Mientras tanto, en la sala familiar, Dominic estaba dando palmaditas en la espalda de Milagro. Ella dormía sobre su pecho, haciendo que Dominic se sintiera agradecido por ir al gimnasio regularmente. Su pequeña princesa era bastante rechoncha y pesada, y su piel lechosa parecía estirarse con todas las grasas y músculos que tenía dentro.
—Qué dormilona —susurró, dejando un beso en la parte superior de la cabeza de su hija—. Miriam, estaremos bien. Deberías descansar por hoy.
Dominic desvió sus ojos hacia la mujer de mediana edad, que colocaba una toalla doblada en el reposabrazos cerca de Dominic. Miriam levantó la mirada hacia Dominic, ofreciéndole una sonrisa amable.
—Sí, Maestro —dijo ella dulcemente—. Si necesitas algo, solo llámame.
—¿Viste a Cielo y a Basti cuando lavaste los biberones de Milagro?
—No, pero oí que estaban en la zona de la piscina —respondió ella, todavía sonriendo—. No creo que la Señora pueda asistirte por ahora.