El cielo radiante en un azul profundo se ocultaba entre las paredes de los edificios. Las paredes de vidrio dejaban entrar la sombra de la estructura que se alzaba en lo alto, humillando al pequeño pulmón verde de esa clínica. Aunque el calor era húmedo, aun así, se sentía helado.
Grupos de sillas esperaban frente a una puerta, y el silencio... el gélido silencio del desconcierto del enfermo. Tan pulcro e impoluto que solo hacía odiar lo sucio y corroído que estaba el alma de ese hombre allí esperando.
El cuerpo largo se extendía, agotado en el asiento, con la camisa arremangada y las manos en los bolsillos del pantalón. La cabeza apoyada en el cristal, el rostro fatigado y una incipiente barba. Había pasado horas de viaje desde aquella casa de campo hasta la capital. Dos compañías forzosas de las cuales no podía desprenderse; aquellos que aguardaban a que saliera de ese lugar. Una noche sin descanso en la cama de hotel y una mañana aburrida esperando este momento.
Si el cielo no fuera tan azul… al menos la naturaleza haría juego con la oscuridad que llevaba por dentro.
El calor del sol era abrasador, pero aún más lo era el silencio, hasta que este se interrumpió por un grito:
—¿Petiso! ¿No te enseñaron que no se escuchan las conversaciones ajenas?
El niño, al que regañaban, tenía apoyada su linda y redondeada oreja en la puerta del consultorio. Pero el pequeño, después de escuchar que le decían "petiso", no volteó a ver al desconocido y prefirió ignorarlo.
El adolescente, al que no le prestaban atención, se acercó molesto. Su voz, algo estridente, evidenciaba la metamorfosis de la edad.
—Te dije que no escucharas a través de la puerta, es de mala educación.
El pequeño seguía desatendiéndolo, pegado a la puerta.
Al ver esa mejilla regordeta apoyada sobre la madera, el adolescente sintió la tentación de jalarlo por ser tan descarado. Si fuera uno de los pacientes de su madre, incluso le habría tirado de la oreja.
El niño vestía un guardapolvo a cuadros azul, y calculó que no tendría más de cinco años. Estaba a punto de regañarlo nuevamente y marcharse, pero le pareció escuchar algo que no debía haber oído. Daba la impresión de que el pequeño también lo había escuchado, porque se quedó rígido y un ligero temblor le recorrió los brazos.
Él también apoyó la oreja en aquella puerta.
Había cosas que los niños no deberían escuchar; no, había cosas que un padre nunca debería decir sobre un hijo.
Los ojos redondos del adolescente se hicieron aún más grandes, y finalmente el niño levantó la cabeza para mirarlo.
El pequeño tenía curiosidad.
Este desconocido, ahora que lo sabía, ¿pensaría lo mismo que los demás?
Las tupidas pestañas del adolescente descendieron, proyectando una ligera sombra sobre su piel pálida. Observó el brazo que antes temblaba y siguió la trayectoria hasta la mano. Inmediatamente, volvió por el mismo camino y se detuvo frente al inexpresivo rostro del pequeño. El adolescente se agachó hasta quedar a la altura del niño. Hizo una sonrisa cálida y la mirada tenía un aura paternal.
—¿No te parecen aburridas las conversaciones de los adultos? —preguntó con dulzura—. A mí sí. Siempre diciendo cosas complicadas, creyéndose tan listos... A veces pienso que nosotros, los niños, entendemos mejor el mundo.
El pequeño lo miró con desconfianza y el adolescente señaló las sillas más alejadas de la sala de espera.
—¿Por qué no vamos allá? Desde ahí podés ver cuando salen tus papás, y ellos también van a poder verte enseguida.
El niño frunció el ceño, dudando. En cambio, el adolescente se puso de pie y sonrió ampliamente.
—Mirá —dijo mientras abría su mochila. Sacó una pequeña esfera, la levantó con un gesto exagerado, como si fuera un tesoro preciado, y comenzó a caminar hacia las sillas sin mirar atrás—. Si venís conmigo, te puedo mostrar cómo usar este objeto mágico.
Por un momento, el niño se quedó inmóvil, con la mirada fija en la esfera que giraba entre los largos dedos del otro.
Había algo en esa voz amable, demasiado amable…
Tras unos momentos de duda, se dijo que, al fin y al cabo, era cierto que las conversaciones de los adultos eran aburridas.
Lo observó caminar mientras se alejaba. No le causaba miedo. De hecho, le resultaba bonito a la vista.
El adolescente era delgado y largo, como un fideo, de esos que quedan rectos en el empaque antes de hervirlos en agua caliente y burbujeante. Tenía la piel blanca, como un copo de azúcar esponjoso, de esos que se disuelven en la boca.
Era un "fideo de azúcar", concluyó el pequeño. Y los fideos de azúcar no podían ser malos.
Unos segundos después, con la curiosidad venciendo la cautela, sus pequeños pies finalmente comenzaron a moverse, siguiendo el caminar del dulce fideo de azúcar.
Cuando el niño llegó hacia él, el adolescente se sentó y le entregó la esfera. El niño miró la pelota redonda amarilla, que tenía un dibujo de dos puntos y una "U" medio gastada, y le pareció horrible.
El adolescente tomó la mochila de nuevo y, mientras sacaba carpetas y libros, le indicó cómo usarla.
—Apretalo varias veces y vas a ver cómo ocurre la magia.
La pelota era del tamaño de medio puño, aunque en la mano del pequeño parecía grande, pesada e incómoda.
Pero él quería ver esa "magia". Apoyó la lengua en el grueso labio superior a la vez que hacía presión con ambas manos.
El objeto, que parecía forrado con el material de un globo de cumpleaños, se deformó. Esto captó algo de su atención y lo observó de cerca. Había cositas pequeñas adentro. Volvió a presionarlo con más fuerza, pero la magia no apareció.
—¡Lo encontré! —gritó el adolescente mientras agitaba enérgicamente una pequeña caja—. Vení, vení…
El niño ladeó la cabeza y entrecerró los ojos con recelo.
No había magia en esa cosa fea que le dio.
¿Por qué se acercaría a alguien tan deshonesto?
Extendió la pelota y dijo con seriedad:
—Mentiroso.
—¿Cómo que mentiroso? Decime, ¿cuándo lo apretás no te sentís mejor?
Miró la pelota.
Miró al adolescente.
Frunció los labios con enojo.
—Bien, bien, entiendo. Dame la mano y te explico —tomó uno de los regordetes dedos y con una sonrisa calmada, continuó—: tenés que apretarlo varias veces, cuando menos te des cuenta, la magia va a aparecer y vas a dejar de estar tris...
—¡No estoy triste! —afirmó el pequeño con un rostro horrendo.
—Ok, entiendo. Digamos que cuando estés muy aburrido o te sientas enojado o algo parecido, si jugás con la pelota, todo eso va a desaparecer. ¡Mirá! —El adolescente, que había cubierto los dedos del pequeño con unas curitas, sonrió con ternura—. Ahora ellos también se van a sentir mejor.
El niño bajó la mirada hacia las manos. Era lo mismo que hacía su madre para protegerle las lastimaduras. Sus propios dedos temblaron al recordar porque le pasan estás cosas.
Siempre que algo se le retorcía en el pecho, cuando los pensamientos eran demasiado oscuros para contenerlos, sus uñas encontraban la carne para liberarlos.
Abrió la boca para hablar. Una palabra que nunca le resultaba fácil de decir. Pero justo en ese momento, un sonido brusco lo interrumpió. El "gracias" que había formado se disolvió antes de cruzar sus labios.
La puerta de madera se abrió y ambos voltearon hacia el consultorio.
—Dantez, discúlpame por la demora. Pasá, por favor.
Gio dejó que la mirada se deslizara hacia las sillas vacías de nuevo. Las sombras de los niños seguían allí, aunque esas voces se habían evaporado hacía tiempo. El recuerdo de ellos era apenas un tesoro borroso en un rincón de la memoria. No estaban allí desde hacía mucho, y él sabía que, incluso si lo estuvieran, ya no se tratarían de la misma forma.
Al levantarse del asiento, el cuerpo pesaba el doble. Caminó lentamente hacia el consultorio, con los pensamientos enredados entre los rostros del pasado y el vacío del presente. Con una última exhalación, cruzó la puerta.
El médico sonrió amablemente mientras se acomodaba detrás de la computadora.
—Por favor, sentate, necesito revisar esto por un momento; me tomaste por sorpresa. Ha pasado tiempo.
—Es solo esta vez, no volverá a ocurrir.
—No te preocupes. Nunca tuve inconvenientes en atenderte. Si no hubieras viajado, seguiría a cargo de tu tratamiento —respondió, a la vez que sus ojos recorrían un archivo abierto en la pantalla.
Gio permanecía sentado, con las manos reposando en las rodillas. Exploró con los ojos las paredes y el techo. El consultorio había cambiado desde la última vez, con muebles renovados y pintados en un tono más neutro, pero los sentimientos que le generaba estar ahí... esos seguían siendo los mismos.
El doctor frente a él no había cambiado mucho, aunque las arrugas que circundaban sus ojos y la leve rigidez de sus movimientos revelaban las décadas transcurridas desde el primer encuentro. La misma inclinación hacia la pantalla, la misma concentración, el mismo ruido de las teclas. Cerró los párpados por un instante.
Era como si todo lo que había intentado dejar atrás lo hubiera alcanzado en un solo momento.
¡Click!
"Deben comprender que es crónico, afectará la manera en que Giovanni piensa, siente y se comporta."
¡Click!
"La forma en cómo vea la realidad se verá comprometida en cuanto no esté bajo tratamiento."
¡Click!
"No debe adelantarse, esto no significa que esté vinculado con su nivel de inteligencia. Incluso, hay casos en los que se han demostrado habilidades intelectuales sobresalientes…"
¡Click!
"Entiendo señora, si bien a esta edad los casos son mínimos, coincido con mi colega en que habría que realizar algunos estudios adicionales, hemos notado algunos indicios no habituales…"
"Pueden contactar a otros profesionales, eso queda a criterio de ustedes."
"No, la salud del paciente es privada, no saldrá de la clínica."
"Señor, debe calmarse."
"Señor, baje la voz."
"¡Señor!"
—¿Giovanni?
—¿Ah? —suspiró y parpadeó dos veces mientras acariciaba el centro de la frente—. Disculpe, ¿qué me decía?
El médico lo observó por un momento y, tras un breve lapso de silencio, repitió:
—Vamos a realizar un control y luego veremos si hay que aumentar la dosis o en su defecto cambiarla, voy a hacerte un dosaje primero y —se detuvo por un momento; luego de pensarlo un poco más, finalmente lo dijo—, hace unas semanas, él se comunicó conmigo y me pidió que, si volvías a este consultorio, le notificara sobre tu estado.
—Ese hijo de puta —dijo con una media sonrisa, aunque su expresión se tornó sombría—. No quiero causarle problemas, si no puede mantener mi privacidad, buscaré otro profesional.
El médico mantuvo una expresión cálida e hizo un gesto con la mano.
—Solo quería contártelo, sabés muy bien que de este lugar no saldrá información. —Se puso de pie y caminó hacia Gio—. Bueno, dijiste que estabas corto de tiempo, iniciemos.
꧁╭⊱❦⊱╮꧂
En la habitación del cuarto subsuelo, el aire estaba impregnado de un aroma agridulce, mezcla de sudor y abandono. Octavio intentó levantarse de la cama, pero las náuseas volvieron y los calambres lo inmovilizaron. Los labios resecos se abrieron, y pequeñas grietas supuraban fiebre, mientras el aliento era caliente, húmedo y dulce.
Contener el ataque de sus entrañas rebeldes resultaba una tarea difícil. La mente había dejado de ser clara hacía mucho tiempo, y el ojo sano se había tornado de blanco a un blanco amarillento. Las heridas quedaron sin tratar, y el antibiótico que necesitaba nunca llegó.
Tenía que gritar un nombre.
Un nombre…
¿Qué nombre?
La frente ardía y el cuerpo temblaba. Recordaba demasiados nombres, demasiadas caras, ninguna de ellas estaba a su lado.
Gritos.
Demasiado ruido.
Suficiente para aterrar los pensamientos que le rondaban.
Después, silencio.
Uno dejó de gritar.
Octavio bajó la vista y observó sus propias manos. Temblaban, vibraban como si no le pertenecieran. Aún estaban tibias, húmedas. Las palmas presionaban con fuerza el abdomen hinchado, tratando de contener el dolor que no podía ser contenido.
Un latido salvaje golpeaba contra su pecho.
Si ellos gritaban, nadie vendría a hacerle gritar a él. Sin embargo, esa certeza era confusa.
Demasiado confusa.
Era un consuelo turbio y fugaz.
Octavio tragó saliva con miedo.
No debería sentirse tan...
tan…
Un frío glacial recorrió las terminaciones nerviosas con una ira sofocante. Se había transformado en alguien horrendo.
El único destino del ser humano era la muerte, la única verdad incuestionable. Entonces, si el sufrimiento se prolongaba por días, años o incluso décadas, ¿por qué aferrarse?
Entre morir hoy y arrastrar una existencia que apenas podía llamarse vida, lo último resultaba más lamentable.
Lo entendía ahora.
Había perdido demasiado tiempo escalando, buscando, entregando y resistiendo. Siempre había estado seguro de que dejaría marcas en el mundo; su vida no se reduciría al capricho de un Dios creador. Ese mismo que le arrebató tanto a una edad temprana, el mismo que lo abandonó.
¿Por qué no podía él hacer lo mismo?
La vida de una persona era un punto diminuto en un mar de puntos, insignificante como una granja de hormigas, simple y frugal.
Yendo y viniendo.
Existiendo.
Qué patética era la vida del inconsciente que divertía a aquel que observaba desde la grandiosidad. Ese que, desde los cielos, permitía que la miseria se repitiera una y otra vez.
Porque si nadie te veía, nadie te escuchaba y nadie te notaba… entonces no importabas. Y si no importabas, cualquiera podía aprovecharse de ti. Porque eras insignificante.
El corazón de Octavio latía con fuerza. El límite entre el presente y el pasado era delgado, tan fino como una tela de araña viscosa que se pegaba en la garganta para matarlo.
Pero él quería vivir.
Ansiaba vivir.
Lo supo esa noche.
Esa noche en la que el cuerpo adolescente, famélico y tembloroso, no pudo soportar más el repulsivo aroma que aquella tía le dejó en la piel. Esa mujer que lo acogió con la piedad de quien recoge un juguete descartado después del fallecimiento de su madre.
Recordaba la presión de sus dedos contra la tráquea, apretando con fuerza.
Falló.
Las marcas quedaron ahí, desvaneciéndose sobre la piel, evidencia de su propia incompetencia.
Lloró.
Sollozó hasta que el rostro le quedó cubierto de mocos y saliva.
No murió.
¿Pudo haberlo hecho mejor?
¿Pudo haberlo hecho de forma rápida y sin errores?
Mientras el cuerpo yacía en el suelo, sintiendo la quemazón en el cuello y la debilidad en las extremidades, lo comprendió.
Temía morir.
Qué imbécil.
Se aferraba a su existencia con uñas y dientes, con la terquedad de una hormiga perdida en una granja de millones. No era especial ni más fuerte que los demás, pero ansiaba vivir. Incluso más que cualquier otro.
Seguiría al rebaño, cargaría con el peso mundano sobre los hombros y caminaría sobre el lodo de la rutina, avanzando con la cabeza gacha si fuera necesario.
Hasta que fuera libre.
Hasta que todo eso se olvidara.
No volvería a pasar.
No otra vez.
Se lo prometió a sí mismo cuando cruzó la puerta de esa casa y dejó atrás el hedor a licor barato.
Pero ahora…
El cuerpo de Octavio temblaba, las extremidades convulsionando en espasmos incontrolables. Un organismo que había sido abandonado por su propio instinto de supervivencia.
No había comido, no había bebido.
El hambre lo corroía como dientes afilados que roían la carne pegada a los huesos.
Los órganos internos rugían, retorciéndose en un nudo de furia y sufrimiento. Las neuronas parpadeaban en un trance febril, tambaleándose entre la conciencia y la nada.
No.
Apretó los dientes.
No iba a ceder.
Había rozado la grandeza con la punta de los dedos. Creía que, cuando llegara el momento, moriría con dignidad. Pero ahora, no había laureles en este camino hacia la muerte. No había descanso ni gloria.
Tirado en ese agujero inmundo, reducido a un cúmulo de carne deshidratada y huesos frágiles, supo que su cuerpo se pudriría ahí. Se descompondría entre las sombras rancias y la humedad pegajosa de ese cuarto. Se convertiría en parte de ese hedor.
El pecho de Octavio ardía. No solo por la fiebre, sino por la indignación que lo mantenía despierto.
Desde el día que lo extrajeron de su laboratorio, sabía que iba a morir. Sin embargo, esperaba un final distinto.
Intentó moverse.
Si podía levantarse, si lograba inhalar con fuerza, tal vez… tal vez podría llamarlo.
Apoyó la planta del pie en el suelo. El mundo giró de inmediato. Un revoltijo de náusea y vértigo, como si la sangre en las venas hubiera sido sustituida por alcohol.
Vaciló.
Pero no cayó.
La pared era fría y áspera bajo los dedos temblorosos. Buscó apoyo en ella, clavando las uñas mientras trataba de sostenerse sobre esas piernas vacilantes.
El estómago se contrajo en un espasmo seco. Sintió la arcada subirle por la garganta, pero no tenía nada que vomitar. Hacía demasiado tiempo que no probaba bocado. Todo su interior estaba marchito, reducido a un pozo seco de miseria.
Abrió la boca en un intento de formar palabras, de llamar, pero el aire que logró expulsar no fue más que un murmullo árido, un sonido sin fuerza que murió antes de nacer.
Era demasiado tarde.
Ni siquiera poseía la dignidad necesaria para emitir un grito.
Dio un paso más. La planta del pie se deslizó sobre el suelo y la punzada en el costado derecho fue inmediata. Sintió que algo dentro de él se torcía, como si el hígado quisiera atravesar la carne y abrirse paso al exterior.
Siguió avanzando, aferrándose a la testaruda idea de seguir adelante. Los pies no respondieron. Los dedos se doblaron de forma extraña, incapaces de sostenerlo. El peso del cuerpo cayó hacia adelante.
Humillante.
El suelo apestaba a humedad y polvo viejo, pero lo peor no era eso. Lo peor era que ni siquiera tenía fuerzas para volver a levantarse.
Un zumbido apagado le inundaba los oídos, como si su propio cuerpo se estuviera desconectando poco a poco de la realidad.
Fue entonces que la puerta se abrió y la figura que apareció en el umbral era solo una mancha negra, apenas contorneada, apenas humana en su visión borrosa.
—¿Por qué no me llamó? Se habría ahorrado todo esto —dijo el joven que estuvo observando sus movimientos esos días a través de la cámara de vigilancia.
Octavio parpadeó lentamente. Intentó enfocar, intentó responder, pero todo lo que salió de la garganta fue un sonido ronco.
Con una sonrisa en el rostro, la silueta se inclinó sobre él, cargándolo con facilidad.
—Le di el espacio para pensarlo. Espero que haya reflexionado sobre cómo proseguir.
Los pasos resonaban en el pasillo mientras avanzaban.
—Si hubiera pedido mi ayuda, no habría pasado por todo esto. A diferencia de otros, puede contar conmigo, ¿no es eso bueno?
Las palabras llevaban un matiz extraño, algo entre la reprimenda y el agravio.
El ascensor se cerró y Alan mantuvo una expresión serena, con una ligera curvatura en los labios que no se borró en todo el trayecto.
—Ahora mismo me ocuparé de usted; en pocas horas estará recuperado.
Octavio dejó caer la cabeza contra el pecho del joven; la tela de la camiseta era áspera contra su piel reseca. No tenía fuerzas para responder ni para resistirse.
Un pensamiento se filtró entre la confusión.
Si su voz hubiera salido cuando lo intentó, si realmente hubiese logrado llamar a alguien...
...no habría sido a quien vino a buscarlo.
Otra vez él, para bien o para mal, su mente solo podía pensar en ese hombre.
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