07: Todos son perros y presas.

"Déjame ser tu espectáculo de fenómenos,

podría ser tu monstruo favorito.

Enciérrame, no me dejes salir

porque sabes que... No puedo evitarlo."

—Sub Urban feat. Rei Ami, Freak.

Octavio no había planeado terminar en esa posición. De hecho, no había planeado nada de lo que había sucedido en las últimas horas. Sin embargo, ahí estaba, con las manos apoyadas en los muslos de Gio, sintiendo el calor que irradiaba ese cuerpo a través de la tela del pantalón deportivo.

Gio inclinó la cabeza, observándolo con una expresión que resultaba difícil de descifrar. La sonrisa seguía ahí, ladeada, con un atisbo de diversión, pero los ojos oscuros tenían algo más, algo que iba más allá de la simple picardía.

Un brillo depredador.

Con una mano, agarró el pedazo de carne grande y venoso retenido bajo la prenda interior. El miembro se alzó en lo alto, como un monstruo ansioso.

—¿Qué pasa? —consultó Gio con falsa consideración—. No pienso obligarlo. En este momento, puede esperar con las piernas cruzadas a que vengan a buscarlo.

Octavio apretó los labios, la mandíbula tensa al punto de dolerle. «Hijo de puta». Lo pensó una, dos, tres veces, cada insulto marcando un latido denso en su sien.

Pero el otro decidió jugar con él. Con la punta húmeda, acarició la mejilla enrojecida de vergüenza. Luego, se deslizó suavemente hacia la comisura de los labios.

La expresión de Octavio se deformó. Los músculos del cuello se marcaron cuando el grueso glande comenzó frotarse contra su boca.

Lo odiaba tanto.

El hombre entrecerró los ojos, evaluándolo con un brillo casi perverso.

—O si prefiere, podemos continuar con el acuerdo que nos beneficia a ambos.

La mirada de Gio ardía con una lujuria descarada, y Octavio sintió que su orgullo se desmoronaba como una estructura corroída desde los cimientos. No había espacio para la resistencia. No en ese lugar. No en ese momento.

Ya lo había aceptado. Pero la humillación se retorcía en el estómago, punzante, ácida, empujando el reflejo de las náuseas hasta el borde de la garganta. Tragó saliva y se retiró los lentes. Al menos, la vista borrosa fue un pequeño consuelo que la vida le había dado.

—No le autoricé a quitárselos.

Octavio lo miró fijamente. Como las células que reconfiguraban su código genético ante una amenaza, debía hacer lo mismo.

Adaptarse.

Sobrevivir.

Solo eran dos hombres cerrando un trato.

Inspiró hondo y deslizó nuevamente los lentes sobre la nariz. La mente debía permanecer despejada. Ese era el único escudo que le quedaba.

Gio sonrió, satisfecho.

—Muy bien, profesor. Es bueno que sea obediente. Ahora, por favor, comience.

Los dedos largos y delgados envolvieron el falo duro con una presión rígida. Octavio sintió la calidez del miembro bajo sus yemas, su rostro formó una mueca de disgusto.

No importaba.

No importaba cuánto le revolviera el estómago. Las manos, toscas y poco dispuestas, se vieron obligadas a explorar la textura de la excitación ajena.

Del otro lado, un escalofrío de placer recorrió el abdomen del hombre, un estremecimiento que le encendió una sonrisa ladina. Pero Gio no era alguien que se conformara con tan poco.

—Abra la boca y saque la lengua.

No fue una sugerencia, ni siquiera una demanda particularmente agresiva.

Fue una orden directa.

Si tuviera un revólver en este momento, Octavio no dudaría en apoyarlo contra esa frente altiva y vaciaría el cartucho entero. Sin embargo, solo gruñó entre dientes y obedeció.

Los ojos de Gio descendieron con descaro. La lengua del profesor era seductora incluso en su hostilidad: rosada, brillante, húmeda.

—Si me muerde, créame que la va a pasar mal.

Octavio prefirió mantener el silencio, y Gio, sin perder el tiempo, deslizó el glande por el centro suave y tierno.

Fueron unos pocos movimientos antes de que perdiera el control. Se introdujo hasta la mitad, dejando que la calidez de esa boca lo envolviera. Los ojos se deslizaron lentamente a lo largo de los labios delgados y húmedos, fijándose en el movimiento que hacían. La lengua era vivaz, el jugueteo errático y virginal.

—Tiene que comerlo todo, profesor —dijo, mientras retiraba con los dedos el cabello que se había adherido a la frente sudorosa. Al hacerlo, se encontró con una mirada feroz—. Es usted terrible en esto; déjeme enseñarle.

En un vaivén de la pelvis, se hundió por completo. Arremetió con rudeza y constancia, pero siempre controlando que esos ojos llenos de lágrimas se mantuvieran fijos en su rostro. El sonido acuoso resonaba mientras entraba y salía. Con la mano libre acarició la nuca y ejerció más fuerza, metiendo la cabeza de Octavio entre sus muslos, enterrándose hasta la garganta.

La saliva goteaba por la barbilla, cálida y espesa, mezclándose con el cobre amargo de la sangre y el rastro salado de las lágrimas. La respiración era errática, un jadeo sofocado entre el ruido húmedo de su propia humillación.

La cabeza de Octavio hervía, sumida en un aturdimiento sofocante. La mandíbula se estremecía bajo las constantes embestidas.

Era demasiado.

Demasiado para cualquier ser humano.

El sonido de su propio gorgoteo le perforaba los oídos. La lengua, perturbada y resentida, se deslizaba sobre la superficie dura y caliente, rozando las líneas gruesas de las venas con cada movimiento forzado.

Desesperado, sus manos se aferraron a las piernas de Gio, los dedos clavándose sobre la piel.

Un ruego por oxígeno.

A pesar de eso, el otro no tenía piedad.

Octavio sintió el impulso de toser, de expulsarlo todo de una vez. En cualquier momento, sentía que ese palo duro iba a atravesarle la tráquea y partirlo desde dentro.

No obstante, el roce de la piel cálida solo avivaba el fuego dentro de Gio. La presión de las yemas contra su muslo, la boca caliente absorbiéndolo hasta la raíz...

Todo lo estimulaba en exceso.

Era un placer intoxicante.

Perverso.

Y sin embargo, su mente, traicionera, decidió superponer el presente con un recuerdo enterrado.

El rostro frente a él ahora, no era el mismo de antes. Cuando Gio tenía trece años, aprendió la importancia de la actuación.

En una sociedad estructurada, fingir ser común era la regla básica de supervivencia. Y él era un actor consumado.

Un sábado, como tantos otros, había regresado de un partido de fútbol con la victoria de su equipo a cuestas. Un resultado justo, pero los perdedores nunca aceptaban la derrota con dignidad. Lo acusaron de jugar sucio.

Gio, siempre afable, siempre mesurado, habría ignorado la disputa si no hubiera escalado a golpes. Al principio, observó la escena con desapego, evaluando si la pelea valía la pena. No le importaban los otros jugadores, pero mantener su papel implicaba defender a quienes les hacía creer que eran sus amigos.

Así que golpeó y, una vez que probó la sangre, algo en su interior se desbordó.

No fue solo la adrenalina del momento, no fue solo el ardor de los nudillos o el jadeo entrecortado de los oponentes. Fue la sensación de absoluto poder.

Nadie conocía su verdadero rostro. Siempre simpático y gentil, nadie imaginaba que detrás de esa máscara existía un demonio adicto a la violencia.

Cuando llegó a casa, apenas tenía unos rasguños en su bonito rostro. Tiró los botines en la entrada, se dejó caer en el suelo de la sala y esperó el regaño de su madre. Pero entonces, la luz azulada del televisor captó su atención.

No escuchó al reportero ni al entrevistado. Todo su enfoque se dirigió a la boca delgada que se abría y cerraba con una cadencia hipnótica. Al sol proyectándose sobre esa piel pálida. Las facciones eran las mismas que atormentaban sus sueños. Pero ahora había algo nuevo: unos lentes de montura plateada que enmarcaban esos ojos arrogantes de color café.

Su respiración se volvió superficial. El nombre en la pantalla trajo consigo un torrente de recuerdos.

Nada más importó.

Quiso congelar el tiempo en ese instante.

Quiso verlo en vivo eternamente.

Esa noche alimentó sus sueños con nuevas imágenes.

La boca delgada y parlante transformándose en otra cosa, ya no articulando palabras frente a una cámara, sino abriéndose para recibirlo. Labios secos al principio, luego húmedos. Suaves. Entrecerrados en un jadeo, la lengua delineando su forma con un toque vacilante.

Los dedos largos de aquel hombre deslizándose sobre su espalda, primero con timidez, luego con el fervor de quien ha sido vencido por su fuerza.

Dedos que se aferraban a su nuca, que descendían por la columna, que se curvaban en la cóncava profundidad de su cadera.

Él lo sostenía... y lo destruía al mismo tiempo.

La voz arrogante pronunciando su nombre con una masculinidad provocadora. Ya no con la altanería distante con la que respondía entrevistas. Sino quebrada. Baja. Suplicante.

Gio.

La "o" arrastrada en un gemido áspero, la necesidad filtrándose entre las consonantes. Como si de todas las palabras que aquel hombre había pronunciado en su vida, su nombre fuera la única que realmente importaba.

Por la mañana, concluyó lo que había imaginado.

La ropa pegajosa contra la piel. El pecho alzándose y bajando con una respiración aún entrecortada.

Muchas cosas se definían en esos sueños adolescentes.

El deseo.

La obsesión.

Y el hecho de que ya no podría sacárselo de la cabeza.

Ahora, en ese preciso momento, lo tenía comiendo de su verga como una bestia en celo.

Quería ahorcarlo, encerrarlo, que probara el sabor de todo el veneno acumulado a lo largo de los años.

Quería destruirlo y, al mismo tiempo, conservar cada fragmento de ese desastre para sí.

Los ojos de Octavio se alzaron, solo para encontrarse con la mirada de aquel hombre. Esos ojos oscuros no solo expresaban deseo, sino algo más, algo que se filtraba por la piel como una toxina.

En ese estado indefenso, la mano de Gio podría haberse cerrado alrededor de su cuello y acabar con él si presionaba un poco.

Podría haberlo matado.

Pero no lo hizo.

Octavio, aún con la mirada turbia, podía verlo.

Gio no quería su muerte.

Quería verlo humillado.

Como si el hombre leyera sus pensamientos, curvó los labios en una sonrisa ladeada, revelando un canino afilado. No era una sonrisa de burla ni de victoria. Era la de un depredador que saboreaba la anticipación antes del ataque.

Entonces, se relamió. Con la lentitud de alguien que disfrutaba demasiado del proceso, dejó que la lengua rozara la comisura de los labios. Saboreaba a su presa incluso antes de devorarla.

Era un animal.

Octavio lo sufriría hasta en los huesos.

La presión contra la garganta le hizo abrir los ojos de golpe, y los genitales llevados al límite se regocijaron de satisfacción.

Rudo, fuerte, violento.

Un gemido ronco escapó de los labios de Gio al verter a mansalva la cúspide de su excitación y el cuerpo se puso rígido por la repentina intensidad de la eyaculación.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

En ese mismo momento, un joven se encontraba en una situación similar.

La imagen de la cámara de vigilancia parpadeaba en el monitor del escritorio. Fruncía las cejas gruesas y bien definidas con fastidio. La piel le brillaba con una fina capa de sudor, los jeans abiertos y la ropa interior húmeda pegándose a la piel.

Su ego estaba por el suelo.

Segunda vuelta.

Suspiró, el aire caliente arrastrando la frustración desde la garganta, pero la imagen seguía proyectándose, infectando cada rincón de su mente.

Había tenido un día de mierda.

El perro rabioso lo había dejado con los nervios en carne viva, las palabras todavía afiladas contra su orgullo. Si no fuera por la verdadera razón que lo mantenía en ese lugar repugnante, ya le habría cortado el cuello.

El corazón le latía con fuerza. Apoyó el codo en la mesa, hundiendo los dedos en el cabello mientras la otra mano no detenía su incesante movimiento.

Las pupilas dilatadas devoraban la imagen de ese hombre. El sonido lujurioso se filtraba en los oídos, se anclaba en las retinas, y el cerebro se aferraba a cada detalle como si fuera oxígeno.

El movimiento de los labios del profesor se mezclaba con la jadeante y entrecortada respiración del joven espectador. Era consciente de que debía alejarse, pero la curiosidad lo llevó a acariciar el delgado cuello de Octavio, sentir el aroma de su cuerpo y admirar cada centímetro de su piel.

Ansiaba correr hacia ese cuarto y tomar lo que Gio poseía, refregándole en la cara que él era mejor.

Ataría al perro con una correa y lo obligaría a mirar.

Que observara cómo abría las piernas de Octavio y le rompía el culo.

Que viera cómo el profesor gemía debajo de él.

Que experimentara la impotencia de no poder tocarlo.

Haría que Gio se retorciera como el animal que era.

—Carajo. —Se mordió los labios con irritación.

Solo recordar el escaso tacto de ese día lo hacía arder por dentro, una fiebre insidiosa que se aferraba a la piel. El pecho subía y bajaba, agitado, como si acabara de correr una carrera donde la meta se burlaba de él a cada paso.

Entonces, el teléfono vibró.

Una, dos, tres veces.

En la cuarta, lo tomó. Sus manos temblaban ligeramente al deslizar para atender, intentando en vano disipar la sangre que latía en su entrepierna.

—¿Por qué no atendías? —preguntó Vargas al otro lado de la línea.

Alan inhaló hondo, tratando de estabilizarse.

—Disculpá, tenía el teléfono en vibrador.

—De acuerdo. Como sabés, la atención a los detalles es esencial. Lamento que tengas que ver y escuchar estas cosas.

—No te preocupés.

—No todos tienen el estómago para resistirlo. A mí me da asco, pero alguien tiene que hacerlo. Solo avísame si no podés con esto.

—No hay problema, tío. Si me lo permitís, me encargaré de esto a partir de ahora —inclinó la cabeza, los labios entreabiertos en una sonrisa. Sus ojos se deslizaron de nuevo a la pantalla, y la sonrisa se amplió, una sombra de diversión curvandole los labios—. Mi estómago es resistente.

—¿Estás seguro de que podés manejarlo?

—Absolutamente.

—Bien. Si surge información relevante, llámame, no importa la hora.

—Tranquilo, para eso estoy acá.

El tono de finalización de la llamada sonó en la línea, liberándolo al fin de esa distracción. La pantalla aún resplandecía frente a él, ofreciéndole exactamente lo que necesitaba.

Sin apuro, se dejó caer contra el respaldo, exhalando una risa corta, dejándose en total libertad para disfrutar de su autocomplacencia.

꧁╭⊱❦⊱╮꧂

Al colgar la llamada, Vargas dejó el celular sobre la mesa. El cuarto se impregnó con el aroma del whisky cuando Hernán inclinó la botella y dejó que el líquido dorado fluyera en dos vasos bajos. La mano apenas tembló mientras sostenía ambos. No había apuro en su andar, solo una calma provocadora mientras cruzaba la habitación.

Sobre las sábanas revueltas, una mujer lo esperaba. Rubia, refinada, con la desnudez de una flor delicada. Balanceó una pierna sobre la otra y sonrió.

—¿Cuándo sale el vuelo? —preguntó él, extendiendo la mano con el vaso que ofrecía.

—Mañana a las 22:15. Primera escala en Moscú.

Sus dedos se rozaron en el intercambio. Ella inclinó el vaso y tomó un sorbo sin apartar la mirada de él.

Whisky caro.

El ardor le bajó por la garganta como tantas otras noches.

—Siempre tan predecibles —afirmó ella—. ¿No les bastaba con la videoconferencia?

—Quieren verte en persona —Hernán se acomodó en el borde de la cama, girando el vaso en la mano—, y no son los únicos.

Ella apoyó el vaso en la mesita de noche y entrecerró los ojos, calibrando la información.

—¿Beijing?

Él no respondió enseguida. Solo sonrió y bebió otro sorbo.

—Pekín no mueve piezas sin calcular veinte jugadas adelante. Pero saben que ahora es el momento.

—Entonces no quieren verme a mí. Quieren ver hasta dónde puedo moverme sin levantar polvo.

—Exacto.

—¿Y Estados Unidos?

Hernán dejó el vaso. Tomó la barbilla de la mujer con dos dedos, inclinando su rostro hacia él.

—Están observando. Pero eso no significa que entiendan.

Ella se acercó. Su perfume, un aroma floral con un fondo oscuro de especias, se mezcló con el del alcohol.

—Bien —el cálido aliento rozó la piel del cuello de Vargas cuando los labios de ella se acercaron a su oído—, pero, ¿no creés que merezco un poco de motivación adicional?

Dejó escapar una risa suave, deslizando los dedos por el cuello de la camisa del hombre.

Hernán la miró a los ojos. Los viejos conocidos se enredaron entre las sábanas, evocando el inicio de una historia que los unió.

Cada elemento, cada participante, cada suceso casual se integraba en los complejos sistemas de control diseñados por Vargas.

Porque él solo quería a EVA.

Ese anhelo era el inicio y el fin de todos los que quedaban atrapados en su juego.

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