"Asfixia este amor hasta que las venas empiecen a temblar.
Un último aliento hasta que las lágrimas comiencen a marchitarse".
—BishopBriggs, River
El líquido viscoso descendió por la garganta del profesor, impregnando cada rincón de la boca con un amargor áspero que se aferraba a su lengua.
El cuerpo reaccionó de inmediato: la tráquea se cerró en un vano intento de rechazarlo, y un espasmo le contrajo los hombros. Las orejas adquirieron un matiz rojizo, mientras gotas de sudor frío se mezclaban con las lágrimas que no dejaban de deslizarse por el rostro.
Gio dejó caer los remanentes de semen por aquella cavidad húmeda. No apartó la vista ni un instante. Cuando terminó, simplemente lo soltó.
Octavio tambaleó, inclinando el cuerpo hacia adelante en un intento por deshacerse del fluido que le ardía en la garganta y le revolvía el estómago. Tosió varias veces. Finalmente, logró arrastrar una bocanada de oxígeno entrecortado, aunque el aire que entró en sus pulmones no disipó el nudo en el pecho. Con el antebrazo se limpió la boca, pero la esencia del otro permaneció impregnada en los labios, en la lengua. No era solo el sabor; era la sensación pegajosa, el calor residual... Su piel se erizó con un estremecimiento involuntario.
No hubo gritos ni insultos, solo un silencio de mierda. Lamentablemente, no duró mucho.
El hombre extendió la mano para ayudarlo a levantarse, acercarlo hacia él o vaya a saber qué quería hacer.
Indignado, Octavio apartó la mano con un golpe. Se incorporó por sí mismo, con la respiración agitada y los músculos tensos, como si todo su cuerpo estuviese preparado para matar a alguien.
Al observar esa actitud, Gio simplemente sonrió. Ni siquiera parecía sorprendido. Hizo un gesto despreocupado, como diciendo: "de acuerdo". No obstante, antes de que Octavio pudiera reaccionar, lo atrapó.
Un segundo después, la espalda del profesor chocó contra el colchón.
Los ojos de Octavio se clavaron en Gio. No se podía decir que su mirada era cien por ciento fría; estaba cubierta de odio y desprecio.
El hombre volvió a sonreír. La expresión del profesor era la misma que había visto en aquel primer momento en que sus cuerpos se enredaron. Para el hombre, el análisis fue simple: la indiferencia era el verdadero problema. Esta reacción... Esto era un resultado positivo. El odio era como un cáncer: se expandía, se aferraba y consumía cada rincón hasta volver imposible deshacerse de su presencia.
No importaba el método, lo único relevante era el resultado: meterse en la mente del profesor, volverse un pensamiento imposible de arrancar. Tal vez, de esta forma peculiar, no terminaría en la categoría de alguien fácil de olvidar.
Gio se deslizó sobre el cuerpo de Octavio. Presionó los hombros, hundiéndolo más en el colchón antes de inclinarse y capturar esos labios en un beso ardiente. No hubo gentileza, solo una necesidad adictiva que se filtró entre los mordiscos y lamidas desesperadas. La carne, hinchada y enrojecida, tembló bajo cada mordisco, cada voraz lamida arrancaba jadeos entrecortados.
Los ojos de Gio brillaron con una humedad ambigua. La respiración, cada vez más errática, descendió hasta el cuello de Octavio. Dejando con su aliento cálido, un rastro ardiente sobre la piel. Sin embargo, en cuanto la lengua rozó la manzana de Adán, algo amargo se le filtró en el corazón. El momento olvidado regresó, trayendo consigo un regusto agrio.
—Le recomiendo que no se acerque a nadie en este lugar —murmuró, su voz suave mientras la yema de sus dedos se deslizaba lentamente por el borde de la cinta, trazando el contorno con una ternura engañosa—. Créame, soy el único en quien puede confiar.
Entonces, sin previo aviso, tiró. Vendaje y cinta cedieron en un solo movimiento brusco. La punta de la lengua recorrió la herida abierta con una dedicación enfermiza, dejando tras de sí una estela cálida y húmeda.
La piel de Octavio reaccionó de inmediato, erizándose bajo el contacto. La zona aún sin cicatrizar palpitó bajo la estimulación, enviando un escalofrío que le recorrió las extremidades.
Gio observó cada mínima reacción con fascinación. Deslizó el pulgar por la manzana de Adán, sintiéndola moverse bajo la piel cada vez que Octavio tragaba con dificultad. La lengua presionaba la herida sin cesar, lamiéndola con la intensidad de un perro que marca su territorio, recordándole que le pertenecía por completo. Con la otra mano, se escabulló bajo la camiseta.La cintura, más delgada de lo que recordaba, tembló bajo su tacto. Subió lentamente, deslizándose por la silueta, rozando la piel caliente. Cuando los dedos alcanzaron la parte alta del pecho, se detuvo un momento, lo suficiente para sentir la aceleración del pulso bajo sus yemas. Un segundo después, acarició la punta del pezón. Lo rodeó, juntando el pulgar y el índice, haciéndolo rodar entre los dedos. Primero suave, luego más fuerte, sin dejar de lamer el cuello.
Octavio intentó mantener la cabeza fría, creando una barrera mental que lo aislara del presente. Era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo. No volvería a perder el control. Aquella ocasión había sido excepcional, un error que jamás se repetiría. No le daría ese gusto, ni creería en las palabras cargadas de incoherencias sobre sus deseos personales.
Él era un hombre heterosexual.
Lo que ocurrió antes no significaba nada. Solo fue el resultado de las maniobras de este sujeto. Después de todo, era bien sabido que la estimulación física podía provocar una erección involuntaria en los hombres. No implicaba que Octavio lo hubiera deseado.
Mientras él se mantenía férreo en sus pensamientos, Gio retrocedió un poco, sin perderlo de vista.
Las cejas del profesor se fruncieron, y sus labios se tensaron en una línea delgada.
La mirada del hombre vagó por aquel rostro, deteniéndose en cada detalle, pero sin concederle demasiada importancia. Su expresión no cambió, como si el buen humor le impidiera tomarse demasiado en serio el rechazo de Octavio. Se acercó con la misma paciencia con la que alguien intentaría domesticar a un gato arisco: sin movimientos bruscos, sin imponer su presencia. Con cuidado, deslizó los lentes del profesor por el puente de la nariz y se los retiró con lentitud. Con la misma calma le quitó la camiseta, dejando al descubierto la hermosa piel que se ocultaba debajo.
Octavio no dijo nada.
Gio solo lo observó.
La luz era buena, lo suficiente para recordar cada lunar, cada poro, cada mínima imperfección que lo hacía real.
En su mente, comparaba el cuerpo frente a él con las fantasías que había alimentado durante tanto tiempo. Confirmó algunas. Descartó otras.
No era que nunca lo hubiera visto antes. Como un dueño devoto, se había ocupado personalmente de su cuidado. Había tomado a su animal herido, lo había curado, alimentado, bañado. No había dejado que nadie más lo tocara; su naturaleza no lo habría permitido. La simple idea de que unas manos ajenas rozaran siquiera un cabello de Octavio le revolvía el estómago.
Sin embargo, había algo más.
Algo que ensombreció la mirada de Gio y le agitó las entrañas con rabia. La piel clara de Octavio estaba marcada por golpes. Hematomas oscuros, dispersos a lo largo de las costillas, teñían el abdomen con un tono violáceo. Alzó una mano y acarició la mejilla ajena, trazando la línea de la mandíbula con el pulgar antes de deslizarse hacia la barbilla. El toque descendió lentamente por la clavícula. Explorando la piel, bajó aún más, paseando la yema de los dedos sobre el pecho y el abdomen, absorbiendo cada estremecimiento, cada contracción involuntaria que Octavio no podía ocultar.
El simple contacto de piel con piel le resultaba estimulante.
Lástima que para el abstemio profesor no fuera igual.
Cuando retiró el pantalón, se encontró con dos cosas: la expresión desencajada de Octavio, y el miembro escondido tras la tela del bóxer, completamente desinteresado en lo que sucedía.
La mandíbula de Gio se tensó, aunque en su rostro solo quedó una mueca de fastidio.
—Usted es un hombre egoísta... solo persigue su propia satisfacción —murmuró, deslizándose la camiseta por la cabeza—. Creo que está malinterpretando las cosas —añadió, dejando que la luz recorriera cada línea de su torso desnudo—. Debería intentarlo un poco más.
Gio se incorporó de la cama por un momento.
El profesor no se movió, pero sus ojos se deslizaron sutilmente hacia un lado, observándolo de reojo.
La figura ante él imponía presencia. Ese metro noventa de altura, combinado con una piel trigueña y un atractivo innato, le conferían un aire despreocupado y juvenil. Los hombros anchos y bien definidos contrastaban con una cintura estrecha, mientras que la musculatura marcada, apenas era un detalle en comparación con la altiva seguridad que exudaba de los poros.
Sin prisa, el hombre se deshizo de las prendas inferiores. Piernas largas... la otra parte del medio era un exceso de arrogancia.
Octavio tragó saliva, cerró los ojos y se negó a mirar más.
Minutos después, sintió el roce del aire contra la piel cuando su propia ropa interior fue retirada. Un estremecimiento recorrió su columna, aunque no se debía solo al cambio de temperatura. Un líquido espeso cayó sobre la parte que había estado dormida. El primer impulso fue tensar las piernas, cerrar los muslos en un intento automático de defensa, pero las caderas reaccionaron antes que su mente, estremeciéndose con un reflejo involuntario.
«Mierda», apretó los dientes y se rehusó a mirarlo.
Pero Gio no necesitaba ver sus ojos. No hacía falta. Recorrió con los dedos la pelvis manchada de lubricante, disfrutando la sensación resbaladiza bajo sus yemas.
Lentamente, descendió.
Una mano separó las mejillas, mientras la otra se aventuró a explorar el borde del orificio tembloroso. El calor que emanaba de esa zona era hipnótico, la piel allí tenía un pulso propio, una leve contracción que delataba el nerviosismo del cuerpo bajo él.
—Tan reacio —murmuró con un deje de diversión.
Sin prisas, hundió un dedo húmedo en la estrecha entrada.
La reacción fue automática.
La espalda de Octavio se arqueó al instante, su torso elevándose por puro reflejo, como si el contacto hubiera encendido un espasmo involuntario. Un gemido ahogado se deslizó entre sus labios antes de que pudiera reprimirlo, mordiéndolos con fuerza en un intento desesperado por sofocar el sonido... y la vergüenza que lo acompañaba.
El hombre exhaló lentamente, saboreando la presión que lo envolvía.
Podía sentirlo.
La firmeza de aquellas paredes internas, la manera en que los pliegues apretados parecían resistirse, negándose a ceder sin lucha.
Un problema... delicioso.
—Siempre tan testarudo, profesor... —susurró, moviendo el dedo en semicírculos.
Con el segundo, un hormigueo recorrió la espalda de Octavio. Su respiración se volvió entrecortada. No quería responder, no de esa manera, pero su miembro deprimido se alzó frente a la estimulación constante.
Las paredes internas fueron acariciadas.
Los dos dígitos entraban y salían, y la flor deseosa que los reconocía los absorbía con desesperación.
Humillado, el profesor hundió el rostro entre sus brazos, intentando ocultarse.
Pero Gio no se detuvo. Siguió adelante con el tercero, volviendo inútil cualquier intento de resistencia. El cuerpo de Octavio reaccionó antes que su voluntad; su cadera se alzó en un movimiento involuntario, como si lo buscara por instinto.
La mirada del hombre se llenó de una capa roja de deseo. Cuando finalmente los pliegues cedieron, retiró los dedos. Con ambos brazos, levantó la cadera del profesor. Las nalgas fueron estiradas y Gio encajó el glande en la entrada.
Un movimiento.
El camino se había estrechado tanto que cada avance se sentía como si las paredes intentaran expulsarlo. Las venas en las manos de Gio sobresalían bajo la piel, sus dedos se hundían con fuerza en los glúteos. Después de varios intentos, esa gruesa virilidad solo logró abrirse paso hasta la mitad. Un espasmo le recorrió el vientre. No quería detenerse. Un gemido bajo.
—¿Podría relajarse un poco? Me la va a cortar.
El rostro ya pálido de Octavio adquirió un matiz aún más horrible, como si la sangre hubiera huido por completo. Sus labios temblaron, entreabiertos en un intento desesperado de articular algo, pero las palabras murieron en su garganta, ahogadas por la rabia.
¿Qué culpa tenía él de que este tipo tuviera la maldita verga de un caballo?
Ni muerto iba a decirlo en voz alta.
No iba a inflarle el ego.
Sentía la mandíbula tan tensa que los dientes le rechinaban. La mirada de Octavio se volvió feroz.
—Si te parece tan fácil, entonces date la vuelta.
Gio parpadeó. Una chispa oscura cruzó sus pupilas al escucharlo. Primero, la sorpresa lo recorrió. En el segundo siguiente, la comisura de su boca se curvó en una sonrisa. Y, finalmente, lo desafió con descaro.
—Me gustaría ver cómo lo intenta —murmuró, cada palabra impregnada de burla—. ¿Por qué no prueba? Antes usaba eso que le cuelga entre las piernas, ¿no? A ver si todavía sirve para algo.
La risa que dejó escapar después fue ligera, casi infantil. Soltó la cadera que había mantenido sujeta con una mano y se irguió lentamente, como si lo estuviera invitando a hacer algo al respecto.
—Por favor —ironizó, incluso su tono se volvió condescendiente—, si logra ponerme en cuatro como a una perra, adelante. Veamos si realmente tiene con qué.
Octavio apenas tuvo tiempo de inhalar cuando Gio se movió. Un instante antes de que pudiera articular un insulto, él ya lo había volteado.
—Profesor, es demasiado lento. Tiene que aprovechar las oportunidades.
Las palabras llegaron justo antes del impacto. La bofetada resonó en la habitación, rápida y certera, seguida de otra y otra más. Cada golpe contra la carne desnuda de los glúteos ardía. No eran solo nalgadas dejando marcas rojas, eran humillaciones de esas que no se borran.
—¿No se da cuenta? —La voz del hombre se volvió cruel—. No soy su amable y gentil esposa.
—Hijo de pu...
No alcanzó a terminar. En un solo movimiento, el oxígeno fue arrancado de sus pulmones cuando Gio lo penetró sin previo aviso. Las manos de Octavio se aferraron a las sábanas, los nudillos perdiendo color bajo la presión. El dolor lo atravesó al instante, disparándose desde la base de su columna hasta el cráneo. Un jadeo involuntario escapó de su boca, ahogado y miserable. En menos de un segundo, fue empalado con violencia. Con las penetraciones consecutivas, la estrecha apertura comenzó a aflojarse.
El sonido del golpeteo reverberó en el aire, cada impacto incendiando la piel de Gio como una corriente ardiente. Exhaló entre dientes, el placer filtrándose en cada gota de sudor. Las pestañas le temblaron, un estremecimiento recorriéndole el cuerpo mientras sus dedos se aferraban con más fuerza a esa cintura.
Aunque lo embistió sin descanso, no fue suficiente.
Miró fijamente la unión que los conectaba.
Tras un momento, retiró el pene, levantó las caderas y volvió a penetrarlo de golpe. A pesar de la rigidez del cuerpo, la carne cedió ante el invasor que la sometió con rudeza.
El balanceo era rítmico y la habitación se llenó con la amalgama de sonidos que emanaban de la boca de Gio.
Octavio sintió que se estaba muriendo. Su pecho subía y bajaba con violencia, y su miembro erguido palpitaba, desesperado por el frenético golpeteo. El sonido húmedo y sofocante del gorgoteó lujurioso de su culo le perforaba el cráneo. La piel le ardía, cada terminación nerviosa en llamas, un picor insoportable recorriéndolo de pies a cabeza.
Quiso gritar, pero se contuvo.
Apretó los dientes con tanta fuerza que terminó mordiéndose los labios, y un hilo de saliva teñida de rosa resbaló por la comisura de su boca.
Gio se quedó inmóvil cuando finalmente vio ese perfil. Sin pensarlo demasiado, se inclinó y presionó su pecho contra la espalda del profesor. Con la punta de la nariz, recorrió la curva de ese delgado cuello. Inhaló ese aroma, como un cachorro perdido que se aferraba al rastro de su dueño, como un perro que brindaba consuelo a su amo.
—Octavio... no te lastimes —susurró, con la voz jadeante y cargada de calor.
El hombre se apartó brevemente. Lo reubicó, logrando que volvieran a estar frente a frente.
Hundió los dientes en la barbilla antes de deslizar la lengua hacia abajo, como si estuviera saboreándolo.
Los movimientos se volvieron suaves, románticos, y cuando sus caderas iniciaron el ritmo, este fue pausado.
El abdomen firme rozó la erección latente, despacio, muy despacio...
La piel resbaló contra la piel, ascendiendo y descendiendo, húmeda de sudor. La respiración entrecortada se entremezclaba en el escaso espacio entre sus bocas.
La mente del profesor se apagó.
No podía pensar, solo podía sentir.
—Ah... —jadeó.
Un gemido sofocado vibró en la boca de Gio, mientras una corriente recorrió el vientre de Octavio, seguida de una descarga repentina que le sacudió el cuerpo.
El deseo reprimido se extendió sobre la piel dorada, mientras el sudor frío resbalaba por la espalda del profesor, mezclándose con el calor pegajoso entre ambos.
Pasaron varios minutos antes de que Gio deslizara los dedos por los cabellos de Octavio. Los labios de él se curvaron apenas cuando jugueteó con los mechones húmedos. Observó las pestañas negras y espesas, ahora cerradas, temblando levemente con la respiración irregular. Los pechos subían y bajaban al mismo ritmo, y la viscosidad de la vergüenza se adhería a sus pieles. Acarició el borde de la mandíbula con la yema de los dedos, deslizando la caricia hasta los labios. Después, inclinó su rostro y lo besó.
Octavio abrió los ojos. Su mente tardó en procesarlo. La lengua caliente del hombre irrumpió en su boca, y él giró el rostro bruscamente hacia un costado, cortando el beso. Las venas del cuello se marcaron bajo la piel pálida; la mandíbula apretada reveló el asco sin necesidad de palabras.
Gio se quedó quieto. Un sentimiento de mierda se arrastró dentro de su pecho. Un sabor putrefacto se asentó en el estómago, dejándolo mirando fijamente el desprecio en los ojos de Octavio.
El vacío trepó por su garganta.
Lo volteó.
Las manos encontraron la nuca del profesor y lo empujaron contra la almohada, hundiéndolo como si quisiera borrar esa expresión.
Alzó las caderas temblorosas y metió la verga hinchada y furiosa sin vacilar.
La cabeza de Gio era un caos. Los pensamientos se desmoronaban en fragmentos inconexos.
Había intentado ser amable.
Había intentado ser atento.
Pero nunca lo lograba.
Nunca alcanzaba.
Nunca.
Frustración.
Amor.
Dolor.
El pasado y el presente se superpusieron como imágenes sobreexpuestas en la mente del hombre.
No había un antes ni un después.
Se perdió en el movimiento, en la repetición. Las penetraciones cayeron con una monotonía enfermiza, en la misma posición, en el mismo lugar.
Veinte minutos.
Tal vez más.
Tal vez menos.
El tiempo se distorsionó, y él solo pudo seguir arremetiendo.
El estómago de Octavio se revolvió con una mezcla de náusea y algo peor, algo que le hacía sentir la piel demasiado ardiente y el cuerpo demasiado débil. Un calambre le atravesó el abdomen, y las piernas comenzaron a ceder. El cerebro pareció tambalearse dentro del cráneo con cada movimiento brusco.
Sintió el calor subirle por la garganta, un sonido extraño atrapado en la boca. Se llevó la mano a los labios, tratando de sofocar cualquier ruido antes de que escapara.
Pero apenas tuvo tiempo de esconderse en su propio silencio antes de que una mano ajena lo reclamara.
El perpetrador se detuvo de golpe, molesto.
—No le autoricé a cubrirse la boca.
Los dedos envolvieron la muñeca de Octavio y la apartaron, empujándola contra la cama. Luego entrelazó los dedos mientras su torso se hundía contra la espalda empapada de sudor.
—Si se mantiene en silencio —murmuró, junto a su oído—, lamento informarle que esto será demasiado lento.
El movimiento frenético de antes no se comparó con la tortuosa lentitud de ahora. Salió hasta la coronilla y volvió a introducirse.
El cuerpo de Octavio temblaba bajo el peso ajeno, y un aliento ardiente le recorrió la nuca antes de que la lengua trazara un camino sobre la piel erizada. Luego, un mordisco, lo suficientemente fuerte como para hacerlo inhalar bruscamente. El malestar en el vientre se expandió, una mezcla de dolor y esa fiebre densa que acompañaba a la frustración.
El sudor que antes había sido abrasador ahora se enfrió sobre ambos cuerpos. Sin embargo, las bestias entre las piernas de ambos no cedieron.
Ambos estaban erguidos y frustrados, obligados a seguir un ritmo que no les proporcionaba placer a ninguno.
—Si me lo pide como corresponde, le garantizo que terminaremos rápido. No debe contenerse —dijo con palabras insidiosas, cargadas de una falsa promesa—. Solo tiene que decir: "Gio, cogeme más rápido" y lo haré.
La erección del profesor latía contra su vientre, hinchada hasta el punto del dolor...
Dolor.
Humillación.
Placer.
Se negaba a aceptar esa combinación perversa. La respiración se descontroló, cortada por la furia. Clavó los dientes en el labio inferior hasta sentir el sabor metálico de la sangre.
No iba a ceder.
—Seguí esperando, no lo pienso hacer.
El hombre no se sorprendió, pero una gruesa vena se hinchó en su frente. Torturó su propio sexo en un vaivén inútil.
—¡Bien! Me gusta que hable; a veces parece que me estoy cogiendo a un muerto. —Se inclinó hacia él y le susurró—. Sé que le encanta, especialmente cuando le digo cosas sucias. Así que mueva el culo para mí; quizás así no quiera cambiar su viejo agujero.
Cada palabra era una grieta, una herida abierta que se cerraba solo para reabrirse. No sabía si intentaba lastimar a Octavio o a sí mismo.
El placer, o lo que se suponía que era, permaneció allí, denso y sucio.
No había escape.
Cada segundo presionaba más y más sobre el corazón de Gio, ahogando cualquier pensamiento coherente.
La frustración fue un veneno lento que le recorrió las venas. Exhaló profundamente y comenzó a empujar las caderas, atacando el pequeño lugar con una velocidad tan intensa que resultaba salvaje.
Atento a cada sutil cambio, Gio arremetió con una intensidad implacable, los nervios de su abdomen se marcaron y el punto de unión entre ambos comenzó a liberar una espuma blanquecina.
Los músculos de la espalda de Octavio se tensaron y su miembro fue obligado a friccionar contra la tela de las sábanas. Apretó las muelas, y las venas azuladas latían en su cuello furiosas.
Sumido en una vorágine de ira y excitación, el raciocinio del profesor se perdió en la nebulosa de la satisfacción.
Pequeños gemidos se escaparon y el pene eufórico se hinchó más. Octavio intentó enfocarse, presionando los párpados para enfriar la mente.
Pero el otro no le dio descanso; de vez en cuando se movió hacia los lados para estimular las paredes hirvientes.
La sensación de estar siendo partido en dos se volvió más fuerte. Intentó zafarse, pero el hombre solo lo presionaba más, impidiendo cualquier movimiento de escape. Estaba agotado; el pecho subía y bajaba agitado. La mirada se volvió turbia y el calor entre sus piernas se volvió incontrolable. Los dedos de los pies se retorcieron y la pérdida de control llegó al punto límite. Todas las extremidades fueron invadidas por una corriente eléctrica, y por la comisura de sus labios brotaron hilos translúcidos.
—Aaah, aah, ugh~
Octavio sacudió la cabeza, incapaz de soportar los sonidos que emergían de su propia boca.
Se maldijo, cada maldición resonando dentro de su pecho. No podía escapar de lo que sucedía. La sensación de quemazón se extendió rápidamente, un fuego recorriendo la piel sin forma de frenarlo. La humillación se hundió en el corazón, haciéndolo sentir patético. La sangre golpeaba las sienes con fuerza y todo el cuerpo se tiñó de un rojo vergonzoso. Los ojos se llenaron de lágrimas y, aunque no quería, las sintió desbordarse, cayendo lentamente con una mezcla de rabia y autodesprecio.
La carne estaba demasiado sensible y sentía el latido incesante del deseo que se descargaba. Incluso percibía cómo la uretra del hombre se abría y vertía a borbotones el esperma caliente. Por un momento, creyó que realmente estaban eyaculando en su interior. Todo su cuerpo se estremeció, pero luego recordó que allí estaba el fino látex. El corazón, que latía con una violencia incontrolable, comenzó a calmarse lentamente.
A su pesar, no duró mucho.
Dos veces más, el hombre enredó al profesor en las sábanas.
Octavio luchó, pero al final, la mente se desvaneció, y la conciencia se disolvió, dejando tras de sí un sentimiento de profundo vacío.
El vacío no era exclusivo de él.
En la oscuridad, Gio relajó un poco la máscara que había adoptado en los últimos meses. La mirada recorrió el perfil dormido del profesor, siguiendo la línea de la mandíbula y la sombra de las pestañas cerradas.
¿Sería descabellado decir que en realidad quería hacerlo sentir bien?
Que, después de todo, la necesidad de tocarlo no nacía del resentimiento, sino de algo más profundo. Algo que, aunque nadie lo comprendería, él llamaba amor.
¿Existía alguna posibilidad en ese momento? ¿Cuántas veces lo había intentado en el pasado?
Y, aun así, Octavio siempre lo ignoraba. Lo subestimaba. Lo evitaba.
¿No eran así los vínculos entre seres humanos?
Uno que persigue, el otro que huye.
Uno que sufre, el otro que inflige el sufrimiento.
En toda relación, siempre había uno que lloraba.
Gio no debía llorar, así que solo podía hacer llorar a la otra persona.
Se acercó despacio, deslizando un brazo alrededor de la cintura ajena y apoyó la cabeza en la hendidura del hombro.
Inhaló.
El olor del cuerpo en descanso lo envolvió... real.
Octavio no reaccionó.
La respiración siguió acompasada, como si ni siquiera pudiera percibir la presencia de Gio.
Bajo las sábanas, por primera vez en mucho tiempo, el hombre sintió tranquilidad.
No le importaba quién pudiera verlo.
Solo quería cerrar los ojos y sumergirse en un sueño apacible, donde quizás todo esto fuera una de esas pesadillas que atormentaron durante tantos años su realidad.
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