La casa de campo contaba con un sistema de seguridad compuesto por dispositivos de vigilancia estratégicamente ubicados. Este sistema supervisaba el exterior, pero en el área subterránea solo los pasillos y el laboratorio principal, situados en el primer subsuelo, eran monitoreados. Desde su llegada, el cuarto de Octavio no fue una excepción; una cámara registraba tanto los movimientos como los sonidos provenientes de la misma.
Gio no escapó de la misma vigilancia. La habitación que ocupaba, en el segundo subsuelo, estaba igualmente bajo la constante supervisión de los dispositivos. El laboratorio privado que había solicitado se encontraba bajo un control riguroso que Vargas consideraba imprescindible.
A solicitud de Gio y con el visto bueno de Hernán, habían trasladado al guardia de seguridad a otro lugar. Antes se encontraba en un pequeño almacén, acompañado únicamente por una cámara. Nadie cuestionó la decisión, pero todos sabían que aquel sencillo cambio había modificado algo en el ambiente.
En ese cuarto, dos hombres disfrutaban de la privacidad que el lugar les brindaba.
Nadie observaba.
Nadie podía escuchar.
Solo ellos dos.
—Sabés... —Gio sacudió la muñeca, mientras se desabrochaba el botón del cuello de la camisa—. Mientras venía para acá, pensaba en cómo resolver este asunto.
El guardia tembló. Los labios le temblaron y se abrieron y cerraron varias veces antes de que lograra tartamudear:
—Yo... de verdad... por... por favor...
Un sonido seco, seguido de un jadeo ahogado. La cabeza del guardia se echó hacia atrás cuando Gio le tironeó del cabello sin la menor delicadeza. Los dedos se hundieron en la grasienta cabellera, y las pupilas dilatadas de Gio reflejaban una ira impaciente.
—No te di permiso para hablar.
El silencio absorbió el oxígeno de la habitación. El guardia asintió con rapidez, los ojos empañados de lágrimas.
Gio esbozó una sonrisa.
—Bien. —Lo soltó y le dio dos suaves palmadas en la cara—. Como te decía, mientras venía hacia acá, pensaba en cómo podríamos solucionar este asunto. Ahora que noto tu entusiasmo por conversar, ¿qué opinás si lo discutimos?
El guardia tragó saliva con dificultad. El sudor le corría por las sienes, formando un charco en el hueco de la clavícula. La espalda la tenía empapada. Las manos, amarradas, se crisparon inútilmente.
Gio ladeó la cabeza. Tenía la mandíbula tensa, y una vena le palpitaba con fuerza en la sien.
—Hace un momento no parabas de suplicar —murmuró, deslizando un dedo por la mejilla sudorosa del Gordo—, y ahora que tenés la oportunidad de hablar, te quedás callado.
—Yo...
—Ah. —Gio chasqueó la lengua y le dio una suave bofetada—. No te apurés. Tenemos toda la noche.
El cuerpo voluminoso en la silla se estremeció. Los grilletes apretaban la carne inflamada, pero no era el dolor lo que lo hacía temblar. Agachó la cabeza en silencio, con el corazón desbocado en la garganta. Intentó abrir la boca, pero los labios apenas se separaron en un intento mudo de articular palabras.
Nada salió.
—Buen chico... Uno de tus compañeros me entregó esto. —Alzó la navaja y la hizo girar entre los dedos—. Me sorprendió bastante, pero creo que es una idea interesante.
Un suave chasquido llenó el aire cuando desplegó la hoja.
Los ojos del guardia parpadearon con desesperación. Las pupilas, dilatadas por el terror, siguieron el recorrido del filo.
—¿Te interesa la historia? —Gio inclinó la cabeza—. A mí me resulta fascinante. ¿Escuchaste hablar de la tortura de los mil cortes?
El guardia tragó saliva con dificultad y movió la cabeza frenéticamente de un lado a otro.
—¿No, eh? —Gio sonrió. El gesto era lento, tan afilado como el filo que sostenía en la mano—. Bueno, imaginate esto: estás inmovilizado, completamente indefenso. Un torturador toma una cuchilla y empieza a trazar cortes en tu piel, uno tras otro, sin apuro.
La voz era tranquila, casi pedagógica.
—Al principio, apenas los percibís. Solo un leve quemazón, un escozor. Pero, a medida que avanza, el dolor se vuelve insoportable. —El filo rozó el lateral de la barbilla del guardia, deslizándose lentamente hacia el cuello—. Es una técnica ancestral, empleada en ciertas culturas orientales. La idea era simple: incisiones superficiales, sin heridas mortales inmediatas.
La navaja descendió, rozando la tela mugrienta de la camisa.
—Cientos de cortes. Incluso hasta tres mil. —Detuvo el movimiento a la altura del abdomen y golpeó dos veces con el mango del cuchillo—. Con tu tamaño... creo que podríamos llegar a los tres mil, ¿no creés?
El guardia dejó escapar un jadeo sofocado. El terror le recorrió la columna vertebral, oprimiéndole el pecho. Ya no tenía control sobre su propio cuerpo; los músculos se tensaron en un acto de rebeldía, y la vejiga terminó cediendo. Un hilo de orina tibia descendió por la pierna.
Gio arrugó la nariz.
El hedor ácido impregnó el aire, perforando el sentido del olfato como un aguijón. La repulsión fue fugaz. No quedaba lugar para la paciencia, solo para el deseo ardiente de ver carne abrirse bajo la presión de su propia mano.
Gio elevó las comisuras de los labios. Los colmillos afilados quedaron al descubierto con satisfacción. Se inclinó, acortando la distancia entre ambos hasta que el aliento cálido rozó la piel temblorosa del guardia.
El otro cerró los ojos de golpe y agachó la cabeza. Ni siquiera tuvo el valor de mirarlo.
—Te atreviste a tocar lo que no debías... Tendría que hacer lo mismo que ellos: cortarte eso que te cuelga entre las piernas, arrancarte los ojos y rebanarte la piel sucia hasta dejar solo los huesos limpios.
Se enderezó y miró al guardia como una fiera hambrienta. Los ojos, inyectados de sangre relucían con una intensidad demencial. En ese momento, no era un hombre. Era un animal, algo que ya no diferenciaba entre la furia y la necesidad de ver sangre.
La mano de Gio se hundió en el cabello del guardia y lo jaló con brutalidad. Un jadeo sofocado escapó de la garganta cuando el cuello quedó expuesto. La piel sudorosa tembló.
El grito desgarrador del Gordo estremeció la habitación.
La navaja, tan afilada como el colmillo de un depredador, brilló con ansia antes de hundirse en el pómulo derecho del guardia. Gio deslizó el filo hasta la mandíbula. El frío del acero contra la carne caliente provocó un espasmo eléctrico que le recorrió todo el cuerpo. El dolor se expandió como fuego ardiente. Intentó reprimir el alarido que nacía en su garganta, pero fue incapaz de hacerlo. La sangre brotó en un arco y salpicó el suelo.
El Gordo, con los ojos desorbitados, se retorció en el lugar.
—¡Por favor, no! No hice nada. ¡Pará!
Pero Gio no frenó.
No podía.
El odio, la ira y la tristeza, acumulados durante años, se desbordaban ahora como un torrente imparable. Este tipo despreciable se había convertido en el recipiente ideal para toda aquella furia contenida.
Gio había observado cómo ese guardia dirigía la mirada hacia Octavio.
Él no lo había frenado.
¿Y si lo hubiese tenido a solas?
Entonces...
Entonces...
¡Claro que lo habría hecho!
¡Por supuesto que lo habría hecho!
El asco se agitó en su estómago, ácido y espeso, una bilis que subía y bajaba por la tráquea. El pecho se ensanchó con un sentimiento denso, repulsivo y frustrante. Gio exhaló lentamente, con la voz cargada de desprecio.
—¿Acaso me tomás por idiota? —Los labios se curvaron en una sonrisa siniestra—. Parece que lo olvidaste. Permitíme refrescarte esas neuronas que decoran tu cerebro patético e insignificante.
—Lo lamento... Me equivoqué... —balbuceó, con la voz quebrada por el miedo—. Pará, por favor... pará...
El temblor en la voz era miserable. Gio se inclinó, la sombra de su cuerpo se proyectaba contra la figura encogida del guardia. Sin titubear, hundió la navaja en la mejilla izquierda y la deslizó con crudeza.
Un solo corte.
La piel se abrió con un sonido húmedo. La sangre caliente brotó en hilos gruesos, resbalando por el grueso cuello hasta empapar la camisa.
El Gordo jadeó, con un sollozo desgarrado atrapado en el pecho. La carne mutilada latía con un dolor insoportable, pero no tuvo tiempo de asimilarlo antes de que el filo volviera a hundirse, arrancando otra porción de su rostro.
—Ba-ba-bas... ugh...
El sonido grotesco de la piel desgarrándose bajo el filo de la navaja, acompañado del crujir de los tendones al ceder...
Era hipnótico.
Cada corte era una catarsis. Un instante fugaz en el que Gio liberaba todo aquello que había estado reprimiendo. Cada tajo, cada surco de sangre que se abría en la piel ajena, era un alivio que despejaba el ruido en su mente.
El guardia forcejeó, desesperado. Las ataduras de plástico se incrustaron en las muñecas, pero él siguió tironeando, luchando inútilmente.
Lloraba.
Sollozaba.
Suplicaba con una voz quebrada que se ahogaba en la sangre y los mocos que le recorrían el rostro. No obstante, para su desgracia, esos ruegos caían en oídos sordos.
No había nadie que escuchara.
No había nadie que lo salvara.
Solo existía el filo de la navaja y la oscura voluntad de Gio.
Así llegó el momento que él había estado esperando con ansias. La punta afilada de la hoja alcanzó el globo ocular.
Presionó.
La carne blanda cedió.
Un líquido viscoso se filtró alrededor de la navaja. Primero, un hilo delgado, luego un derrame repulsivo de sangre y fluido ocular que goteó por la mejilla.
Las manos del guardia temblaban y el plástico le cortaba la piel. No había escape. La respiración se volvió errática, las palabras se ahogaron en gritos guturales. Cuando la hoja penetró más profundo, el cuerpo convulsionó.
La sangre brotó en borbotones, mezclándose con los ríos de lágrimas y saliva que se acumulaban en su barbilla.
Sin embargo, Gio no pestañeó.
No dudó.
Siguió.
Como si estuviera en trance.
El aire viciado del diminuto cuarto se saturó de sudor rancio y el hedor agrio de la orina.
A Gio no le importaba.
Solo distinguía el aroma metálico de la sangre.
Solo escuchaba el murmullo retorcido de sus propios pensamientos.
Le susurraban lo que aquel hombre había hecho.
Le gritaban lo que podría haberle hecho a Octavio.
Y eso era lo más abominable.
Este tipo, si hubiera tenido la oportunidad...
El odio lo carcomía desde dentro, un veneno que se filtraba en la sangre y se adhería a cada célula de su organismo.
No existía justicia para individuos así. Esa clase de personas cruzaba la línea una vez y, sin excepción, lo haría de nuevo.
La mirada viciada de uno y los gritos desgarradores del otro resonaron durante lo que pareció una eternidad.
Al final, solo quedó el silencio, tan asfixiante que pareció engullirlo todo.
Terminó.
Los dedos de Gio seguían firmes alrededor de la navaja. Con el corazón latiendo con fuerza, salió de la habitación, erguido y con la mirada en alto.
No miró atrás.
No cerró la puerta con cuidado.
Gotas de sangre resbalaban de los guantes, dejando un rastro en el camino.
Avanzó con calma.
Hasta que, finalmente, llegó a su propia habitación.
Y entonces... exhaló.
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Las tupidas y arqueadas pestañas se alzaron apenas con un lento parpadeo. El cuerpo agotado de Gio se hundió en el cuero del sillón, mientras su aliento se volvía cada vez más pausado, arrastrándolo a un letargo pesado. Poco a poco, la mente cedió al sueño.
El silencio lo envolvía.
Hasta que, en algún punto impreciso del tiempo, una sensación tenue y persistente lo obligó a entreabrir los ojos. La visión borrosa se aclaró lentamente, revelando una silueta frente a él. Alta, esbelta y cautivadora en toda su presencia.
Él lo observaba.
Gio pestañeó, aún atrapado entre la somnolencia y la lucidez. Un destello de desconcierto cruzó su mirada antes de que una sonrisa agotada se le dibujara en los labios.
—Qué sorpresa... —murmuró, con la voz áspera por el sueño.
La figura no respondió, solo permaneció en silencio. Aquellos ojos castaños, enmarcados por el brillo frío de un armazón plateado, se clavaban en él con indiferencia. Eran distantes, odiosos, como si estuvieran viendo algo que merecía desprecio.
Gio desvió la vista.
Estaba exhausto. La estimulación y descarga de emociones recientes lo habían dejado al propio límite. No podía permitirse otra pérdida de control. Necesitaba bajar los decibeles antes de desbordarse de nuevo.
Era mejor sacarlo de allí.
—No lo mandé a llamar, así que puede retirarse. No tengo ganas de verlo.
—Me enviaron a atenderte. ¿No soy acaso una suerte de sirviente?
Gio cerró los ojos y tragó saliva lentamente.
—Ya veo.
La mente giraba en torno a un sinfín de preguntas que no podía decir.
¿Entenderá lo que soy capaz de hacer por él?
¿Se dará cuenta algún día?
¿Cuántas personas en este mundo serían capaces de hacer lo que yo he hecho... lo que estoy dispuesto a continuar haciendo?
A pesar de que todo aquello le aplastaba el corazón, solo logró formular una pregunta infantil:
—¿Está enojado?
La figura frente a él, casi etérea, rompió el silencio con una risa.
No era cálida; era hiriente.
—¿Y por qué habría de hacerlo? No me interesa.
Por un instante, Gio se quedó en blanco.
La respuesta era... era como un hierro al rojo vivo penetrando la carne blanda del corazón. Su presencia frente a aquella figura era tan irrelevante como la de una hormiga perdida en un desierto infinito. Un recordatorio de que, sin importar cuánto se esforzara por aferrarse, cuánto estuviera dispuesto a entregar... a los ojos de esa persona, él simplemente no significaba nada.
Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Gio. Con la cabeza ladeada y los ojos aún cerrados, parecía más muerto que vivo.
—Entonces, no me interesa verlo —murmuró, la voz entrecortándose al final—. Solo... solo retírese.
—Eso es lo que quiero, pero hay alguien que me retiene. No compliqués las cosas. Al menos, andá a asearte... tengo que quedarme acá toda la noche.
—Siempre tiene que ser como usted quiere, ¿cierto?
Hubo un breve instante de silencio. Después, la figura avanzó un paso, mirándolo de arriba abajo con una mezcla de irritación y cansancio.
—Si fuera como yo quiero, creéme que hace tiempo no estaría en este lugar.
El olor a sangre impregnaba el aire. El silencio se apoderó de la habitación, solo interrumpido por la respiración de uno de los dos. Ni siquiera el tiempo parecía moverse. No sabía cuánto tiempo había pasado, solo que la cabeza le latía con un dolor insoportable. Si Octavio había hecho algo, no se dio cuenta. Ni siquiera escuchó sus pasos.
Todo seguía siendo un caos confuso hasta que lo sintió.
Un roce húmedo se arrastró suavemente por la mejilla de él.
La mente tardó en procesarlo.
La piel se estremeció.
Abrió los ojos con lentitud, apenas lo suficiente para ver la mano pálida que le limpiaba el rostro con una delicadeza que no coincidía con esa persona.
La garganta de Gio se contrajo, sin saber cómo reaccionar.
—¿Qué... qué está haciendo?
Algo no encajaba. Antes de que pudiera procesarlo, la respuesta llegó, serena, tranquila, casi amable...
—Te estoy ayudando. ¿No es esto lo que querés?
Con una rodilla apoyada a un lado de su cuerpo, Octavio se inclinó hacia él. El rostro pálido lo observaba con aquella frialdad indiferente que tanto lo obsesionaba. A esa distancia, incluso las venas azuladas bajo la piel clara del cuello eran visibles.
Gio parpadeó lentamente, con la mente aún aturdida. Los dedos de él se aferraron al borde de la ropa ajena sin pensarlo.
—Te extrañé.
—¿Recién te das cuenta?
El hombre no respondió con palabras. Solo dejó caer la cabeza contra el abdomen de Octavio, rodeándolo con un brazo, envolviéndolo como una enredadera que buscaba con desesperación un apoyo.
Se quedó quieto, inmóvil, como antes, como siempre.
Hasta que Gio comprendió que era un sueño, el sueño dejó de jugar con él.
Solo ellos conocían su extraña dinámica.
A veces, la imaginación lo sorprendía, respondiendo de manera inconsciente a la necesidad desesperada de afecto. No cualquier afecto, sino el de ese ser humano.
Esa necesidad enviaba señales al cerebro, llenando el vacío con una sensación efímera.
Así había sido durante años.
En cada crisis, en cada instante de soledad, esa ilusión siempre aparecía. Incluso en los momentos que muchos considerarían logros, la mente de él creaba la misma figura.
Un Octavio.
Uno amable, uno afectuoso, siempre presente a su lado en cada paso que daba. Desde el día en que aquel adolescente extendió la mano hacia un niño recién descubierto en su enfermedad, esa imagen heroica y masculina quedó grabada en sus retinas, en su mente y en su corazón.
Pero cuando esa presencia se fue, algo comenzó a enraizarse en el pecho.
Un vacío.
Un anhelo silencioso que, años después, al verlo de nuevo en una pantalla a los trece años, cobró una forma distinta. Una que se deslizó entre las sábanas en la quietud de la noche, tomando el control de aquellos pensamientos con una intensidad que lo dejó jadeante y perturbado.
Desde entonces, ese Octavio ficticio nunca lo abandonó.
Siempre a su lado, susurrándole dulzuras, ofreciéndole caricias que nunca pidió en voz alta. Un amante moldeado por la necesidad, por el hambre de algo que jamás podría obtener.
Él lo intentó.
De verdad lo intentó.
No le importaba que lo llamaran enfermo, ni que le dijeran que había algo mal en él. Lo insoportable era que, sin importar si se trataba de un hombre o una mujer, si esa persona tenía siquiera un fragmento del fantasma de Octavio, la aceptaba como un sustituto.
Pero los sustitutos nunca eran suficientes. Y cuando lo tuvo frente a él, de carne y hueso, cuando inhaló ese aroma amaderado, cuando escuchó la voz sin el filtro de una pantalla, todo se vino abajo.
No había comparación.
El anhelo se transformó en una tortura. Los intentos de acercarse fueron aplastados con la misma facilidad con la que se sacude el polvo de una manga. La perfección no se dignaba a ver la suciedad en la suela de su zapato.
Y ahora, por fin, tenía entre sus brazos aquello que había deseado durante años.
Pero, aun así, todo se sintió tan absurdo. Nada era como lo había imaginado. Algo en lo más profundo de su estomago se retorció, un asco pegajoso enredándose en sus entrañas.
¿De verdad había sido necesario llegar tan lejos?
Por él, Gio había intentado ser normal. Había fingido ser una persona sana, alguien con emociones convencionales, alguien digno de estar su lado. Pero, al final, la única versión de sí mismo que parecía encajar con Octavio era esta: la monstruosa.
Ni siquiera este viejo fantasma que lo había acompañado durante tantos años lograba consolarlo ahora.
No después de haber probado la suavidad real de esa piel.
No después de haber sentido el calor auténtico de ese cuerpo.
No después de haber escuchado esa respiración entrecortada bajo su tacto.
Durante los años que compartieron en la universidad, fue un suplicio. La mente quedó atrapada entre dos fuerzas opuestas: la necesidad de mantener el control y el deseo abrumador de poseerlo. Contuvo cada impulso. Forzó el olvido del Octavio ficticio para poder soportar al real.
Se mintió a sí mismo.
Se convenció de que la paciencia era una virtud. Que esperar era prueba de un amor sincero. La realidad era diferente. La única oportunidad que pudo haber tenido se le evaporó entre los dedos, lacerándole la piel como lava hirviente.
Fingir ser correcto, bueno y moral fue su peor error.
Nunca debió haberse equivocado tanto.
El resultado final seguía sin ser el que deseaba. Todo era más intrincado de lo que parecía. Ahora, solo debía mantener el eje, lo esencial, lo único que podía hacer desde la posición en la que se encontraba.
Gio acarició la espalda del Octavio de fantasía con ternura.
Él no sabía si estaba despierto o dormido. No sabía si eso era un sueño o una alucinación. Lo único seguro era que, desde hacía veintiocho años, las voces en su cabeza habían sido su única compañía. Eran los murmullos que no quería escuchar, pero que jamás lo abandonaban. Podía silenciarlas por un tiempo, incluso olvidar que existían, pero estaban arraigadas en él, en lo más profundo de su ser; de forma inherente, eran parte de su alma. Si eran benévolas o malignas dependía de quién fuera el objeto de su devoción.
Al final, solo había dos personas en este mundo a las que jamás se permitiría arruinar. Cuando de trababa de ellos, solo le quedaba sopesar en una balanza cuál era el mal menor. Él tuvo que responder a esa pregunta una vez y ahora se encontraba acorralado en esa lamentable decisión, conformándose con el afecto ficticio del Octavio de su imaginación.
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