Cerca de las diez de la noche, cuatro guardias arrastraron a dos figuras heridas. Uno de los hombres tenía la ropa rasgada y sangraba del costado derecho. El otro, más joven, tenía la mandíbula hinchada y un ojo morado; la camisa empapada de sangre y manchas de tierra. Los guardias los dejaron caer al suelo frente a Vargas, quien estaba sentado cómodamente en el sofá. Recorrió con la mirada a los heridos antes de desviarla hacia la persona que se acercaba detrás de la seguridad de la casa de campo.
—Comisario —dijo con una sonrisa y se acercó para extender la mano—. Qué grata sorpresa, no debías venir vos mismo.
—Hernán, tanto tiempo, es una lástima reunirnos en estas circunstancias.
—Es cierto, pero veamos el lado positivo, esto al final es rescatable. —Palmeó el hombro del corpulento señor e indicó que se sentara—. Pero, Ernesto, ¿no eran tres?
El comisario, que se estaba desabrochando el apretado saco para sentarse, quedó inmóvil. Tras una profunda inhalación y una breve exhalación, tomó asiento mientras explicaba:
—Bueno, cuando llegaron a la comisaría XX de Rosario de la Frontera, resulta que el tercer tipo estaba más del otro lado que de este. Entre un par de movimientos, cuando solucionaron lo de las familias, el hijo de puta ya se estaba gangrenando. Al salir de Salta volaba en fiebre. —Se acarició la nuca sudorosa y suspiró—. Lo tiraron al costado de la ruta, igual tranquilo, vos no te preocupes, me pidieron que te avisara que ellos se van a encargar de tapar todo.
Después de unos minutos de ponerse al día con cosas triviales, Vargas despidió al comisario y se acercó hacia los sujetos que estuvieron arrodillados todo el tiempo. Llamó por celular a Alan mientras los guardias retiraban las mordazas de la boca de los hombres.
Eran el conductor y su acompañante. Los dos que se habían rendido ante RBG. El mayor, Braulio, cargaba con tres años más que Agustín, quien apenas cruzaba el umbral de los veintiuno.
Cuando Alan entró, un hedor húmedo lo golpeó de inmediato. Sin detenerse, pasó junto a ellos, sus ojos se desviaron apenas un segundo, lo suficiente para captar las cabezas gachas de ese par y los cuerpos que parecían haberse rendido incluso a la necesidad de respirar. Alzó una mano para cubrirse la cara; el olor que emanaba de esos cuerpos era nauseabundo.
—¿Saben cuánto se perdió debido al error que cometieron? Mucho, demasiado. Pero cuando uno se equivoca, debe reparar el daño ocasionado, y esa es la única razón por la que están acá en este momento —dijo Vargas.
—Se-se-señor... yo, pagaré... usted... usted... —intentó explicar Agustín con voz titubeante.
Braulio, a su lado, le golpeó el hombro para que cerrara la boca. Con los ojos abiertos le indicó que seguir hablando sería peor.
Hernán sonrió, elevó el rostro y miró a su sobrino, como si intentara transmitirle un pensamiento. Personas ilusas, que no reconocen la insignificancia de su propia existencia; solo individuos tan mediocres como ellos podían soltar esas palabras absurdas. Alan devolvió la sonrisa y luego dirigió la mirada hacia los guardias, quienes tomaron a los dos sujetos y los levantaron.
—Claro que lo harán —afirmó Vargas.
—Yo... no, ambos, ambos le agradecemos.
Hernán perdió decenas de sujetos de prueba debido a este par. Tenía una soga atada al cuello desde hacía tiempo, y H.R. Nova era la alternativa para aflojarla un poco. Sin embargo, no podía disponer de ella hasta que no obtuviera una tasa de eficacia probada y demostrable. Octavio representaba solo una milésima en este porcentaje; aunque Vargas evaluara la opción de maquillar algunos números, aún necesitaba un poco más para iniciar la producción.
Pero estos últimos días las cosas no fluían con el ritmo natural al que estaba acostumbrado; incluso aquel comisario que se acababa de retirar había prometido suministrar algunos reos abandonados que no le interesaban a nadie. Hasta la escoria de la sociedad tuvo suerte estos últimos días, ya que ese negocio quedó suspendido. Había muchos ojos en alerta luego de que RBG activara las alarmas de la conciencia social. Era cuestión de semanas hasta que los corazones de las redes sociales se olvidaran del auge de los derechos humanos, tiempo que no estaba dispuesto a desperdiciar.
Por ahora, con estos dos, debía bastar.
Cuando esas personas salieron del campo de visión, Alan se sentó al lado de Hernán para ultimar unos detalles, porque a toda situación se le debía exprimir hasta el último beneficio.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
Los primeros rayos del sol acariciaban el pasto afuera, pero lamentablemente, en este lugar, el despertar de un nuevo día no podía ser apreciado. Gio se encontraba en la pequeña sala. La taza de cerámica negra que humeaba sobre la mesa estaba a medio llenar de agua, y varias colillas habían sido ahogadas en ella.
Sentado con los codos sobre las rodillas, sus ojos negros estaban fatigados, cubiertos con múltiples líneas de cansancio en los bordes. Tomó un cigarrillo y lo sostuvo entre los dedos. Al prenderlo, lo presionó contra los labios. El calor se extendió por las hebras del tabaco, atravesó el filtro y el aroma relajante ingresó lentamente. Reposó la espalda en el sofá y exhaló. El humo se dispersó en el aire, junto a los pensamientos, las voces y las pesadillas.
En la soledad de la habitación, Octavio se despertó. La noche había sido lenta y silenciosa. A su lado, el espacio que solía estar ocupado por otro ahora estaba vacío y frío. Las palabras pronunciadas por Gio nunca obtuvieron respuesta, y el hombre que las dijo se levantó y se alejó.
Una disculpa carente de importancia, una nueva herida en el cuerpo y el mismo cuarto. Los días avanzaban uno tras otro y todavía quería aferrarse a la esperanza de que algo cambiaría.
Pero no había variaciones.
Se tomó un tiempo antes de salir de la habitación. Los pasos eran suaves, apenas perceptibles. El fuerte aroma a tabaco lo sorprendió al cruzar la puerta. El ambiente estaba denso, una capa nublosa de humo envolvía al hombre que estaba sentado con los ojos cerrados.
Gio terminó uno de los cigarrillos, lo apagó en la taza y continuó con otro. Los músculos tensos del pecho se relajaron al exhalar. Cuando finalizó el quinto, Octavio tosió ligeramente.
Hasta ese momento, había permanecido en silencio, solo admirando la escena frente a su ojo.
Al verlo de pie detrás suyo, el hombre forzó una sonrisa. Apagó el cigarrillo y, mientras se levantaba, sacudió algo de ceniza que había caído en el pantalón. Pasó al lado del profesor sin mirarlo de nuevo y caminó hacia la cocina para preparar el desayuno para ambos.
Era visible para cualquiera, incluso para una persona que disponía de un ojo menos, que el hombre frente a él estaba exhausto. Pero no se atrevió a preguntar si se encontraba bien.
En lugar de eso, evitó cruzar miradas.
Gio tenía un pensamiento similar; el pseudo médico fue claro: no podía tocar a Octavio. Se había vuelto una orden que apretaba cada vez más y más.
Sus ojos recaían sobre el profesor, quien estaba sentado frente a la mesa, como si nada hubiera sucedido.
Era una imagen que al menos debería transmitirle calma, pero no, Gio sentía las venas tensas bajo la piel, como si todo su ser estuviera a punto de desbordarse.
La noche anterior fue demasiado.
Los rastros de lo ocurrido en el baño seguían vivos en su memoria; sin embargo, el deseo bullía bajo la superficie, abrasador y violento, básico y primal. Bastaba con una palabra, una mirada, el más mínimo roce de esos labios, y Gio sabía que perdería el control.
No podía tocarlo.
No podía siquiera permitirse imaginarlo.
Porque si lo hacía, si rozaba siquiera un cabello del profesor, todo lo que contenía saldría disparado: el odio, el amor, la tristeza. Cerró los ojos un momento, tratando de acallar los sentimientos oscuros que se acumulaban, pero no servía de nada. Hiciera lo que hiciera, Octavio lo seguiría odiando.
Cada vez que pensaba en esto, sentía manos que desgarraran su corazón, arrancando la carne y bebiendo la sangre como si fuera agua. Pero el arrepentimiento no hacía más fácil el sufrimiento. Aunque se esforzara, el deseo superaba la cordura, y una sola palabra que saliera de esa boca le haría hervir la sangre. En su corazón retorcido, no había límites hacia Octavio. Quería tomarlo, atesorarlo, pero también ansiaba romperlo y hacerlo llorar.
La actitud conflictiva y rebelde del profesor le atraía. En esos momentos acalorados, cuando ese rostro arrogante se llenaba de deseo y desprecio, cuando ambos cuerpos se unían y se revolcaban en las sábanas, todo perdía importancia; solo eran ellos dos.
Gio no quería que las heridas se abrieran de nuevo, y era consciente de que a ambos no les nacía el sexo suave y romántico. La salud del profesor era delicada. Por ese motivo no lo hacía... por ahora.
Al finalizar el desayuno, Octavio solo comió unas rodajas de manzana y bebió media taza de té, mientras que Gio, por su parte, no tocó ni una pieza de fruta.
La rutina se repitió al salir de aquella habitación.
Alto lo llevó por el pasillo, con el rostro cubierto y las manos atadas. Ahora, debido al percance anterior, solo él y Alan lo trataban directamente.
Por alguna extraña razón, se sentía inquieto.
Lo único que Gio le dijo al despedirse fue: "Volveré a llamarlo en unos días".
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
En una noche de invierno, cerca de las once, Octavio estaba de pie en la vereda, a pocas cuadras de la universidad. El viento soplaba con fuerza, agitando su cabello y desalineándolo contra su rostro. A su lado, un joven le hablaba, y el vapor cálido de su respiración creaba una ligera niebla en el aire. Gio extrajo una bufanda de la mochila y la deslizó con delicadeza alrededor del cuello del profesor.
—No debería descuidarse de esta manera; el cuerpo agotado suele ser propenso a enfermarse.
El viento se colaba entre los pliegues del abrigo y en esos ojos oscuros brillaba una dulzura que Octavio no podía ignorar. De repente, Gio dio un paso hacia adelante, rozándole el hombro, y extendió el brazo para detener un taxi que pasaba cerca.
—Tiene suerte, hoy encontró uno rápido —dijo mientras abría la puerta del vehículo—. No se olvide de cenar, profesor O; bajarán sus defensas si no lo hace.
En aquellos días, Octavio solía ofrecerle sonrisas suaves. Así que cuando se sentó en el asiento, elevó el rostro cansado y alzó los labios con sutileza. El joven, en cambio, devolvió el gesto con una radiante expresión, rebosante de energía y ensoñación.
El taxi arrancó tras recibir la dirección del departamento donde Octavio vivía. Por alguna razón, en ese momento, el profesor volteó hacia atrás. Gio estaba en la vereda, con las manos en los bolsillos, observándolo.
Así habían sido muchas noches, tantas que no eran siquiera memorables. Rozó con la yema de los dedos la lana que cubría la piel del cuello y cerró los ojos.
Cuando los abrió, el recuerdo se disolvió y el corazón comenzó a latir desbocado, retumbando contra las costillas como si quisiera escapar. La camiseta húmeda se pegaba al torso, fría e incómoda, mientras gotas de sudor le resbalaban por la frente, se acumulaban en la barbilla y caían con un sonido imperceptible sobre sus piernas.
Los dedos largos se aferraron con fuerza a las rodillas, como si ese agarre impidiera que sucediera algo. Las piernas hormigueaban, adormecidas por estar dobladas demasiado tiempo, pero el dolor punzante apenas era insignificante frente al caos que tenía en la cabeza.
Y entonces escuchó.
Lo escuchó de nuevo.
Desde la habitación contigua llegaban los sonidos. Golpes sordos, pesados, rítmicos, que parecían atravesar las paredes y resonar directamente en su cráneo.
Podría ser un martillo, pero no lo era.
Podría ser una silla, pero no lo era.
Podría ser una cosa, pero no lo era.
La mente de Octavio se apresuró a llenar los huecos.
Un cuerpo.
Era el sonido de un cuerpo que se estrellaba contra la pared, una y otra vez.
Porque había sollozos.
Eran bajos al principio, pero se alargaban y se quebraban. Después venían las risas. No eran risas agradables, aunque tenían alegría. Eran burlas que rebotaban entre los sollozos, crueles y afiladas, que cortaban cada gemido que intentaba ahogar.
Los gemidos eran insoportables.
No, eran las risas.
No, las burlas.
No... las risas... las burlas... los sollozos... no, no, no...
¿Qué era lo peor?
Temía moverse; el cuerpo seguía clavado al colchón, inmóvil, obligado a escuchar.
Cuando cerró los ojos por última vez, los sonidos llegaban desde la habitación de la izquierda. Pero ahora, despierto, esos mismos ruidos emergían con claridad desde la derecha, tan cerca que las vibraciones traspasaban la delgada pared y le recorrían la espalda como un escalofrío. No quería cerrar los ojos de nuevo, temía lo que podría pasar si lo hacía.
Gio tenía razón.
Le gustaría reír histéricamente, pero su rostro estaba rígido, al punto que la expresión que tenía era ridícula.
Era cierto.
En este lugar, todos estaban enfermos.
El ojo sano de Octavio permanecía abierto, tan ampliamente que las venas oculares palpitaban; fijó la mirada en la puerta. El aire era caliente y pesado, pero la piel se sentía helada, con un frío que se extendía desde la nuca hasta los dedos de los pies, erizando cada vello. Los sonidos al otro lado de la pared no cesaban, continuaban sin descanso. Cerró las piernas como si pudiera protegerse.
Los ruidos no solo persistían; se volvían más claros, más precisos. Una voz apagada gemía, quebrándose en un tono agudo que resonaba como una súplica. Algo lo seguía: una carcajada baja, grave, salpicada de burla. Luego, otro golpe y un jadeo distinto, más corto, como si alguien tratara de reprimir un grito.
Lágrimas comenzaban a acumularse en el borde de su ojo. No sabía quién estaba detrás de esa pared ni de quién era el sufrimiento que escuchaba. No sabía que, a su izquierda, había un joven llamado Agustín, acurrucado en silencio. No sabía que el dolor que vibraba en el aire pertenecía a Braulio, ni que el ruido sordo que llenaba sus oídos era el eco de una cama chocando contra la pared. Desconocía que, tras la desaparición del guardia que había intentado abusarlo, los ánimos de las personas en este lugar estaban un poco bajos y decidieron divertirse.
Aunque se había dado cuenta de que algo era diferente cuando Alan se retiró la última vez, no hubiera imaginado lo que sucedería minutos después.
Escuchó pasos y luego... solo tuvo que hacer conjeturas.
Llegó un momento en que todo recobró el silencio habitual, pero en la cabeza de Octavio los sonidos se repetían de forma constante. Su ojo inflamado ardía, y las venas resaltaban en rojo. El dolor de cabeza era persistente y la visión agotada tornaba el entorno confuso.
Escuchó pasos acercarse; en su mano sudorosa ocultaba un objeto delgado de unos veinte centímetros.
La puerta se abrió y Octavio tragó saliva, ansioso. A pesar de enfocar la vista, el cerebro atrofiado no logró distinguir formas con claridad.
Dos hombres.
Uno permaneció afuera, mientras el otro avanzó hacia él.
La pupila de Octavio se dilató, pero en lugar de mejorar la visión, solo distinguió una figura antropomorfa y terrorífica. El sonido de las palabras pronunciadas por el recién llegado fueron ininteligibles para la mente arruinada del profesor; solo los vestigios de lo sucedido en la noche se alojaron en sus oídos.
El cuerpo de Octavio tembló, y como un conejo acorralado al que querían cortarle las piernas, se adhirió a la esquina donde se encontraba.
La figura del joven se detuvo cerca de la cama, pero él, no reaccionó de inmediato. Parecía estar evaluando cada movimiento.
Alan se inclinó ligeramente y apoyó una rodilla en el colchon, acercándose con manos extendidas hacia los hombros tensos del profesor. Justo cuando los dedos rozaron la tela empapada de sudor, algo impactó con fuerza contra el dorso de su mano. El golpe lo hizo retroceder y un ardor inmediato se extendió por su piel.
—¡Octavio! —gritó.
La mirada del profesor finalmente se enfocó, pero lo que Alan vio no fue reconocimiento. El ojo del profesor estaba rojo y dilatado, y su respiración era irregular. En esas manos temblorosas sujetaba un objeto; la posición era torpe, pero claramente lo estaba amenazando.
El sonido de pasos a su espalda hizo que Alan girara la cabeza; el guardia que debía esperarlo en el umbral ya estaba cerca.
—No intervengas —ordenó.
Alto dudó un segundo, pero volvió a su posición en la entrada.
La atención del joven volvió al hombre frente a él.
—Tranquilo, no voy a lastimarlo.
Aunque mantenía la voz baja, eso no generó confianza. La delgada arma improvisada vibraba en las manos de Octavio como si pudiera dispararse en cualquier momento. Alan intentó de nuevo, pero los esfuerzos fueron en vano.
Los ojos de Octavio no lo veían, y cada palabra que pronunciaba no hacía más que aumentar la distancia entre ellos. La falsa paciencia, que hasta entonces había sido la constante en su trato con el profesor, se agrietó. Con un suspiro de frustración, se acercó de nuevo, las manos extendiéndose con la misma intención que antes, pero esta vez sin el mismo cuidado. Las palmas se posaron sobre los hombros de Octavio, sujetándolo con fuerza.
Antes de que pudiera decir algo, un golpe errático lo alcanzó en el brazo. No fue fuerte, pero el desespero en él al menos tenía algo de valía. Otro golpe vino, y otro más, cada uno más descontrolado que el anterior.
La mano de Octavio buscaba golpear o al menos evitar. Los golpes erraron su objetivo. Alan esquivó y, cuando encontró la oportunidad, lo sujetó con fuerza de las muñecas.
La débil resistencia de Octavio, se deshizo con facilidad. En un solo movimiento, lo empujó hacia la cama. El cuerpo del profesor cayó contra el colchón y el peso de Alan lo siguió, asegurándose de que no pudiera escapar.
Las muñecas del profesor, atrapadas entre los dedos del joven, se presionaban contra las sábanas. El ritmo acelerado del corazón le resonaba en los oídos y sus dientes rechinaban con rabia.
Alan, sentado sobre él, no dijo nada de inmediato. Dejó que el profesor terminara de agotar la última gota de energía que le quedaba.
Y así fue.
La respiración de Octavio comenzó a suavizarse, aunque lentamente, con cada exhalación profunda.
Pasaron largos minutos en silencio. Las venas contraídas en el cuello de Octavio empezaron a relajarse y su ojo finalmente se enfocó en el rostro de Alan. La confusión que había empañado su mente durante tanto tiempo comenzó a disiparse. El miedo que le había oscurecido los pensamientos ya no era tan espeso. Inhaló profundamente, dejando que el aire limpiara la pesadez del pecho. Se sintió algo más claro, aunque el remanente de la situación aún lo perseguía, retumbando en su corazón con una persistente sensación de impotencia. A través de ella, solo encontró una salida.
—Quiero subir —murmuró con voz ronca y débil.
La mirada de Alan se había clavado en él, y no con simpatía.
—Un "gracias" hubiera sido bueno escuchar primero, ¿no le parece? —dijo enarcando una ceja. Aunque sus labios esbozaban una sonrisa, la molestia en el tono de voz no pasó desapercibida.
Octavio bajo los párpados lentamente.
—Gracias... Quiero subir.
El joven se inclinó hacia adelante, cada palabra llena de malicia y ambigüedad.
—Pensé que le había dicho que esa persona tenía otros compromisos. Aunque quisiera verlo en este momento, lamento decir que él no querrá hacerlo. Pero no debe preocuparse, lo que necesite, puede pedírmelo a mí.
Cada palabra que Alan pronunciaba cargaba un veneno insidioso. Pero por dentro, su paciencia se desmoronaba. La fachada de calma que mostraba frente a Octavio era solo eso: una fachada. «¿Cuánto tiempo más pensaba resistirse antes de pedirme ayuda?», pensó, mordiéndose la lengua para no soltar algo de lo que no pudiera retractarse.
Se levantó lentamente. La actitud de él, hosca y ligeramente provocadora, era la forma en que recobraba el control de la situación. Regresar al plan original sería más sencillo. Después de todo, si este hombre tan obstinado no quería aceptar su ayuda ahora, ya llegaría el momento en que imploraría por ella, de rodillas incluso.
—Octavio —dijo, señalando aquel objeto con el que fue golpeado—, debería entregármelo. Lo traje de buena fe, y usted lo utilizó para lastimarme. En realidad, me hace sentir un poco estúpido.
Movió la mano con insistencia, como si estuviera regañando a un niño. Octavio, que todavía sujetaba el pequeño cepillo de dientes con una fuerza absurda, sintió un calor incómodo subiéndole por el cuello. ¿Qué tan ridículo podía lucir aferrándose a algo tan insignificante como si de ello dependiera su vida? Finalmente, lo soltó sin protestar, entregándoselo al joven.
—¡Bien! Es mejor así. ¿Por qué no desayuna?
Él no le respondió. En cambio, levantó el antebrazo y cubrió la mitad de su rostro.
—¿Sabe? Esto es por su bien. Me he esforzado mucho para que esté cómodo y aun así... me hiere. No come, apenas me deja curar sus heridas —suspiró, acariciándose la nuca con frustración—. No será necesario realizar otra extracción de momento. Pero debería pensar un poco en lo que es conveniente para usted mismo. Reflexione. Y si necesita algo... —dejó caer la frase con un dejo de ironía, como si fuera una advertencia disfrazada de ofrecimiento—. Solo grite mi nombre.
Esa rutina, ya tambaleante, finalmente se quebró.
Alan no volvió, y Gio tampoco mandó a buscarlo.
Lo único que Octavio escuchó, comió y bebió fueron aquellos gritos, por muchas... muchas horas, y varios días.
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