Una respiración cálida, apenas centímetros de su boca, se sentía entrecortada y húmeda, tan húmeda como la caricia que le rozaba el pecho. Los dedos del joven se deslizaban suavemente sobre la piel, expandiendo una sensación de que lo invitaba a entregarse al placer del contacto.
Los primeros destellos de lucidez aparecieron en la mente del profesor. La sensación de una mirada fija sobre su rostro lo incomodaba. Parpadeó tres veces y dejó escapar un leve sonido de queja entre los labios. Octavio intentó enfocar con el único ojo que aún le respondía. No era ciego, pero la miopía y el astigmatismo le nublaban la vista, reduciendo todo a sombras y contornos borrosos.
Después de varios encuentros con Gio, comprendió que quien estaba encima suyo no era él.
Aunque sintió seguridad en la parte inferior del cuerpo, la situación seguía siendo confusa. Tras lo ocurrido en el ascensor, estaba convencido de que todos en este lugar estaban dementes.
Por diversas razones, tras la muerte de su madre y quedar bajo el cuidado de una tía, desarrolló repulsión hacia el contacto físico. No era odio ni fobia, pero si podía evitarlo, lo hacía. La mente de un adolescente es un terreno fértil, donde las experiencias germinan con rapidez y, a veces, crecen torcidas hacia verdades que una madre amorosa intentaba cubrir con esmero.
No es que despreciara a los demás. No. Se apartaba de la gente con la misma facilidad con la que uno esquiva un desastre inminente. Era una precaución, un instinto adquirido. Él aprendió que las barreras, altas y bien construidas, eran una herramienta protectora. Si podía prevenir cualquier adversidad, sin duda lo haría.
La respiración demasiado cerca y el tacto invasivo le resultaron desagradables. No recordaba el nombre de la persona que se encontraba a esa corta distancia, pero en todo el tiempo que llevaba en este lugar, al menos era el único que lo trataba como a un ser humano. Prefirió pecar de bueno y pensar en positivo, así que decidió preguntar con calma.
—¿Estás? ¿Qué estás haciendo?
—Disculpe... ¿lo desperté? —El tono sonaba casi culpable, las palabras escogidas con cuidado—. Solo estoy aplicando un antiinflamatorio.
Octavio quería decir un par de cosas, pero tal vez no tenía sentido hablar. Tal vez las malas sensaciones que le recorrían el cuerpo eran solo el resultado de este lugar. Quizás, simplemente, el joven frente a él era una buena persona atrapada en un sitio equivocado. Suspiró. Al final, forzó la expresión más serena que pudo encontrar en sí mismo.
—Gracias, pero puedo hacerlo yo mismo.
—Oh, comprendo —respondió rápidamente, con una cortesía falsa que parecía genuina.
A pesar de la calma aparente en la voz, la situación del joven no dejaba de ser un poco... lamentable.
Alan era alto, con el cabello corto donde los reflejos claros se fundían con el negro azabache natural. Tenía un rostro de facciones agradables. A diferencia de la piel pálida y fría de Octavio, la suya irradiaba una calidez sutil. Era, sin duda, un joven atractivo, un espécimen casi perfecto de veinticinco años. Sin embargo, allí estaba, con una situación complicada entre las piernas y el culpable de ello, no tenía intenciones de hacerse responsable. Por fortuna para Alan, Octavio no vio el duro problema que estaba atravesando. Observó al profesor por unos segundos antes de decidir levantarse.
—Solo quería ayudarlo. Las heridas son bastante intensas. Con esto, se sentirá más cómodo.
—Entiendo, pero puedo hacerlo solo —afirmó mientras también se levantaba y se sentaba al borde de la cama.
—Claro, le dejaré el antiinflamatorio. Procure utilizarlo en cada zona afectada.
El énfasis deliberado en "cada zona afectada" fue demasiado evidente. Octavio sintió el calor subirle al rostro, una vergüenza que le endureció los hombros.
Alan no se detuvo ni le importó; continuó explicando con calma:
—Debe aplicarlo dos veces al día, preferiblemente por la mañana y por la noche, después de limpiar y secar la piel.
La indicación, tan práctica y sin dobleces, solo sirvió para que Octavio se sintiera más ridículo. Intentó relajar el ceño, pero la sensación de que estaba siendo burlado lo carcomía.
«¿Te estás riendo de mí? ¿Boludeándome a propósito? ¡Cómo demonios voy a hacer eso acá, en este lugar de mierda!». El ojo sano se entrecerró mientras evaluaba al joven. Había algo en esa tranquilidad que resultaba irritante. Finalmente, decidió ceder una respuesta breve y áspera.
—Lo intentaré.
Alan sonrió.
—Ah, lo siento, nunca le comenté. Soy el médico acá y, por ahora, estoy a cargo de usted. Me gustaría examinarlo. ¿Le importaría si le echo un vistazo?
La mandíbula de Octavio se tensó tanto que pareció crujir. En su interior, una risa casi histérica burbujeaba peligrosamente ante lo absurdo.
«¡Claro! ¡Qué considerado! Con gusto me pondré en cuatro para que examines cómo me han jodido». Se tragó las palabras, las forzó a morir en la garganta. Su orgullo, aunque destrozado, se negó a ceder.
—No hace falta.
El joven suspiró con resignación y, tras un momento de reflexión, dio un paso al frente.
—Es importante que se cuide en este lugar. Créame, no tengo intenciones de dañarlo; no soy como ellos. Solo tuve mala suerte y terminé acá, pero le aseguro que mis intenciones hacia usted son sinceras.
Hizo una pausa, como si recordara algo de repente.
—¿Ya sabe que es un sujeto de prueba? —continuó, inclinándose lo suficiente para que su voz rozara el perfíl de Octavio—. Piénselo así: es un período de quince días. Debería aprovechar ese tiempo para sanar y alimentarse. ¿Quién sabe lo que puede suceder después?
Octavio se quedó inmóvil, sin palabras, parpadeando lentamente, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.
El otro, al ver la reacción, suavizó la mirada y murmuró:
—No se preocupe. Me encargaré de usted estos días, aunque no puedo evitar que suba al piso de arriba. Al menos trataré de mitigar las consecuencias. —Llevó ambas manos a los hombros desnudos del profesor—. Ahora no lo examinaré. Pero considérelo para el futuro; puedo serle de gran ayuda.
Se alejó, dándole a Octavio algo de privacidad y dejando atrás unas prendas limpias, junto con la promesa de regresar pronto para alimentarlo como a un ser humano.
Octavio se sintió más confundido que el primer día, como si alguien hubiera tomado su cerebro, lo hubiera lanzado al suelo y lo hubiera colocado al revés, solo para ver qué pasaba.
La confusión y la incertidumbre eran experiencias humanas comunes. Todos las enfrentaban varias veces en la vida. Pero cuando esas sensaciones te atrapaban, cuando realmente se aferraban a vos, era difícil saber si estabas pensando o simplemente sobreviviendo.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Hace años, alguien más había sentido el mismo vértigo.
Cuando la situación con Octavio tomó un giro desconcertante, Vargas se vio forzado a buscar soluciones. Alternativas que, si somos sinceros, probablemente sabía desde el principio que no lo salvarían.
Había oído hablar de un joven que comenzaba a destacar en el ámbito científico. Una mente brillante, decían. Aprovechó un viaje de negocios a Estados Unidos para evaluar al prodigio en persona, quizás incluso encaminarlo entre los expertos que trabajaban para él.
La mayoría de aquellos profesionales eran prácticos y ambiciosos, carentes de empatía, motivados únicamente por el grosor de sus billeteras. Cumplían con las tareas asignadas y se retiraban sin cuestionamientos.
Fácil.
Pero Vargas anhelaba algo más. Algo sublime, completo, sin precedentes. Y ellos no estaban a la altura. Estaba convencido de que solo Octavio Montés podría lograrlo. Al principio, todo apuntaba a que así sería. Era perfecto. Sin embargo, las apariencias engañaban. Con el tiempo, Octavio comenzó a cambiar.
Vargas se encontraba atrapado. Clientes poderosos y hambrientos exigían resultados. La posibilidad de perder tiempo y dinero los volvía despiadados. Por primera vez en la vida, tuvo miedo.
Fue entonces cuando la oportunidad llegó.
El joven, sentado como un rey en su trono, tomaba café con una arrogancia tan casual que resultaba casi insultante.
Vargas lo observó desde la entrada del lujoso coffee lounge en Nueva York. Era casi irónico cómo el entorno se ajustaba al muchacho como un traje a medida. Hernán se acercó. El joven levantó los ojos hacia él, con una expresión inmutable y una mirada tan fría que se podría definir como hostil.
—Dantez —dijo Vargas, con un tono que no dejaba espacio para dudas. Aunque sabía que estaba formulando una pregunta.
El joven lo miró durante un segundo demasiado largo. Con una media sonrisa que no llegaba a ser amable, inclinó levemente la cabeza.
—Así es. Supongo que está acá para hablar de negocios.
Vargas tomó asiento frente a Gio. Una sonrisa cautivadora, calculadamente exhibida, iluminó su rostro mientras empezaba a desplegar su carisma. Habló sobre el proyecto, destacando con énfasis el extraordinario alcance de la investigación del joven.
Sin embargo, el otro no mostró señales de emoción: ni una ceja levantada, ni un cambio en la postura. Vargas desestimó el silencio, impulsado por el afán de causar una impresión.
—H.R.Nova —dijo con tono pausado, asegurándose de recalcar cada palabra—, es fascinante, lo que estás logrando...
El joven, sin dedicarle siquiera una ojeada, dejó escapar una breve exhalación. A medida que las palabras brotaban, se limitaba a asentir con apatía. No había en su mirada el menor atisbo de asombro, nada que sugiriera el respeto o la admiración que Vargas ansiaba. Gio no necesitaba siquiera esforzarse para dejar claro lo que pensaba. H.R.Nova, el proyecto que lo llevaría a la cúspide de la ciencia, ya se encontraba en la etapa final correspondiente. No necesitaba a Vargas.
Por cortesía, la información que compartió, si es que se le podía llamar información, era tan superficial como lo que se podría encontrar en cualquier página web y que claro, Hernán ya conocía.
Sin embargo, Vargas no se rindió fácilmente. Siguió adelante, mencionando a GenomeShield Pharmaceuticals, los incontables beneficios que obtendría al trabajar juntos, y las oportunidades futuras que el muchacho sin duda estaría interesado en aprovechar.
Desafortunadamente, en vez de una reacción favorable, obtuvo una mirada gélida. Aquella que parecía decir: "Andate a la mierda, me chupa un huevo."
Aunque no estaba contemplado en el plan original, Hernán empezó a referirse a EVA. Intentó deslumbrarlo con ella; después de todo, aquel suero no era algo que cualquiera pudiera siquiera imaginar.
Al oírlo, Gio soltó una risa sarcástica. El sonido fue como una bofetada, y Vargas casi percibió cómo el desprecio le calaba hasta los huesos. El muchacho ni siquiera se molestó en disimular su diversión.
—¿Por qué me involucraría en fantasías absurdas como ese idílico suero? —preguntó, con un tono impregnado de ironía.
Esa mirada, vacía de emociones, reducía a Vargas a una figura lamentable, como si fingir respeto ya no mereciera el mínimo esfuerzo.
El semblante de Vargas se desmoronó. El primer intento derivó en una negativa, como quien aparta a un insecto molesto. No obstante, si había conseguido engatusar a Octavio, ¿cómo no podría conseguirlo con este joven que apenas empezaba a despegar?
El ser humano rara vez actuaba sin un incentivo claro: dinero, poder, éxito. Sobre una mesa de negociación, estas tres opciones resplandecían con una tentación irresistible, acompañadas, por supuesto, de placeres carnales que solían decantar la situación a su favor. Sin embargo, en esta ocasión, Vargas se encontró con un desafío.
Por más que lo intentó durante meses, la información sobre Gio se revelaba esquiva, casi imposible de alcanzar. Era como si alguien, en algún rincón, hubiera eliminado todo rastro de su pasado, como si su identidad estuviera celosamente resguardada. Aun así, Vargas estaba seguro de que no existía secreto imposible de descifrar.
Un comentario casual, una charla aparentemente trivial, le ofreció el indicio que tanto necesitaba. Y, como ocurre al tirar de un hilo suelto, era solo cuestión de tiempo antes de que todo el entramado se desmoronara.
En ese momento, Hernán se sintió como el hombre más afortunado del mundo. La respuesta a su problema tenía asuntos pendientes con ese problema y él sería el más beneficiado de esta situación.
Vargas tenía algo tentador para ofrecerle a Gio: venganza.
Ni dinero, ni poder, ni gloria.
Algo más primitivo: el placer de aniquilar aquello que se odia, de convertirlo en cenizas, de observar cómo se retuerce en su propia miseria hasta que no quede el menor vestigio de dignidad. A fin de cuentas, la venganza era un sentimiento puro, surgido de lo más hondo de la carne, nutriéndose de cada cicatriz y de cada herida abierta. Y él sabía exactamente cómo alimentar ese fuego.
Para Hernán, ejercer dominio sobre el cuerpo ajeno representaba la más elevada manifestación de poder. Cada acto físico impuesto era un impacto preciso en la psique, una presión incesante que desgastaba lentamente la voluntad de quienes se atrevían a desafiarlo. La aniquilación del cuerpo era solo el primer peldaño. A partir de allí, todo lo demás se desmoronaba inevitablemente: la mente, la identidad y, si existía un alma, esta se incluía por defecto.
Tras tantos años, Vargas comprendía que solo le hacía falta encontrar un sustituto. Octavio ya no era funcional, y mucho menos cedería a entregar a EVA. Era solo cuestión de tiempo antes de dar con el sucesor indicado: alguien que cumpliera el mismo objetivo, sin los problemas que representaba alguien como Octavio.
Al final, el tormento, la degradación y la sumisión no eran sino medios para aplacar un insaciable deseo de venganza. Instrumentos indispensables para relegar a la escoria al lugar que le correspondía.
Octavio no hablaría.
No colaboraría.
Ya no importaba.
Hernán aún podía deleitarse con su ruina. Ansiaba verlo reducido a un estado fetal, expulsando espuma por la boca y con la mirada perdida en un punto muerto. Antes de que la carne colapsara, antes de que la mente se convirtiera en un amasijo de nervios destrozados, Octavio tendría que presenciar la destrucción de su propia imagen.
Tal vez lo presentaría como un abusador, un demente, un monstruo.
Bastaba con sembrar la semilla de la duda.
Bastaba con murmurar las palabras precisas en los oídos indicados.
Cuando los rumores empezaran a propagarse, cuando la prensa mordiera el anzuelo, nadie defendería al buen profesor. Al llegar el instante decisivo, cuando Octavio ya no encontrara fuerzas para oponer resistencia, Hernán le concedería la oportunidad de ser testigo de aquel desenlace definitivo. No obstante, Vargas se vio forzado a renunciar al origen de sus problemas, permitiendo que alguien más descargara toda su furia.
Un sacrificio. Uno indispensable para que él lograra cosechar las recompensas de tanta paciencia.
Ahora, aquel hombre se encontraba frente a él, con la misma actitud altiva y aires de superioridad que lo habían irritado desde el primer día en que se conocieron.
Gio, por su parte, sostenía la taza de café con sus largos dedos, manteniendo el silencio y la indiferencia.
Había tenido una mañana difícil y solo deseaba permanecer en el laboratorio concentrado en su trabajo. Lo último que deseaba era perder el tiempo en una reunión improductiva con Vargas.
—Sabés, hoy hubo un altercado. Alguien desobedeció una de mis órdenes. Y acá, cuando alguien hace lo contrario a lo que yo digo, debe asumir las consecuencias.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Usted debería poder controlar a sus empleados.
Hernán sonrió. No una sonrisa amplia ni cínica, sino una leve curvatura de labios.
—Es cierto. Alan puede encargarse. Pero antes, vení, quiero mostrarte algo.
Gio se acercó con calma y se colocó a un costado. Hernán interrumpió el golpeteo de los dedos contra el escritorio y giró la pantalla del ordenador para que ambos pudieran observarla. En la imagen, un hombre corpulento estaba atado a una silla. El sudor le resbalaba por las sienes, y la mirada le saltaba frenética de un lado a otro.
—¿Lo reconocés?
Un destello cruzó la mirada de Gio. Fugaz. Frío. Pero cuando volvió a hablar, el tono seguía siendo el mismo de siempre, tranquilo, monótono, carente de emoción.
—Creo que lo vi antes.
—Este tipo cometió un error que no pensé que dejarías pasar —murmuró Hernán mientras cambiaba de cámara.
En la pantalla apareció una nueva imagen. Octavio, llevando una venda que le cubría el ojo, conversaba con Alan. El joven esbozaba una sonrisa, inclinado ligeramente hacia él, adoptando una actitud de absoluta confianza.
Gio frunció el ceño, un gesto apenas perceptible, pero suficiente para revelar que algo bajo aquella máscara de indiferencia había comenzado a agitarse.
Sin decir nada, volvió hacia el asiento y se sentó.
A partir de ahí, la conversación se prolongó por diez minutos.
Cuando querés algo, tenés que entregar algo a cambio.
Esa es la primera regla.
Si lográs que alguien se someta a lo que estipulás sin rechistar, es una señal prometedora.
Porque personas como Vargas entienden a otros como Vargas.
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La noche transcurría con una pesadez sofocante, mientras el calor denso se adhería a las paredes de la estrecha habitación.
El Gordo se inquietaba en la silla, y la cuerda le desgarraba lentamente la piel de las muñecas.
En ese momento, la puerta emitió un chirrido.
El sonido le crispó los nervios.
Un escalofrío le recorrió la espalda al ver entrar a un hombre. Era alto, de andar pausado, con guantes oscuros que se ajustaban perfectamente a las manos.
El guardia abrió la boca, y el labio inferior le tembló.
—Yo, yo... lo siento, señor... dis-cul... —balbuceó entre jadeos, con los mocos colgándole de la nariz y las lágrimas resbalando por el rostro congestionado—. Me equivoqué, per...
Gio alzó una ceja, inclinó ligeramente la cabeza y, con una lentitud casi burlona, posó un dedo enguantado sobre los labios propios.
—Shh.
El calor pegajoso le adhería la camisa empapada de sudor a la piel. Un latido fuerte y errático se instaló en la garganta del guardia. Sintió un calambre en el bajo vientre. La vejiga se quejó, pero orinarse encima era el menor de los problemas. Lo verdaderamente importante era el hombre que tenía enfrente.
Gio hizo girar un objeto entre los dedos, como si estuviera sopesando algo, evaluando diversas posibilidades.
Ojo por ojo.
Diente por diente.
En un mundo ideal, tal vez.
Aquí, los errores tenían un precio.
Los acuerdos debían cumplirse.
El Gordo cerró los ojos con fuerza.
Ellos ya lo sabían: nadie debía tocar a esa persona.
¿Sencillo, cierto?
Entonces, solo quedaba recibir el castigo por su error.
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