"Me estás sujetando y sosteniéndo. Me estas matando lento, tan lento..."
—Two Feet, I Feel Like I'm Drowning
Un sonido resonó en la habitación.
Un pitido agudo y constante.
Penetrante e insoportable.
El corazón de Octavio retumbaba contra su caja torácica. La respiración se despedazaba en jadeos entrecortados. Intentaba tragar aire, pero el oxígeno parecía volverse inalcanzable. Se ahogaba luchando contra la mano que le apretaba la garganta.
La fuerza sobre la piel.
La vida que se esfumaba.
Tan miserable.
Todos los músculos ardían y el cuerpo temblaba.
—Cinco —dijo Gio con voz ronca y profunda, iniciando la cuenta regresiva.
Las lágrimas amenazaban con deslizarse por el rostro del profesor. Los pensamientos se dispersaron, incapaces de concentrarse en otra cosa que no fuera la sensación de estar al borde de la muerte.
—Cuatro.
El dolor agudo en el pecho se intensificó. A pesar de los intentos desesperados por resistir, el cuerpo comenzó a debilitarse.
—Tres.
Las piernas temblorosas cedieron y un calor febril comenzó a hormiguear en su entrepierna.
—Dos.
Entonces, Octavio cayó en la oscuridad por completo, sin que Gio terminara de contar.
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Fue cuestión de minutos, quizás horas. Desconcertado, gradualmente recuperó la conciencia. Sintió una sensación extraña. Cálida y húmeda en una parte de su cuerpo.
Aunque no podía ver lo que sucedía entre sus piernas, deseó no haber recobrado los sentidos.
Un pequeño quejido escapó de sus labios apretados. Trató de controlar la confusión, reprimió un gemido y se esforzó por demostrar firmeza.
—¿Qué demonios estás haciendo?
Sin embargo, el hombre que estaba entretenido no le respondió con palabras; prefirió las acciones.
El profesor se sacudió hacia atrás y tensó las extremidades ante la fuerte succión en una parte de su cuerpo. Lamentablemente, al carecer de la vista, su cerebro se adaptó y amplificó las otras percepciones.
Sentía el suave y continuo burbujeo de su miembro entrando y saliendo de la boca estrecha de aquel sujeto. Los muslos sufrieron la presión de las palmas de Gio que los tocaban con fuerza.
El olfato de Octavio se agudizó; el aroma a ámbar gris, con matices de jazmín y un toque cítrico, llenó sus fosas nasales. El perfume de Gio reemplazó el desagradable olor a humedad en el cuarto.
La cabeza del profesor giraba sin parar; no sabía cuánto tiempo había pasado. Aunque los grilletes en los tobillos habían sido retirados, aún no podía moverse. Todo, absolutamente todo, estaba fuera de su control. El calor se elevó hasta su rostro y la sangre le corrió velozmente por las venas.
No podía soportarlo más.
—Esto es repugnante —dijo con un tono amargo, cada sílaba empapada de odio.
Cuando el hombre, absorto en su trabajo lo escuchó, raspó el tallo largo con los dientes y lo liberó.
Al entrar en contacto con el ambiente, como un pez fuera del agua, el miembro duro se sacudió miserablemente. El cuerpo caliente sintió el impacto del cambio de temperatura, y un calambre le hizo retumbar la pelvis.
—¡NO VUELVAS A HACERLO! —gritó furioso.
La frente de Gio se tensó y su mirada se tornó amenazante. Limpió la saliva que caía por su barbilla con el puño y guardó silencio. Con una expresión altiva, examinó cada centímetro de Octavio.
El pecho subía y bajaba rápidamente, mientras gotas de sudor caían de la frente y le recorrían el rostro. Un tono rosado devolvía algo de color a esa piel pálida. Las marcas de las golpizas previas empezaban a adquirir un matiz violáceo en los bordes. A pesar de la musculatura definida, las líneas y contornos del torso eran suaves y armoniosos. Una cintura angosta realzaba la apariencia esbelta y bien definida del abdomen. En la costilla derecha, destacaba el golpe más grande.
Una sonrisa pícara surgió de los labios de Gio. Con el dedo índice, acarició la zona inflamada y aplicó presión sobre ella.
—¡Aaaj!
—Profesor, asuma que lo disfruta, créame, sería más fácil para usted.
Indignado, Octavio intentó levantar la mitad superior del cuerpo que aún estaba libre y fuera del control de Gio para gritarle de nuevo.
—Hijo de puta, ¿de qué carajos me estás hablando?
El hombre se incorporó, se apartó de la posición de devoto orador y presionó con la rodilla la pierna derecha del profesor.
—Me sorprende —murmuró con la voz áspera, aún afectada por el trabajo interrumpido—. Lo consideraba un hombre inteligente.
Se inclinó ligeramente hacia adelante para continuar.
—Es una pena que personas como usted solo se ensalcen en la rectitud y la moral sin aceptar el instinto primitivo que los consume —dijo, al mismo tiempo que una lenta sonrisa se le dibujaba en los labios. Sin titubear, presionó con rudeza el pene que se alzaba en lo alto—. Mire como se le pone dura la verga con un poco de atención.
Todo en Octavio ardía con una furia corrosiva. Su cuerpo... su propio cuerpo traicionandolo, respondiendo a ese malnacido... Era una humillación insoportable.
—¡Cerrá la boca! ¿Pensás que todos somos iguales a vos? ¡Estás enfermo, maldito lunático!
Gio no respondió de inmediato. Permitió que un silencio perverso se deslizara antes de hablar.
—¿Enfermo? —murmuró con un tono cargado de dulzura insidiosa, deslizando un dedo perezoso sobre la vena que latía furiosa en aquel miembro—. ¿Lo que está pasando acá es una enfermedad?
La presión de su toque se hizo más insistente, trazando con provocación el punto donde la piel ardía.
—Es realmente extraño... ¿Debería asistir al profesor para liberarlo de este gran problema?
—¡Ugh!... Detente...
Octavio contuvo el aliento. Las palabras se le atoraron en la garganta, sofocadas por el temblor en su propio tono.
No podía permitirse seguir hablando.
Se mordió los labios con fuerza, tratando de ahogar los sonidos que amenazaban con escapar.
La carne tembló bajo el dominio de aquellos dedos largos, atrapada sin posibilidad de escape. La palma masculina lo envolvió por completo, manipulándolo con una facilidad que ignoraba cualquier súplica o resistencia.
El cabello negro brillaba, mechones pegándose a la piel febril del profesor. Las gotas de sudor descendían pausadamente. La brutalidad de la estimulación a la que estaba siendo sometido resultaba asfixiante.
Gio lo observó con calma, atento a cada pequeño temblor, a cada sonido involuntario que se deslizaba entre esos delgados labios.
Sin duda, era un espectáculo para disfrutar.
Una imagen exquisita.
Tan sensual.
Bajo su tacto, el órgano independiente se hinchaba. Cuando se detenía, le reclamaba con un sutil quejido. Como si le reprochara, como si exigiera que volviera a obligarlo a mantenerse en una línea vertical perfecta. La extensión se retorcía de satisfacción, mientras la mente de Octavio se concentraba en evitar la culminación de su excitación.
El glande rosáceo comenzó a cubrirse de humedad, y los ojos de Gio se encendieron al contemplarlo. Se relamió el labio superior al sentir cómo las venas del pene palpitaban ansiosas por liberarse.
—Debería darse cuenta de lo simple y vulgar que se ve en este momento.
La mandíbula del profesor se tensó. Venas de furia se marcaban en su cuello. Intentó moverse. Pero cada movimiento era un golpe más a su orgullo. Forzó su cuerpo a reaccionar, pero solo logró girar el torso unos centímetros.
Grave error.
La fricción de la tela contra la piel desnuda le arrancó un espasmo involuntario. Los pezones, demasiado sensibles por la estimulación previa, rozaron el borde de la camisa abierta. Un escalofrío insoportable le recorrió la espalda. Un calor abrumador le subió a la cabeza.
¿Cuándo?
¿Cuándo ocurrió esto?
¡¿Qué le había hecho ese hijo de puta a su cuerpo?!
No podía ceder.
Él no se parecía en nada a ese violador.
Tenía una reputación que cuidar, un prestigio que mantener, una dignidad intachable.
Poseía una esposa encantadora que lo amaba, una existencia ordenada, perfecta, decente en todos los aspectos.
No era vulgar.
No era simple.
Él no era un puto animal.
Sus ojos se inyectaron de sangre.
—¡Yo no soy un maldito marica como vos!
La mirada de Gio se volvió afilada y sus ojos se hundieron en una oscuridad profunda.
El pene extasiado, ajeno a las palabras de su dueño, fue arrojado con violencia. Octavio sintió cómo el dolor le retumbó hasta la médula.
Por unos minutos, hubo un silencio aterrador en la habitación.
El ánimo de Gio era diferente; había cambiado por completo. Abrió la boca del profesor por la fuerza e introdujo dos dedos dentro de ella. Presionó el interior suave y observó cómo la lengua intimidada comenzaba a enredarse en ellos de forma inconsciente.
Bajo la tenue iluminación, el resplandor de los labios húmedos de Octavio eran estimulantes. La saliva se producía rápidamente y caía por los bordes con un brillo cautivador.
Un pequeño sonido de satisfacción brotó de Gio. La camisa negra se adhería a su cuerpo por el sudor, y los firmes músculos abdominales se tensaron. Rozó la pelvis contra la erección temblorosa del profesor, frotándose lento... muy lento.
El calor se había desparramado junto con el ardor punzante. La tela áspera ocultaba esa barra rígida, frotándola una y otra vez contra la piel que se estiraba y cedía al ritmo de los movimientos.
El hombre disfrutaba cada estremecimiento que arrancaba del cuerpo de Octavio. La presión sobre la mandíbula cedió apenas un instante, ofreciéndole al profesor un segundo de oportunidad.
Octavio no dudó: sus dientes se cerraron sobre la piel ajena, desgarrándola con la rabia de una fiera encolerizada.
Gio sintió un ardor punzante en los dedos, como si le hubieran hundido brasas en la carne. El cuerpo reaccionó antes que la mente: la palma se elevó e impactó contra la mejilla de Octavio.
Un golpe seco.
La mordida se aflojó.
La sangre resbaló entre los dientes del profesor. Respiró con dificultad y, con los labios aún abiertos, escupió insultos, todos destinados al bastardo que lo atormentaba.
Gio levantó la mano de nuevo. Los dedos flotaban en el aire, listos para estrellarse contra la piel ajena de nuevo.
El impulso iracundo de golpearlo, de someterlo...
Antes de completar el movimiento, la muñeca se detuvo.
Un latido en el pecho.
Un instante de duda.
¿De verdad quería golpearlo?
Los insultos se derramaron a mansalva y Gio los escuchó, uno por uno, hasta que su mente divagó.
La persona que tenía atrapada bajo las piernas, ese moralista incorruptible de treinta y siete años, ¿realmente desconocía sus propias pasiones?
¿Hasta cuándo pensaba fingir?
¿Cuánto más podría resistirse?
Los humanos respondían de maneras distintas ante la presión. Octavio, ese pilar de rectitud, ese hombre cuya voz era ley en su entorno, había construido una imagen inquebrantable. Frío, distante, irreprochable. Y, sin embargo, cuando se encontraba fuera de control, su primera reacción era escupir vulgaridades, como cualquier otro mortal.
Gio era diferente.
Su lengua era su arma más letal. No necesitaba recurrir a insultos vulgares; desafiaba el intelecto de su oponente sin mencionar a una madre para demostrar su superioridad. Disfrutaba desmenuzarlos con palabras tan elegantes como crueles, deslizando el filo de su ingenio bajo la piel ajena hasta que la herida se infectaba de humillación.
Pero también era astuto. No siempre buscaba la confrontación. Sabía cuándo hablar y cuándo callar. Cuándo seducir, cuándo dañar.
Al final, para él, el mundo no era más que una jaula, y los humanos, bestias encadenadas, fingiendo civilización mientras se ahogaban en sus propios instintos reprimidos. La sociedad dictaba normas, imponía límites, diseñaba un modelo de comportamiento aceptable. Pero la esencia animal seguía hirviendo, esperando el momento adecuado para liberarse.
Gio sonrió.
Recordó algo.
En sus veintiocho años de vida, solo una persona había logrado sofocar su instinto animal. Solo una persona lo contuvo, lo domesticó, lo hizo creer que podía ser otra cosa.
Y luego, esa misma persona le dio la espalda.
Ahora, los roles se habían invertido.
Era su turno de enseñarle a esa persona lo que significaba rendirse. De guiarlo, paso a paso, hasta el núcleo primigenio que el profesor tanto se esforzaba en negar.
Octavio contuvo el aliento y se quedó en silencio al sentir cómo el cuerpo del otro se presionaba por completo sobre el suyo. La respiración caliente de Gio se extendió sobre su cuello y un cosquilleo insoportable se alojó en el lóbulo de su oreja. La lengua áspera bordeó el oído y, al introducir la punta, generó un escalofrío imposible de esconder.
—No usare la violencia contra usted profesor.
Lambió el borde una vez más antes de atrapar el lóbulo entre sus labios, succionandolo lentamente.
Los sonidos húmedos y lujuriosos perforaban los sentidos de Octavio, torturándolo más que cualquier palabra.
La presa sintió la vibración recorrerle la piel y el horror prenderse de su cuero cabelludo. Había sido acechado, acorralado, y ahora este monstruo jugaba con él a su antojo.
—Este método es más efectivo. Aunque lo niegue con sus palabras... el cuerpo es honesto.
La voz de Gio se deslizó sobre su piel, cálida y pegajosa, impregnada de un deseo enfermizo.
Octavio se estremeció. No pudo evitarlo; el miedo lo atravesó, erizandole la piel.
Gio lo observó.
Sonrió. El reflejo de un depredador que había encontrado lo que buscaba.
—Pero hay algo que debo hacer primero. Una justa compensación por su accionar anterior. —Se inclinó y su voz fue baja, casi cariñosa—. Parece que el profesor tiene un gusto particular por mi sangre... Me parece apropiado cobrarle de la misma manera. ¿O acaso esa fue su intención desde el principio?
La punta de la nariz recorrió la mandíbula del profesor, era un roce seductor.
Octavio tembló. No soportaba la humillación.
Gio lo vio todo.
Y entendió... Sus ojos oscuros fueron voraces, recorrieron la dermis de Octavio con la precisión de un lector consumiendo una historia escrita en carne viva. Su cerebro decodificó la lírica de ese cuerpo, esa confesión involuntaria entre los espasmos de la respiración.
El depredador se hundió en el cuello de su presa.
Inhaló.
Un aroma amaderado, denso, con un matiz de angustia tan embriagador como el más exquisito de los licores.
Exhaló.
Encerró en sus pulmones la mezcla única de este hombre.
Octavio intentó girar el rostro, un último intento de ocultarse.
La vergüenza lo atormentaba.
Pero el movimiento lo traicionó.
Los hombros se echaron hacia atrás y, con ello, el cuello se tensó. Los tendones se marcaron bajo la piel, delineando un camino sinuoso que palpitaba, revelando una vena que se erigía como una serpiente despertando del letargo.
Gio la siguió con la mirada, fascinado.
Esa línea prominente, enmarcada por la ira y el miedo, era un deleite. La fuente de todo lo que deseaba, latiendo con frenesí, tentándolo a hundirse y beber hasta el hartazgo. Con lentitud, deslizó los dedos por la garganta de Octavio, trazando la ruta de esa desesperación. Lo tomó por la mandíbula, obligándolo a inclinar la cabeza, exponiendo el sector más vulnerable de su piel.
Primero, un beso.
Luego, una lamida, húmeda, paciente, como si lo saboreara.
Y entonces, los colmillos perforaron la carne en un solo golpe.
La boca se cerró con fuerza. La lengua carnosa presionó la herida y succionó, arrastrando consigo el calor espeso y metálico de la sangre. Fue un acto voraz, una entrega sin reservas a su anhelo más oscuro. Se alimentó de la esencia de Octavio con la misma desesperación de un hombre que había pasado una vida hambriento.
El profesor se tensó debajo de él. Un instante de agonía, un destello de éxtasis involuntario le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica. Su pulso se aceleró y la mente se nubló.
La sangre caliente se filtró por las comisuras de Gio. Ese sabor dulce y denso lo embriagó, más intoxicante que cualquier droga. Presionó y succionó con más fuerza.
Gimió. El sonido quedó atrapado en la garganta del profesor. No importaba, Gio lo escuchó de todas formas.
Retumbó en su cabeza, insistente, un zumbido persistente que golpeaba la poca humanidad que aún intentaba aferrarse dentro de él. El hormigueo en su cuerpo se hizo incontenible. La presión de su pecho contra el del otro intensificó el calor entre ellos, haciendole vibrar la caja torácica con cada latido.
El cuerpo de Octavio tembló en un intento inútil de resistencia.
En ese roce involuntario, Gio sintió su erección contenida en los pantalones friccionarse contra el abdomen desnudo de Octavio. Un susurro de placer se deslizó entre sus labios.
Los latidos de ambos resonaban en un mismo ritmo, un compás agonizante y errático, pero al mismo tiempo estimulante.
Cuando finalmente se separó, lo hizo con una lentitud. Sus labios gruesos se despegaron de la carne herida, brillantes por la sangre ajena. Alzó la mirada y vio los labios incoloros de Octavio, el temblor de su pecho agitado, el leve jadeo contenido entre los dientes.
Pero también... lágrimas.
Fluían sin descanso.
Eran tantas que habían empapado la tela gruesa que cubría los ojos, filtrándose a través de ella, dejando rastros húmedos sobre la piel.
Gio inclinó el rostro. Lamió el borde de la herida, limpiando las últimas gotas de sangre que brotaban de ella.
—Me das asco. —El temblor en la garganta de Octavio se volvió incontrolable.
En un solo movimiento, Gio retiró la venda que le cubría los ojos.
La tela húmeda se deslizó lentamente sobre la piel y las pestañas parpadearon ante la luz repentina. Un destello cegador. La visión titubeó, se deshizo en sombras fugaces antes de ajustarse de nuevo a la realidad. La mirada de Octavio, se encontró con la de Gio. Un atisbo de furia brilló en sus pupilas, mezclado con otra cosa, algo que el hombre supo reconocer al instante.
Horror.
Interesante.
Muy interesante.
Octavio no tuvo tiempo de decir nada. El sonido del click de la hebilla del cinturón de Gio vibró en su cerebro.
—Me gustaría que desde este momento grabe en su memoria cada imagen de lo que va a suceder.
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