19: Quiebre

 "El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son demasiado delicados para la mar" 

—Ernest Hemingway, El viejo y el mar 

Los labios heridos de Octavio se curvaron en una sutil medialuna, apenas perceptible para los demás, pero para Gio, esa sonrisa fue como una caricia.

Observó al profesor con una mezcla de sorpresa y admiración, dolor y amor. Aunque no podía confiar plenamente en él, sintió un atisbo de ilusión en su imaginación. 

La anhelada sonrisa del profesor era como agua para un sediento, como droga para un adicto, como alivio después de la tortura.

Una dulce mentira imposible de rechazar. 

Así había sido siempre.

Sin embargo, ya no podían retroceder. Gio sabía que no podía volver a ser el joven que fue, y aunque pudiera, aún quedaba mucho por hacer. Cerró los ojos un momento y, al abrirlos, se enfocó en sanar provisionalmente el cuello de Octavio.

Después de unos minutos, el profesor se quedó solo. El tiempo avanzaba y el hombre no regresaba a la habitación.

En la mano derecha, el envase del antiinflamatorio permanecía sellado. La tapa a rosca parecía burlarse de los intentos, resbalando entre unos dedos cansados y adoloridos.

Volvió a intentarlo, pero el plástico se mantuvo firme. 

Un obstáculo tan pequeño y, aun así, imposible de superar. 

Necesitaba ayuda. 

Octavio se incorporó lentamente, sintiendo cómo una punzada de dolor le recorría el cuerpo. Se deslizó fuera de la cama y, al hacerlo, los pies tocaron el suelo frío.

Cuando abrió la puerta, el aire en la otra habitación se sintió diferente, más pesado.

Un vaso lleno descansaba sobre la pequeña mesa de té, con la superficie del agua inalterada. Justo al lado, estaba Gio. Apoyado en el sillón, con los ojos cerrados.

La delgada figura se acercó, se paró frente a Gio y, por un momento, se quedó observando. 

Había muchas formas de describir lo que veía. 

Pero ninguna de ellas importaba. 

Agotados, arruinados, devastados, ambos compartían el mismo estado, aunque no lo supieran. 

Diferentes circunstancias, diferentes emociones. 

En silencio, con las bocas cosidas por intereses distintos, nunca podrían escuchar las palabras del otro. 

Porque no podían recuperar lo que se había perdido. 

Octavio parpadeó. 

Algo en su pecho se apretó, pero lo ignoró. 

No estaba allí para eso. 

Avanzar o retroceder. 

En realidad, no tenía tantas opciones. 

Solo necesitaba ayuda. 

La mano izquierda del profesor estaba hinchada e inútil, los dedos entumecidos, la piel hirviendo. Si Gio accedía a ayudarlo, podría aprovechar la oportunidad para negociar su deseo de no regresar a aquella habitación. 

No podía soportar otra vez ese lugar. 

Dejó el envase sobre la mesa, junto al vaso y el pastillero. La mirada se posó en el pequeño rectángulo de metal. Algo en su forma, en su mera existencia, le resultaba incómodo. No obstante, por alguna razón inconsciente, consideró que era mejor no saber. 

La ignorancia, a veces, es la mejor opción.

Inclinándose hacia el hombre que aparentemente dormía, Octavio le tocó el hombro dos veces.

El primer contacto fue suave; el segundo, un ligero golpe con la punta de los dedos.

Sin embargo, no hubo reacción.

Exhaló profundamente, reprimiendo la impaciencia que le burbujeaba en el pecho. Se inclinó hacia él una vez más, decidido a intentarlo de nuevo.

Esta vez, no tuvo oportunidad. Antes de que pudiera apartarse, una mano grande lo atrapó con fuerza.

Octavio sintió un tirón repentino y un escalofrío le recorrió la columna. La presión en la muñeca era firme, casi dolorosa. No era la primera vez que Gio lo sujetaba así, pero lo desconcertante era cómo lo miraba: turbio, perdido.

Parecía confundido, como si estuviera viendo algo que no encajaba con la realidad. 

El ceño del hombre se frunció y el agarre se aflojó. Segundos después, el brazo de Gio se deslizó hacia la cintura del profesor y, sin previo aviso, lo atrajo hacia sí.

Octavio se quedó inmóvil.

—Viniste —murmuró Gio, con la voz ronca por el sueño o por algo más—. Al final lo hiciste.

El calor del aliento atravesó la tela. El peso de la frente se apoyó en el abdomen del profesor. 

Octavio no sabía qué hacer. 

No podía comprender lo qué estaba sucediendo.

La voz de Gio vibró contra su cuerpo.

—¿Por qué estás así...? No quiero verte de esta forma... —susurró, con una mezcla de tristeza y afecto—. Por favor... hoy no... hoy no te muestres así...

Gio bajó la mirada hacia un costado y, con ternura, deslizó los dedos por el brazo de Octavio, desde el codo hasta la muñeca. Con un roce tembloroso, se detuvo en la zona herida.

—Nunca quise, yo... —murmuró.

El índice rozó la parte alta de la mano, dibujando formas invisibles sobre la piel enrojecida, como si buscara borrar el daño con la yema de los dedos.

—Odio verte herido. No quiero que llegues así...

La expresión del profesor se endureció de inmediato. Tensó la mandíbula, y las venas del cuello resaltaron. Los latidos del corazón se dispararon.

«¿Odiás verme así? ¿De esta forma? ¿De quién es la culpa? ¡Maldito bastardo!»

Un odio denso y sofocante se esparció por su pecho como veneno.

Pero Gio no se dio cuenta. 

Atrapado en sus propias alucinaciones, siguió delirando con un rostro lamentable, como un perro empapado bajo la lluvia, buscando un poco de misericordia.

—¿Estás enojado, verdad? —susurró con amargura—. Siempre lo arruino... ya no sé... no sé cómo...

Aquellos iris buscaron los de Octavio con un anhelo miserable. En ese momento, se desplegaron años de recuerdos. El dolor en su pecho se intensificó, como un alambre de púas enredándose en los pulmones, cortando el oxígeno y arañando la carne desde dentro.

—Antes era más fácil. Quiero volver atrás, cuando todo era menos complicado...

Los dedos de Octavio se crisparon.

«¿Volver atrás? ¡Qué ridículo!» Pero no lo dijo. No valía la pena.

Mientras tanto, la añoranza y la angustia torturaban la mente del hombre.

¿Alguna vez podrían volver al punto donde todo comenzó?

No.

La respuesta era tan obvia que a Gio le dolía. El daño que había causado era irreparable. Por eso se aferraba de forma insaciable a los buenos momentos, a aquella época en la que aún podía tener esperanzas.

—Yo... Cuando lo vi por segunda vez, tuve la ilusión de que me recordaría. Pero no lo hizo. Fui tan ingenuo...

El hombre soltó una risa vacía, como si se burlara de sí mismo.

—Incluso llegué a creer que podría gustarle. ¿Sabe? Yo... yo me esforcé tanto, pero nunca se lo dije porque sabía que no le importaba.

Las palabras, cada una de ellas, quemaban cuando le salían de la boca.

—Si realmente hubiera sentido curiosidad, ¿no lo habría preguntado?

Se encogió sobre sí mismo, acariciando la frente contra el vientre del otro, como un animal herido buscando refugio en la única persona que podía destruirlo.

—Soy patético, ¿verdad? Supongo que ese es el motivo por el que nunca se lo confesé. Pero quería contarle...

La voz se le volvió más grave, más profunda, como si se hundiera más y más en sus propios recuerdos.

—Hice el año introductorio mientras estaba en la secundaria. No quería desperdiciar el tiempo. Cuando ingresé a la carrera, perdí la oportunidad de conseguir un cupo en su materia. Me sentí tan frustrado, pero cuando lo obtuve en el segundo cuatrimestre, fui tan feliz.

Sonrió, como si se estuviera confesando ante una persona que realmente lo apreciara.

—Aún recuerdo todos los detalles: aula 3B, lunes y miércoles de 8 a 12 horas, incluso la comisión... ¿No le parece infantil?

El silencio de Octavio solo hacía que todo resultara aún más incómodo, triste y deprimente 

—¿Por qué no se burla de mí? Diga algo... insúlteme al menos, haga todo lo que quiera, pero solo no me deje hablando solo.

Con un suspiro resignado, apoyó la barbilla en el vientre del profesor y se volvió a reír. Qué patético. En esos años se conformaba con tan poco... solo con ser parte de la vida de Octavio.

—En invierno, la punta de sus dedos se ponía roja. En esos días tomaba varias tazas de café y frotaba las manos buscando calor... cuando llovía, se quedaba mirando por la ventana, en silencio, como si estuviera pensando en algo importante. Siempre distante, como si tuviera miedo...

—¡Basta, cerrá la boca! —El rugido de Octavio estalló con violencia—. ¿Qué carajos pretendés diciendo estas estupideces? ¿A quién mierda le importa todo eso?

La mirada de Gio se quedó suspendida en la expresión desagradable que tenía el profesor. Abrió los labios, como si fuera a soltar un ligero "aaah", pero no salió ningún sonido.

Lo comprendió.

La voz llena de repulsión era la del Octavio de carne y hueso, el que lo odiaba, él que jamás se interesó en aquellos recuerdos inútiles. El dolor que sintió en el corazón se volvió insoportable. Soltó la cintura a la que se había aferrado como si fuera lo más preciado en su oscura vida e intentó apaciguar lo que sentía para que el otro no se diera cuenta. No quería que Octavio lo viera así.

—Vuelva al cuarto —ordenó con voz fría, como si nada hubiera sucedido.

Pero el profesor estaba enojado y rabioso. Por más que lo intentaba, no lograba entender a Gio. 

Le había dado vueltas miles de veces, repasando cada momento desde que cayó en este lugar, buscando una pista, una respuesta, cualquier cosa que le permitiera comprender qué daño le había causado a ese hombre. 

Desde entonces, esta persona se había convertido en su única obsesión, intentando razonar con su actitud, con la hostilidad que ejercía sobre él. Sin embargo, no encontraba respuestas. 

¡No existían motivos para que le hiciera todo esto!

—¿No me dijiste que hiciera lo que quisiera? ¿No pediste que no te dejara hablando solo? ¡Bien! Hablemos. Quiero hablar, ¡tengo tantas ganas de hablar! 

Octavio escupió las palabras con furia, el pecho subiendo y bajando con la agitación de quien ya no soportaba más. 

Gio, sin embargo, apenas le dedicó una mirada antes de levantarse del sillón con lentitud. 

—Qué pena por usted, pero no quiero. Así que vuelva al cuarto, o mejor, deje que llame para que vengan a buscarlo. No quiero aburrirlo con mis estupideces. 

Octavio sintió la ira escalarle por la garganta, ardiente y sofocante. Apretó con fuerza el pote que tenía en la mano mientras Gio se alejaba unos pasos, dándole la espalda. Su cuerpo vibró con un profundo rencor. 

—No. 

Gio se detuvo y se giró lentamente.

—¿No? —repitió, inclinando la cabeza con una sonrisa—. Ya veo, tiene miedo. Si esa es la razón, debería ser obediente. Si le digo que vaya a la habitación, es lo que debería hacer. 

Obediente. 

Octavio entrecerró el ojo, mirándolo fijamente con una mueca de desdén. 

—¿Esto es una suerte de venganza tuya? —El desprecio en el tono era filoso—. Tenés razón, sos patético. ¿Hacerme todo esto? ¿Para qué? 

Gio no respondió y se acercó de nuevo. Octavio no se replegó y dio un paso adelante. 

—Tu complejo de inferioridad es muy alto. 

Entonces, algo cambió. 

Una carcajada escapó de Gio. Aunque no había humor en ella. Había mostrado un lado que el profesor no debía ver. Por un instante, se sintió vulnerable, dolido y humillado. Todos esos sentimientos lo volvían cínico y arrogante. 

—¿En serio cree que es por eso? —El tono de su voz era suave, casi dulce—. Profesor, se considera demasiado a sí mismo. 

—Después de escuchar el monólogo lamentable de hace un rato, es imposible no llegar a esa conclusión.

—Lamento desinflar sus aires de grandeza, pero si hubiera una razón, no sería esa. Debería hacer una retrospectiva, el motivo está ahí, pero para su decepción, no lo llamaría venganza, diría que es una compensación.

—¿Te estás escuchando? ¿Compensación? Maldita sea, Dantez, ¿qué diablos querés que recuerde? ¿Esto te resulta divertido? Estás enfermo.

Enfermo… La mirada de Gio se oscureció. Las palabras de Octavio eran puro veneno, infiltrándose en el organismo, inyectándose en cada órgano. Era como si brea caliente se derramara sobre la piel, quemando lentamente la carne, desintegrando los huesos hasta convertirlos en polvo. De todas las personas que podrían maldecirlo con tales palabras, Octavio era de las pocas capaces de herirlo tan profundamente.

—Sí, quizás lo sea. Prefiero eso a ser alguien que no mira más allá de su microburbuja, pensando solo en sí mismo y tomando todo lo que los demás le dan. Disculpe; si eso es estar sano, prefiero ser un enfermo.

—¡No sabes nada de mí! ¡Deja de fingir que me conoces!

—Lo conozco lo suficiente.

—¡Basta! Estoy harto, mierda, cometí el error de prestarte atención. Sabes, me arrepiento —escupió, su expresión cargada de sarcasmo—. Te tuve lástima, te dejé a mi lado porque me resultaba deprimente verte suplicando por mi atención. ¿Para qué? ¿Para esto? ¿Así me lo pagas? Si no hubiera sido por mi ayuda, ni siquiera estarías acá.

Gio no mostró sorpresa. En cambio, su rostro se contorsionó con una mezcla de resentimiento y resignación, como si cada palabra hubiera sido una punzada en una herida ya abierta.

—Ah, ya recuerda un poco. Pero otra vez se equivoca. ¿Ayudarme? Solo le preocupaba que el proyecto se cayera. Temía que saliera en los medios que había un loco trabajando con usted. Solo le importaba esa reputación que se había creado. Ni siquiera se acercó a preguntarme qué sucedió. Intenté varias veces explicarle, pero decidió escucharlos a ellos.

—¡No podía! No... —La voz se quebró al final de la frase, como si las emociones reprimidas finalmente intentaran escapar—, hice lo correcto... no lo entenderías.

La justificación se desmoronó en la boca, pero la necesidad de sostener su fachada lo mantenía de pie.

—Claro que lo entiendo. El problema es que usted no se entiende. Profesor, se miente a sí mismo de una manera que ya afecta su realidad. Todo es una mentira, usted es una mentira. Es tan cobarde que ni siquiera se atreve a enfrentar la verdad. Esa es la diferencia entre nosotros: siempre fui sincero con usted. Pero tiene razón, de hecho, le agradezco. Gracias, por usted me fui de este país, y ahora mire, las situaciones de ambos han cambiado. ¿Quién necesita a quién ahora?

El cuerpo de Octavio, después de una segunda dosis de H.R.Nova, estaba psicológicamente inestable y emocionalmente devastado. Dijo cosas que nunca le habría dicho al joven que conoció y sintió emociones que había olvidado.

Él siempre creyó que había hecho lo correcto. 

Cuando recibió la noticia de que su ayudante, un muchacho al que consideraba un estudiante ejemplar, había atacado al decano y al inversor del proyecto en el que trabajaban desde hacía más de un año, hizo lo que tenía que hacer. 

No dudó. Actuó.

Pidió favores, hizo llamadas, cubrió el asunto con eficiencia. 

Incluso Natalia lo cuestionó. Pero, en ese momento, se negó a desconfiar de Gio. Ahora, años después, esta persona trae de vuelta todo esto.

¿De qué sirve buscar respuestas a cosas que sucedieron hace años? 

Le gustaría defenderse, pero no importaba cuántas veces justificara sus acciones, cuántas veces repitiera que había tomado la mejor decisión posible, porque su pasado está ahí, frente a él , juzgándolo sin intenciones de dejarlo explicar.

¿Para qué intentarlo? 

No sirve de nada.

Octavio se siente agraviado de una forma que las venas laten furiosas y las extremidades se vuelven pesadas. No había necesidad de palabras. Cuando alzó la mirada, Gio se inclinó hacia él, acercándose apenas unos centímetros, y le susurró algo al oído. 

Cuatro palabras.

Cuatro palabras que hicieron que la visión del profesor se volviera borrosa. Su mente, ya castigada por demasiadas noches de insomnio y recuerdos reprimidos, tardó un segundo en procesarlo. Cuando finalmente lo hizo, el impacto fue inmediato: un dolor punzante se clavó en su cráneo.

Gio se apartó con una sonrisa ladeada, satisfecho.

—Haga lo que quiera. Duerma en el sofá, en el suelo, no me interesa.

Y con esas palabras comenzó a alejarse de nuevo. El alejamiento no fue demasiado, los pasos de alguien acercándose lo hicieron girar.

¡CRASH!

Primero un vaso quebrándose, después fragmentos de vidrio volaron en todas direcciones.

Octavio sintió la mordedura punzante de los cristales incrustándose en su mano, pero su mente estaba demasiado saturada de ira como para registrar el dolor.

Gio se sorprendió y se tambaleó hacia atrás por el impacto, pero no cayó. Un hilo de sangre comenzó a deslizarse lentamente por su frente, trazando un camino hasta la mandíbula. Cuando tocó la abertura, apenas tuvo tiempo de sentir la piel caliente y húmeda antes de que el puño de Octavio lo golpeara con toda la furia que aquel cuerpo herido podía permitirle.

La fuerza lo tomó por sorpresa; un golpe tras otro lo hizo tambalearse hasta que, finalmente, la espalda golpeó el suelo.

No se defendió. No intentó esquivar. No porque no pudiera, sino porque no quería.

Las palabras de Octavio cayeron sobre su rostro, hirientes y frenéticas. El profesor escupía su rabia con cada insulto, pero Gio no sentía nada. O, mejor dicho, lo sentía todo.

Odiaba ser débil. Odiaba la sensación de ser el perdedor. Odiaba que lo dominaran.

Pero...

Siempre había amado a esta persona.

Entonces, esa persona podía hacer lo que quisiera.

Al menos, si moría ahora, seguiría incrustado en la conciencia de Octavio. No podría arrancarlo ni olvidarlo. Estaría allí, grabado en sus recuerdos. Ese pensamiento le arrancó una sonrisa. Con los dientes ensangrentados, murmuró con una voz suave:

—Edén.

La palabra resonó en la mente de Octavio como una burla. La rabia se enredaba en su garganta, le apretaba los pulmones y se vertía en cada músculo. Era demasiado. Demasiado para contenerlo, demasiado para resistirlo. La respiración se volvió errática; el odio le retorcía las entrañas. No había espacio en su mente para la razón. 

Una imagen se superponía: el joven de hace años, con esa mirada siempre brillante y esa sonrisa dulce. La misma sonrisa que ahora se burlaba de él, como si hubiera sabido desde el principio que todo acabaría así.

Octavio sentía que su pecho estaba a punto de estallar.

¡Este hombre llevaba años riéndose de él!

El único mentiroso aquí era Gio.

Y él había caído como un imbécil.

La náusea lo golpeó con fuerza, mezclada con un aborrecimiento convulso que le carcomía el corazón. Su expresión se deformaba en una mueca tan rabiosa que incluso las viejas heridas cerradas comenzaron a abrirse. La sangre se deslizaba pegajosa por la piel, empapando las vendas.

El odio lo sofocaba. 

Lo quemaba.

—¡ENFERMO! ¡MONSTRUO! ¡HIJO DE PUTA!

La voz era un aullido desquiciado. Sin pensarlo, alzó el puño de nuevo.

Un golpe.

Otro.

Pero Gio seguía sonriendo. El rojo le teñía los labios y resbalaba por la barbilla.

¡Esa maldita sonrisa!

Insolente. 

Despreciable.

Eso fue lo enfureció aún más. El siguiente golpe cayó sin piedad. Un sonido húmedo y desagradable se expandió en el aire cuando impactó contra el rostro de Gio. 

Algo pareció resquebrajarse, pero aun así, el bastardo ni siquiera tuvo la decencia de bajar las comisuras.

Octavio vio la sangre deslizarse con lentitud, extendiéndose en la cerámica como raíces retorcidas. El calor de su propio odio le nublaba la vista. No pensó. No dudó.

El antebrazo izquierdo presionó la garganta de Gio, empujándolo contra el suelo. Con la otra mano, le tapó la boca.

Quería borrar esa sonrisa.

Quería arrancársela de la cara.

Quería que desapareciera, que se esfumara de su vida, de su mente.

Su respiración era errática y descontrolada. Se sentía completamente humillado.

Y sin embargo… Gio movió la mano. Con dedos débiles acarició el dorso de la mano que lo estaba ahogando. La piel caliente rozó la suya con una ternura absurda, como si quisiera consolarlo.

El odio en Octavio estalló en llamas.

—Bastardo de mierda —escupió entre dientes—, morite. ¡Solo morite de una jodida vez! ¡No quiero volver a verte! Todo esto... si no fuera por vos...

No pudo terminar.

La voz se le quebró antes de que las palabras pudieran salir completas.

La sangre y las lágrimas se le mezclaban en la cara. La rabia, el rencor y el dolor, todo se fusionaba en un solo latido envenenado mientras seguía presionando, presionando, presionando...

No escuchó el momento exacto en que la respiración de Gio se desaceleró.

Lo único que sintió fue el roce final de aquellos dedos sobre su piel antes de caer sin fuerza a un lado.

Todo se volvió silencioso.

Un silencio espeso, como la sangre en el suelo.

Las palmas sudorosas del profesor estaban calientes y temblaban. 

El temblor persistía, incluso cuando intentó apoyarse para levantarse.

El cuerpo parecía flotar, ligero y vacío, como si algo se hubiera drenado de él en el instante en que dejó de apretar aquella garganta.

Se alejó del cuerpo inerte.

Caminó lentamente hacia la puerta, con la cabeza gacha y los brazos colgando a los lados.

Frente a la perilla, se detuvo. Cuando extendió la mano, vio los nudillos heridos. Fue entonces que todo se volvió nítido.

La carne abierta.

La sangre mezclada.

La suya.

La de Gio.

Un simple ¡Cric! siguió a un ¡Crac!

Hizo un paso hacia adelante.

Frente a él, un gran pasillo negro y extenso, apenas iluminado.

La respiración se volvió errática. Algo denso y sofocante pasó por su garganta, dejándola seca. 

Era como si alguien respirara justo detrás de él. 

El sudor le heló la piel. 

Intentó dar otro paso, pero el cuerpo no respondió. 

Desde las plantas de los pies, algo oscuro y frío le trepaba por las piernas, anudándose en las articulaciones, paralizándolo. Un peso lo sujetaba desde la espalda, una opresión que le estrujaba el corazón. La presión se hizo insoportable.

Se apoyó en el marco de la puerta y su rostro palideció.

¿Qué debía hacer?

Tenía miedo de mirar hacia atrás.

Tenía pánico de avanzar.

No tenía fuerzas.

Intentó calmarse. Extendió una mano y la apoyó contra la superficie fría. Se forzó a moverse. Se arrastró hacia la esquina, el cuerpo vencido, enfermo de sí mismo.

Se dejó caer.

¿Qué había hecho?

Le ardía la cabeza.

La vista se volvió nula.

¿Cómo pudo? ¿Qué era lo que había hecho?

Los pensamientos chocaban entre sí, caóticos, desordenados, imposibles de controlar. 

¿Qué había hecho? ¿Cómo pudo? ¿Qué había hecho? ¡¿QUÉ HABÍA HECHO?!

La respuesta llegó de golpe. 

La sintió en lo más profundo de la carne. 

Un espasmo feroz lo dobló sobre sí mismo. Se llevó una mano al pecho, los dedos clavándose en la tela empapada de sudor. 

—¡AAAAAAAH! ¡AAAAAAAH! ¡AAAAAAAH!

Gritó.

Gritó hasta desgarrarse.

Gritó hasta que la voz murió.

Cuando ya no pudo emitir sonido, solo aire caliente brotó de sus labios.

Sus manos temblaban incontrolablemente, y lloró.

Lloró desbordado, como un loco, como un hombre que dejó de ser humano.

Aturdido. Perdido. Derrotado.

Cuando Alan llegó con Alto, encontró al profesor en el suelo, apoyado contra la pared. Tenía la cabeza baja, el cabello pegado al rostro por el sudor y el cuerpo desarmado. Las piernas estaban extendidas de manera desordenada, los brazos colgaban sin vida a los lados.

El joven se acercó.

—Octavio… —su voz sonó clara y lenta, pronunciando cada sílaba con la esperanza de sacarlo de ese estado de shock—. Octavio, soy Alan.

Él no respondió.

Solo alzó la cabeza, muy, muy lento.

La giró hacia la puerta.

Movió la boca, húmeda de lágrimas, sangre y saliva, intentando articular palabras que no lograban salir.

Alan lo supo de inmediato.

Le estaba contando lo que había hecho.

La sangre y las lágrimas resbalaban por su barbilla, gotas rojas y saladas cayendo sobre la tela empapada de la camiseta.

La mirada de Octavio no se fijaba en Alan ni en Alto.

Solo en la puerta.

Esperaba algo.

O a alguien.

Alto entró a la habitación por indicación de Alan.

—Tranquilo, solo voy a ayudarte —dijo el joven, sacando la jeringa del maletín y llenándola con calma.

Repitió la misma frase una y otra vez.

Pero Octavio no parecía escucharlo. Ni un parpadeo, ni un gesto. Solo aquellas pupilas, encogidas hasta casi desaparecer, permanecían fijas en la puerta.

La aguja perforó la piel. 

El líquido entró en el torrente sanguíneo. El cuerpo no ofreció resistencia.

Pero él...

Él seguía esperando.

La droga empezó a surtir efecto.

Los bordes de la visión se llenaron de un resplandor blanquecino, un letargo empalagoso filtrándose en la conciencia. La tensión en los músculos comenzó a aflojarse. Los latidos del corazón se ralentizaron.

Entrecerró los ojos, sintiendo cómo el peso del sueño lo arrastraba.

Fue entonces cuando lo vio.

Unos dedos largos se sujetaron al marco de aquella puerta.

Octavio enfocó la mirada, ansioso. Quiso moverse. El cuerpo no respondió.

Un pie salió de la habitación. Era un joven con el rostro limpio, intacto. Él se apoyó en la pared mirándolo con una leve sonrisa.

Algo dijo.

No escuchó lo que le decía.

No importaba.

Le respondió con la misma sonrisa.

No lo había matado.

Todo estaba bien.

Todo estaba bien…

 bien…

Los últimos restos de consciencia lo abandonaron. 

Una sutil sonrisa quedó en sus labios, bajo todo el daño.

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