El cuerpo del enemigo cayó al suelo con un sonido seco, y por un instante el bosque pareció contener el aliento. Duarte, con las manos aún manchadas de sangre y la respiración pesada resonando en el interior de su casco, parecía ajeno al peso de sus actos. Vidal y yo permanecimos paralizados, atrapados entre el horror y la incredulidad, incapaces de articular palabra alguna.
—Duarte... —Musité con dificultad, mi voz amortiguada tras el filtro del casco—. ¿Qué... qué fue eso?
Duarte apartó la mirada, dejando caer la roca con un golpe amargo que resonó entre los árboles. La tensión en su rostro era inconfundible: una mezcla de angustia y una rabia latente.
—No había otra opción —dijo, al fin, su voz fragmentada, como si pronunciara un juicio que él mismo no deseaba aceptar—. Ellos o nosotros.
Vidal intentó incorporarse, pero el peso de la trampa de osos seguía aferrándose a su pierna. Me arrodillaba para asistirlo, notando los cortes superficiales que el grafeno de su traje había contenido, aunque cada movimiento le arrancaba un jadeo contenido.
—Debemos seguir adelante —murmuró entre dientes, forzándose a reprimir el dolor—. Si hay más de esas... cosas, no sobreviviremos aquí.
Duarte asintió, su mirada fija en sus manos temblorosas y teñidas de rojo. La pregunta que resonaba en mi mente era ineludible: ¿esto es real?
El crujir de ramas rompió el tenso silencio, y todos giramos hacia el sonido. Una figura emergió de entre las sombras. Por un instante, el miedo me paralizó hasta que reconocí la voz de López.
—¡Por fin los encuentro! Esto es un caos, chicos. Tenemos que volver al asentamiento y solicitar refuerzos para buscar al resto.
Vidal se removió inquieto, negando con la cabeza. —No podemos volver.
—No estás en posición de decidir, Vidal —interrumpió Duarte—. Es imposible enfrentarnos a más de uno de esos... lo que sean. Necesitamos reagruparnos.
Asentí, tratando de calmar a Vidal, o tal vez de convencerme a mí mismo. —Duarte tiene razón. En el asentamiento podremos buscar ayuda. Además... estoy seguro de que al menos algunos han llegado allí.
Pero entonces, esa voz regresó, como una aguja punzante en mi mente.
—¿Por qué te mientes, Larel? ¿Le temes a la verdad? —recriminó con crueldad—. No eres una buena persona. No puedes cambiar el pasado ni fingir que te importaron.
Sacudí la cabeza, intentando ahogar el eco de esas palabras. —Lo siento —musité, cuando noté la mirada de Duarte fija en mí—. Estaba pensando.
—Piensas demasiado —bufó Vidal, su tono cargado de agotamiento y reproche.
De pronto, un grito ahogado de López nos sacudió. —¡Mierda!
Vidal palideció al instante, y Duarte dio un paso atrás, como si la tierra misma se hubiera convertido en una trampa mortal.
—Esto no puede saberse —dijo López con voz grave, su rostro marcado por una expresión de horror contenido—. Si esto se llega a saber... cambiará todo.
Vidal, siempre el más directo, respondió con dureza: —La verdad siempre debe salir a la luz, aunque duela.
—Hay verdades que solo traen destrucción —replicó Duarte, sombrío.
Me uní a la discusión, mi voz cargada de un cansancio más emocional que físico. —Hay verdades que fracturan lo que apenas comienza a sanar. Tal vez no todo deba saberse.
Sabíamos que el secreto que habíamos descubierto al final del bosque amenazaba con resquebrajar las ya frágiles relaciones del grupo. Y pese a nuestras diferencias, todos entendíamos que, al menos por el momento, ese conocimiento debía permanecer enterrado.
Cuando finalmente alcanzamos el asentamiento, el peso de la batalla reciente aún colgaba sobre nosotros. Los médicos trabajaban sin descanso, atendiendo a los heridos con precisión y celeridad. Muñoz se ocupaba de Binet, mientras que Regino permanecía junto al telégrafo, su rostro una máscara de frustración tras haber fallado en buscar refuerzos.
La noticia de nuevas desapariciones cayó como un golpe cruel. Taveras, junto con cuatro guardias y Binet, habían sido reportados como desaparecidos. La incertidumbre se infiltró en cada rincón del campamento. Sin demora, dimos parte de lo acontecido: la brutal muerte del científico en el bosque momentos antes.
El asentamiento estaba sumido en caos, pero, no éramos los únicos. Torres y su grupo luchaban por no fenecer ante la desgracia de un asesino silencioso.
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Nos encaminamos hacia la puerta Matías, con una mezcla de esperanza y una creciente incertidumbre. La idea de hallar respuestas o tal vez a alguien que pudiera despejar nuestras dudas era lo único que impulsaba nuestro avance.
El camino se extendía delante de nosotros como un susurro sombrío, envuelto en las sombras espesas de la noche. La muralla María se alzaba a nuestra derecha, imponente y fría, como un guardián eterno del pasado. Pegados a la muralla, avanzábamos con pasos calculados, el roce de nuestras botas contra el suelo, apenas audible por el trote acompasado de los caballos.
La oscuridad era casi táctil, una presencia que se filtraba por las rendijas de los trajes, pesando sobre los hombros de todos. Aunque los trajes reforzados parecían infundirnos valor, había algo en la quietud, algo inquietante en esa paz que no era natural. Cada sombra figuraba como demonios a esperas de devorarnos, y cada sonido, por débil que fuera, hacía que las manos se tensaran sobre las armas.
El equipo mantenía la cabeza baja, los capuchones añadiendo una capa más a nuestro camuflaje, fusionándonos con el manto oscuro de la noche. Sin embargo, esa cercanía a la muralla, tan estratégica como claustrofóbica, nos hacía conscientes de su inmensa presencia. Era como si el muro respirara, como si su silencio pesara tanto como el nuestro.
El mundo más allá de la muralla parecía inexistente, tragado por una negrura sin fin. No había señales de vida, ni de infectados, ni de algún enemigo humano, pero ese vacío solo intensificaba el latente terror de lo desconocido. Seguíamos adelante, el ritmo constante de los caballos marcando el tiempo.
Frente a la imponente puerta, Matías, el misterio de la desaparición del pelotón de guarnición de Catha finalmente se desveló. Allí, en una escena que únicamente podría describirse como una masacre despiadada, los cuerpos yacían mutilados con escalofriante precisión.
Sin perder tiempo, me adelanté a inspeccionar los cadáveres mientras mis compañeros examinaban los alrededores en busca de pistas. Tenía la certeza de que algún indicio revelaría al artífice de aquella atrocidad. Para nuestra consternación, Almánzar descubrió que dos cuerpos habían sido cruelmente arrojados al mecanismo de la puerta, bloqueándola por completo. Su posición explicaba por qué el portón no cedía desde el otro lado.
Al contar los cuerpos, encontramos los veinte miembros de la guarnición. Cada uno de ellos había sido diseccionado con una destreza casi quirúrgica, como si un perturbado cirujano hubiera practicado macabras disecciones sobre su carne. Observé con detenimiento las heridas y la disposición de los cuerpos: diecinueve hombres entre 25 y 40 años, sus músculos cortados con tal precisión que los huesos permanecían casi intactos, como si la intención fuese preservar una mórbida integridad anatómica.
— Imagino que los culpables deben ser esos malditos revolucionarios —interrumpió Torres, rompiendo el silencio.
— Es probable... —respondí con un dejo de duda, mientras documentaba mis hallazgos con un tono firme—. Los cuerpos medían entre 165 y 183 centímetros de altura. Aunque troceados, logré tomar las medidas... incluso de los que estaban dentro del mecanismo. Cinco cuerpos fueron hallados cerca de la puerta, dos en el mecanismo, diez en la retaguardia y tres más sobre la muralla. Todos, sin excepción, fragmentados en proporciones impecablemente exactas.
Torres fruncía el ceño, incapaz de librarse de una creciente sensación de que algo, en todo aquello, no encajaba. Su intuición no le fallaba. Exploramos el perímetro con rigor, escudriñando cada rincón en busca de respuestas, hasta que él, junto a dos guardias, decidió aventurarse en la ominosa torre de la muralla.
Por mi parte, dediqué tiempo a medir las huellas y comparar calzados. Todas parecían ajustarse al tamaño promedio de un adulto, exceptuando una excepción peculiar: una bota significativamente más pequeña, diseñada para un pie de apenas cinco pulgadas. Era un hallazgo perturbador, pues en la guardia... no había mujeres, ¿o sí?
— Sí... recuerdo lo que ocurrió esa noche —se mofó mientras me mostraba las memorias de González—. Tal vez esto te refresque la memoria... Héctor Larel.
En el interior de la torre, una voz resonó de forma inesperada. Era una grabación. Torres, alzando un brazo para indicar precaución, avanzó junto a los guardias, armas en mano, en busca del origen de aquel eco ominoso.
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Al amanecer, el pelotón de guarnición aguardaba con una tensión palpable la llegada del grupo enviado por el rey. Sin embargo, lo que aquel día trajo consigo fue un aire extraño, impregnado de un miedo casi instintivo.
— ¡Capitán! —gritó uno de los guardias desde lo alto de la muralla—. ¡Los habitantes de Pontos están abandonando la ciudad!
El capitán ascendió apresuradamente para verificar la alarmante noticia, su semblante reflejando una mezcla de incredulidad y aprensión.
El capitán se detuvo al llegar a la cima de la muralla, con unos binoculares observó la desbandada de los habitantes de Pontos. Las sombras de las primeras luces del amanecer se extendían sobre los tejados, creando un inquietante contraste con el caos que se desarrollaba abajo. Familias enteras cargaban con lo que podían mientras se precipitaban hacia las afueras de la ciudad. Era una huida ordenada, marcada por silencio y, una música suave.
— ¿Por qué se marchan? —preguntó el capitán con tono de desconcierto, volviéndose hacia el guardia que lo había llamado.
— No lo sé, mi capitán... pero, esto no es normal.
Torres, por su parte, continuaba explorando la torre de la muralla junto a los guardias. La grabación que resonaba en su interior había despertado un temor primitivo, una sensación que ninguno de ellos podía sacudirse. El sonido estaba cargado de un zumbido eléctrico que le añadía un matiz espectral.
— ¿Reconoces la voz? —preguntó uno de los guardias, con la mandíbula tensa mientras apuntaba su arma hacia la penumbra.
Torres negó con la cabeza, avanzando cautelosamente. La grabación seguía reproduciéndose, pero ahora se distinguían palabras fragmentadas, cargadas de una urgencia siniestra.
— ...no queda tiempo... ellos vienen... es... es la peste, él está aquí...
Un crujido repentino rompió el silencio que había rodeado las palabras. Algo cayó desde el techo de la torre, golpeando el suelo con un ruido seco que hizo que todos apuntaran sus armas al unísono.
Mientras tanto, abajo, yo continuaba examinando las huellas y los indicios dejados en el lugar de la masacre. La pequeña bota, aquella que no encajaba en el perfil de los guardias de Catha, se convirtió en mi obsesión. La sostenía en mis manos, estudiándola con detenimiento, cuando algo en el patrón de desgaste de la suela llamó mi atención. Parecía haber sido usada para largas caminatas, y tenía restos de barro seco que no coincidían con el terreno circundante.
De repente, un estallido resonó desde la torre. Aquel gigante de un material indestructible por el hombre, ardía como el infierno mismo, y en lo más alto de la torre en llamas... Aquel espectro mirando el caos.