Maximiliano estaba en las habitaciones de la fortaleza de Durnholm, una colosal estructura de piedra blanca que se alzaba imponente en el corazón del sur de su dominio. Era una fortaleza diseñada no solo para resistir asedios, sino para albergar ejércitos enteros. Sus murallas, tan gruesas que regimientos enteros de hombres podían caminar lado a lado sobre ellas, rodeaban un laberinto de calles, patios de entrenamiento, arsenales y enormes salas de mando. En su interior, había espacio suficiente para alojar a millones de personas: soldados, artesanos, sirvientes, terratenientes y sus familias. No era una maravilla del mundo, no como las legendarias ciudades flotantes de Aurelion o los palacios de cristal de Yuxiang, pero en este continente, fortalezas como Durnholm eran la norma, bastiones impenetrables construidos con el propósito de soportar siglos de guerra.
Desde las torres más altas, se dominaban las vastas llanuras de Kundor, el corazón del sur de su ducado. Más allá de los muros, las tierras se extendían hasta donde la vista alcanzaba, salpicadas de pueblos amurallados y caminos polvorientos que conducían a otras fortalezas menores. Todo eso le pertenecía. Todo estaba bajo su control. O debería estarlo.
Pero esa plaga llamada Iván amenazaba con arrancarle lo que era suyo.
Se acomodó en el gran trono de su sala de mando, un asiento de ébano y oro, rodeado de mapas detallados de sus dominios. Los cobardes de Zanzíbar se habían largado. ¿Qué más se podía esperar de esos inútiles? En cuanto la situación se tornó difícil, abandonaron el frente como ratas. Podría haberlos aplastado. Si así lo deseaba, podía movilizar a las milicias locales y reunir un ejército en cuestión de semanas. Tenía a sus Ejércitos de Sangre Real y a las Huestes de Sangre Jurada, los mejores soldados de el norte de Auroria, curtidos en años de matanzas y campañas de exterminio.
Pero, ¿para qué molestarse? No iba a desgastar a sus hombres por un puñado de aliados traicioneros. Su verdadero objetivo era acabar con el bastardo de Iván y aplastar a Thornflic en el oeste.
Maximiliano entrecerró los ojos, observando un punto invisible en el aire.
Había subestimado a ese niño.
Cuando los primeros informes llegaron, pensó que era solo otro mocoso con algo de suerte. Un joven con aires de grandeza que jugaba a ser conquistador. No sería el primero ni el último en intentarlo. Maximiliano había visto a docenas de ellos surgir y ser devorados por la guerra. Sin embargo, Iván no solo sobrevivió… prosperó. Y eso era inaceptable.
Se puso de pie y caminó hacia una de las enormes ventanas que daban al patio principal de la fortaleza. Desde allí, observó a sus tropas entrenando, miles de hombres en formación, sus armaduras reluciendo bajo el sol. Los Ejércitos de Sangre Real y Las Huestes de Sangre practicaban con sus corsecas, grandes espadas y alabardas, guerreros brutales que solo conocían la guerra y la matanza. Hombres endurecidos por la violencia, cada uno con al menos una docena de muertes en su haber.
Sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible.
—Te crees un conquistador, Iván… pero solo eres un niño jugando a ser rey.
Los dedos de Maximiliano se crisparon sobre el alféizar de piedra fría. No le importaba cuántas victorias hubiera conseguido ese mocoso. No le importaba cuántas ciudades hubiera tomado. Al final, el mundo real lo devoraría.
Y él se aseguraría de que así fuera.
Maximiliano chasqueó los dedos y un mensajero entró rápidamente, inclinando la cabeza en señal de respeto.
—Convoca a mis generales. Es hora de tomar la ofensiva.
Maximiliano caminaba con paso firme por los interminables pasillos de la fortaleza de Durnholm, cada uno flanqueado por columnas de piedra blanca adornadas con estandartes carmesíes, el símbolo de su linaje. El eco de sus botas resonaba en la vasta estructura, amplificado por los techos abovedados y las paredes de mármol oscuro. Los sirvientes y soldados que encontraba en su camino se apartaban inmediatamente, inclinando la cabeza en señal de respeto… o quizás de miedo.
No le importaba cuál fuera la razón. Lo único que le interesaba era que lo obedecieran.
Maximiliano se dirigío a la gran sala de reuniones, donde sus generales lo esperaban. Ese grupo de incompetentes. Hombres que una vez respetó, pero que con el tiempo demostraron no ser más que fracasos andantes. Al menos la mayoría.
Empujó con fuerza las enormes puertas dobles de roble reforzado con hierro, que se abrieron con un rechinido. Dentro, una gran mesa de piedra tallada ocupaba el centro del salón, rodeada por sus oficiales más importantes. El aire olía a cera derretida y a pergaminos antiguos, y las antorchas proyectaban sombras alargadas sobre las paredes decoradas con mapas y trofeos de guerra.
Allí estaban sus inútiles generales.
Arkadi Roganov, "La Bestia Roja", un hombre alto y corpulento con una barba rubia desaliñada y sin sus habituales trenzas, ya no gozaba de la confianza que una vez le había tenido. Su brutalidad en el campo de batalla lo hacía útil, pero su falta de visión estratégica lo convertía en un estorbo. No hizo nada para ganar en Karador, solo desgastó a sus hombres con embestidas inútiles que terminaron en masacres innecesarias.
A su lado estaba Kaelric Vardros, su supuesto general personal, apodado "El Monstruo de Hierro". Un apodo que le parecía una absoluta estupidez. Kaelric, con su armadura roja y su rostro inescrutable, parecía inquebrantable… pero Maximiliano sabía que detrás de esa fachada había debilidad. Un hombre que seguía órdenes sin cuestionarlas, pero que nunca aportaba nada de valor propio.
También estaban los generales de Sangre Real, los líderes de los ejércitos principales de su reino. Eran la cúspide del poder militar de su dominio, y sin embargo, habían fallado en Karador. Fallaron en aniquilar a ese mocoso de Iván y a Thornflic, ese maldito carnicero apodado "La Espada del Verdugo".
Pero al menos los líderes de la Sangre Jurada, la élite de las Huestes de Sangre Jurada, no tenían manchas recientes en su historial. A diferencia de los otros, no participaron en las desastrosas campañas de Karador. Esos aún merecían cierto grado de respeto.
Maximiliano tomó asiento en el trono de piedra que presidía la mesa y, sin perder tiempo, ordenó con voz seca y autoritaria:
—Informes de números. Primero los aliados, luego los enemigos.
Uno de los estrategas se puso de pie, desenrollando un pergamino y recitó con voz clara:
—Nuestros sobrevivientes de las batallas de Karador suman 9,375,000 soldados de los Ejércitos de Sangre Real. Con los refuerzos de las setenta Huestes de Sangre Jurada que hemos reunido en estas semanas, tenemos 10,150,000 más. En total, disponemos de 19,525,000 tropas listas para la guerra.
Maximiliano asintió lentamente, tamborileando los dedos sobre el reposabrazos de su trono. A pesar de las pérdidas en Karador, aún contaba con una fuerza considerable.
—Ahora los números de nuestros enemigos —ordenó con un tono glacial.
Otro estratega tomó la palabra.
—Con los refuerzos que han recibido, el primer ejército liderado por Iván Erenford cuenta con aproximadamente 17,196,000 legionarios de élite. La mayoría pertenecen a esas nuevas Legiones del Duque y a las Legiones de Hierro. Además, cuenta con el apoyo de 400,000 Legionarios de las Sombras, la élite encargada de proteger a los Erenford.
Hubo un breve silencio en la sala. Maximiliano sabía que esa cantidad de soldados era una amenaza real. No solo por los números, sino por la calidad de las tropas. Los Legionarios de las Sombras no eran simples soldados. Eran asesinos, guardaespaldas y estrategas de élite, entrenados desde la infancia para servir a su casa.
El estratega continuó:
—En el oeste, Thornflic tiene un ejército de 17,400,000 legionarios de hierro. Si ambos ejércitos se combinan, suman un total de 34,596,000 legionarios enemigos. Sin embargo, aún están separados. Podemos interceptar a uno antes de que logren unir fuerzas y destruirlos por partes.
Maximiliano entrecerró los ojos, evaluando la situación en su mente.
—Si Thornflic y ese mocoso logran unir sus fuerzas, la guerra se volverá mucho más complicada —dijo con voz baja, casi para sí mismo. Luego, su mirada se endureció—. No podemos permitirlo.
Arkadi gruñó, cruzándose de brazos.
—Podemos lanzarnos contra Iván ahora mismo. Lo aplastamos antes de que llegue a Thornflic y fin del problema.
Maximiliano lo miró con desprecio.
—¿Y qué pasa si nos vemos atrapados en una trampa? ¿Si Thornflic avanza mientras nosotros estamos ocupados con Iván? ¿O si ese bastardo de Erenford logra retroceder y forzar la unión de sus ejércitos?
Arkadi no respondió de inmediato. Maximiliano sonrió con frialdad.
—Debemos ser estratégicos. No vamos a lanzarnos a una batalla sin sentido. Vamos a dividir y conquistar.
Los generales asintieron, algunos con convicción, otros con cierta reticencia.
Maximiliano se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con una determinación cruel.
—Vamos a desgarrar sus ejércitos pedazo por pedazo. A Iván lo haré arrodillarse antes de ejecutarlo. Y a Thornflic… lo haré sufrir hasta que me ruegue por la muerte —la voz de Maximiliano resonó en la sala como un filo de acero raspando contra la piedra, fría y afilada.
Sus ojos recorrieron a los generales presentes, escudriñándolos como si fueran simples piezas de un tablero de guerra. Algunos mantenían la mirada firme, otros desviaban la vista por instinto, temiendo que su señor percibiera la más mínima señal de duda. Un silencio tenso se instaló en la habitación, interrumpido solo por el crepitar de las antorchas y el lejano ulular del viento que se colaba por las estrechas ventanas de la fortaleza.
Maximiliano recargó la espalda contra su trono de piedra, entrelazando los dedos con calma medida antes de hablar nuevamente.
—Díganme, ¿qué tan lejos están las tropas del ejército que estaba en el frente de Zanzíbar?
Uno de los estrategas, un hombre de edad avanzada con una túnica oscura y el rostro marcado por cicatrices, bajó la cabeza en señal de respeto antes de responder.
—Cinco semanas, mi señor… no son tropas que podamos usar de inmediato. Muchos están heridos, y aunque ya están en casa, su recuperación tomará tiempo. No serán rápidos.
Maximiliano chasqueó la lengua, su expresión torciéndose en una mueca de desdén.
—Como sea —su voz dejaba entrever impaciencia—, de todas formas, sería como pelear con cadáveres. No necesito soldados que apenas puedan sostener una espada. Necesito un ejército capaz de aplastar a ese maldito mocoso sin piedad.
Lentamente, se inclinó hacia adelante, tomando un palo de madera pulida que descansaba sobre la mesa. Con precisión quirúrgica, movió una de las piezas en el enorme mapa de piedra que tenía ante él. Un simple movimiento, pero que dictaría el destino de miles.
—Arkadi —llamó sin levantar la mirada—, tomarás una cuarta parte de nuestras fuerzas y detendrás a Thornflic. Mantenlo ocupado, evita que se una con Iván. No me importa cómo lo hagas, pero hazlo.
El rubio asintió con un gruñido, su mano derecha apretando el pomo de su espada con fuerza.
—Los demás —continuó Maximiliano con un tono que no admitía réplica—, prepárense. En unos días vamos a cortarle la cabeza a Iván.
La habitación se sumió en un silencio absoluto. En las sombras, la guerra ya había comenzado.