Elia soltó una risa cuando él enterró su rostro en su cuello, pero él podía sentir la tensión en ella y se maldijo a sí mismo. Había pensado que dejarla sola era lo mejor para que no se sintiera presionada mientras se acostumbraba a ser madre. Pero aparentemente le había hecho pensar que ya no la deseaba.
Gruñó de nuevo y dejó que sus dientes jugaran a lo largo de la columna de su cuello hasta que ella tembló.
—No hay nadie en este mundo—o en el tuyo—que desee más que a ti —gruñó él, con una voz oscura y áspera de deseo, tomando su boca una vez más antes de que ella pudiera responder.
Elia sollozó y sus manos se lanzaron a su cabello, sus dedos se aferraron a su cuero cabelludo de una manera que lo hizo temblar.