18: Veneno

"Y no puedo dormir porque los pensamientos me consumen. Los pensamientos de ti me consumen."

—Ruelle. War of hearts.

¿Aguna vez te has sentido solo?

Estar en un lugar oscuro y vacío. 

Un espacio pequeño, estrecho, desprovisto de colores. 

Un lugar helado… hasta que algo llegó para que sintieras calor.

Lamentablemente, las personas en la vida no siempre permanecían como uno deseaba.

El desconocimiento podía ser una virtud: la capacidad de no encasillar un sentimiento con un nombre.

Si él hubiera podido liberar las palabras atoradas durante décadas, solo habrían salido reproches de un corazón herido.

Uno había nacido en esa oscuridad constante; el otro era luz, un resplandor apagado por otros.

Dos hombres que consideraban su existencia un capricho divino.

Uno luchaba por sobrevivir, ocultando el abuso de ese demonio humano que lo había arruinado.

Pero el otro, él era su propio demonio.

No, ellos… y ahora solo querían tomar el control de ese cuerpo que no les permitía salir.

Los bordes del cinturón mordían la piel ajena, dejando marcas finas y rojas sobre la carne expuesta. 

El sonido del cuero deslizándose por la mano de Gio resonaba en el aire húmedo, un siseo venenoso que precedía al siguiente tirón.

Octavio se tambaleó, los músculos crispados en un intento inútil de resistir. 

Las piernas cedían antes de que lograra enderezarse por completo, y el cuerpo cayó con un golpe sordo contra el suelo. El dolor estallaba en la nariz y la barbilla al impactar contra las baldosas frías y resbaladizas.

Sentía el aire arañarle la garganta cuando intentó inhalar; la humedad le empañó la vista y la presión en el cuello le impidió tragar.

Gio jaló del extremo del cinturón y lo usó para alzarle el rostro con una facilidad insultante.

—Las perras caminan en dos patas para complacer a sus amos, ¿lo sabía?, ¿no se ha convertido en eso?

El agarre se tensó. 

Octavio sintió el cuero cortarle la respiración por un segundo más.

—Ah… ya veo, le gusta tanto estar en cuatro que ni siquiera en este momento puede dejar de levantar el culo. —La voz de Gio tenía un tono venenoso, arrastrando las palabras con un odio que resultaba nauseabundo.

La respuesta del profesor nunca llegó. Aunque Octavio quisiera hacerlo, no podía. Los dedos se aferraban al cinturón, pero las yemas patinaban sobre la superficie pulida del cuero, incapaces de encontrar un punto de sujeción. En medio de la desesperación, las uñas acabaron en el cuello propio, rasgando la piel, dejando líneas rojas en cada intento por liberar la presión.

Pero el cinturón no cedió. 

Y Gio lo observó. 

Miró cómo las uñas de Octavio se hundían cada vez más profundamente, desgarrando la carne.

Parecía un gato, arañándose a sí mismo.

Él no podía quitársela por su cuenta. Solo lograba forcejear inútilmente. 

El ojo que aún veía se inyectó de sangre, con la pupila dilatada como la de un animal acorralado. La presión se acumulaba en el cráneo, pulsando tras el globo ocular y latiendo en las sienes con cada segundo que pasaba sin aire. De la garganta surgían sonidos roncos e irregulares, jadeos cortados que apenas lograban atravesar la opresión en la tráquea.

Pero Gio ya no los escuchaba. 

Tenía demasiado ruido en la mente. 

Un zumbido, una estática, una voz.

Su mirada, clavada en Octavio, se volvió opaca. Muerta. Como si algo dentro de él se hubiera retirado de repente, dejando solo un cascarón vacío. 

No parpadeaba. 

No se movía. 

Hasta que algo volvió. 

Un parpadeo lento. Un cambio minúsculo en la comisura de los labios. 

Y después, una sonrisa.

El hombre tiró con fuerza, y el cuerpo de Octavio se deslizó por el suelo. Un animal castigado, arrastrado a su destino sin derecho a réplica. 

Los pies patinaban sobre la superficie mojada, tratando de encontrar apoyo. 

Medio arrodillado, medio erguido. 

No importaba. 

No importaba en qué posición estuviera, siempre era empujado hacia adelante con la misma facilidad. 

Octavio intentó cambiar sus circunstancias. Las uñas se clavaron en las baldosas. Se aferraron a los bordes de las paredes. Los codos y las rodillas golpeaban el suelo una y otra vez, la piel se raspaba, dejando rastros de carne sangrante. Cada vez que lograba alzarse apenas unos centímetros, un nuevo tirón del cinturón lo derribaba de inmediato. 

La cabeza le daba vueltas.

¿Qué hizo mal? 

Octavio no sabía en qué se había equivocado. 

El pecho se oprimía, la mirada se nublaba y el corazón dolía. 

No obstante, Gio no aflojó. 

No le importó. 

Siguió caminando, despacio, con la misma indiferencia con la que alguien sacaría la basura. Y Octavio, sin aire en los pulmones, sin fuerza en las piernas, no tuvo más opción que seguirle. 

La puerta de la habitación se abrió de golpe. 

Un tirón brusco y el cuerpo fue lanzado hacia la cama.

Como un muñeco a cuerda, el profesor se retorció sobre las sábanas Los dedos seguían arañando el cinturón. La piel empapada de sudor y sangre. El cerebro estaba pérdido, apenas entendiendo que el cuero ya no apretaba con la misma fuerza de antes. Un resquicio de oxígeno logró colarse en la garganta, y el pecho se expandió con un estremecimiento violento. Antes de que pudiera exhalar, el hombre lo volteó. 

El mundo giró y en un parpadeo, el peso sobre su cuerpo se volvió sofocante. 

Las rodillas de Gio se encajaron a ambos lados de su cadera.

Octavio se quedó inmóvil. 

El miedo le adormeció la columna vertebral, un entumecimiento helado que escaló desde la nuca hasta los pies. 

Encima de él, Gio no se movió. Recorrió con la mirada la espalda del profesor, su expresión oscureciéndose con cada segundo que pasaba. 

Tres marcas. 

No eran moretones de golpes, ni surcos de sus propias manos. 

Estas eran nuevas. 

No estaban ahí cuando él se fue. 

Estas... estas no habían sido hechas por Gio.

Alguien había dejado marcas en Octavio.

La mente del hombre comenzó a divagar. Una vena gruesa le latía en la frente y, en sus ojos, la furia se agitaba como un incendio descontrolado. 

Los iris oscuros bajaron hacia abajo y retiró los pantalones y el bóxer de un solo tirón. Abrió con fuerza los glúteos y estudió ese lugar privado. 

El profesor inhaló con fuerza, pero el oxígeno le quemó los pulmones. Intentó estabilizar la respiración, pero el pecho se negaba a seguir un ritmo regular, cada latido disperso y errático.

Tenía que calmarse. 

Tenía que pensar. 

Pensar racionalmente. 

Buscar una explicación lógica para todo esto. 

Hace unos días, se había caído en ese mismo lugar. Unas manos lo habían levantado, lo habían atendido. En esta misma cama había escuchado palabras que sonaban sinceras. Lo suficiente para que su cerebro le diera vueltas a la idea de que tal vez… solo tal vez… todo esto podría resolverse con palabras. 

Hablar. 

Negociar. 

Llegar a un acuerdo. 

En esos días que Gio no estuvo, la mente de Octavio trabajó sin descanso, tejiendo suposiciones, buscando fragmentos del joven que alguna vez conoció. 

No era estúpido, sabía que las cosas nunca volverían a ser como antes. Pero si lo pensaba bien, si analizaba la situación con la frialdad suficiente, había llegado a una conclusión: entre todas las opciones, Gio realmente era la mejor. 

Lo supo cuando escuchó los gritos sofocados a los lados de su habitación. 

Lo supo cuando la desesperación ajena resonó a través de los muros. 

La frase "soy la mejor opción", se convirtió en un hecho innegable. 

Hoy, él había decidido ceder. 

Hoy, él había elegido negociar. 

Hoy, se había propuesto a sí mismo usarlo. 

Porque si lograba que Gio lo viera como algo útil, entonces no lo desecharía. 

No terminaría como las otras personas de los otros cuartos.

Entonces… 

¿Por qué? 

¿Por qué lo trataba de esta manera? 

¿Había cometido un error?

Uno que no entendía. 

Sí. Cometió un error… uno que quizá, nunca entendería.

Lamentablemente, para Octavio, la cabeza de Gio ya se había partido en dos. 

El lado más oscuro lo dominaba ahora. 

Aunque aquel lugar estaba impoluto, tan inmaculado como un anillo virginal nunca antes profanado, eso no alivió la amargura que se expandía en su corazón. 

Con brutalidad, presionó la cabeza del profesor contra las sábanas. 

El peso sobre el cráneo era sofocante, la tela absorbía el aliento entrecortado de Octavio mientras los músculos del cuello se tensaban en vano. 

Gio no le permitió moverse. Dirigió toda la furia contenida hacia la mancha cerca del omóplato. 

El color rojizo seguía tan fresco que le revolvió el estómago. 

Una marca reciente. 

No lo soportó. 

La boca del hombre descendió con violencia. La lengua pasó por la marca, caliente y húmeda. Roeía la piel con insistencia, como si intentara arrancarla, como si pudiera desgarrarla con la boca y eliminar lo que lo enfermaba.

Tironeó. Mordió. Succionó. 

Octavio gimió de dolor, pequeños sonidos escaparon de sus labios. La mitad de su rostro raspó contra las sábanas y las heridas se frotaron contra la tela áspera. Las sábanas se empapaban con sus lágrimas, mientras un hilo rojo corría desde la abertura del párpado.

No sabía qué hacer. 

Después de unos minutos, satisfecho, Gio descendió hacia la costilla. Arremetió de nuevo, más rudo y voraz, como si su hambre fuera insaciable. La presión aumentó y, con ella, pudo sentir ese regusto metálico colándose en su boca. Fue entonces cuando se dirigió hacia la última marca, aquella en el límite superior de los glúteos de Octavio.

El profesor ya no podía soportarlo. 

Octavio intentó mover los brazos hacia atrás. Quiso golpearlo, alejarlo, aunque solo le quedara un poco de fuerza.

El hombre reaccionó con rapidez. Tomó la mano y, con un movimiento brutal, dobló los dedos hacia atrás.

Un ¡crack! resonó en la habitación, seguido de un "¡aaah!" que se cortó antes de salir por completo de la garganta de Octavio.

El agonizante crujir de los huesos y el tirón de los tendones llegaron al límite de su resistencia.

Era demasiado. 

Todo era excesivamente doloroso. 

De repente, sintió una presión en el hombro y la mano de Gio que lo volteó bruscamente.

Lo obligó a mirarlo. 

Quería que lo viera.

El hombre solo bajó el cierre del pantalón y sacó la extremidad. El monstruoso miembro se alzó en una rígida curva. Abrió los muslos del profesor, levantó las caderas y escupió con desprecio en el agujero de Octavio.

Presa del pánico, el profesor lo empujó, gritó e intentó insultarlo. 

Sin embargo, el otro no reaccionó.

Ni una chispa de emoción le cruzó el rostro. No se inmutó. 

Esos ojos oscuros seguían observándolo como si fuera insignificante.

Octavio tembló más fuerte cuando el glande rozó y se frotó en esa parte de su cuerpo.

Intentó levantar el torso, pero una bofetada lo azotó antes de que pudiera incorporarse del todo. El golpe le dejó una marca ardiente en la mejilla.

Gio lo sujetó con fuerza, presionando una mano contra su esternón, clavándolo contra el colchón. No había espacio para moverse, no había escapatoria. Los mareos regresaron. La habitación giraba, se retorcía a su alrededor, como si estuviera atrapado en el parpadeo de una pesadilla de la que no podía despertar.

Quería comprender. 

Maldición, quería comprender.

Pero no entendía.

No entendía la extrañeza de toda la situación. 

Era diferente. 

No era como las otras veces. No había palabras llenas de dobleces. No había arrogancia. No había picardía en la comisura de los labios.

Solo estaba Gio.

Con la mirada vacía.

Y Gio se sentía así.

Vacío.

Era un vacío que lo había drenado desde adentro, succionando todo lo que alguna vez pudo haber sido humano. Ese vacío no se quedó vacío por mucho tiempo. Se llenó. Se llenó de odio, un odio tan denso que le aplastaba el corazón.

En ese punto, no había diferencia con cualquier otro animal que realizara el acto natural de la procreación. No eran necesarios los besos ni las caricias. Si a Octavio no le importaba ser la puta de ese lugar, si no le afectaba revolcarse con cualquiera de esos tipos, ¿por qué debía él esforzarse en hacerlo sentir bien? 

Él también podía ser como todos esos cerdos: entrar y llenar con su semen esa pequeña apertura. También podía ser igual que esos bastardos, cogerlo hasta quedar satisfecho y después retirarse, dejarlo tirado con el agujero burbujeante y partir sin mirar atrás. Podía incluso ser peor. Era consciente de sí mismo y de lo que podía llegar a hacer. El único límite era ese amor que le había tenido a Octavio desde hacía tantos años. 

Pero claro, el único problema, al parecer, era que la resistencia del profesor solo existía para Gio… 

Sí… el único problema era que fuera él. 

El corazón del hombre se llenó de desprecio, una tristeza viscosa imposible de arrancar. Se llenó de miseria, esa clase de miseria que no se podía extirpar ni con las uñas, la que se alojaba en el fondo del corazón, fermentando, apestando aunque no tuviera olor.

Porque ahí estaba, sosteniendo a Octavio, como si eso tuviera algún sentido.

Inclinó la cabeza hacia abajo y, en un movimiento rudo, se introdujo hasta la mitad. No hubo delicadeza, ni una pausa para medir el daño. 

Solo la fricción de un cuerpo que no buscaba satisfacción, sino algo más retorcido. No era deseo, era una herida frotándose contra otra, intentando arrancarse el dolor propio. 

Era matar el vacío con lo más sucio, anestesiar la miseria con el dolor. Como si la carne desgarrada pudiera tapar el agujero que dejaba el abandono, como si el daño físico fuera suficiente para ahogar el amor que nunca se atrevió a soltar.

Mientras Gio contenía la molestia apretando la mandíbula, Octavio sintió un calambre que le recorrió desde las entrañas hasta la garganta. 

Siempre se dice que la forma de solucionar los problemas entre amantes incapaces de comunicarse es a través del majestuoso acto del sexo apasionado de la reconciliación. Un mito romántico envuelto en sudor y gemidos, donde las heridas se curan con el roce de la piel y las disculpas se pronuncian en jadeos entrecortados. 

No obstante, en ese momento no había nada de eso. 

Solo tristeza.

Solo dolor. 

Un dolor que no se limitaba a la carne destruida, sino que iba más allá, arraigado en el hueso, pulsando al ritmo de sus corazones descompuestos. 

Las paredes secas y estrechas parecían cortarle la mitad el miembro, mientras Octavio se contraía en espasmos agonizantes.

El profesor incluso dejó de respirar por unos segundos. Con los ojos vidriosos y la voz entrecortada, pidió desesperadamente que Gio se retirara.

Pero a cada súplica, el hombre respondió con un movimiento brusco hacia adelante, enterrándose más y más hasta el fondo.

Octavio clavó las uñas en el brazo que lo presionaba hacia abajo. 

Al hombre no le importó. El estimulante ruido de su pelvis chocando contra los glúteos de Octavio, solo le aumentó la amargura en el corazón. 

Era como una máquina. Iba y venía, como si el acto no requiriera más que el simple cumplimiento de una función. Cada embestida era un rencor acumulado. No había un suspiro, ni un gemido, ni el más mínimo rastro de calidez en los labios. 

Los minutos pasaban. El acto se había prolongado con la misma monotonía para quien estaba arriba, mientras que quien yacía abajo sentía que estaba muriendo.

El miembro flácido entre las piernas solo sumaba frustración a la situación.

Los delgados labios temblaron, tratando de formar palabras, pero solo lograron emitir jadeos irregulares.

La conexión en el cuerpo de ambos era un martirio. El pene duro entrando y saliendo lo quemó como el mismo infierno.

De esta forma no terminarían en mucho tiempo, y Octavio necesitaba resolverlo. Sentía que en cualquier momento podría parir sus entrañas debido a las contracciones abdominales que estaba teniendo. 

Ya se había resignado a perder el poco orgullo que le quedaba en beneficio de la supervivencia, y parecía que aún podía perder mucho más.

Solo debía analizar la situación.

Si tenías una mascota que actuaba de forma diferente a lo habitual, lo primero que harías al verla inquieta o enojada sería…

Octavio tragó saliva y, con mucho esfuerzo, lo intentó.

—Gio.

El nombre le salió con cautela, temeroso de que un movimiento en falso pudiera acabar con sus dedos desgarrados.

El hombre se detuvo. 

Su ceño se frunció en una mueca incompleta, a medio camino entre la confusión y el instinto. El tic en su mandíbula saltó una vez. El temblor de su nariz fue apenas perceptible.

Aunque no podía verlo, Octavio lo sintió.

Funcionó.

Entonces… Un buen dueño no reaccionaba con enojo ni frustración. No le gritaba a su cachorro cuando este hacía algo mal. Un buen dueño entendía que los perros respondían mejor a la paciencia, al tono correcto de voz, a la forma en que los llamabas.

Extendió la mano, con el pulso contenido, esperando…

Gio bajó el torso, sus ojos fijos en los suyos, y por un momento, algo pareció encajar. Como si se tratara de un reflejo condicionado, su cabeza se inclinó, la mejilla levemente expuesta. Un cachorro buscando la caricia de su amo.

Octavio lo tocó.

Los dedos apenas rozaron la piel, pero fue suficiente. La piel del hombre estaba caliente, febril. La respiración se volvió más baja, más pesada. Un brillo tenue resurgió en esos ojos oscuros.

El alivio que sintió Octavio fue leve, casi irrisorio. Como una broma absurda sin gracia, como una moneda lanzada al aire sin importar de qué lado cayera. 

Volvió a llamarlo.

—Gio… 

El hombre, se deshizo en esa voz suave que lo llamaba. Su mano se alzó por inercia, apoyándose sobre la de Octavio y cerró los ojos. 

El manto oscuro en la mente de Gio se disipó lentamente. Después de varios minutos,

cuando abrió los ojos, la realidad se desbordó frente a él.

La moneda finalmente cayó.

Gio lo había arruinado otra vez.

Abrió los labios, pero los cerró de inmediato. 

¿De qué servía decir "lo siento"? ¿Podía esa frase borrar lo que ya estaba hecho?

No.

Miró a la persona entre sus piernas. Él tenía la mitad del rostro ensangrentado. Cada poro de la piel sudando frío.

No podía ver más, no quería ver lo había hecho.

Retiró aquella mano que solo estaba retenida y se levantó.

Octavio lo estudió en silencio.

No había diferencia entre este hombre y un animal. Viéndolo desde esa perspectiva, el análisis se volvía más sencillo. Obtener lo que quería también.

Mirando hacia atrás, cuando se conocieron, aunque se mostraba altivo, solo era alguien que lo rodeaba con admiración, saltando en dos patas buscando su aprobación. Ahora, frente al rechazo, le respondía con agresividad.

Mientras Gio limpiaba y desinfectaba en silencio la herida abierta, Octavio seguía maquinando.

La solución estaba justo frente a él.

Debía ser un buen dueño si quería usar a ese gran perro.

El cuerpo era solo carne, un envase. Un mecanismo de poder y control.

¿Por qué no usarlo a su favor?

De todas las opciones, este hombre era la menos mala.

El asunto ahora era cómo obtenerlo.

El borde de su boca tembló con una mueca de disgusto.

—¿Le duele? —preguntó Gio.

Octavio lo contempló un instante.

¿Cómo se hacía?

Nunca había intentado seducir a alguien. Incluso con Natalia, al inicio no le prestó atención. Pasó mucho tiempo hasta que el incesante coqueteo de la mujer obtuvo algo de su interés, y solo cuando ella fue directa y al grano con el asunto, él comenzó a verla de una forma diferente. 

Bueno, debía intentarlo.

—Gio —susurró.

El hombre abrió los ojos sorprendido.

Eso le gustaba. Octavio alzó sutilmente la comisura de los labios.

—No duele.

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