la ira de Kenneth, en unos segundos de combate la alabarda de Kenneth le atravesó el pecho con tanta fuerza que le dejo un enorme agujero en el pecho. Syldren Vos, "El Espectro de Medianoche", maestro del asesinato y la guerra en las sombras fue mutilado tan rápido que los golpes parecieron una tormenta carmesí. Borthak "El Azote de los Condes", de quien se decía que ningún monarca había sobrevivido a su filo, fue abierto por la mitad. Klavik Stormhand, "El Martillo de la Tempestad", portador de una maza que partía a hombres y caballos con un solo golpe no tuvo ni la oportunidad de defenderse de la albarda de Kenneth. Uldrek Kaarn, "El Segador de Almas", cuya lanza nunca fallaba su objetivo, pudo apuñalar una pierna de Kenneth pero Kenneth pudo mandar a volar su torso. Zevor Mal'Taar, "La Maldición de los Justos", conocido por su despiadada masacre de ciudades enteras, suplico antes de que su cráneo fuese dividido de un tajo. Draygus Valgor, "El Último Dragón", un guerrero tan feroz que lo comparaban con las antiguas bestias de leyenda, lanzó un rugido que estremeció el campo de batalla cuando se abalanzó sobre Kenneth. Kenneth bloqueó el golpe, pero la brutalidad del impacto hizo crujir sus brazos. Draygus sonrió, creyendo haber encontrado un igual. Pero la sonrisa se convirtió en un rictus de horror cuando Kenneth, con un movimiento imposible, desvió su hoja y contraatacó. Su alabarda trazó un arco devastador, hendiendo la armadura de Draygus desde el hombro hasta la cadera. Magnar "El Filo del Ocaso", un duelista tan letal que ni los dioses se atrevieron a desafiarlo, se movía como una sombra danzante, pero Kenneth no era un duelista. Era una tormenta. Su alabarda se clavó en su costado, partiendo hueso y vísceras. El duelista intentó contraatacar, pero Kenneth lo atrapó por la garganta con una fuerza inhumana. Con un último y brutal gesto, Kenneth azotó su cuerpo contra el suelo con tal violencia que su columna vertebral se partió como un tronco seco. El legendario duelista murió sin haber podido dar su estocada final.

Uno a uno, todos cayeron.

Y aún así, la guerra no había terminado.

Entonces apareció él.

A través de la densa neblina carmesí y el hedor metálico de la sangre, emergió una figura que parecía arrancada de una pesadilla. Ivard Malkorr, el primer general de Stirba. Su mera presencia se alzó como una sombra colosal sobre el campo de batalla, una silueta monstruosa que parecía absorber la luz y la esperanza a su alrededor. Su armadura carmesí, bañada en inscripciones de guerra antiguas y símbolos de victorias sangrientas, relucía bajo el sol moribundo, cada placa metálica marcada por cicatrices de incontables batallas. Sobre su yelmo se alzaban dos cuernos ennegrecidos, retorcidos como los de un demonio.

En sus manos sostenía una hacha de doble filo, más grande que la alabarda de Kenneth, un arma brutal que parecía más una herramienta de ejecución que un arma de guerra. La hoja estaba mellada y manchada de sangre seca, pero cada vez que se movía, cortaba el aire con un silbido mortal. Los ojos de Ivard Malkorr eran dos pozos vacíos de odio puro, y su rostro… una máscara de cicatrices, un mapa de dolor y violencia que hablaba de décadas de guerra implacable.

Lo llamaban "El Carnicero del Oeste de Aurolia".

Kenneth lo vio venir. Y no retrocedió.

El choque fue como un trueno que hizo estremecer el campo de batalla. La primera embestida de Malkorr fue brutal, una ráfaga de fuerza pura que hizo rechinar la alabarda de Kenneth cuando bloqueó el golpe. El impacto levantó una ráfaga de polvo y sangre, y los soldados cercanos fueron derribados por la fuerza de ese primer intercambio.

Kenneth respondió con la velocidad de un relámpago. Su alabarda giró en el aire, cortando con precisión letal, y Malkorr apenas logró esquivar el filo, retrocediendo con una sonrisa cruel pintada en sus labios agrietados. Cada golpe era una explosión de poder, cada movimiento trazaba medias lunas carmesíes en el aire. Pero Kenneth estaba cansado. La presión de pelear contra alguien como el Carnicero del Oeste de Aurolia era abrumadora.

Horas de combate ininterrumpido pesaban sobre él. El aire era denso, saturado con el hedor metálico de la sangre y la carne abierta. Su brazo derecho temblaba levemente con cada golpe de su alabarda, su respiración era un gruñido áspero dentro del casco abollado. Kenneth aún era un dios de la guerra. Pero incluso los dioses pueden sangrar.

Y sangraba.

Thornflic lo vio. Vio cómo su duque, su amigo, su hermano en todo menos en sangre, comenzaba a perder terreno. Cada movimiento era más pesado, cada respiro más forzado. Sus músculos, otrora incansables, ahora traicionaban su voluntad. Y aun así, Kenneth avanzaba. Siempre adelante. Con cada tajo, con cada embestida, con cada aliento desesperado, no buscaba la gloria, no buscaba la supervivencia.

Kenneth no peleaba por gloria, ni siquiera por su ducado. Peleaba por algo más grande. Algo más profundo.

Y, de pronto, la batalla se desvaneció.

Las llamas y los gritos se apagaron como si nunca hubieran existido. El olor de la sangre dio paso al aroma de la madera quemada y el licor fuerte.

Thornflic parpadeó. Ahora estaba en una taberna, en una de esas noches de victoria, una donde solo querías tomar y sentirte vivo con una linda chica. La chimenea crepitaba suavemente, lanzando destellos ámbar sobre las caras de tres hombres sentados alrededor de una mesa: Kenneth, Roderic y él. La jarra en su mano estaba tibia, y el sonido de la cerveza negra deslizándose dentro de sus bocas era el único ruido que perturbaba la quietud.

—¿Saben? —Kenneth habló de repente, con una sonrisa que pocos conocían. Una sonrisa radiante, como la de un niño descubriendo el mundo por primera vez—. Es un secreto, pero… voy a ser padre.

El silencio que siguió fue tan pesado como el acero de una espada. Thornflic entrecerró los ojos, estudiando el rostro de su amigo. Había visto a Kenneth reír, pelear, gritar de furia y agonía, pero nunca lo había visto así. Había un brillo en sus ojos dorados, un resplandor más fuerte que cualquier fuego.

Roderic dejó caer su botella de vino con un golpe sordo sobre la mesa.

—¡Carajo, Kenneth tu... dioses! —exclamó, entre la sorpresa y la burla—. ¿Tú, un padre? Espero que el niño no herede tu estupidez o estaremos todos jodidos.

Kenneth rió, una risa honesta, fuerte, como la de un hombre que ha encontrado un nuevo motivo para vivir.

—Pues esperemos que herede la belleza de su madre, al menos —respondió, con una sonrisa ladeada.

Thornflic apoyó un codo sobre la mesa y lo miró fijamente.

—¿Alba? —preguntó en voz baja, aunque ya conocía la respuesta.

Kenneth asintió.

—Sí.

Y en ese nombre, en esas simples sílabas, había algo más profundo de lo que cualquiera de ellos podía comprender. Alba Lindmier. La única mujer que Kenneth había amado, la única a la que había entregado todo sin reservas. Alba, con su cabello que atrapaba la luz de la luna y su mirada que podía helar la sangre o encender el deseo en la misma respiración. Alba, que podía ser dulce como la miel o mortal como el veneno.

—Me lo dijo antes de venir —Kenneth continuó, su voz más baja, casi temblorosa, como si al decirlo en voz alta lo volviera más real—. No esperaba que pasara tan pronto, pero... aquí estamos.

Se recargó en la mesa, sus dedos apretando el borde de su jarra, y levantó la mirada hacia ellos. Sus ojos dorados brillaban con una intensidad distinta, no con el fulgor de la batalla ni con la determinación de un guerrero, tampoco el brillo que te inspiraba a seguirlo al fin del mundo, sino con la esperanza de un hombre que, por primera vez en su vida, tenía algo más que guerra en su horizonte.

—Chicos... por favor —dijo con un suspiro profundo, dejando escapar un poco de la carga que llevaba sobre los hombros—. Ganemos esta guerra. No quiero que mi hijo crezca creyendo que su padre fue un cobarde que cayó en vísperas de su nacimiento. ¿Qué imagen le daré si fallo ahora?

Thornflic y Roderic intercambiaron una mirada, pero ninguno habló. Sabían que Kenneth no era un hombre que mostrara dudas fácilmente, y esa noche, aunque no lo decía en voz alta, temía el destino que lo esperaba.

—Quiero sostener a mi hijo en mis brazos —continuó Kenneth, con una leve sonrisa que no ocultaba la gravedad de sus palabras—. Quiero enseñarle a blandir una alabarda, a montar un caballo con firmeza, a gobernar. Pero más que nada… quiero ser mejor de lo que fue mi padre.

Su mano se cerró con fuerza en un puño, y por un instante, la luz de la chimenea arrojó sombras duras sobre su rostro. Había algo más profundo en esas palabras, algo que no necesitaba ser dicho.

—Y lo serás —afirmó Thornflic, firme, como si fuera un hecho innegable—. Porque eres Kenneth Erenford, el temido y respetado "Lobo Sangriento", que hizo temblar tanto nuestra región que familias enemigas se tuvieron que unir para acabar con un hombre como tu. El hombre por el que daré mi vida hasta el final, a quien seguiré hasta mi muerte, incluso si es al fin del mundo

Roderic dejó escapar un bufido y alzó su botella de vino.

—Por el niño dorado que viene en camino —brindó con una sonrisa torcida—. Y porque su padre no caerá antes de conocerlo.

Kenneth soltó una carcajada y chocó su jarra con la botella de Roderic, mientras Thornflic los observaba en silencio, grabando en su mente esa imagen, ese instante, como si pudiera detener el tiempo.

Como si pudiera evitar que la guerra se los arrebatara.

Por un momento, no hubo guerra. No hubo enemigos ni batallas. Solo un hombre, un padre, soñando con el futuro.

Thornflic quería aferrarse a esa imagen. Quería creer en ella.

Pero entonces, la taberna comenzó a desvanecerse. Las luces parpadearon, la risa de Kenneth se convirtió en un eco distante, y el calor de la cerveza se transformó en el gélido viento de la realidad.

Y allí estaba de nuevo. En el campo de batalla.

Kenneth, con la alabarda en alto, con los músculos al borde del colapso, con la mirada fija en un enemigo que se abalanzaba sobre él.

Thornflic quiso gritar. Quiso arrancarse la garganta de tanto rugir su nombre. Quiso llegar hasta él. Pero la marea enemiga lo arrastraba. Su cuerpo estaba hecho de puro instinto, su hacha se movía sin su permiso, reduciendo hombres a trozos de carne. Pero no era suficiente. No podía llegar. Kenneth peleaba solo, estaba muriendo solo.

—¡CARGUEN!

La voz de Roderic rompió el fragor de la batalla como un trueno. Su otro hermano en todo menos en sangre, con la armadura desgarrada, la capa hecha jirones, pero con los ojos encendidos de furia y desesperación. Y con él, Lucan "El Oso Blanco", su mentor, su padre en todo menos en sangre. Y tras ellos, los generales zusianos y los legionarios que habían podido sobrevivir y pelear. Los últimos hombres con esperanza de salvarlo.

La carga fue brutal. Acero contra acero chocaron en un estruendo que hizo temblar la tierra. Thornflic se lanzó adelante, su corazón latiendo como un tambor de guerra. Vio cómo los legionarios de las sombras lo seguían, cada uno dejando un rastro de muerte en su paso. Pero el enemigo era un mar sin fin. Por cada hombre que caía, diez más tomaban su lugar. Por cada lanza rota, una nueva se alzaba.

Y Kenneth seguía solo.

El relincho de su corcel dorado rompió la pesadilla de acero. Kenneth aún estaba sobre la bestia, aún cortaba, aún mataba. Pero su sombra se alargaba. Un presagio. Un aviso.

Entonces, llegó el final.

Ivard Malkorr lanzó un tajo descendente, un golpe devastador que Kenneth apenas logró desviar. Pero en ese instante, entre el caos, una lanza surcó el aire y se clavó en el flanco de su montura.

El corcel rugió de agonía. Se encabritó. Las patas delanteras se alzaron sobre un océano de cadáveres. Y entonces, la bestia cayó.

Kenneth rodó por el lodo teñido de rojo. Su alabarda aún en mano. El peso de la batalla lo aplastaba, la sangre le nublaba la visión, pero aún se alzó. Siempre se alzaba.

El barro llegaba hasta sus rodillas, pegajoso, traicionero, como si la propia tierra intentara hundirlo. Los cuerpos caían a su alrededor, enloquecidos, rotos, gritando. No importaba. Apretó la alabarda con ambas manos y avanzó.

Directo hacia Ivard Malkorr.

El Carnicero del Oeste lo esperaba.

El mundo se redujo a dos sombras titánicas, dos colosos danzando sobre un lecho de muerte.

Kenneth atacó primero. Su alabarda trazó un arco letal, directo al cuello del gigante. Malkorr se movió con la precisión de un depredador y esquivó por centímetros. El aire zumbó entre ellos, vibrante de pura destrucción. Malkorr respondió con un corte ascendente. Kenneth se hizo a un lado, pero el filo de la hacha le arrancó un pedazo de su hombrera.

Chocaron de nuevo. Y de nuevo.

Cada golpe era un estruendo, cada impacto sacudía el suelo. El barro se alzaba en oleadas con cada paso, la sangre salpicaba en cada giro. Kenneth logró abrirle un tajo a Malkorr en el costado, un corte profundo, brutal. Pero el gigante no cayó.

—¡BASTA!

El rugido de Thornflic no hizo efecto.

La hacha de Malkorr descendió con la furia de un dios airado.

Kenneth no pudo esquivar.

El filo negro le partió el torso.

Thornflic vio cómo su duque, su amigo, su hermano en todo menos en sangre, caía de rodillas. La sangre brotaba de su boca en borbotones oscuros, su piel pálida se quebraba por la herida. Pero su mano… su mano aún sostenía la alabarda.

El último aliento de Kenneth Velkaen no fue un suspiro.

Fue un golpe.

Con una fuerza imposible, con un grito que rompió los cielos, Kenneth lanzó su alabarda en un arco ascendente. La hoja se hundió en la garganta de Ivard Malkorr, atravesando carne, hueso y alma.

El Carnicero del Oeste de Aurolia cayó junto a él.

Ambos guerreros desplomándose en el barro rojo.

El campo de batalla quedó en silencio.

Thornflic sintió algo romperse dentro de él. Algo que nunca sanaría.

Su visión se nubló.

Todo se volvió sombras.

No fue solo tristeza. No fue solo dolor. Fue algo más profundo, más oscuro. Un abismo que se abría en su pecho, un pozo sin fondo de agonía y rabia. Una furia que ardía como un incendio devorador, que no conocía límites ni razón. No sintió frío, ni miedo, ni agotamiento. Solo la ira.

A su lado, Roderic dejó escapar un grito, un sonido desgarrador que nunca antes había escuchado salir de su boca. Era la voz de un hombre que lo había perdido todo.

Y no fueron los únicos.

Los generales zusianos, los legionarios supervivientes, aquellos que aún respiraban sobre ese mar de cadáveres… todos gritaron. Un rugido de desesperación, un alarido de odio puro que sacudió la tierra. Por un instante, incluso el viento pareció contener el aliento. Los enemigos titubearon, retrocedieron un paso sin darse cuenta. Algo en el aire se quebró, algo intangible pero implacable.

El duelo había terminado.

La batalla aún no.

Y el mundo tembló ante su furia.

Nadie retrocedió. Nadie pensó en huir. En ese momento, la muerte dejó de importar. Solo existía el derramamiento de sangre.

La masacre que siguió fue un huracán de destrucción. Thornflic la recordaba con una claridad hiriente, como un hierro candente clavado en su memoria.

El sonido de la carne siendo desgarrada.

El eco de los gritos agonizantes.

El chapoteo de los cuerpos desplomándose en el fango ensangrentado.

El peso de su hacha hundiéndose en gargantas, partiendo huesos, hundiéndose en entrañas. Sus brazos se movían sin pensar, su filo atravesaba armaduras y pechos como si fueran papel. La resistencia de los enemigos fue breve. Fueron cazados como bestias, fueron despedazados, fueron devorados por la tormenta que ellos mismos habían desatado.

Él vio los rostros. Los rostros retorcidos por el miedo, los ojos aterrorizados de aquellos que sabían que iban a morir. Pero también vio los suyos. Sus hermanos de armas. Sus amigos. Rompiéndose. Perdiéndose.

Nadie saldría de ese campo siendo la misma persona.

Nadie.

Y entonces, su mirada se desvió. Y la vio.

La imagen que nunca lo abandonaba.

Kenneth, su hermano, su duque, su líder.

Tendido en el barro, su alabarda aún firmemente aferrada en su mano muerta, sus labios entreabiertos en un último suspiro congelado en el tiempo. Sus ojos, antes llenos de fuego y voluntad, ahora vacíos. Sin luz. Sin vida.

Un titán caído.

El suelo bajo su cuerpo, ennegrecido por la sangre que lo había abandonado.

Esa imagen lo perseguía. Siempre.

Y entonces, como tantas otras veces, Thornflic despertó de golpe.

Un jadeo. Un estremecimiento. Su pecho subía y bajaba con violencia, el sudor frío recorriendo su espalda. Durante un instante, el sonido de la batalla aún zumbaba en sus oídos. El estruendo de las armas chocando, el silbido de las flechas atravesando el aire, los gritos de agonía…

El olor a sangre seguía impregnando su nariz.

Su corazón latía con una fuerza descomunal, como si aún estuviera en medio de la tormenta.

Pero no había guerra.

No había enemigos.

Solo la luz pálida filtrándose entre las rendijas de la ventana.

Y el peso de los recuerdos.

Su respiración era errática, agitada. Se llevó una mano al rostro, presionando sus dedos contra sus sienes como si con eso pudiera arrancar el sueño de su mente. Pero era inútil. Esa pesadilla volvía una y otra vez, noche tras noche, como un espectro aferrado a su alma.

Un castigo del que no podía escapar.

El corazón le martilleaba en el pecho y sus manos temblaban, no de miedo, sino de rabia contenida. Cerró los puños con fuerza, sintiendo las uñas clavarse en sus palmas. Por un momento, la tentación de golpear algo, de descargar esa ira, casi lo dominó. Pero no lo hizo. Solo apretó los dientes y dejó que la furia se enroscara dentro de él, silenciosa y ardiente, como brasas bajo la piel.

Porque la verdad era innegable.

Kenneth estaba muerto.

Y él seguía aquí.

Despierto. Atemorizado. Lleno de ira.

A su lado, las prostitutas stirbanas gimieron, moviéndose en el lecho, aún medio dormidas. El olor a perfume barato y sudor llenaba la habitación, mezclado con el aroma más sutil de vino derramado. Thornflic apenas les dedicó una mirada. Sin decir una palabra, se apartó de ellas con un gesto brusco y se sentó en el borde de la cama, pasando una mano por su barba negra, intentando calmarse.

El sonido de los legionarios empezaba a filtrarse desde el exterior: los gritos de los comandantes y de los oficiales, el chirrido de las ruedas de las carretas, el entrechocar del acero mientras los legionarios afilaban sus armas y se preparaban para la siguiente marcha. La guerra no esperaba por nadie. Y menos por él.

Se levantó despacio, cada músculo protestando con una rigidez nacida tanto del combate como de las noches mal dormidas. Se puso las túnicas y el pantalón con movimientos lentos y mecánicos, sus pensamientos todavía atrapados en el recuerdo de aquella masacre. Cuando terminó de vestirse, se ajustó el cinturón y echó una última mirada a las mujeres en la cama. Sin ningún afecto, dejó caer una bolsa pesada de coronas de oro sobre la mesa cercana.

—Por sus servicios —murmuró, sin esperar respuesta.

Cuando salió de la habitación, el aire fresco de la mañana lo golpeó como una bofetada. La ciudadela y la ciudad estaba en plena actividad, con los legionarios de hierro marchando en filas ordenadas, cargando suministros y preparando las carretas. La disciplina era impecable, como siempre. Thornflic observó a sus hombres con una mezcla de severidad y cansancio. Más de diecisiete millones de soldados formaban el ejército zusiano en el suroeste de Stirba, una fuerza imparable que había arrasado una parte de el oeste de Stirba.

Actualmente estaba en la ciudad de Varak, una de las mayores fortalezas del suroeste de Stirba. Varak no era una ciudad hermosa, pero era una ciudad fuerte. Sus muros gruesos de piedra gris se alzaban como una barrera impenetrable contra cualquier invasión, y sus torres de vigilancia dominaban el horizonte con una presencia imponente. Dentro, las calles eran amplias y ordenadas, pero frías, como si la misma esencia del lugar hubiera sido moldeada por siglos de guerra. Las casas eran de piedra oscura, con techos de tejas rojas, y las banderas de Stirba aún colgaban en algunos edificios, descoloridas y desgarradas.

El gran comedor se encontraba en el centro de la ciudadela de Varak, un edificio austero pero funcional, con largas mesas de madera pesada y un constante bullicio de soldados y oficiales. Cuando Thornflic entró, el ruido bajó un instante, y todas las miradas se volvieron hacia él. No dijo nada. No hacía falta. Su sola presencia era suficiente para imponer silencio.

Sus Desolladores Carmesíes ya estaban allí, sentados juntos, comiendo y hablando en voz baja. Ya vestidos con sus armaduras teñidas de rojo oscuro, como si la sangre de sus enemigos nunca hubiera desaparecido del metal. Al verlo, se pusieron de pie de inmediato, el respeto grabado en cada uno de sus movimientos.

—Coman —ordenó Thornflic, con un gesto seco, y ellos obedecieron sin vacilar.

Tomó asiento en el extremo de la mesa, y un sirviente se apresuró a traerle un plato de carne asada y pan negro, junto con una jarra de hidromiel. Comió en silencio, escuchando el murmullo de las conversaciones a su alrededor. Había planes que hacer, ciudades que tomar, batallas que librar. Pero en el fondo de su mente, el recuerdo de Kenneth seguía ahí, como una herida que nunca terminaba de cerrar...

—General, su gracia Iván mandó otro Hrakar —dijo un oficial de logística, inclinándose ligeramente mientras extendía un pergamino sellado.

Thornflic levantó la vista de su plato, su mirada oscura y severa posándose sobre el hombre. El oficial, aunque curtido y acostumbrado a la disciplina, no pudo evitar tragar saliva, sintiendo el peso de esa mirada. Thornflic tendió la mano y tomó el pergamino sin decir nada, rompiendo el sello de cera con un gesto firme.

Mientras desenrollaba el mensaje, una leve sonrisa se dibujó en el borde de sus labios, algo raro en él. Iván… el hijo de Kenneth. Su sobrino en todo menos en sangre. Había algo de consuelo en saber que, pese a la pérdida de su hermano, había dejado un legado digno. Thornflic siempre había estado orgulloso de ser uno de los mentores de Iván, y ver cómo el joven se convertía en un líder tan formidable era una pequeña luz en medio de tanta oscuridad.

Sus ojos recorrieron las palabras, la letra firme y decidida de Iván reflejando su carácter.

"Thornflic, estoy a unos días de las Praderas de Alavern, cerca de la fortaleza de Durnholm, donde sabemos que Maximiliano está lamiendo sus heridas. Por lo que vi en los días que peleé contra él, noté que es bastante narcisista y un idiota que se cree inteligente. Por eso, estoy seguro de que intentará usar su orgullo como estrategia.

Es probable que una fuerza se desplace para intentar detenerte, mientras él se enfrenta a mí en un intento de atraparme. Su arrogancia lo hará pensar que puede dividirnos y vencer, pero no te preocupes. Tengo un plan.

Deja que sus tropas marchen hacia ti. Muéstrate en retirada, déjales creer que te superan. Cuando llegues a las colinas de Varlok, oculta a tu caballería pesada y media regular de elite, y a una fuerza selecta de tus mejores tiradores entre los bosques y las formaciones rocosas. Cuando el enemigo te alcance y crea tener ventaja, haz una retirada fingida hacia el desfiladero de Gornak. Ahí, estarás atrapado… o eso pensarán ellos.

Cuando estén completamente dentro del desfiladero, haz la señal y extermina a ese ejercito. Yo seguiré moviendo mis fuerzas hacia Maximiliano, cuando acabes ataca la retaguardia de Maximiliano. Con el enemigo entre nosotros, no tendrán escapatoria. Los aplastaremos desde ambos frentes, y su derrota será total.

Confío en ti, Thornflic. Que esta sea la última vez que ese necio se crea por encima de nosotros."

Thornflic dejó caer lentamente el pergamino sobre la mesa, su mente ya girando con posibilidades y preparativos. Era un plan audaz, preciso… y tenía la marca de Iván en cada trazo. Estrategia, paciencia y una brutal ejecución final. No podía evitar sentir una oleada de orgullo, mezclada con una furia fría y controlada.

Maximiliano.

El nombre era veneno en su boca. Ese hombre había costado demasiadas vidas, había causado demasiado dolor. Pero pronto, si Iván tenía razón, eso terminaría.

Thornflic se puso de pie de golpe, y la madera crujió bajo la presión de su movimiento. El comedor cayó en un silencio absoluto. Cada soldado, cada oficial sabía reconocer el cambio en el aire, esa tensión previa a la tormenta.

—¡Preparen a las legiones! —rugió, su voz resonando como un trueno en la sala—. ¡Quiero a los Legionarios listos para marchar en una hora! ¡Que los exploradores avancen y me traigan información sobre cualquier movimiento enemigo!

Los hombres saltaron a la acción de inmediato, las órdenes repitiéndose de boca en boca, el sonido del acero y las botas llenando el aire. Thornflic se volvió hacia uno de sus capitanes.

—Reúne a los Comandantes de Legion. Quiero un consejo de guerra en diez minutos. —Su tono no admitía discusión.

El capitán se inclinó profundamente y salió a toda prisa, sus pasos resonando en el pasillo de piedra mientras se alejaba. Thornflic se quedó en silencio unos segundos, con la mirada fija en la puerta cerrada, como si pudiera ver más allá de ella. Finalmente, tomó la jarra de hidromiel que aún estaba a su lado y bebió un largo trago, dejando que el ardor le calentara la garganta. Necesitaba ese fuego, aunque fuera efímero. Dejó la jarra con un golpe seco sobre la mesa, el sonido reverberando en el comedor ya casi vacío, y se puso en marcha.

La sala de guerra de la ciudadela era una estancia austera, construida para la funcionalidad más que para la comodidad. Las paredes de piedra gris estaban adornadas con estandartes de guerra, algunos manchados de sangre antigua, trofeos de batallas pasadas. Una enorme mesa de roble ocupaba el centro de la sala, cubierta de mapas detallados, fichas de madera y metal que representaban tropas y posiciones, y pergaminos con informes de exploradores y estrategas. La luz de las antorchas parpadeaba sobre las superficies, proyectando sombras largas y temblorosas, como si incluso el fuego sintiera la tensión que llenaba el aire.

Los comandantes de las legiones llegaron rápido, como se esperaba de hombres formados en la disciplina del hierro. Cada uno de ellos llevaba la marca de años en el campo de batalla: cicatrices, ojos duros, posturas tensas. Guerreros curtidos, forjados en el calor de la guerra y el acero. Eran hombres que no conocían la derrota, y si alguna vez la veían, se aseguraban de arrastrar consigo a tantos enemigos como pudieran.

Thornflic esperó a que todos tomaran sus lugares alrededor de la mesa, observándolos en silencio. Podía ver el ansia en sus rostros, la expectativa. Sabían que se acercaba algo grande. Cuando habló, su voz fue un gruñido grave y controlado, pero cada palabra llevaba el peso de una orden inquebrantable.

—Marchamos en una hora —dijo, y la simple afirmación hizo que varios asintieran, listos—. La vanguardia estará formada por infantería y caballería ligera. Avanzaremos con la apariencia de una ofensiva directa, pero en cuanto nos acerquemos a las colinas de Varlok, iniciaremos una retirada controlada ante el primer ataque.

Hizo una pausa, deslizando una ficha de madera sobre el mapa, moviéndola hacia las colinas marcadas al norte.

—Cuando el enemigo crea tenernos en fuga, los llevaremos al desfiladero de Gornak. Allí, estableceremos posiciones con nuestros arqueros y ballesteros de élite, en las alturas.

Otro movimiento, esta vez colocando pequeñas piezas que representaban las unidades de proyectiles en los bordes del estrecho paso. Los comandantes seguían el movimiento con atención, sus rostros impasibles, aunque sus ojos brillaban con la promesa de sangre.

—Nuestra caballería pesada y media, tanto las unidades regulares como las de élite, estarán ocultas en las formaciones rocosas y bosques al oeste del desfiladero —continuó—. Cuando el enemigo se adentre creyendo tener ventaja, los atraparemos entre el fuego de nuestros arqueros y una carga total desde ambos flancos.

El sonido de la madera al chocar contra el metal del mapa fue casi un presagio cuando Thornflic hizo chocar las fichas que representaban a sus fuerzas contra las del enemigo.

—No dejaremos escapatoria. No habrá retirada para ellos. Los masacraremos —dijo, su voz fría como una sentencia de muerte—. Pero quiero el mínimo de pérdidas.

El silencio que siguió fue absoluto. Luego, uno de los comandantes, un veterano con la mejilla marcada por una cicatriz en forma de media luna, habló.

—¿Y si Maximiliano envía refuerzos?

—Que lo haga —replicó Thornflic sin dudar—. Iván ya está en movimiento. Si Maximiliano divide sus fuerzas, se debilita aun mas. Si las concentra contra nosotros, se expone. De cualquier forma, es un hombre muerto.

Hubo una pausa, y luego el asentimiento general. Sabían que el plan era sólido. Sabían que la ejecución sería brutal.

—Preparen a sus hombres —ordenó Thornflic, clavando la mirada en cada uno de ellos—. En una hora, marchamos. Que el enemigo sepa lo que es temer a los legionarios de hierro.