10: Un hombre sin suerte.

La Resistencia Bioética Global emergió en un mundo en el que la ciencia había sido corrompida por la codicia. Lo que alguna vez fueron laboratorios dedicados al descubrimiento y a la cura se convirtieron en algo aberrante.

La RBG no surgió de la esperanza, sino como una respuesta al horror.

Uno de los primeros en desencantarse del sistema fue un genetista cuyos ojos habían presenciado demasiado. Había observado ratas de laboratorio con cuerpos destrozados por experimentos interminables y escuchado los gritos silenciosos de los primates mientras agujas le perforaban la carne.

Sin embargo, lo que realmente selló su destino fue algo aún más detestable: especies al borde de la extinción convertidas en sujetos de prueba, condenadas a una agonía sistemática en jaulas estériles.

No pudo mirar hacia otro lado.

Ya no más.

Así nació la Resistencia.

La RBG se infiltró, robó documentos clasificados y los hizo públicos. Creían que el mundo reaccionaría con indignación, pero lo que obtuvieron fue... nada.

Solo silencio.

Silencio cómplice.

Cuando estaban al borde de ahogarse en la indiferencia de la sociedad, descubrieron un secreto aún más siniestro.

Las mismas corporaciones que prometían salvar vidas estaban diseñando su aniquilación: virus creados para esparcirse sin control, plagas genéticamente modificadas capaces de exterminar poblaciones enteras.

No era negligencia.

Era premeditado.

De esa atrocidad surgió la verdadera misión de la RBG.

No bastaba con exponer la verdad. Las corporaciones habían demostrado que el mundo podía presenciar abusos y seguir adelante como si nada. La indignación era efímera, el miedo se disipaba con nuevas distracciones. No podían limitarse a mostrar y contar.

Científicos, hackers y médicos se unieron con un solo propósito: arrebatar la ciencia de las manos de los mercaderes de la muerte.

Sin embargo, la verdad no se defiende con ideales. Se defiende con fuego. Por esta razón, cuando llegó el momento de cruzar la línea, la RBG lo hizo sin titubear.

Así llegaron a los mercenarios: hombres y mujeres sin patria, sin bandera, sin más lealtad que el dinero y la supervivencia. Algunos eran asesinos experimentados; otros, soldados caídos en desgracia.

La Resistencia no confiaba en ellos, aunque los necesitaban. En este mundo, la necesidad pesaba más que la moral.

La diferencia entre un salvador y un monstruo, comprendieron pronto, no era más que un mero juego de perspectivas.

Las corporaciones respondieron, pero no con demandas ni comunicados de prensa, sino con sus propios perros de guerra. Los mercenarios se convirtieron en aliados y enemigos a la vez. Algunos cambiaban de bando por el precio adecuado; otros cazaban a los miembros de la RBG con la misma frialdad con la que protegían los secretos de sus amos.

Si la RBG quería cambiar el mundo, debía transformarse en algo más que resistencia.

Debía convertirse en guerra.

No importaba, porque la RBG ya había cruzado el punto sin retorno.

[22 de noviembre]

En las vastas tierras del norte de Argentina, donde la vegetación alternaba entre exuberancia y aridez, la Resistencia Bioética Global se embarcó en una misión crítica bajo el nombre en clave Operación Cardó. Su objetivo era desmantelar una red clandestina que traficaba con personas de comunidades aborígenes, utilizando una ruta que conectaba Salta con Buenos Aires.

La noche envolvía el follaje, y la luna apenas lograba filtrarse entre las copas de los árboles en los alrededores de Rosario de la Frontera. Al oeste, la selva tropical de transición extendía su espesura, mientras que al este, el imponente bosque chaqueño se alzaba con su vegetación robusta y resistente.

Dos camiones pesados avanzaban por un camino polvoriento. Cada uno de estos vehículos disponía de una cabina para tres pasajeros y un conductor. En los acoplados viajaban más de veinte miembros de la comunidad Tapiete Llajta.

El espacio estrecho hacía que los cuerpos se apiñaran buscando instintivamente mantener el equilibrio. El aire, saturado de sudor y miedo, permanecía atrapado en los confines de un acoplado de siete metros de largo.

Ocultos en las sombras, tres personas esperaban el inicio del operativo. El latido acelerado de los dos más jóvenes resonaba en sus oídos, acompasado por la adrenalina que fluía por sus venas.

El líder del grupo, un exmilitar estadounidense, destacaba por su piel tan pálida como las aguas del Río Reconquista. A sus cuarenta y cinco años, aún soportaba las bromas de los más jóvenes, quienes lo apodaban "Rubio". Lo que comenzó como una burla inofensiva terminó por adherirse a él como una etiqueta permanente.

A su lado, "Tucu", un argentino, no lograba disimular el nerviosismo. El apodo derivaba de su lugar de origen, la provincia de Tucumán. El talento de este joven radicaba en las comunicaciones: era un experto en transmitir mensajes, entender a las personas y forjar relaciones, superando las barreras físicas y culturales, aunque no siempre sin dificultades.

Cerca de ellos estaba "Porte", apodada así a pesar de ser oriunda del conurbano bonaerense. Ingresó a la RBG hace algunos años y había trabajado en el área de investigación. Aunque su experiencia en campo era limitada, esta misión representaba la primera oportunidad que tenía para unirse a la acción.

El equipo tenía roles bien definidos, aunque la ecuación se volvía más compleja con dos elementos adicionales.

A excepción de Rubio, tanto Tucu como Porte podían parecer una carga en una misión de este calibre. No obstante, ambos eran indispensables.

Operar en territorio argentino exigía dos cosas: conocimiento del terreno y personal entrenado para el combate.

El equipo activo aguardaba en las sombras, camuflado entre los árboles.

A solo cinco metros, en un pequeño claro del bosque, una joven mexicana de veinte años permanecía concentrada en su labor.

Luthie.

Promesa en sistemas dentro de la Resistencia, prodigio de la cibernética y pieza clave en la operación.

Estaba sentada en un pequeño claro del bosque, con su laptop descansando sobre las piernas.

Luthie no necesitaba dispositivos externos para conectarse. Su secreto radicaba en un implante neural oculto en lo profundo del cerebro, una maravilla de la tecnología experimental desarrollada por un neurocientífico de la RBG. Este implante le permitía establecer un enlace directo entre su mente y la red global, sin cables ni rastros visibles.

Con los ojos cerrados, Luthie se concentraba.

El implante se activó, traduciendo las señales eléctricas del cerebro en comandos, al mismo tiempo que las redes neuronales se entrelazaban con los servidores remotos. En la pantalla aparecía una terminal virtual; sus dedos volaban sobre el teclado, abriendo la red ante ella.

El primer problema: un dispositivo GPS oculto en los vehículos. Cada movimiento, cada desvío de la ruta predefinida, quedaba registrado. Si alteraban el trayecto, una alarma se activaba en el centro de control. Sin embargo, Luthie ya tenía ventaja. El mismo sistema que debería vigilarlos se había convertido en su aliado. Tras acceder a los datos previamente, había estudiado la ruta y encontrado el punto perfecto para el ataque.

Desactivar los GPS no era una opción viable. Ella debía engañar al sistema: los motores debían seguir en marcha y la alarma no debía activarse, para que quienes estaban al otro lado creyeran que los camiones continuaban su ruta sin inconvenientes.

A medida que los vehículos avanzaban, Luthie se enfrentaba al segundo obstáculo: los camiones estaban equipados con un sistema de cierre automático. Si el conductor detectaba cualquier amenaza, las puertas se sellarían de inmediato, atrapando a los pasajeros en su interior mientras el chofer se ponía a salvo.

El tercer y último obstáculo era el sistema de autodestrucción, un mecanismo diseñado para eliminar cualquier rastro de evidencia en caso de captura.

Aun concentrada en los dos desafíos restantes, ella no perdía la compostura.

En la penumbra, los dos mercenarios permanecían inmóviles. Vestidos con trajes tácticos negros y visores de visión nocturna montados en los cascos, se comunicaban a través de radios discretos. El auricular en los oídos vibró con la voz de mando de Rubio:

—En cinco minutos, los camiones alcanzarán el punto. Luthie dará la señal.

Los fusiles de asalto colgaban de los hombros, mientras las navajas tácticas reposaban en los cinturones, afiladas y listas para el combate cuerpo a cuerpo, si llegaba a ser necesario.

El mercenario más alto era conocido simplemente como "Alto". El de menor estatura a su lado, llevaba el apodo de "Duende".

¿El origen de esos apodos?

Solo ellos lo sabían. Era el primer trabajo junto a la RBG. Aunque no contaban con las mejores recomendaciones, fueron los únicos disponibles cuando se organizó el equipo.

—¿Están en posición? —preguntó Luthie.

—Confirmado —respondió la voz grave de Rubio a través del auricular—. Todo está listo.

—Los camiones se acercan. Prepárense.

El hombre alzó la mano en señal de alerta, y los mercenarios se fundieron con el entorno, ocultándose entre los troncos y la vegetación.

Alto se movió hacia la izquierda del camino, en tanto que Duende se agazapaba a la derecha.

Tucu y Porte se escondieron entre los matorrales cercanos.

Con rapidez, el argentino extrajo dos controles de la mochila y los distribuyó. Cada uno controlaba un dron, pequeño, apenas del tamaño de una mano.

Los faros de los camiones destellaban cada vez más cerca; Luthie, desde la posición distante, aguardó el momento exacto.

La señal llegó sin demora: un leve click se filtró junto a su voz.

—Ahora.

El motor tosió.

Una vibración irregular recorrió el chasis, apenas perceptible al principio, como si el camión se sacudiera de frío. El conductor frunció el ceño y ajustó las manos sobre el volante.

No era normal.

Otra sacudida.

Más fuerte esta vez.

El vehículo se detuvo, aunque el motor siguió en marcha.

Los faros parpadearon, y el tablero emitió un destello errático antes de apagarse por completo. El rugido del motor se convirtió en un gorgoteo agónico, pero el vehículo no se detuvo del todo. Simplemente... dejó de responder.

—¿Qué carajo...? —El conductor golpeó el volante con la palma.

Intentó girar la llave.

Nada.

Apretó los pedales.

Nada.

El camión no era suyo.

Ya no.

El copiloto desbloqueó el celular y deslizó el dedo por la pantalla. La señal, que hasta hacía unos minutos mostraba al menos un par de barras, ahora estaba completamente muerta.

Frunció el ceño y marcó un número. Pegó el teléfono al oído, cortó y volvió a intentarlo. La llamada ni siquiera conectaba.

—No tengo señal.

Probó con otro número. Un tono de espera inexistente.

Después, silencio absoluto.

Abrió la aplicación de mensajería. Un único check gris apareció en pantalla. Intentó enviar un mensaje de texto.

El conductor lo observó de reojo. El copiloto apretó la mandíbula y agitó el celular en el aire.

—No hay red. Ni llamadas, ni datos. Como si nos hubieran...

Se detuvo antes de terminar la frase en voz alta.

—¿Por qué nos paramos?

—¿Qué ocurre?

Inquirieron los otros dos hombres desde el asiento trasero.

El conductor no respondió de inmediato. Miró por el retrovisor, buscando la silueta del segundo camión.

Fue entonces cuando reparó en una luz diminuta, parpadeando en el parabrisas.

Había más. Su mirada se deslizó hacia las ventanillas laterales. Pequeños destellos apenas perceptibles, dispersos por el cristal como gotas de lluvia inmóviles.

El pánico le oprimió el pecho.

Las diminutas bombas con forma de cucarachas se adherían al vidrio con sus patas mecánicas, pegadas como parásitos. Los cuerpos metálicos vibraban, expectantes, aguardando la señal.

El conductor abrió la boca para gritar, pero el sonido se apagó en su garganta.

Desde algún rincón oculto en la espesura, dos dedos se cerraron sobre los detonadores.

Tucu y Porte no vacilaron.

Ni un instante.

La presión de sus pulgares fue inmediata.

Y el mundo estalló.

El estruendo rasgó el aire como un trueno cargado de metralla y fuego. El parabrisas se fragmentó en mil esquirlas afiladas que se lanzaron en todas direcciones, desgarrando piel y atravesando carne.

El conductor y su copiloto fueron lanzados hacia atrás por la explosión. Los cuerpos impactaron contra los otros dos hombres, que se retorcían de dolor.

El sufrimiento llegó en oleadas, instantáneo y abrasador. Fragmentos de vidrio se clavaron en la carne. Huesos se quebraron. Los gritos llenaron la cabina del camión.

Algunos fueron breves y angustiantes; otros se prolongaron en alaridos desgarradores. Uno de los hombres en la parte trasera intentó moverse, pero al bajar la mirada, el estómago se le revolvió: su mano izquierda había desaparecido. Solo quedaba un muñón ensangrentado, con tendones deshilachados asomando entre la carne mutilada.

El otro hombre llevó una mano temblorosa hacía el rostro y sintió un vacío donde antes había un ojo. El hedor a sangre y carne quemada se mezclaba en el aire, espeso y asfixiante.

El primer ataque había sido ejecutado con éxito.

El copiloto tenía el rostro cubierto de sangre, que goteaba desde una herida abierta en la frente. La visión se le nublaba, pero no podía permitirse sucumbir al desmayo.

El sufrimiento era insoportable.

Y, aun así, la adrenalina lo mantenía alerta. Lo obligaba a sostenerse en el frágil equilibrio entre el miedo y la ira.

¿Qué demonios fue eso?

¿Quién se atrevería a atacarlos?

¿No saben con quién están lidiando?

Jadeó, intentando llenar los pulmones de aire.

Desde el exterior del vehículo, Rubio levantó la mano en un gesto breve y firme.

Duende y Alto captaron la señal de inmediato. Sin intercambiar una sola palabra, se deslizaron hacia el segundo camión. No necesitaban más instrucciones. Sabían exactamente lo que debían hacer.

Rubio mantuvo la mira fija en el primer vehículo. Su dedo descansaba sobre el gatillo, preparado.

—¡Bajen de una vez!

Dentro de la cabina, el acompañante del conductor tenía los ojos desorbitados, con el pánico marcado en cada línea del rostro. Al escuchar a Rubio, grito desesperado.

—¡Activá el sistema de cierre automático, idiota!

Pero el conductor apenas podía asimilar lo que sucedía. Las gotas de sudor recorrían su sien, y sus manos temblorosas se deslizaban torpemente por los controles, presionando botones al azar sin éxito para activar el sistema de cierre.

Demasiado tarde.

Luthie ya tenía todo bajo control.

—¡No tengo toda la noche! ¡Bajen rápido! —ordenó Rubio.

Fue entonces que el caos se desató.

Los disparos resonaron desde el segundo camión. Un estruendo metálico, seco y ensordecedor. La ráfaga iluminó la penumbra con destellos anaranjados.

¿Alto y Duende estaban atrapados en medio de una emboscada?

Antes de que pudiera reaccionar, un impacto sacudió a Rubio. Un dolor punzante le recorrió el brazo izquierdo.

No había tiempo para evaluar el daño.

Ajustó la culata contra el hombro y fijó la mira en el origen del ataque.

Desde el asiento trasero del primer vehículo, un hombre surgió como un espectro salido del infierno. El rostro estaba cubierto de sangre, con un ojo colapsado en la órbita vacía. Con un gruñido feroz, se lanzó sobre el conductor, empujándolo sin contemplaciones. La mano, teñida de rojo y temblorosa, sostenía un arma.

Se movía como si el dolor no existiera, como si solo le quedara la furia manteniéndolo en pie.

El cañón del arma se levantó.

Ese ojo desorbitado se clavó en Rubio.

Entonces, comenzó a disparar.

Rubio contuvo la respiración, ajustó la puntería y apretó el gatillo.

El disparo rasgó el aire.

El atacante se tambaleó, el torso convulsionó un instante antes de desplomarse de espaldas. La sangre brotó del pecho en una mancha oscura, y su único ojo parpadeó por última vez antes de apagarse por completo.

Rubio bajó el arma. La adrenalina lo mantenía firme, pero su mente ya estaba concentrada en el siguiente movimiento.

No había tiempo para reflexionar sobre los errores.

Dentro del estrecho acoplado, hombres, mujeres, niños y bebés se aferraban unos a otros en medio de aquella pesadilla. Los gritos desgarradores de los adultos se entremezclaban con el llanto de los más pequeños. El aire pesado estaba saturado de la angustia de quienes anhelaban libertad, mientras el sudor cubría sus cuerpos estremecidos. El hedor acre de la desesperación y el miedo los envolvía.

Rubio sintió una punzada de frustración.

Esto debía haber sido un trabajo limpio. Rápido, eficiente. Pero la situación se había descontrolado en cuestión de segundos.

Sobre todo, esto no había terminado.

Desde el asiento trasero del camión, el segundo hombre herido dejó escapar un rugido de ira. Su rostro, pálido y cubierto de sangre ajena, se transformó en un nudo de furia. La garganta se le contrajo, emitiendo un sonido entre un gemido y un gruñido. Al ver el cadáver de su compañero desplomado junto a él, su mente se fijó en un único propósito.

Venganza.

La mano ensangrentada, se aferró al arma en su cintura.

Rubio reaccionó al instante.

El eco de los disparos resonó entre los árboles.

El conductor, paralizado por el terror, se encogió sobre sí mismo. Un olor penetrante impregnó la cabina mientras sentía un calor húmedo recorrerle el pantalón.

—Vámonos de acá... —murmuró el copiloto.

Era una buena idea. En teoría. Si todo salía según lo planificado, el sistema de autodestrucción del camión les daría seis minutos exactos para evacuar. Tiempo suficiente para desaparecer antes de que todo se hiciera añicos. Era un protocolo de seguridad estándar, un plan de contingencia que nadie imaginó que sería necesario usar.

Siempre fue "por si acaso". Una estrategia de respaldo. Nadie creyó que llegaría el día en que alguien se atrevería a desafiarlos. Ahora, con la muerte acechándolos, no había espacio para vacilaciones. Había que actuar. Rápido.

El hombre disparaba sin descanso, sin siquiera parpadear.

—¡Vamos! ¡Apurate! —gritó el copiloto. Su voz se ahogó entre el estrépito de los disparos.

—¡Es inútil! —el conductor lanzó el grito como un aullido de desesperación—. ¡No funciona! ¡No se activa!

Luthie ya lo había neutralizado.

El silencio fue efímero, apenas un segundo, suficiente para que el cuerpo de la distracción colapsara entre ellos. La sangre les salpicó los rostros.

Rubio lo había eliminado.

El hedor a pólvora y hierro se intensificó.

—No puede ser... No, no... ¡Estamos jodidos! —el conductor se agarró la cabeza con ambas manos.

El copiloto sabía que rendirse era una opción. Mala, pero una opción. De todos modos, no importaba. La falla no pasaría desapercibida para quienes estaban al mando. Ambos conocían la única consecuencia posible de esa noche.

Intentó mantenerse sereno. Al menos, el fuego había cesado.

Pero el fusil seguía en alto frente a ellos. Inmóvil. Esperando el siguiente movimiento.

—Bueno, al menos ganamos algo de tiempo —dijo, esforzándose por adoptar un tono optimista.

El conductor no pudo contener la angustia.

—¡¿Tiempo?! —espetó, con los ojos desencajados—. ¡Esto es una trampa, nos van a hacer mierda!

—Ya cálmate, no seas pendejo. Si el tipo quisiera, ya nos habría matado.

El conductor apretó el volante. Los nudillos se volvieron blancos. Apoyó la frente contra el tablero y murmuró:

—Puta madre... esto es una reverenda mierda.

Apretó la mandíbula y, tras unos segundos, abrió la puerta del camión.

Bajó.

Su compañero lo siguió.

Los dos levantaron las manos, resignados. No había otra opción.

Rubio avanzó hacia ellos sin prisa, sin pronunciar una palabra. Enrolló los precintos y les ató las muñecas a la espalda.

El corazón de los prisioneros retumbaba con fuerza. Se miraron de reojo. No dijeron nada. No hacía falta.

Rubio no mostró expresión alguna. Sus ojos oscuros los examinaron de arriba abajo mientras hablaba por la radio.

—¡Alto, Duende! ¿Me reciben? Necesito una verificación de posición. ¡Respondan!

Silencio.

Rubio frunció el ceño y presionó el botón otra vez.

—¡Maldición! ¡Alto, Duende, contesten!

Nada.

Algo no cuadraba.

Pulsó el botón de la radio nuevamente.

—Tucu, Porte, muévanse. Tenemos un problema. Necesito que estén aquí de inmediato.

No tardaron más de un minuto.

Aparecieron corriendo, jadeando, con las armas listas. Se detuvieron, atentos a las órdenes.

Tucu entrecerró los ojos. Su mirada alternaba entre Rubio y los dos sujetos arrodillados en el suelo.

—¿Qué pasa?

Rubio negó con la cabeza.

—No puedo contactar a Alto ni a Duende. Algo anda mal. Porte, ven conmigo. Tucu, quédate aquí y vigila. Luthie está por llegar.

Sin perder tiempo, se movieron. Rubio avanzaba primero, con postura firme, el fusil en alto.

Porte lo seguía de cerca. Precavida. Glock en mano, lista para disparar.

A medida que se acercaban al segundo camión, el aire se volvía más denso. El humo flotaba todavía en el ambiente. Una brisa cálida lo empujaba en ráfagas pesadas, impregnando todo con el hedor de metal quemado y sangre.

Un olor inconfundible: muerte.

Junto al vehículo, un prisionero atado yacía en el suelo, respirando con dificultad. El cuerpo temblaba, la piel estaba cubierta de sudor y sangre fresca.

A su lado, Alto permanecía impasible. Exhaló con calma, levantó el arma y apuntó directamente a la cabeza del hombre.

Duende, apoyado contra la pared del camión, con los brazos cruzados, observaba en silencio. No parecía inmutarse.

Rubio apretó los dientes.

¿Esto debía terminar así?

No.

Apenas tuvo tiempo de procesar la escena cuando Porte irrumpió.

—¡Bajá el arma! —ordenó.

Rubio se detuvo un segundo. Esa actitud le gustaba: fría, determinante. Él mismo la había entrenado para esto.

Pero Alto no bajó el arma. Con la mano libre, se quitó los lentes de visión nocturna. Su rostro estaba cubierto con una tela oscura, dejando solo los ojos y los labios al descubierto. Aun así, la irritación era evidente en su mirada.

—¡Dije que bajes el arma! —repitió Porte.

Él no reaccionó. Ni siquiera la miró. Su atención permanecía fija en Rubio, esperando una señal que validara o descartara esa decisión.

En ese momento, Tucu apareció corriendo. Se detuvo. No porque alguien se lo ordenara, sino porque la escena le quitó el aliento. Su mirada osciló entre Alto y la mujer.

Luthie, que había llegado hacía unos minutos, seguía vigilando a los dos sujetos del primer vehículo. Por lo tanto, el argentino solo había venido a asegurarse de que todo estuviera bajo control. Sin embargo, en ese instante, Tucu no podía controlar a nadie, mucho menos persuadirlo; estaba paralizado.

Rubio no le dio importancia; el argentino no era el tipo de persona que pudiera influir en Alto. No cuando las cosas ya habían escalado demasiado.

Pero Porte, ella era diferente.

No tenía la sangre fría ni la paciencia de Rubio. No era una máquina de matar con una programación impecable.

—Esto no estaba pactado. Así que ni se te ocurra, a menos que quieras ver tus neuronas de psicópata desparramadas en el piso.

Nunca antes había disparado a alguien. Por eso, cuando levantó la pistola a la altura de la frente de Alto, no lo hizo por cálculo. Lo hizo porque estaba furiosa.

—¡Es una orden! —insistió—. ¡No podés cambiar las reglas del acuerdo!

El acuerdo era simple: matar solo si era necesario. Nada de ejecuciones improvisadas.

Rubio le hizo un gesto a Alto. Un movimiento breve.

Alto obedeció y bajó el fusil.

La incomodidad seguía flotando entre ellos. De repente, la voz de Luthie resonó en el comunicador.

El plan debía seguir adelante.

Con o sin modificaciones.

Rubio tomó aire y volvió a enfocarse. No había tiempo para fricciones personales. Solo importaba la misión.

En una sociedad donde la empatía se diluía bajo el brillo de las pantallas, la Resistencia la utilizaba a su favor. Aquellos cuyas vidas habían sido pisoteadas debían hacerse visibles para que, bajo la mirada de esa sociedad, lograran tocar algún punto de su aparente moral. Así, quienes habían sido víctimas no volverían a serlo. Donde la cámara posaba su lente una vez, los depredadores de las sombras no se atreverían a intentarlo de nuevo.

Luthie se conectó a través del implante neural. La cámara se encendió, marcando el inicio del espectáculo.

Los tres secuestradores permanecían arrodillados en el suelo, las identidades ocultas bajo las bolsas negras que les cubrían las cabezas. Sobre la tela negra, las letras RBG brillaban en un rojo ominoso.

Tucu, el rostro público de la Resistencia en las redes sociales y en la página web, se distinguía detrás de una máscara. Solo se percibían los ojos café y los labios delgados.

Los mercenarios permanecían fuera del encuadre, vigilantes y atentos, asegurándose de que los sometidos no tuvieran oportunidad de escapar.

En vivo, el argentino exponía el cruel destino que habrían enfrentado los Tapiete Llajta.

Mientras tanto, Porte y Rubio abrían la puerta del primer camión. Con la contraseña proporcionada por el conductor, la mujer tecleó los números en el candado.

El sonido metálico de la apertura del camión reverberó en el aire. Al abrirse, el caos se desató.

Las personas dentro del vehículo retrocedieron aterrorizadas. Las madres abrazaban a sus hijos con fuerza, al mismo tiempo, los hombres intentaban proteger a quienes consideraban más vulnerables. Pero, con calma, ella levantó la máscara hasta la nariz y les dirigió una sonrisa.

—No tengan miedo. Vinimos a ayudarlos.

En cuestión de minutos, la verdad se propagó por todo el país, alcanzando cada rincón. Estas personas habían encontrado salvación gracias a la RBG. Sin embargo, no todos tuvieron la misma suerte.

Esa misma noche, en Buenos Aires, Octavio cayó en manos de Vargas.

Mientras la sociedad argentina permanecía en vilo ante la situación de los Tapiete Llajta, la desaparición de Montés, curiosamente, nunca llegó a la luz pública.

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Ciento diez horas después.

El cuerpo del profesor reposaba sobre la cama; seguía inconsciente tras la extracción realizada por Alan. El joven, a su lado, retiraba con cuidado la remera manchada de sangre. Su mirada recorría cada marca del torso desnudo. Alan dejó escapar una leve sonrisa mientras acariciaba las líneas del cuello de Octavio...

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