"Cuando salgo al mundo no me gusta lo que veo.
Podrías llamarlo paraíso,
pero a mí me parece un infierno".
—Bad Omens. Never know
—¡Tu hijo es un monstruo!
—¡Cállate! ¡Es tu hijo también!
—¡Esa cosa enferma no puede ser mi hijo!
Un golpe seco.
Un débil y flácido golpe seco cayó en la mejilla del hombre. Lamentablemente, los golpes que él devolvió a la mujer no eran débiles. En un despacho privado, dos que alguna vez se amaron rodaron en el suelo.
El niño oculto tras la puerta contuvo la respiración. Sus manos se aferraban al borde de la camiseta y los nudillos se pusieron blancos por la presión. Cuando el hombre salió, dejando atrás a la mujer más hermosa que había visto en su corta vida, sintió algo que le hacía doler el corazón.
Se prometió, que nunca lloraría.
Nunca.
Porque los niños no lloraban.
Porque llorar no solucionaba las cosas.
Porque en ese momento lloró y la hermosa flor que atesoraba en su corazón igual fue pisoteada.
Entonces, corrió.
Corrió sin pensar, sin respirar, sin soltar esas lágrimas inútiles que le nublaban la vista. Se arrodilló a lado de ella y, con los dedos temblando, acarició ese rostro magullado en silencio.
Después de todo, él era el responsable de todo esto.
Ya lo sabía.
No era normal. Pero ¿acaso no decían que todos los niños eran especiales? Su madre lo había dicho una vez: "Sos especial". Lo mismos que repetían otras madres. Aunque la verdad era otra.
Él no era especial.
Ni normal.
Era un loco.
Un enfermo.
Un monstruo.
Así lo llamaba su padre.
A los cinco años, entender el mundo ya era difícil. Resolver problemas, aún más. Y ahora, la única persona que siempre lo había guiado yacía frente a él, apenas consciente.
Él pronunció la llamó.
Una vez. Dos veces. Tres.
Hasta que al fin, la mujer respondió:
—Estoy bien.
Cuando la escuchó, él se quedó allí, inmóvil. Sin hacer ruido. Sin molestarla. Solo observó en silencio cómo ella reunía fuerzas para incorporarse, tragándose el dolor como si fuera una vergüenza que debía esconder.
Así era la vida.
Ambos lo sabían.
Si no lo mencionaban, si lo ignoraban el tiempo suficiente, eventualmente desaparecería. Porque, a veces, la verdad hería más que las mentiras.
Gio se levantó del sillón con el cuerpo somnoliento y el sabor amargo de ese viejo recuerdo en la boca. Se llevó una mano al rostro, intentando disipar la bruma de su mente.
El fantasma de Octavio ya había desaparecido y la soledad de esa noche se sintió insoportablemente dolorosa.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Ese mismo día, Octavio no logró tragar ningún bocado de comida. Alan entró y salió varias veces, como si fuera una rutina normal. Pero la mente del profesor se enredó en pensamientos oscuros. Todo se desplegaba como una historia bizarra y surrealista, como si intentara hacerlo sentir cómodo.
La última vez que el médico estuvo allí, se sentó a su lado y trató de entablar una conversación banal, como si estuvieran en un maldito café haciéndose amigos.
Con una sonrisa en los labios, el joven le comentó que esa noche no debía subir a ver a esa persona, insinuando que Gio había encontrado algo nuevo para divertirse.
¿Cómo debería recibir esas palabras?
Por supuesto, al escucharlas, sintió que al fin podría descansar.
Gio se lo había dicho con tanta seguridad que no había margen para la duda: era reemplazable.
Eso era bueno.
Muy bueno.
Entonces, si ya no era útil, si lo habían descartado... ¿qué harían con él ahora?
Un escalofrío le recorrió la espalda al responderse esa pregunta. Las náuseas regresaron y el temblor en las manos se volvió desesperante.
Aun así, permaneció sentado en la cama, con las rodillas aferradas en silencio. A simple vista, parecía tranquilo. Imperturbable. No obstante, bajo esa fachada, una ansiedad sofocante lo devoraba.
Las mismas preguntas se le repetían en la cabeza, una y otra vez.
¿Por qué tardaban tanto en encontrarlo?
¿Por qué su situación había cambiado de repente?
¿Qué estaba ocurriendo allá afuera mientras él seguía atrapado en ese lugar?
La noche pasó sin descanso y la situación no cambió cuando el joven llegó, en lo que calculó sería la mañana de un nuevo día.
A pesar de todo, intentó comer algo. Alan había traído el desayuno con una sonrisa enérgica, pero Octavio apenas pudo masticar unos trozos de la naranja jugosa.
El jugo se deslizó por la barbilla, tibio y pegajoso. Al verlo, el joven se acercó con un pañuelo, dispuesto a limpiarlo, pero eso solo hizo que Octavio apartara el rostro, como si un instinto le dijera que no debía dejarse tocar por esa persona.
Por un breve instante, la expresión de Alan se oscureció, un matiz sutil que duró apenas un segundo. Rápidamente, recuperó esa simpatía inocente que siempre mostraba frente al profesor.
—Disculpe, no quería asustarlo. Intente comer un poco más. Debe recuperarse bien —dijo el joven, extendiendo el pañuelo con una suavidad que rozaba lo forzado.
Octavio lo tomó sin mirarlo, sin decir nada.
Frente a ese silencio, Alan no se detuvo. Continuó explicando con voz tranquila:
—Hoy debo realizar otra extracción. Sin embargo, según los resultados, su salud parece estar estable.
El profesor suspiró y dejó la fruta a un lado. Aunque el joven se mostraba amable, le resultaba incómodo. Algo en la mirada de él, en esa calma, no le inspiraba confianza. Octavio, sin embargo, no dijo nada. No quería admitir que su cuerpo le fallaba. La presión en la cabeza y el mareo insistente en la frente, todo era demasiado. Forzó una sonrisa, tan ligera que casi era inexistente.
—Eso es bueno.
Alan chasqueó la lengua con irritación al encontrarse, una vez más, con el muro de indiferencia que Octavio levantaba entre ambos. Sin decir palabra, se inclinó hacia él, retirando con cuidado la venda que cubría la herida en el ojo.
Los cortes que el vidrio de los lentes había dejado eran profundos, trazos irregulares en el párpado superior e inferior. La piel se mantenía enrojecida e inflamada, mientras que los bordes de las heridas mostraban un leve rastro de sangre reciente.
Alan mantenía la herida siempre limpia. El joven, casi médico, era muy responsable con el profesor en ese aspecto. Se adelantaba a cualquier signo de infección, usando desinfectantes, antibióticos y analgésicos para atenuar el sufrimiento de su reacio paciente. Había algo casi íntimo en la manera en que aquellos dedos recorrían la piel herida limpiando los cortes. Cuando terminó, una sonrisa traviesa se dibujó en su atractivo rostro.
—Acuéstese —dijo con una voz baja, casi susurrada, que bordeaba lo sugerente—, tengo que aplicar el resto.
Al escuchar la instrucción, el rostro ya enfermizo de Octavio palideció más.
—Gracias, pero como se lo dije ayer, puedo hacerlo por mí mismo.
Un sonido bajo, apenas un "mmm", escapó de los labios de Alan, acompañado de una sonrisa apenas perceptible. ¿Siembra con amabilidad y cosecharás con letargo? Se rió de sí mismo, de la paciencia que le dedicaba a un hombre que no hacía el menor esfuerzo por corresponderle.
—Recuerde, si necesita ayuda, no dude en pedírmela.
Como siempre, el silencio irrevocable del profesor fue el indicio de que no habría más.
Alan tomó aquella bandeja casi inalterada y lo dejó solo.
El día transcurrió como el anterior, con la misma monotonía: su estómago inapetente y la mente revuelta.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Esa tarde, en una casa quinta en algún lugar de Buenos Aires, el calor del día persistió en el aire durante el entrenamiento de RBG. Sin embargo, la belleza del momento se vio interrumpida por el grito repentino de Tucu.
—¡Mi cara... mi cara, mierda! —exclamó, tendido en el suelo.
Porte le dobló el brazo hacia atrás y, con la rodilla izquierda, le presionó el centro de la espalda. Con la otra mano, le aplastó la mejilla contra el suelo, obligándolo a comer tierra.
—No seas llorón, pendejo. Así te vas a ver más bonito —se burló.
—¡No seas así! ¡Estás loca!
Luthie, quien grababa la escena, se agachó para quedar frente al rostro del muchacho. Con una sonrisa brillante, se dirigió a los ojos acuosos de Tucu.
—Si tenés solo eso, te vas a cagar de hambre. Mirá cómo te pateó el culo mi mujer; si fuera Rubio, ya estarías sin brazos.
—Ya cerrá la jeta, pende...
Antes de que pudiera terminar la frase, Porte le tiró del brazo con más fuerza, y un grito de dolor brotó de la garganta de él.
De repente, el superior del grupo intervino desde la distancia.
—¡Hey, ustedes dos! ¡Dejen de torturar a ese pibe! ¡Vengan rápido!
—Llorón, por tu culpa vamos a ligar —regañó Porte con sorna al soltar al joven sometido.
Los tres se sacudieron las prendas.
Las mujeres iban abrazadas adelante, mientras Tucu, que iba atrás, maldijo entre dientes a esas crueles amigas.
La casa era austera, funcional.
Al cruzar el living, el espacio se sentía demasiado amplio.
Ningún adorno superfluo, ningún indicio de hogar.
Llegaron al cuarto de reuniones del equipo. La pantalla holográfica brillaba en el centro de una mesa larga, proyectando imágenes nítidas de los tres directivos de la Resistencia. Eran figuras conocidas, pero la familiaridad no hacía los semblantes menos intimidantes. Al menos no en dos de ellos.
Entre este trío destacaba un hombre de mediana edad, un neurocientífico cuya fama precedía a su presencia. La mirada aguda de este se clavó en Luthie. Un simple gesto de la mano de él fue suficiente para llamarla.
Ella sintió cómo un nudo le subía por la garganta, tensando cada músculo del cuello mientras obligaba a los pies a avanzar.
Rui, su superior, avanzó al mismo tiempo, colocándose entre ella y la pantalla holográfica. La postura erguida y el aire de autoridad que solía irradiar seguían intactos, pero ella vio algo que los demás seguramente no verían: un leve temblor en la mano derecha. Era un detalle pequeño, insignificante para cualquiera que no lo conociera bien, pero para los miembros de este pequeño equipo, sabían lo que significaba.
De espaldas a los directivos, Rui se inclinó ligeramente hacia ella, lo suficiente como para que la voz se deslizara en un tono bajo, dirigido solo a sus oídos.
—Tranquila.
Luthie comprendió.
¡PAF!
El sonido fue tan seco y violento que parecía haber rebotado contra las paredes de la sala. La mano de Rui, todavía caliente, permaneció en alto por un segundo.
La cabeza de Luthie se inclinó hacia un lado por la fuerza, pero no hubo un solo gesto de protesta en su rostro.
Ni un suspiro, ni un jadeo.
—¡¿Qué estás haciendo?! —La voz de Porte rompió el silencio. En un instante, cruzó la distancia entre ellos en dos largas zancadas. Su mano se cerró alrededor del cuello de la remera de Rui, tironeándolo hacia ella con furia. El rostro de la mujer, por lo general alegre, ahora era una contorsión de ira pura—. ¡¿Cómo te atrevés?!
Rui no respondió, fue Luthie la que habló de repente.
—¡No! —Luthie se interpuso entre ambos; los dedos apenas tocaban los brazos de Porte—. Está bien, fue mi error.
—¿Qué clase de mierda estás diciendo? —gruñó Porte entre dientes, con los ojos aún inyectados de rabia mientras los clavaba en Rui.
—No intervengas —dijo Luthie, esta vez con un tinte de súplica que hizo que la furia de Porte se transformara en incredulidad.
¿Cómo podía aceptar esto?
Antes de que pudiera responder, un estruendo resonó desde la pantalla holográfica. La mujer sentada al lado del neurocientífico golpeó la mesa con fuerza.
—¡Rui!
El superior dejó escapar un suspiro pesado. Los ojos de él se alzaron hacia Porte, mientras movía los labios. No hubo sonido, solo la interpretación de palabras que nunca debían ser pronunciadas en voz alta frente a los directivos.
Porte parpadeó, atónita.
Miró a Rui, luego a Luthie, y tras procesar la información, finalmente bajó la cabeza. No comprendía del todo lo que ocurría. Dio un par de pasos hacia atrás, deteniéndose finalmente junto a Tucu.
Con cada cachetada que Rui arremetía, el neurocientífico enumeró las faltas de Luthie.
—Te desconectaste de la terminal. —La primera bofetada resonó como un disparo seco. El impacto la hizo tambalear, y por un momento, la visión se tiñó de negro.
—La notificación se retrasó por tu imprudencia. —El siguiente golpe fue más fuerte; sintió un sabor metálico llenarle la boca.
—El equipo dos tuvo una demora en las funciones por tu ausencia. —El tono del hombre no subió, pero la dureza en su timbre le pesó más que el golpe que vino después.
La fuerza de la cachetada la hizo tambalearse nuevamente, y por un instante pensó que el cráneo cedería bajo la presión. El sonido le retumbó en la cabeza, mezclándose con la rabia que se acumulaba en su pecho.
—Por tu falta, la operación Halcón podría haber caído en un bache irreversible. —El siguiente impacto fue brutal, devastador. El mundo pareció girar y por un momento perdió la orientación.
—En otra situación, tu compañero podría haber sido descubierto.
El último golpe, enviando a Luthie al borde de la inconsciencia. Las piernas flaquearon, y el único sonido en la habitación fue el de su respiración entrecortada, mezclada con el goteo sutil de la sangre que corría desde la comisura de sus labios. Cuando la sala quedó en silencio, las lágrimas empezaron a correr, mezclándose con la sangre en su rostro. No hubo un sollozo, solo el temblor de un cuerpo que se negaba a derrumbarse por completo.
El neurocientífico la observó por un instante más. En aquellos ojos claros brilló un pequeño destello que se apagó rápidamente.
—Luthie, esta es la última advertencia —dijo con frialdad.
La mujer, que estaba al lado del hombre, se dirigió hacia Rui.
—Esta falla no es solo de Luthie; deben ser conscientes de ello. Son un equipo, y el error de uno es responsabilidad de todos. No podemos permitir que esta situación se repita. Deben entender que incluso el más mínimo error puede llevar al declive de toda la operación. Si la situación empeora, otras operaciones también sufrirán las consecuencias. Rui, tienes las órdenes. Informa a los demás y recuerden: esto no puede volver a suceder.
La transmisión se cortó de golpe, dejando tras de sí un silencio espeso como una nube tóxica.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Ya había anochecido cuando Gio mandó llamar a Octavio. Al sonar la puerta de la habitación y abrirla, la imagen que encontró le hizo hervir la sangre.
No le molestaba que Alto estuviera a la derecha del profesor. El problema era que la persona que más detestaba sujetaba a Octavio por la cintura. Además, él vestía ropa que no pertenecía a Gio. No era idiota, solo necesitó verlos juntos para darse cuenta de que llevaba las prendas del sujeto que se aferraba cariñosamente al cuerpo de Octavio como un parásito.
Recordó la imagen de ellos sentados, conversando tranquilamente, y la ira en su pecho ascendió hasta sus ojos. Dio un paso adelante y tomó el control de la situación. Con un solo movimiento de la mano, indicó a Alto que él mismo se encargaría de Octavio.
El guardia asintió en silencio y se apartó a un lado.
Gio se acercó al profesor y Alan retiró despacio el delicado agarre que mantenía. Sin embargo, no esperó. Comenzó a hablar, regodeándose en la explicación y sugiriendo cada palabra con malicia.
—Debido a la gravedad de la herida en el ojo, es crucial que evite cualquier actividad que requiera fuerza física o tensión en los músculos de la cara y la cabeza. No debe realizar actividades vigorosas, ya que el esfuerzo podría aumentar el riesgo de complicaciones y retrasar la cicatrización. —Hizo una pausa y esbozó una risa juguetona al mirar a Octavio—. Pero tranquilo, ya me aseguré de que se sienta mejor en todos los sentidos estos días.
La persona que supuestamente se sentía mejor que nunca ignoró por completo la conversación de esos dos. El calor que se acumulaba bajo la bolsa que le cubría la cabeza se volvió insoportable. La tela áspera rozaba su piel sudorosa y se le pegaba incómodamente a la frente. La atención de él no estaba en esas voces; las redujo a un ruido irrelevante y no prestó atención a nada de lo que hablaron.
A Gio le hubiera encantado poder hacer lo mismo. Sin embargo, estaba allí de pie, manteniendo la compostura, con una vena en la frente palpitando con cada palabra innecesaria que salía de los labios de Alan.
Respiró hondo.
Exhaló lento.
Forzó una sonrisa.
—Gracias, podés retirarte.
Alan se inclinó a la altura del oído del profesor y susurró dulcemente, como dos amantes que debían separarse, pero que aún conservaban la ilusión de verse al día siguiente.
—Hasta mañana.
La ira brotó en el corazón de Gio, cruda y voraz, expandiéndose con el ritmo acelerado de la respiración. Se obligó a tragarla, a empujarla hacia el fondo, pero la sensación ardía, le raspaba las entrañas. Tomó del brazo a Octavio y lo ingresó a la habitación. Cada músculo de su cuerpo pedía ceder al impulso de girarse y estampar la cabeza de Alan contra la pared.
Pero no.
No ahora.
Empujó la puerta con más fuerza de la necesaria y la cerró tras de sí. En el silencio que quedó, retiró la bolsa y entonces la vio. La venda blanca, ajustada sobre el ojo de Octavio, transformó toda la rabia en un profundo sentimiento de culpa.
El profesor parpadeó con pesadez frente a la repentina claridad, forzando al ojo sano a adaptarse. Pasó un segundo, dos, y la mirada de él se enfocó en Gio. La expresión de Octavio se torció y los delgados labios se curvaron en una mueca de desagrado.
Esa reacción se incrustó en el pecho del hombre, pero no permitió que se propagara. Su mandíbula se tensó, pero soltó el aire con lentitud, masticando el impulso de responder con la misma aspereza.
Hoy debía ser diferente.
Los dedos de Gio trabajaron con calma en el nudo de la cuerda, pero apenas terminó de aflojar la atadura, la voz de Octavio irrumpió el silencio envuelto en sarcasmo.
—¿Piensan que saldré corriendo y mágicamente encontraré una salida? ¿Me consideran tan idiota para hacer tal estupidez?
—Al contrario. La inteligencia genera más temor que la fuerza. Podría tener cientos de armas, pero sin un cerebro, no saldría de acá. Con alguien como usted, no necesitaría más que un análisis espacial y —una sonrisa se deslizó con lentitud sobre su rostro—, podría lograrlo.
El desconcierto pasó fugazmente por el ojo de Octavio, como si no supiera cómo procesar el inesperado halago. Sin embargo, Gio no le dio tiempo a reaccionar. Como si le borrara algo impuro del cuerpo, lo tomó por la cintura y lo atrajo hacia sí. Con un aura caballerosa, agarró una de sus manos y lo condujo despacio por la sala.
—Preparé todo para que pueda tomar un baño tranquilo.
Y así sucedió.
Lo acompañó hasta el baño y lo dejó solo. Confundido, Octavio se deslizó con suavidad en la bañera. Un exquisito aroma a jazmín y rosas se elevó del agua caliente. Aun así, no podía calmar la mente.
Ya se había resignado psicológicamente; sin embargo, una preocupación comenzó a acosarlo. Se miró a sí mismo con cierto lamento. Los labios de Octavio se ondularon irregularmente. Inclinó la cabeza hacia atrás, ¿en qué demonios estaba pensando?
El encierro y la soledad hicieron que un hombre dejara de considerarse un hombre.
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