En el corazón del dominio de los vampyros, en una sala que se extendía infinitamente, yacía una extensión de ominosa belleza.
No había suelos, solo un líquido carmesí resplandeciente que parecía vivo, ondulando débilmente con un pulso inquietante.
Pilares masivos, tallados con intrincados y antiguos patrones, se estiraban hacia arriba, desapareciendo en el oscuro y arqueado techo.
Toda la cámara estaba bañada en un tono rojo sangre, pero la luz no venía de arriba. Venía de abajo. La piscina carmesí que llenaba la sala irradiaba un suave y siniestro resplandor, proyectando sombras agudas y un ambiente antinatural que susurraba de poder, reverencia y una presencia ancestral.
En el centro de la piscina, dos figuras flotaban como si fueran ingrávidas. Desnudas. Pálidas. Perfectas. La misma encarnación de la raza vampyro.
—Ah~ esto se siente tan bien —decía Lirae Bloodveil, su voz soñadora mientras se desplazaba perezosamente boca arriba a través de la piscina de sangre.