03: Lo sublime de lo imperfecto.

"Secretos que he guardado en mi corazón,

son más difíciles de ocultar delo que pensé.

Tal vez solo quiero sertuyo".

—Arctic Monkeys, I Wanna BeYours

Gio levantó la mirada y observó el rostro enrojecido de Octavio.

La piel del profesor estaba cubierta por una ligera capa de sudor, y sus delgados labios permanecían entreabiertos.

Justo cuando Gio iba a continuar con lo anterior, Octavio cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera borrar toda su existencia.

Gio sintió un latido incómodo en el pecho, pero prefirió no detenerse en ese sentimiento. Extendió la mano y le acarició suavemente la mejilla. Antes de que pudiera explorar más, Octavio apartó la cabeza con brusquedad, como si el simple roce de sus dedos le provocara náuseas.

El silencio se espesó alrededor, interrumpido solo por el agitado subir y bajar del pecho de Octavio.

Gio lo miró en silencio.

Ese cuerpo orgulloso ahora tenía su marca en el cuello. Sus pupilas oscuras brillaban con un deseo insaciable y una intensa excitación le invadió el cuerpo.

Las largas y firmes piernas del hombre contenían con fuerza al sometido, mientras buscaba algo en el bolsillo trasero de su pantalón negro.

No titubeó.

Abrió un paquete de preservativos y colocó uno en dos dedos.

Con mucha fe, se dispuso a usar el escaso lubricante incluido en el látex. Sin previo aviso, rodeó la entrada rosada y acarició el borde.

Octavio le gritó con rabia.

—¡Hijo de perra! ¡No te atrevas...! ¡Ah!

No terminó de amenazarlo cuando el hombre introdujo los dos dígitos de un solo golpe.

Las paredes internas se rasgaron con un dolor punzante. Un quejido se escapó de entre los dientes de Octavio. Levantó el torso, con los ojos bien abiertos y un destello rojo en ellos. Miró a Gio con ferocidad. Deseaba perforarle la carne y romperle cada uno de los huesos.

Sin embargo, el hombre elevó la comisura de los labios y mostró los caninos con satisfacción.

Lo encontró.

Encontró un punto que desmoronó la resistencia del profesor.

—¿No le resultaba repugnante?

Octavio, cayó de nuevo hacia atrás, su espalda chocando contra el colchón Fue un instante. Una pequeña fisura en su férrea compostura.

El otro no desperdicio el tiempo. Los dedos rozaron aquel punto dulce, una y otra vez...

—Si no le gustara, apuesto a que esto de acá... no estaría tan relajado.

Octavio apretó la mandíbula con fuerza.

Para Gio, la vista era estimulante. Algo en la mezcla de rubor y odio en el pálido rostro del profesor hacía que su virilidad se hinchara aún más.

Sin embargo, Octavio pasaba por algo diferente, se retorció sobre sí mismo tratando de alejarse.

El hombre sonrió lánguidamente.

Sabía que en esa resistencia había tanto rechazo como placer. Y si Octavio aún no lo admitía... no importaba.

Porque su cuerpo hablaba por él.

Cuando Gio entraba y salía, la mezcla de dolor y placer se volvió insoportable.

La cabeza de Octavio ardía.

El cuerpo ardía.

Lo detestaba.

Lo odiaba.

Se odiaba.

Era la fricción persistente de aquellos dedos los que hacían que su piel se erizara. Era una sensación de mierda que no quería enfrentar.

Entonces, el estridente sonido de la alarma irrumpió de nuevo en la habitación.

El profesor cerró los ojos con fuerza, como si pudiera silenciar el ruido con pura voluntad. No sirvió de nada.

Gio, en cambio, se detuvo.

Su toque desapareció.

Él sabía lo que significaba esa alarma. La cuenta regresiva estaba en su fase final. La tercera alarma resonaría pronto, y cuando lo hiciera, todo terminaría.

No habría más tiempo para permanecer junto a su viejo mentor.

Octavio, tembloroso, intentó recomponerse, pero el cuerpo no respondía como él quería. La respiración era errática, los pensamientos, un caos.

Una mierda.

Una puta mierda.

Mientras tanto, Gio ya se estaba preparando.

Bajó el cierre del pantalón y reveló ese miembro tensó. Tomó otro preservativo y lo deslizó sobre la longitud venosa. Sin decir una palabra, sujetó las largas y esbeltas piernas del profesor.

Octavio sintió el movimiento repentino en la parte baja e intentó enfocar la vista.

No obstante, el hombre no le dio oportunidad de asimilarlo.

En un solo impulso, se introdujo.

Un grito silencioso y ahogado se escapó de la boca del profesor.

El hombre se detuvo tras la fuerte inserción y rechinó los dientes. Fue abrupto, no era su intención, pero el tiempo no era su aliado en ese momento. Y el otro tampoco cooperaba frente a sus intentos amables.

Octavio, agobiado por el dolor intenso y asfixiante, jadeaba en el intento por respirar. El cuerpo se contrajo ante la invasión y el pene que se había quedado quieto, comenzó a embestir su culo sin piedad. Los labios incoloros temblaron al exhalar bocanadas de aire caliente. Cada embestida lo hacía estremecer, el roce impío de los cuerpos avivaba el ardor en la piel. El movimiento incesante de las caderas le provocaba escalofríos que le trepaban hasta la sien, un cosquilleo desagradable que lo hacía querer arrancarse la carne con las uñas. Un suplicio indescriptible laceraba su corazón, más cruel que el dolor, más corrosivo que la culpa.

Esto era denigrante.

La vergüenza lo carcomía desde adentro. En todos estos años, jamás imaginó ser tomado de esa manera.

Era un hombre.

Uno con esposa.

Uno que solo le hacía el amor a ella.

Ahora estaba siendo usado como un consolador de carne. Un agujero que un despreciable perro encontró para joder. Las lágrimas fluyeron desenfrenadas con un desprecio atroz.

El cerebro golpeaba contra los barrotes del cráneo. Quería escapar de ese lugar, de esa situación y de toda esa pesadilla.

Pero no lo lograba.

El hierro ardiente que entraba y salía lo quemaba desde dentro. Los tejidos internos se crispaban, abrasados por cada embestida. El estómago se retorcía, tratando inútilmente de contener el horror. Las venas se hinchaban con sangre febril, la piel se erizaba con una mezcla tóxica de odio y dolor.

Podía sentirlo.

La carne desgarrándose.

El placer ajeno raspando contra la resistencia propia.

Quiso gritarle que se detuviera.

O que, al menos, fuera más gentil.

Pero el orgullo era un yugo alrededor del cuello. No iba a suplicar. No iba a rogar que lo cogiera más despacio.

La repulsión nació en lo más profundo del abdomen y le trepó hasta la garganta. Frunció el ceño, apretó los dientes.

Era insoportable.

Asqueroso.

A la inversa, urgido por la pasión y la lujuria, las penetraciones de Gio fueron implacables. El miembro duro y ardiente se sumergió con violencia, llenando el interior por completo y golpeando hasta la base. Gemidos esporádicos escaparon de sus labios y el sonido húmedo de carne chocando con carne resonaba en el cuarto.

La respiración del hombre se volvió pesada. El sudor se filtró por los bordes de la camisa, ajustándola a los amplios y bien definidos hombros, marcando la silueta de un cuerpo firme.

La mirada descendió, atrapada en la figura que tenía entre las piernas. Un anhelo reprimido le quemó la garganta. Durante años, esta imagen lo había carcomido por dentro. La había imaginado en incontables noches de insomnio. Ahora, frente a él, era distinta.

No coincidía a la perfección con la representación que había construido en la mente.

Pero...

No estaba nada mal.

La imperfección tenía su propia belleza. Su propio desafío. Si fuese perfecto, sería aburrido.

El cuerpo de Octavio tenía la solidez de un hombre. A su vez, había una sensualidad sin artificios. Bajo la tenue luz, el sudor delineaba cada contorno de la piel, acentuando las líneas de los músculos.

Masculino.

Erótico.

Una vista imposible de ignorar.

La presión del tiempo lo llevó a apresurar la situación. El control se volvió un concepto distante. Ahora, los cuerpos se unieron bajo la exitación perturbadora del momento, y las pequeñas gotas de sangre que envolvían la endurecida bestia avivaron el fuego en su pecho. Ver al hombre de firme y alta moral devorarse por completo su verga en silencio era... irritante.

Molesto.

Una gruesa vena se marcó en su sien.

¿De verdad iba a tragarse el orgullo hasta el final?

¿A fingir que esto no le gustaba?

No esperaba que se derrumbara ni que se rindiera ante sus encantos.

Pero, aun así... lo codiciaba.

Un sonido.

Un jadeo de satisfacción.

Algo.

Como un músico sin su instrumento, buscando la melodía perdida, Gio se detuvo. Retiró el miembro ardiente del orificio maltratado, disfrutando del estremecimiento involuntario que recorrió el cuerpo ajeno frente al vacío repentino.

Si él no iba a hablar, Gio encontraría la forma de arrancarle la voz. Se inclinó, dejando que el aliento caliente rozara la piel de Octavio antes de presionar la lengua contra las gotas de sudor que se deslizaban por la mejilla. Las recorrió con lentitud, disfrutando del leve temblor que provocaba en el cuerpo bajo el suyo, hasta alcanzar los labios finos y ligeramente entreabiertos.

Los atrapó entre los dientes, mordiéndolos con calma. Tras unos segundos, descendió por la mandíbula, hundiendo el rostro en el hueco del cuello. Inhaló. El aroma amaderado del profesor, siempre tan sobrio, ahora se mezclaba con el de Gio en una combinación embriagadora.

El roce de la lengua fue pausado al delinear la curvatura de las clavículas, pero al volver a subir, la boca encontró la herida abierta en el cuello. Primero la lamió con suavidad, luego, la succionó con una profundidad posesiva.

El efecto fue inmediato.

Pequeños gemidos ahogados escaparon de la boca del profesor.

Gio sintió la boca secarse al escucharlos.

La piel húmeda bajo su lengua vibraba con cada respiración entrecortada, con cada estremecimiento que intentaba sofocar.

Tan excitante.

—Profesor... Octavio —susurró con voz jadeante, mientras levantaba las redondas y suaves nalgas.

Volvió a besarlo, abrió los labios e introdujo la lengua para saborear ese dulce sabor. Se deslizó despacio, pero a la vez con profundidad.

Las negras y húmedas pestañas de Octavio se agitaron; el dolor de la intrusión hizo que arqueara el cuello, rompiendo ese beso intenso.

Gio aprovechó el momento y mordió la vibrante manzana de Adán que lo tentaba con su movimiento.

Los dedos de los pies de Octavio se curvaron, perdiendo todo rastro de color. Intentó liberarse nuevamente, pero las piernas, entumecidas por la presión que el hombre ejercía sobre ellas, no respondieron.

Las venas se tensaron en la frente. Gotas de sudor caían del cabello. Bajo la mirada fija de aquel hombre, Octavio inclinó la cabeza hacia un lado, evitando esos ojos penetrantes.

Gio se acercó más y lamió las gotas que se acumulaban en el borde de la mandíbula.

—¿Qué se siente llorar y gemir con mi verga adentro? —susurró con una sonrisa. Luego rozó con los labios las venas del cuello a punto de estallar—. Si seguís apretándome así, me la vas a cortar.

Pero el otro no le respondió.

Permaneció en silencio, ignorandolo.

Gio entrecerró los ojos, su mirada encendida por una frustración que ardía bajo la piel.

Detestaba ese silencio.

Los iris oscuros descendieron por el cuerpo del profesor, hasta detenerse en la prueba más irrefutable de todas.

El miembro de Octavio, ignorante de la moral y de las líneas que tanto él se esforzaba en trazar, liberó un líquido translúcido y pegajoso.

Gio exhaló una risa baja, áspera.

—¿Y aún va a seguir fingiendo?

Otra vez. Ese mutismo. Sin embargo, ese silencio hizo que Gio deseara molestarlo más.

Mucho más.

—Su cuerpo lo delata, profesor. Si no le gustara, no se la estaría tragando de esta manera...

Las palabras perforaron los tímpanos de Octavio como cuchillas afiladas. El sabor amargo del ácido gástrico le inundó la boca, quemándole la garganta. Apretó los dientes por la rabia.

Gio lo vio, sin embargo, no se detuvo. Continuó.

—Tan reacio, tan digno. Pero su cuerpo ya decidió por usted. —Su voz descendió a un murmullo bajo, untado con burla—. Me encantaría que su esposa viera cómo su culo se come mi verga.

El profesor, con la última pizca de compostura eliminada, explotó en un grito furioso.

—¡Puto de mierda, estás enfermo! ¡No te atrevas a nombrarla con tu boca asquerosa!

El falo que se movía con lujuria se detuvo de repente. La expresión del hombre se tornó sombría. Retiró el miembro duro y venoso, y con violencia, volteó a Octavio como si fuera un pedazo de trapo sucio y barato. Lo agarró del cabello con fiereza y lo obligó a levantar el torso.

—Hijo de puta—gruñó con dolor.

El antebrazo de Gio presionó con fuerza sobre la garganta de Octavio. Las pupilas del profesor, antes de un marrón cálido, titilaban entre rojo y negro, como si el aire se estuviera apagando y la oscuridad comenzara a tragárselo. Un frío glacial le recorrió la columna vertebral. La presión aumentaba, y cada vez le era más difícil mantener el oxígeno.

Gio se acercó al oído, había un brillo peligroso en sus ojos.

—Mi paciencia tiene un límite y parece que disfruta desafiarlo, ¿eh? —La voz era tan suave que hizo que el profesor se tensara aún más. Pero no se detuvo allí, el tono se volvió amenazante—. Será mejor que cierre la boca y abra el culo en silencio.

Octavio sintió la respiración caliente en el oído mientras el pene hirviente se frotaba en el centro de sus glúteos.

—Pero, algo acá es interesante...

Gio no tenía intención de hacérselo fácil. El hombre bajó la mano hasta la pelvis de Octavio. Acarició el glande y rozó ligeramente la uretra. Subió y bajó despacio por todo el tallo.

—Al final, se hace el moralista, pero no es más que una puta vulgar que disfruta que la estrangulen mientras le rompen el culo.

Sin desprender el brazo del cuello, soltó el pene de Octavio y con la mano exploró la hendidura entre las nalgas por un momento; el interior era resbaladizo y suave. Separó una de las mejillas exponiendo el agujero rosado. Sin pensarlo dos veces, insertó el miembro hinchado.

Un pequeño gemido de dolor escapó de la garganta de Octavio, pero intentó mantenerse en silencio. Las lágrimas cayeron, pero ante los ojos de Gio, se tornaron lascivas, alimentando el deseo perverso mientras se relamía los labios. Conteniendo los gemidos de satisfacción, murmuró con voz baja.

—¿Es acá? ¿Cierto?

Presionó ese punto sensible y, lánguidamente, alargó el final de la pregunta mientras movía las caderas con mayor rapidez.

El cuerpo de Octavio se contrajo, y los músculos de sus glúteos se tensaron. El pene que golpeaba su trasero sin piedad le provocaba escalofríos y sus labios pálidos temblaban al exhalar bocanadas de aire caliente. Fue estimulado por ambos lados, su miembro erguido se hinchaba aún más.

Fue entonces que se dio cuenta.

De golpe no se movió. Ni siquiera respiró. La mente atrapada en un ciclo frenético de negación. «No, no, no».

No quería que pasara.

Sin embargo, la lengua caliente y áspera de Gio se deslizó por el lóbulo de su oreja. Lo hizo estremecer hasta la médula, un estremecimiento que no era solo de asco, sino de algo más...

Su nariz afilada brillaba con un sudor fino, el calor sofocante volviéndolo pegajoso contra su piel. «No puede ser. No puede estar pasando». Los ojos cerrados con fuerza, los músculos del rostro rígidos hasta casi doler.

Y Gio lo sintió.

El temblor imperceptible de la mandíbula. El modo en que el pecho subía y bajaba con una cadencia forzada.

—Octavio. No te resistas...

La voz sonaba como la lujuriosa melodía de un demonio venido a la tierra para corromper a un santo. Cuando los labios del hombre rozaron la curva del cuello del profesor, él tembló.

Octavio no quería, pero aún así, pasó.

Odiaba esto.

Lo odiaba tanto que el odio parecía tener sabor, una bilis espesa que se le acumulaba en la lengua.

Entonces sintió la mano de Gio presionando contra su uretra.

Algo dentro de él se agitó.

No gritó.

No forcejeó.

El pecho se le expandió con un aire caliente. Un placer intenso se precipitó en el cerebro de desde la parte inferior de su cuerpo. Una corriente eléctrica sacudió el pene que empezó a bombear el espeso y blancuzco semen haciéndole perder todo rastro de dignidad. Se mordió los labios con tal violencia que los hizo sangrar. El abdomen se contrajo y el líquido viscoso se deslizó sobre los dedos que lo manipulaban.

La humillación tenía garras que se clavaban profundamente, rasgando cada neurona y pudriendo el cerebro. Pero lo peor no era eso. Lo peor era el placer, ese placer asqueroso que se adhería a la carne como una sustancia tóxica, imposible de ignorar, imposible de arrancar de raíz.

La habitación giraba, oscilando entre sombras y destellos. Intentó respirar, pero el propio aliento formó un nudo áspero que le provocó arcadas violentas. El mareo se intensificó. Las rodillas, débiles y temblorosas, apenas sostuvieron el peso antes de rendirse sin más. Cayó sobre las sábanas con el cuerpo entumecido, la piel ardiendo con una sensibilidad insoportable.

«No puedo. No. Yo no...». Sin embargo, la carne no obedecía; el cuerpo no respondía a la mente. Un estremecimiento involuntario lo recorrió, crispándole los dedos contra la tela arrugada.

Octavio sintió el peso de Gio sobre la espalda, el calor pegajoso del cuerpo fundiéndose con el suyo. Un jadeo quedó atrapado en la boca cuando unos dientes afilados le rozaron la nuca, mordisqueando.

El contacto de los cuerpos provocaba sonidos húmedos, mezclándose con el crujir de la cama al rozar contra el suelo. Cada pequeño movimiento encendía una corriente que se extendía por las terminaciones nerviosas. Octavio apretó los labios con fuerza, negándose a dejar escapar un sonido.

—No crea que resistirse hará alguna diferencia. —La voz del hombre no era alta, tenía un tono tranquilo, sereno y pretencioso.

Las manos de Gio se afianzaron en la cintura del profesor, los dedos presionaron con un agarre fuerte, demasiado fuerte...

Se separó por un instante, lo suficiente para admirar la silueta de Octavio. La punta de sus caninos se asomó y sonrió satisfecho. La espalda masculina descendía en una curva elegante hasta la cintura estrecha, la piel repleta de sudor, y ahí estaban, las marcas de sus dedos...

Hermoso.

Lamentablemente para el hombre, la alarma sonó.

Otra vez.

La tercera.

Después de unos minutos, dejó de sonar.

Los movimientos del hombre se volvieron apresurados y ansiosos, las venas de sus manos se ensancharon mientras presionaba la suave piel de las caderas de Octavio. Un sonido ronco y profundo escapó de los labios de Gio. Presionó la cabeza del profesor contra las sábanas sucias y embistió frenéticamente, llegando al cenit de su clímax.

Los ojos de Octavio comenzaron a perder enfoque.

Sofocado, el cuerpo palideció.

Un movimiento.

Un jadeo contenido.

Un gemido ahogado.

Gio, en tres movimientos, terminó su cometido.

La mente del profesor quedó en silencio.

Todo se oscureció y perdió la conciencia.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

Quince minutos antes, Gio escuchó los pasos suaves en el pasillo antes de que la perilla se moviera. Sin dudarlo, abrió la puerta antes de que la mano ajena la alcanzara.

—Te excediste en el tiempo —dijo el joven con un tono preocupado—. El jefe te mandó a llamar.

Gio sostuvo su mirada con frialdad.

—Lo sé.

El joven intentó asomarse por la abertura, inclinando apenas el cuello, pero el hombre bloqueó la línea de visión.

—¿Qué hacés? No estás autorizado.

El joven se irguió de inmediato.

—Lo siento, solo tenía curiosidad.

Gio guardó silencio por un par de segundos. Luego, con una voz controlada, le advirtió:

—Alan, deberías saber que nadie puede entrar acá, excepto las personas autorizadas. Así que guardá tu curiosidad y no lo vuelvas a intentar.

—Hey, hombre, perdón —insistió el joven, nervioso.

Gio no respondió. Cerró la puerta al salir de la habitación. Mantuvo la postura recta y la barbilla ligeramente levantada. Levantó una mano con un gesto mínimo, indicando a Alan que avanzara.

El joven obedeció, aunque con pasos incómodos.

Gio lo siguió, manteniendo un ritmo pausado a sus espaldas.

Detrás de ellos, la habitación quedó en silencio.

Restricción.

Aislamiento.

Control.

Octavio yacía en el colchón, inconsciente. Las cintas que lo inmovilizaban ya no estaban. Su camisa había sido abotonada de nuevo, los pantalones en su sitio, las cadenas en los tobillos, removidas. Nada de eso significaba libertad.

Octavio respiraba con un ritmo lento, profundo, el cuerpo envuelto en un sueño denso y negro. La mente aún no registraba la magnitud de su realidad.

Pero lo haría.

Y cuando lo hiciera, sabría que este silencio sería lo más valioso.

El primer día de cautiverio había terminado.

El resto apenas comenzaba.

≫ ──── ≪•◦ ❦♡❦♡❦ ◦•≫ ──── ≪