"Quería bailar en tu pulso, pero ahora,
pero ahora eso es imposible.
Sé que es patético, pero por favor abrázame.
Quédate, quédate a mi lado".
—RADWIMPS.Kimi no Ryū no ni
Lo primero que Gio encontró al abrir la puerta del baño fue la mirada de Octavio. Por un momento, creyó que los ojos del profesor lo atravesaban como un cuchillo afilado, cargados de repulsión y rechazo. Mantuvo la mano en el pomo, los dedos tensos. Intentó alejar esa imagen de la mente y, con calma, habló:
—La herida no debe mojarse.
Apenas cerró la puerta detrás de él, no pudo evitar que la mirada descendiera hacia el cuerpo semi sumergido en la bañera. Los vestigios de la violencia aún marcaban la piel de Octavio: hematomas que se extendían desde el cuello hasta los brazos y el torso. La pálida piel del profesor estaba cubierta por marcas oscuras y violáceas. Recorrió cada una de esas marcas y las palabras que una vez le gritaron resonaron en su mente:
"Hay cosas que no podés controlar, porque al final, solo sos un animal."
La ira hacia sí mismo ascendió desde su estómago hasta la garganta. Intentó calmar esos pensamientos, respiró hondo y, finalmente, se acercó.
—Solo vine para ayudarlo.
Octavio, sin apartar la mirada sobre Gio, llevó las rodillas hacia el pecho. No necesitó pensarlo demasiado. A pesar de los esfuerzos de Alan por hacerle más llevadero el encierro llevándole productos personales, nada se comparaba con la oportunidad de tomar un baño humanamente decente.
El silencio que siguió entre ambos se transformó en un asentimiento tácito. Al menos así lo entendieron ambos.
—Incline la cabeza hacia atrás —indicó Gio, mientras retiraba con cuidado el vendaje.
Octavio obedeció, y un tirón en la frente le recorrió el rostro. Cerró los ojos, como si eso pudiera empujar el dolor hacia el fondo. Cuando los volvió a abrir, su expresión permaneció serena. Esto no era nada nuevo. Ya había soportado peores dolores, mucho más insoportables que este, especialmente después de todo lo que había decidido ignorar estos días.
Usando la ducha de mano, Gio ajustó la presión del agua. Con su palma cubrió la parte superior del rostro de Octavio, evitando que el agua se filtrara. Las gotas que resbalaban por la piel del profesor brillaban con un halo encantador, una vista de la que no podía apartar los ojos.
Era fascinante.
En cuestión de segundos, las burbujas del champú se formaron y se deshicieron. Al igual que todo en la vida, nacieron y murieron.
En ese momento, reinó la calma.
Gio observó cómo la ligera tensión en la frente de Octavio desaparecía, cómo el ceño fruncido se suavizaba bajo su tacto.
Simplemente perfecto.
Sólo tranquilidad.
Deseó que cada gota de agua que viajaba por la piel de Octavio disipara un poco del odio que sentía hacia él. Tal vez, solo tal vez, de esa forma quedaría algo de espacio para un acercamiento real entre ellos.
Había dedicado más tiempo del necesario a esta simple acción, un acto tan sencillo que adquirió una importancia desmesurada en su corazón. Rozó con suavidad la piel y acarició cada hebra de cabello. De pronto, un pensamiento infantil lo atravesó, tan absurdo como divertido. Octavio le recordó a un gatito: esquivo y arisco, siempre al borde de huir al menor movimiento, pero que, por un capricho inexplicable, se dejó cuidar. Era irónico, como si todo aquel cuidado fuera un privilegio otorgado a Gio.
Al finalizar, secó el cabello y lo envolvió en la toalla. Miró por un último segundo el rostro de esta persona.
Sí, era un privilegio.
Sonrió levemente y se retiró sin decir una palabra.
El sonido de la puerta al cerrarse fue suave, casi imperceptible, como si nunca hubiera estado allí desde el principio. Octavio permaneció inmóvil, mirando el espacio que Gio había ocupado hacía apenas segundos. Pasaron minutos antes de que la espalda buscara el respaldo de la bañera.
Hacía un momento, todo había sido extraño, demasiado extraño.
Se observó a sí mismo con detenimiento, y las yemas de sus dedos trazaron las marcas sobre la piel del muslo. Finalmente, un pensamiento claro, feroz se abrió paso y un suspiro cargado de frustración brotó de sus labios mientras cerraba los ojos con fuerza.
Como se estaban desarrollando las cosas, debería haberse sentido aliviado, ¿no?
La respuesta a esa pregunta lo acosaba insaciablemente. Ese cuerpo suyo, viejo y desgastado, ya no tenía un valor medible. Fue relegado a la insignificancia, sustituido, seguramente por alguien más joven.
Era lógico. Natural, incluso.
Alan se lo había insinuado con esa sonrisa irritante. Esto de ahora era solo una confirmación. Ni más, ni menos. Sin embargo, esta afirmación no hacía más que encender un creciente malestar. La migraña se hizo más aguda, acompañada por una ira que le revolvía las entrañas. Cada pulsación en la cabeza lo llenaba de rabia, una furia inexplicable que le hacía rechinar los dientes.
Veinte minutos después, cuando el agua se había enfriado y vuelto insoportable, Octavio salió de la bañera.
Las gotas se deslizaban por la espalda mientras miraba la ropa doblada sobre el banco. Su mandíbula se tensó al reconocer las prendas.
¡Otra vez la ropa de ese bastardo!
Se secó rápidamente con la toalla y primero tomó la camiseta. Al ponerse el pantalón, vio el espacio excesivo en la cintura y su paciencia se rompió. Era como si aquel cuerpo que ahora habitaba fuera una burla constante de su propio declive. El nudo en la garganta creció más y más al ajustar el cordón. Finalmente vestido, se quedó inmóvil, observando sus manos temblorosas. El mal humor ya se le había enroscado en el estómago, como un animal dispuesto a desgarrar algo.
Respiró hondo, se tomó un momento para calmarse y abrió la puerta.
Un aroma distinto lo envolvió de golpe, cálido y delicioso. Inhaló, dejando que aquel olor se filtrara hasta lo más profundo de los pulmones. Algo dentro de él vaciló, y la curiosidad lo impulsó a avanzar casi sin darse cuenta. No pensó en resistirse; simplemente avanzó, siguiendo esa fragancia que parecía diseñada para desarmar incluso los corazones más ariscos. La ira que lo había mantenido tenso comenzó a disiparse gradualmente. Sus pasos lo guiaron hasta el comedor, donde la escena frente a él lo dejó completamente inmóvil. Por un momento, los pensamientos se borraron, atrapados en la imagen que tenía ante sí.
Una imagen dulcemente familiar.
Gio colocó dos platos sobre la mesa y, cuando se giró, una sonrisa suave curvó sus labios.
—Siéntese, coma antes de que se enfríe.
El gesto era tan simple que dolía, como si alguien presionara suavemente una vieja cicatriz. Octavio bajó los párpados por un instante.
Esto... esto había sido así hace tanto tiempo que parecía un fragmento olvidado, algo que había dejado de buscar y que, sin embargo, ahora se esforzaba por retornar.
Acomodó su rostro, acallando los pensamientos que intentaban salir a la superficie. Sin hablar, se sentó en la silla con una expresión cuidadosamente indiferente.
Mientras el hombre le servía un vaso de jugo recién exprimido, una sonrisa cálida, casi infantil en su pureza, le adornaba el rostro.
Octavio frunció ligeramente el ceño, incapaz de bajar la guardia ante lo que, para él, parecía una actuación demasiado perfecta. Aprendió a desconfiar de las apariencias, y la mente comenzó a trabajar con rapidez, escrutando cada movimiento, cada palabra, en busca de intenciones ocultas.
No obstante, por más que lo intentaba, no encontraba nada más que a un Gio que le hablaba con una amabilidad desconcertante. El tono era tranquilo; incluso le explicó que, después de la cena, le vendaría el ojo para que pudiera descansar sin molestias durante la noche.
El profesor eligió guardar silencio, incapaz de decidir cómo debía reaccionar. Inclinó la cabeza hacia el plato frente a él y observó la carne dorada y el fondo de cocción que la adornaba, junto con las rebanadas de verduras meticulosamente cortadas. Con parsimonia, tomó el tenedor y el cuchillo, y comenzó a cortar un pequeño cuadrado de carne.
Gio lo miró expectante.
La dieta de Octavio era específica para una buena recuperación, y aunque la situación no era la ideal, podría haber sido peor. Él se aseguró personalmente, conversando con la señora del comedor de empleados, de que cada comida enviada a aquella habitación estuviera adaptada a las necesidades del profesor.
Durante su tiempo en la universidad, Gio observó que Octavio nunca haría un desplante, pero tampoco comería más de lo necesario para no ser descortés. Era consciente de los gustos exigentes del profesor.
En este momento, Gio preparó personalmente aquella sencilla cena, recordando las diferentes expresiones de satisfacción de Octavio cuando esas papilas gustativas estaban complacidas. La carne debía ser magra, jugosa, pero bien cocida. También sabía que le gustaban los sabores cargados de especias, pero sin ser demasiado picantes. Disfrutaba de la comida sabrosa, pero sin excesos de sal o azúcar.
Él pasó incontables horas practicando en la cocina durante los años que estudio en Estados Unidos. Aunque nunca había imaginado que algún día cocinaría para Octavio, la idea de preparar algo que él pudiera disfrutar era, de algún modo, tenerlo a su lado, aunque solo fuera una ilusión.
Cuando el profesor llevó el primer bocado a los labios, un brillo casi imperceptible le iluminó los ojos, un destello fugaz que Gio no dejó pasar. Esa expresión... la reconocía. Al menos, por esta vez, había hecho algo bien. Dejó escapar una leve exhalación y se relajó.
—Ahora que ha pasado un tiempo... —dijo, con un tono casual, mientras comenzaba a comer de su propio plato—. ¿Recuerda cuando nos conocimos?
Octavio frunció ligeramente los labios, pero no respondió. Lo recordaba, claro que sí, aunque prefería dejarlo enterrado en el pasado, donde sentía que debía permanecer. No tenía intención de mencionarlo, ni siquiera de dejar entrever que esas palabras lo habían alcanzado.
Por su parte, Gio sonrió. Sabía, en lo más profundo, que no ocupaba un lugar real en las memorias del profesor, al menos no en las que importaban. Ya no se engañaba pensando lo contrario.
A veces, prefería este mutismo apacible. Era mejor que arriesgarse a escuchar las palabras cargadas de desdén o los insultos que podían escapar de aquellos labios. Después de todo, el silencio, no era tan doloroso como el desprecio.
—Fue un seminario introductorio sobre ética y futuro en el auditorio de la universidad. En ese tiempo tenía dieciocho años, y había escuchado que era una buena charla para los recién llegados. Sentí curiosidad y allí estaba usted —se detuvo, como si esa imagen se hubiera proyectado en su mente, y sonrió de nuevo—, junto a otro docente expositor. La verdad es que fue interesante, aunque un poco discordante con mi percepción general de la vida.
Dejando los cubiertos a un lado, Octavio observó cómo el otro hablaba, y el pequeño fragmento de comida ardía en su estómago como si fuera el mismo infierno.
Recordaba ese día, claro que sí.
La figura frente a él fue la primera en desafiar sus ideas ante más de trescientos alumnos y docentes en el recinto. Con aires de grandeza, ese joven se atrevió a derribar las nociones de moral y ética que tanto se había esforzado por enaltecer. En ese momento, Octavio lamentó que alguien con una idea tan frágil de la responsabilidad humana pudiera convertirse en su colega algún día.
Lo que lo llevó a cometer aquel error.
Aquellos que padecen el complejo de buen pastor siempre intentarán encarrilar a esa oveja que se perdió.
Cautivado por el momento, Gio habló como si el tiempo se hubiera desdoblado, llevándolos de vuelta a aquellos días en que podían charlar amigablemente. Donde compartían largas horas en el laboratorio, en el salón de clases y, a veces, incluso durante los almuerzos y cenas. Olvidó que ya no tenía dieciocho años y que todo aquello ya no existía. Se dejó llevar como un idiota inocente, intentando recordarle a su primer amor los buenos momentos que compartieron juntos.
Recordó cómo el primer impacto entre ambos fue como ver dos machos alfas enfrentándose por quién tenía la razón.
En el amplio auditorio de la universidad, un Octavio de veintisiete años destacaba con una presencia impecable. El traje oscuro a medida resaltaba su porte distinguido, mientras que el cabello negro, peinado hacia atrás, enmarcaba sus atractivas facciones. De complexión alta y esbelta, sus ojos café brillaban detrás de unos lentes de montura plateada. Esa aura de intelectualidad despertaba las fantasías de más del noventa por ciento del auditorio. Sin lugar a dudas, el joven profesor despertaba el anhelo de muchas y muchos.
—Nuestra ética y moral deben estar arraigadas en el principio fundamental de minimizar el daño, tanto en el ámbito de la investigación como en nuestra práctica profesional. Debemos priorizar el bienestar tanto individual como comunitario. Es esencial reflexionar sobre los errores del pasado para asumir plenamente la responsabilidad de nuestras acciones y asegurar un futuro ético y responsable para todos.
La atractiva y masculina voz fue interrumpida por un joven que levantó la mano y captó su atención. Sorprendido por la iniciativa, asintió con un gesto, indicando permiso para hablar, y solicitó a un ayudante que le entregara un micrófono al muchacho. Después de unos cinco minutos de espera, el joven finalmente logró tomar la palabra.
—Respeto su postura, profesor, pero me parece que es un tanto idealista —dijo con una mirada desafiante, los ojos fijos en Octavio, a la vez que las palabras fluían con un tono arrogante—. La ciencia avanza gracias a la exploración de todos los campos, incluso aquellos que, a primera vista, pueden parecer controvertidos o cuestionables.
Con una ligera inclinación de cabeza, sonrió descaradamente.
—Con un pensamiento tan restrictivo, no se habría avanzado ni un paso a lo largo de la historia. Los grandes descubrimientos han sido el fruto de la exploración en territorios desconocidos, de desafiar las convenciones establecidas, de ir más allá de lo que se considera seguro. ¿Acaso no es esa la esencia misma del deber de un científico? ¿Desafiar los límites preconcebidos y buscar la verdad, sin importar las consecuencias o las implicaciones que conlleva?
Cuando la pregunta quedó suelta en el aire, un cuchicheo bajo pero escandaloso se propagó entre los demás espectadores. El murmullo, aunque contenido, era imposible de ignorar. Octavio ignoró el tono provocador. Con voz, calma y firme, se alzó por encima del bullicio.
—Joven, su punto de vista ha sido debatido incontables veces. Ahí radica el eje de la cuestión: no podemos ignorar que algunas investigaciones pueden tener consecuencias inaceptables. Si bien es cierto que debemos explorar nuevos horizontes, también es nuestra responsabilidad asegurarnos de hacerlo correctamente. El progreso no puede estar divorciado de la ética. Debemos aprender de los errores del pasado y reconocer que la ciencia, en su afán por avanzar, ha cometido injusticias y causado daño. Es hora de cambiar este paradigma y comprometernos a actuar de manera responsable y respetuosa.
La palabra "joven", tan cargada de una superioridad, hirió a Gio de una manera inesperada. No pudo evitar que la ironía se deslizara en la voz cuando respondió.
—Entonces, ¿sugiere que deberíamos tener una bola de cristal para prever todas las consecuencias de nuestras acciones a futuro? —dijo, levantando una ceja con desdén. El tono, aunque suave, estaba impregnada de una sutil mordacidad—. Profesor, tomemos por ejemplo la energía nuclear. Claro, podemos hablar de los peligros y los riesgos que conlleva, pero también debemos considerar los beneficios que ha traído en términos de generación de energía y avances tecnológicos.
Con una sonrisa arrogante, Gio permitió que la comisura de sus labios se alzara.
—La ciencia nunca ha sido un camino recto. Requiere inteligencia y un toque de audacia. ¿Acaso no es parte del juego pesar los pros y los contras y tomar decisiones basadas en ello?
La sala se llenó de un pesado silencio, tan denso que las palabras de Gio parecieron haber marcado el primer paso hacia el suicidio académico.
Octavio, por su parte, sintió una vena gruesa latiéndole en el cuello. La audacia de ese niño que no comprendía las consecuencias de sus propias palabras era... Un suspiro de frustración le recorrió el pecho, pero lo controló. La mirada de él no se desvió ni un segundo del muchacho a la distancia y la intensidad de sus ojos parecía perforarlo.
—La ciencia no puede basarse únicamente en la balanza de pros y contras. Debemos considerar también el impacto de nuestras acciones. La energía nuclear puede ser un ejemplo válido, pero ¿a qué costo? ¿Estamos dispuestos a sacrificar la seguridad y el bienestar de las generaciones futuras por el beneficio inmediato? No se puede avanzar de esa manera; debemos aspirar a buscar soluciones que sean tanto efectivas como responsables.
Un toque en el hombro por parte de un compañero expositor lo detuvo. Comprendió el mensaje implícito y, con un gesto de agradecimiento, se volvió hacia el joven contrincante.
—Creo que hemos tenido una discusión muy enriquecedora. Siempre debe existir el diálogo entre diferentes perspectivas y puntos de vista. Pero ahora, como bien señala mi colega —agregó, mirando su reloj—, debemos dar paso al resto del seminario.
El profesor retomó la posición frente al público, listo para proseguir con la charla planificada. Pero antes de entregar el micrófono al ayudante, Gio aprovechó el momento para intervenir una última vez.
—Gracias por el interesante intercambio de palabras, pero al final del día, siempre queda una sola verdad. Sea en la ciencia o en la vida misma, si no lo hace uno mismo, alguien más lo hará. Y, profesor —dijo con una expresión de satisfacción y una chispa de picardía en los ojos—, sería una pena perder la oportunidad.
Después de escucharlo un rato, el cuerpo de Octavio se puso rígido. Una incomodidad viscosa le subió por la espalda y se asentó en su nuca, haciéndolo sentir estúpido.
Toda esta situación de mierda se retorcía como un nudo mal hecho en el estómago. La comida inexistente se rebeló y el rostro perdió color. Antes de derrumbarse frente a Gio, se levantó de golpe y se precipitó al baño, sintiendo cómo las náuseas le quemaban la garganta.
Arrodillado frente al inodoro, Octavio se inclinó hacia adelante, tosiendo con tanta violencia que el cuerpo se estremeció de pies a cabeza. Escupió bilis, sintiendo el sabor amargo arderle en la boca. Las pestañas temblaron por las lágrimas que amenazaban con deslizarse en cualquier momento. La cabeza ardía, y el pecho subía y bajaba en espasmos irregulares, como si alguien hubiera metido las manos en su caja torácica, apuñalando sus pulmones y estirando sus costillas hasta el límite.
Después de unos minutos, Gio se acercó con un vaso en la mano. La respiración entrecortada, la piel cubierta de sudor y la rigidez en la postura en el profesor, lo hicieron vacilar. Dio un paso atrás, pero la indecisión duró apenas un instante. Extendió una mano, apoyándola con suavidad en la espalda de Octavio.
—Profesor... —murmuró.
No tuvo tiempo de decir más.
—¡NO ME TOQUÉS!
Antes de que pudiera reaccionar, una mano llena de rabia golpeó el vaso que sostenía. Un segundo después, el sonido seco del vidrio estrellándose contra el suelo llenó la mente de Gio, y el agua con digestivos se esparció en todas direcciones.
Él permaneció inmóvil, con el eco del grito aún vibrando en sus oídos. El hormigueo en la piel se extendía como una quemadura persistente. Si en vez de él, fuera Alan el que estuviera allí... ¿Aceptaría su ayuda sin rechazarla con desprecio? ¿Comería a su lado con calma? ¿Le permitiría siquiera acercarse, solo lo suficiente para apartarlo del vidrio roto?
Gio sintió un nudo apretarle el corazón, y sus nudillos palidecieron al cerrar los puños. Inspiró hondo. Sin decir una palabra, se inclinó y empezó a recoger los restos esparcidos en el suelo.
Octavio lo miró, el ojo sano ardía con un odio feroz; la furia y el agotamiento vibraban en cada una de las palabras que escupió.
—Déjame solo.
—No.
—¡Dije que te fueras!
—No.
La negativa imperturbable de Gio era como una piedra que no podía mover. Estaba harto, cansado hasta la médula, hastiado de las vueltas y revueltas con este hombre. No entendía nada de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Se sentía utilizado, desechado, como si su humanidad fuera arrancada y pisoteada una y otra vez. El deseo de llorar, de gritar, de golpear a este bastardo hasta que la furia desapareciera le hervía por dentro. Sus manos temblaban incontrolablemente y el sudor frío le empapaba la frente. Apenas abrió la boca para lanzar un insulto, una oleada de vértigo lo golpeó con fuerza.
El impacto fue instantáneo.
La dureza del borde del inodoro recibió su cabeza sin piedad. Un estallido de dolor le recorrió el cráneo, irradiando desde la frente hasta la nuca.
Todo se volvió blanco, luego negro, y finalmente, cayó.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Un toque suave lo arrancó de la inconsciencia. Aunque mantenía los ojos cerrados, Octavio sintió el calor de una respiración rozando su piel a la altura del cuello, lo suficientemente cerca como para erizarle la piel.
—¿Está despierto?
La voz baja y rasposa perforó el espesor del aturdimiento y, aunque podía responder, decidió fingir estar desmayado.
Cuando no obtuvo respuesta, Gio, quien hasta hacía un momento había estado atendiendo las heridas de Octavio, dejó caer su rostro sobre el pecho del profesor, como si tratara de escuchar los latidos de ese corazón. Los dedos del hombre comenzaron a recorrer la línea del brazo, explorando la piel hasta que ambas manos se encontraron. Y fue en ese momento, casi sin darse cuenta, cuando entrelazó sus dedos con los del profesor.
Bajó lentamente las pestañas y admiró esa unión por un largo tiempo.
Octavio llegó a la vida de Gio cuando ni siquiera sabía que lo necesitaba, pero ahora... ahora solo comprendía que siempre había sido él, solo Octavio.
Por desgracia, la vida parecía tener una fascinación enfermiza por arruinar las cosas. La dinámica entre ellos era un enredo de personalidades que chocaban una y otra vez. A menudo, Gio se sentía fuera de lugar, desplazado, como si siempre estuviera un paso atrás, tratando de encajar en la vida del profesor.
Pero, a pesar de todo, a sus ojos, la vida, así, era buena.
Octavio era quien llenaba el vacío que Gio ni siquiera sabía que sentía. Era como si fuera la pieza que faltaba para convertirlo en un ser humano. Uno lamentable, uno débil, pero un ser humano al fin.
Antes, cada día era un recordatorio de la ausencia de Octavio. Ahora, que podía estar a su lado, así debían ocurrir las cosas. Gio cerró los ojos, y un suspiro largo, cargado de resignación, escapó de sus labios.
—Lo siento...
Cuando lo escuchó, algo en Octavio se detuvo.
Inconscientemente, contuvo la respiración.
≫ ──── ≪•◦ ❦♡❦♡❦ ◦•≫ ──── ≪