Antes de irse, Belcebú había vendado el tobillo de Esther, el cual él había quebrado. Estaba tan absorto en su propia codicia que no pudo evitar hacerle daño a Esther. El recuerdo de su grito lo atormentaba sin cesar como un violín desafinado.
Se imaginó el dolor que le había causado y cómo debió haber gritado de dolor por su nombre. Hacer daño a la gente podría no hacerle sentir culpa, ya que él creía que esas personas merecían lo que les sucedía, pero Esther —ella nunca merecía ningún dolor que él pudiera causar.
Los ojos de Esther estaban fuertemente cerrados, pero podía sentir el dolor que palpitaba en su tobillo. En su pesadilla sintió una mano grande agarrándola fuertemente por el tobillo, llevándola hacia abajo y arrastrándola por el suelo.