La hija que creyó

La habitación estaba impregnada de silencio. No del tipo que calma. Sino del tipo que asfixia.

Isola estaba sentada frente a Rowena, sus manos entrelazadas en su regazo, sus ojos habitualmente cautivadores apagados por una tranquila culpa. Su corazón estaba pesado—no por ella misma, sino por ella. Por Rowena. Por la mujer que siempre se había conducido como una tormenta inquebrantable, implacable y regia, que ahora se sentaba en la oscura luz del fuego, su forma inmóvil, su mirada fija en la oscuridad más allá del balcón.

Había insistido en ver esos recuerdos. Y ahora los había visto. La verdad. La crueldad. El sufrimiento. Y lo peor de todo… El padre que había amado de pie, sin hacer nada.