Inclinando la cabeza hacia adelante, Gio posó sus labios sobre los de Octavio.
El beso fue abrasivo y demandante; lamió y succionó el labio inferior hinchado con una intensidad feroz. Los dientes mordieron la piel herida, magullándola con una furia lasciva. Las lenguas se enredaron y los cuerpos se estrechaban con fuerza.
En un acto de desesperación, el profesor movió las caderas y las piernas, intentando apartarlo, pero la resistencia resultó inútil. Gio se mostró posesivo, con una lujuria que hacía que la presión fuera sofocante y, al mismo tiempo, innegablemente estimulante.
Los ojos del hombre relucieron con malicia, mientras el cuerpo vibrante debajo de él se rindió de manera inconsciente. Separando los labios de los de Octavio, le susurró al oído:
—Es sencillo, puedo mejorar su estadía en este lugar; solo debe ser un hombre obediente.
No había mucho que esclarecer.
El aturdimiento inicial se disipó con rapidez, y Octavio comprendió la futilidad de la oferta de Gio. No era más que un intento vano de desestabilizarlo, una provocación. Por un segundo, consideró la posibilidad de ignorarlo. No obstante, cuando habló, una sonrisa irónica ya se había dibujado en las comisuras de sus labios.
—Interesante propuesta —musitó con indiferencia—. Pero no soy tan ingenuo como para caer en ese juego.
—¿Un juego? Ya veo. —Sin soltarlo de inmediato, dejó que sus dedos se deslizaran con lentitud antes de apartar la mano—. Si lo quiere interpretar de esa manera, me parece perfecto. Solo lo mencionaba porque lo hacía una persona inteligente.
—No me importa lo que pienses de mí.
—De acuerdo, profesor. Pero recuerde algo importante: pronto cambiará de opinión, y los términos ya no serán los mismos.
Gio se apartó, aún con esa expresión burlona en el rostro. A pesar de ello, Octavio mantuvo su firmeza.
—No estoy interesado en ningún tipo de acuerdo con vos.
—Antes de negarse, escuche lo que tengo que decir.
No le contestó, pero tampoco desvió la mirada.
Gio se dirigió al sillón, se sentó y cruzó una pierna sobre la otra, como si tuviera todo el tiempo del mundo. El silencio se prolongó por un largo minuto. Finalmente, deslizó una mano en el bolsillo del pantalón y sacó una pequeña caja.
—¿Fuma?
—No.
Gio sonrió con un deje de burla.
—Por supuesto que no.
Encendió el cigarrillo con parsimonia. Inhaló. El humo se enroscaba entre sus dedos antes de que exhalara con lentitud.
—El panorama no le favorece, eso ya lo sabe. —La voz era pausada, casi condescendiente, como la de alguien que explicaba lo evidente a un niño testarudo—. Los inversores están presionando a Vargas. Ha conseguido extender los plazos, sí, pero eso tiene un motivo. La investigación del suero EVA está bajo mi control.
—No lo vas a lograr.
Octavio no parpadeó al responder. Permaneció inmóvil, pero su mandíbula se tensó.
Gio esbozó una sonrisa, como si hubiera anticipado justamente esa respuesta.
—No me subestime. Usted mismo lo dijo, no me conoce.
—Es cierto —admitió, con un brillo frío en los ojos—. Pero no es un trabajo que puedas completar en unos días. Ni siquiera en años.
—Quizás se deba a la brecha generacional que nos separa. Usted ya está... bastante mayor.
El tono de Gio era venenoso. Hizo una pausa, impregnada de arrogancia.
—Es fascinante cómo se considera el único capaz de crear algo de esa magnitud. Pero permítame disipar esa fantasía absurda. El tiempo derrumba a los falsos profetas, y el suyo ha llegado. Hágase a la idea de que, en breve, será parte de la lista de aquellos que lo intentaron, pero jamás alcanzaron la grandeza.
Octavio sonrió, como si lo que escuchara no fueran más que las palabras de un bufón hilarante.
—Veo que tenés bien claras tus prioridades. Si Vargas confía tanto en tu desempeño... Entonces, ¿por qué sigo respirando?
Gio golpeó el cigarrillo, dejando caer la ceniza. Sin prisa, lo llevó a los labios, inhaló y soltó el humo con una exhalación lenta.
—Por el momento, usted es útil.
¿Útil?, Octavio quería reírse a carcajadas.
No había cedido.
No lo haría.
Vargas lo sabía.
No entregaría el suero.
El final ya estaba establecido.
Gio tomó una tarjeta de la mesa, la levantó con la punta de los dedos y la agitó ligeramente, como quien muestra una carta ganadora.
—Debería acercarse y ver el nombre que está escrito acá.
Al principio, no se movió. El otro sostenía la tarjeta en el aire, inmóvil, como si aguardara pacientemente a que la tomara.
El silencio se prolongó.
Finalmente, después de unos minutos, avanzó. Extendió la mano y arrebató el papel de los dedos de Gio.
Su mirada se fijó en el nombre impreso. Tras enfocar la vista, le pareció reconocer el apellido.
¡Imposible!
Su expresión no cambió de inmediato, pero sus dedos traicionaron la rigidez de su postura.
—Quizás no la recuerde —dijo el hombre ladeando la cabeza—, como me ha olvidado a mí. Pero Vargas tiene cierta obsesión con todos aquellos que hayan trabajado con usted. Mejor dicho, con aquellos que participaron en sus investigaciones. Su pequeño grupo selecto. —Sonrió levemente y continuó explicando con calma—: Rodríguez volvió al país hace unos meses. Entre las opciones locales, ella es la más decente. Personalmente, me da lo mismo. Su participación me resulta irrelevante. Pero bueno, en cierta forma, me conviene. Dicho esto, aprobé que forme parte de mi equipo.
—Jamás aceptaría trabajar con ustedes.
—Exacto. Parece que su claridad mental ha regresado. Ahora, permítame ser directo: ¿ha tenido usted alguna verdadera opción de negarse? ¿O está acá porque así lo desea?
Octavio guardó silencio. Sabía que cualquier palabra que dijera solo alimentaría el juego de su adversario. Cerró los ojos por un segundo, pero fue suficiente para borrar la tenue línea entre el momento en que aún albergaba cierta ilusión de control y el instante en que esta se desvaneció. Al abrirlos nuevamente, su mirada estaba cargada de frustración.
—Si las circunstancias son estas, no puedo hacer nada por ella —murmuró al fin.
El peso de esas palabras cayó sobre él con un impacto retardado. Como si fueran ajenas, como si las hubiera pronunciado alguien más.
Pero no.
Eran suyas.
Y con ellas, se obligaba a aceptar la idea de su propia impotencia.
—Profesor —Gio exhaló con fingida decepción, arrastrando la última sílaba como si saboreara su flaqueza—. Qué lástima. Me sorprende lo insignificante que le resultan las personas.
Un escalofrío helado recorrió la espalda de Octavio. Él no era ese tipo de hombre. ¿Pero... qué podía hacer?
EVA era innegociable. En la balanza moral de Octavio, ella siempre tendría el mayor valor.
Gio lo observó intensamente, mientras acariciaba la pequeña tarjeta.
—A diferencia de usted, si yo intervengo, tengo la capacidad de negociar un acuerdo que beneficie tanto a Vargas como a Rodríguez. Ella trabajaría para mí en calidad externa, sin contacto directo con GSP. Aunque esto es solo una fachada, es sin duda un avance comparado con la perspectiva de compartir el cuarto adyacente al suyo.
Octavio cerró los puños. Cada palabra se clavaba en su mente, debilitando la resistencia que intentaba mantener. Sabía que Gio lo estaba acorralando. Trató de mantener una expresión neutra, pero la opresión en el pecho se intensificó.
No quería pensar en su alumna, en lo que le harían si no aceptaba. No quería, pero la imagen persistía, desdibujándose y formándose de nuevo con cada segundo que pasaba.
—Veo que está dudando, y lo comprendo. Le diría que lo piense, pero mi paciencia se está agotando. El poco interés que tenía en usted está desapareciendo.
Gio se levantó del sillón y Octavio, instintivamente, retrocedió un paso.
—Tomó su silencio como una negativa, así que terminemos acá —dijo con una sonrisa. Se acercó y se inclinó hasta que su aliento cálido rozó la piel del oído del profesor—. No se asuste mañana al escuchar ruidos extraños. Cuando esos cerdos terminen con ella, tenga la seguridad de que también pasarán a visitarlo a usted.
El rostro de Octavio cambió de inmediato. El asco se dibujó en su boca.
—No se deprima. Debería saber que una mujer joven suele ser más interesante que un hombre viejo... —afirmó con voz amable, como si lo estuviera consolando—. Siéntese. La conversación ha terminado. Avisaré para que lo vengan a buscar.
Los dedos de Octavio se mantenían crispados, aunque ya no estaba seguro de si era por rabia o algo más próximo al miedo.
Gio le lanzó una última mirada antes de girarse y alejarse. El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la mente del profesor.
No había replicado, no había intentado negociar, no había hecho nada.
Indignación.
Frustración.
Terror.
Todas esas sensaciones lo golpearon en el pecho y lo ahogaron. Las paredes se sentían más estrechas. No había suficiente espacio. Pero lo peor era que, quizás, ya había perdido la oportunidad de hacer algo. Todo se había complicado; todo se había convertido en una mierda que contaminaba su entorno. Se sentía acorralado, sin opciones ni salida.
Debía resistir.
Tenía que esperar a que alguien viniera a rescatarlo. Seguro había personas que lo extrañaban, que lo esperaban. Sí, debía aguantar un poco más. Era solo cuestión de tiempo, todo terminaría. No lo habían olvidado. Alguien lo esperaba en casa, sí, debía aguantar.
Unos días más.
Solo unos días más.
Todo esto quedaría en el olvido.
Nadie debía saber lo que pasó.
Nadie lo sabría.
Solo necesitaba sobrevivir porque alguien vendría.
Octavio apretó los dientes y movió los pies antes de pensarlo demasiado.
—Maldito bastardo —murmuró antes de abrir la puerta.
Lo primero que encontró fue al hombre sentado en el borde de la cama. Una delgada línea de sudor frío le resbaló por la nuca, pero su expresión se mantuvo firme. No podía titubear ahora. Justo cuando iba a abrir la boca, el otro cortó las palabras que apenas se formaban.
—Veo que está ansioso. No se preocupe, justo iba a llamar —dijo Gio, levantando el teléfono como si fuera una prueba de su buena voluntad.
Una simple llamada podía cambiarlo todo.
Octavio respiró hondo.
—Antes de hacerlo, quiero que me respondas: ¿qué querés y qué voy a recibir a cambio?
Gio parpadeó, fingiendo sorpresa.
—¿Disculpe?
—Si vamos a tener un acuerdo, las reglas deben ser claras.
—Me agrada esta nueva actitud, pero no estoy dispuesto a negociar. Como le expliqué, mi interés inicial ya se perdió con su rechazo.
Al escucharlo, Octavio sintió cómo los límites de su escasa paciencia se resquebrajaban. Aun en estado de inferioridad, ese carácter suyo permanecía indomable.
—Podés ser más claro. ¿Vamos a llegar a un arreglo o no?
El hombre esbozó una sonrisa, como si le entretuviera el intento de Octavio por aferrarse a una pizca de control. Se tomó su tiempo para responder, inclinó la cabeza, estudiándolo. Finalmente, exhaló. Su expresión cambió al igual que el tono de voz.
—Mis disculpas, olvidé la urgencia de la situación —dijo con condescendencia, como si le estuviera haciendo un gran favor—. Le garantizo que Rodríguez no caerá en este lugar, solo será una herramienta externa. En cuanto a usted, mi oferta inicial se reduce.
—Nunca especificaste qué incluía.
—Bueno, por ahora le ofrezco la reducción del ruido.
—¿Solo eso?
Octavio se mantuvo en la entrada, no movió un músculo, pero Gio sí.
El hombre cruzó la distancia entre ellos con lentitud y en su mirada había algo peligroso, una chispa insaciable que no buscaba ser apagada. Apoyó una mano en la pared, encerrándolo. El calor de su cuerpo se filtró a través del miserable espacio entre ambos.
—Profesor, es un hombre ambicioso. Vamos por partes —murmuró en tono bajo, mientras rozaba la barbilla de Octavio con la mano—. Al final, todo depende de usted y de su capacidad para no aburrirme.
La piel de Octavio ardió bajo el contacto ajeno. Su mandíbula se tensó bajo el toque, la respiración levemente alterada, pero no le daría la satisfacción de apartarse primero.
—Entonces, si te aburrís, el trato se cae.
Los ojos de Gio se entrecerraron. Tomó entre los dedos el rostro del profesor, inclinándolo lentamente.
—No —le susurró suavemente al oído—. Tengo palabra. No tendrá que preocuparse por este asunto otra vez.
—¿Qué es lo que debo hacer?
—Si acepta —sonrió, no era una sonrisa amable—, deberá estar predispuesto a todo lo que le solicite.
—Entonces, ¿solo tengo que dejar que me jodas?
El rostro de Octavio se contorsionó con asco al procesar lo que había salido de su boca y, una risa amarga escapó de sus labios.
—No. —Gio inclinó la cabeza—. Se está equivocando nuevamente.
Octavio apenas tuvo tiempo de respirar cuando el otro le habló cerca de la yugular.
—Este lugar está lleno de personas que solo buscan saciar sus instintos más retorcidos —continuó, el cálido aliento recorriendo la piel hasta el oído—. ¿Sabe cuántos están ansiosos por entrar en esa habitación y bajarle los pantalones? No manejan instintos como el territorio, no les importa en absoluto.
Un escalofrío helado recorrió la espalda del profesor.
—Tal vez sea uno, tal vez dos, pero en un parpadeo podrían ser varios, rompiendo cada orificio de su cuerpo. ¿Cuánto puede aguantar?
El brazo de Gio se deslizó con facilidad alrededor de la cintura, inmovilizándolo contra la pared.
—Otros querrán arrancarle la piel y cortar el músculo, tal vez jugar con sus extremidades. Los menos sádicos simplemente le romperán los huesos y le orinarán en la cara.
La garganta de Octavio palpitó. Sabía que algo así podía pasar. Se lo había repetido una y otra vez, preparándose mentalmente para lo peor. Pero escucharlo en voz alta, con ese tono despreocupado, lo hacía insoportablemente real.
—Si escuchara las fantasías de esos hombres que recorren estos pasillos, se cagaría encima.
Gio lo soltó de golpe. Dio un par de pasos atrás y añadió, con naturalidad:
—Debería sentirse agradecido por esta oportunidad. Si sus servicios resultan satisfactorios, esas situaciones que mencioné no ocurrirán. —Al llegar a la cama, se acomodó en el borde—. Soy la mejor opción en este lugar, y lo que deseo ahora es ver su esfuerzo por satisfacerme.
Octavio respiró hondo.
No quedaban más opciones.
No había salida.
No podía permitir que su expresión se quebrara. Si mostraba demasiado, el otro lo disfrutaría aún más. Sin embargo, su propio cuerpo se convirtió en su peor enemigo. Los músculos tensos, el sudor en las palmas, el frío que se filtraba hasta su pecho.
Mierda.
—Acepto —dijo al fin.
—Sabía que era un hombre perspicaz —dijo, haciendo un gesto con la mano para que el otro se acercara.
Él avanzó.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, recibió la orden.
—De rodillas.
Las piernas de Octavio se doblaron.
El suelo era duro bajo las rodillas.
La humillación le rasgaba el pecho.
El hombre lo observó con la satisfacción de alguien que ya había conquistado el cielo.
—Comience.
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