Dentro, Liu Hua estaba completamente desconcertada. Sus labios sangraban por las fuertes bofetadas que recibía de vez en cuando mientras algunas partes de su piel ya habían empezado a ponerse azules, marcando los moretones que le habían hecho como castigo por arruinar el nombre de todas las madres del mundo.
—¿Tú... quiénes sois? ¡Soltadme! Soltadme ahora. ¿No tenéis vergüenza? ¿Qué os da la capacidad de torturar a una mujer así? —Aún forcejeando en la silla, Liu Hua hacía todo lo posible por liberarse. Pero cuanto más se retorcía en la desesperación, más dolor sentía. Las cuerdas no se deshacían de ella, pero con cada giro de su brazo, solo se apretaban más, haciéndola sollozar de agonía.
Li Sheng, que estaba atado no muy lejos de su esposa, la miró y soltó una burla. No sentía ni un ápice de dolor por su esposa. ¿Por qué debería? Ella misma era responsable de su condición. Le había pedido que no hiciera nada contra Li Xue, pero ella tenía sus propios planes.