Las órdenes de López eran inequívocas: abandonar el asentamiento si el equipo de exploración no regresaba antes del alba. Pero el aire se hallaba cargado de incertidumbre, con el grupo sumido en un torbellino de dilemas éticos y morales. Algunos insistían en regresar por los ausentes; otros aceptaban su desaparición como un oscuro augurio, un presagio de ruina si permanecíamos allí.
Vidal, sin embargo, se alzó como un faro de convicción. No estaba dispuesto a aceptar más abandonos, no de nuevo, no esta vez.
—¿¡Acaso olvidaron lo que ocurrió al otro lado de la muralla!? —su voz cortó la creciente disputa con la fuerza de una hoja de acero—. ¿Somos tan miserables como para volver a traicionar a nuestros compañeros? ¿O esperamos al alba, listos para rescatarlos si no regresan?
—Lo lamento, Vidal, pero las órdenes de Torres fueron claras —intervino López, con firmeza.
—¡Resistiremos! —respondió Vidal con determinación—. Únicamente nos marcharemos cuando se agote toda esperanza, cuando... cuando hallemos sus cuerpos, si es necesario.
—Estoy con Vidal —terció Batista—. Sin Binet, estos trajes no tienen futuro. Nadie puede confeccionarlos o repararlos como él. Su ausencia condena no solo a nosotros, sino a este proyecto entero.
—López ya tomó la decisión —señaló Duarte, imperturbable—. Nuestra prioridad debe ser sobrevivir a los que aún seguimos aquí, con vida... No podemos aferrarnos a esos hombres de Schrödinger.
—Entonces marcha con él, Duarte —replicó Muñoz con dureza—. Como líder de los médicos, mi deber es con todos ustedes, curarlos y velar por su bienestar. No abandonaré a nuestros compañeros, no de nuevo.
—En cuanto a mí, seguiré cocinando —comentó Sánchez con una sonrisa que contrastaba con el ambiente cargado—. Tengo toda la noche y parte del amanecer para esperarlos, con un banquete preparado.
Con un vigor renovado, la voluntad de un hombre comenzó a inclinar la balanza hacia el lado de la esperanza. Si era posible, no únicamente los esperaríamos, sino que saldríamos en su búsqueda.
Yo... simplemente observé. ¡Lo admito! Como siempre, fui un espectador inmóvil, atrapado en la quietud, incluso cuando uno de los desaparecidos era como un hermano para mí. Y aun así, no me inmuté.
La discusión se extinguió lentamente, como brasas apagándose bajo el peso de una cena terrenal que apenas podía sostenernos. El asentamiento quedó envuelto en un silencio quebradizo, cargado de incertidumbre. Duarte, de pie junto a la puerta, observaba el vacío. Sus ojos no veían el paisaje, sino los ecos de un pasado que parecía condenarlo. No creía posible hallar palabras capaces de sanar a quienes habían jurado salvar vidas, pero que ahora solo podían velarlas.
—Imagino que por eso no tuviste la gallardía de apretar el gatillo —la voz de Vidal, quebrada, pero firme, interrumpió mis pensamientos—. No te culpo por no poder disparar a aquel hombre.
—¿Qué...? Pero yo... ¿Yo disparé?
—Por un instante, pensé que lo harías —confesó Vidal, con lágrimas brillando en sus mejillas—. Pero resultaste ser un hombre mejor que yo —añadió, la voz temblando al recordar la vida que él mismo había arrebatado.
—Era ellos o nosotros, Vidal —respondí, retomando las palabras de Duarte en el bosque, tratando de justificar lo injustificable.
—Ellos también son seres humanos. No sabemos qué los llevó a hacer lo que hicieron.
—Ellos eligieron su destino —dije con dureza, intentando convencerlo, o quizás convencerme.
—Aparentemente... también eligieron el mío, Larel —concluyó Vidal, con la mirada perdida, cada palabra cargada de resignación.
Vidal se alejó hacia donde estaba Duarte. Ambos hombres, marcados por tragedias distintas, pero entrelazadas, buscaron consuelo el uno en el otro. Sus abrazos no eran de esperanza, sino de aceptación; una aceptación amarga de que, en estas tierras, la supervivencia exigía borrar rostros y nombres para convertir enemigos en sombras sin alma.
La noche avanzaba, y con ella el silencio se hacía más denso. El asentamiento estaba envuelto en penumbra, como si la misma oscuridad se negase a revelar los secretos que compartíamos. Duarte seguía en la puerta, inmóvil, mientras el aroma de las viandas de Sánchez llenaba el aire, una contradicción casi cruel ante la tragedia latente.
—¿Crees que habrá redención para nosotros? —preguntó Duarte finalmente, sin apartar la vista del horizonte. Su voz era un susurro, como si temiera despertar a los fantasmas que ya nos acechaban.
Vidal, sentado junto al fuego, levantó la mirada. Sus ojos, cargados de un peso que parecía superar su resistencia, se encontraron con los de Duarte.
—No lo sé —respondió, honesto—. Pero tampoco creo que la estemos buscando. Aquí no hay redención, solo supervivencia.
Yo los escuchaba desde la distancia, fingiendo estar absorto en la tarea de limpiar mi arma, aunque mis manos temblaban con cada palabra. Sabía que mi silencio era un escudo, uno que usaba para evitar enfrentar las verdades que ellos ya habían aceptado.
—¿Y tú, Larel? —me llamó Duarte—. Si regresáramos el tiempo, ¿tomarías otra decisión?
Levanté la vista, sorprendido por la pregunta. Mi primer impulso fue devolver la mirada al suelo, pero algo en su expresión me obligó a mantener contacto visual.
—No lo sé —contesté tras un largo silencio—. Tal vez no habría disparado. Quizás sí. Pero eso no cambia lo que somos ahora.
Duarte asintió, como si la ambigüedad de mi respuesta fuera suficiente.
—Es lo único que nos queda: decisiones que no podemos deshacer.
El resto de la noche transcurrió con una calma forzada, cada uno atrapado en sus propios pensamientos. El fuego chisporroteaba de vez en cuando, rompiendo el silencio con un ruido que parecía tan ajeno como nosotros mismos en aquel lugar. Nos habíamos convertido en sombras, no solo para el mundo exterior, sino también para nosotros mismos. Y aunque esperábamos a nuestros compañeros, la pregunta que ninguno se atrevía a formular en voz alta seguía resonando en nuestras mentes.
¿Cuánto más podríamos sobrevivir sin perder lo poco que quedaba de nuestra humanidad?
La madrugada nos sorprendió reunidos, como sombras de lo que alguna vez fuimos. López, con su voz firme y cargada de gravedad, nos recordó la misión que aún pendía sobre nosotros: desentrañar los secretos de la enfermedad y hallar a nuestros compañeros... o lo que quedara de ellos.
Asentimos, sabiendo que no había vuelta atrás. Preparamos nuestros equipos, revisamos cada traje, cada arma. Nadie escapaba a la paradoja de sanar y luchar por la vida, mientras la muerte se cernía en nuestras manos.
Salimos al amanecer, el cielo aún oscuro, la lluvia convirtiéndose en una fina garúa. La entrada del bosque, tres escalones que se negaban a morir con el pasar del tiempo, nos recibió con su silencio, un testigo mudo de los horrores que habíamos vivido.
Nos adentramos en la espesura que parecía abrirse a nuestro cometido; cada paso, un desafío a la muerte que nos rodeaba. Los sonidos del bosque eran ahora nuestros aliados; cada crujido, cada movimiento, una pista en nuestra búsqueda. Los cuerpos comenzaron a aparecer, ocultos entre la vegetación y los árboles caídos. Los primeros eran enemigos, abandonados a su suerte, destinados a ser "uno con la tierra". Vidal examinaba los cadáveres mientras los guardias saqueaban lo que pudieran. Dos lonas se extendían en el barro húmedo: una para los objetos robados, la otra para los cuerpos que serían sometidos a una autopsia improvisada.
Se me era imposible tocar los cuerpos inertes de quienes hace poco rebozaban del soplo de la vida, pero, mis temores no eran importantes para la misión; ayudé a Vidal a examinar los cuerpos en busca de algún indicio de infección. Para sorpresa de nadie, se encontraban infectados y mostrando los primeros signos de la enfermedad.
— Adulto de unos 25 a 30 años, mide unos 1,60 metros aproximadamente, pero, su peso es desconcertante, teniendo un peso aproximado de unos 50 kilogramos. Su peso ideal para su altura y edad es de unos 70 a 75 kilogramos... Es probable que estuviese varios días enfermo —Vidal hablaba con una frialdad clínica mientras revisaba uno de los cuerpos.
— Los informes recopilados de los doctores de Catha indican una creciente de bubones en las partes más sensible de la piel, pero tres de estos cuatro presentan avances a la segunda etapa de la infección, uno parece infectado recientemente —le mostré a Vidal los bubones en las axilas, ingle y cuello de los infectados.
— Curioso... Son compañeros, debieron pasar mucho tiempo juntos, y aun así, los cuerpos muestran diferentes etapas de la enfermedad. ¿Cuál es la diferencia? Todos los cuerpos son de edades promedias, tamaños promedios, pero, todos resultan tener unos 20 kilogramos menos a su peso ideal, ¡¿quizás no se alimentaban bien?! —Vidal se cuestionaba, mientras habría los cuerpos en busca de respuestas.
Los bubones se extendían como raíces, buscando la grasa que debería haber estado allí, en el tejido hipodérmico. Era una visión macabra, bubones actuando como parásitos, drenando la vida de sus huéspedes.
El único cuerpo sin rastro de bubones mostraba manchas negras en la piel, precursoras de la infección que pronto se transformarían en bubones, y después... ¿Qué vendría?
Nos adentramos más allá del puente viejo, encontrándonos con la verdad que buscábamos negar... ¡Como hoja caída de lo más alto al suelo en una danza majestuosa, pero, que presagia su final!, así cayeron los ánimos del equipo al encontrar los cuerpos de nuestros compañeros, inertes, sucios, con miradas de terror grabadas en sus rostros. El miedo que debieron sentir en sus últimos momentos era palpable, y un dolor agudo se instaló en mi pecho, robándome el aliento.
El doctor Benjamín Taveras estaba allí, reducido a un cascarón podrido, sin su traje. Los cuatro guardias habían corrido la misma suerte atroz. Pero... ¿Dónde estaba Binet?