La escena se despliega ante mis ojos como una pesadilla demasiado real. Ahí estaba Benjamín, nuestro amigo, nuestro hermano, en esta cruzada de muerte y supervivencia. Pero ahora, reducido a un cascarón podrido que apenas se sostenía en la forma humana. El hedor era insoportable, una mezcla de descomposición y derrota que penetraba cada rincón del bosque. Por un instante, me quedé inmóvil. No podía avanzar. Mis pies se anclaron al suelo como si así pudiera evitar enfrentar la verdad.
Benjamín había sido un pilar, un hombre de ciencia con un sentido del deber que superaba el nuestro. Y ahora, ese mismo deber lo había devorado. La visión de su cuerpo era un recordatorio cruel de lo que perseguíamos, de lo que todavía no podíamos detener. Cerré los ojos, intentando borrar la imagen, pero el rostro deformado y la piel ennegrecida seguían ahí, grabados en mi mente.
Duarte llegó a mi lado, sus pasos desacelerando hasta detenerse por completo. Sentí su presencia, la forma en que su respiración se volvía más pesada con cada segundo. Lo conocía bien, y aunque su exterior era siempre el de un hombre práctico, esta vez no podía ocultar la rabia que crecía en su interior. Sus manos temblaban ligeramente, y cuando intentó hablar, su voz salió rota. "¿Cómo dejamos que esto pasara?" Apenas podía mirarme.
Vidal, siempre calculador, rompió el silencio que nos estaba ahogando. Se acercó al cuerpo de Benjamín con la lentitud de quien sabe que lo que encontrará no le gustará. Su semblante, normalmente frío, comenzó a fracturarse mientras sus manos exploraban los restos con torpeza. Nunca lo había visto dudar antes. Nunca había visto ese brillo de desesperanza en sus ojos.
—Es la tercera etapa... —musitó, su voz entrecortada. Trató de sonar firme, pero no podía ocultar el temblor en sus palabras—. Debía saber que no había retorno. Por eso se quitó el traje.
Me mordí el labio para contener una respuesta impulsiva, pero no pude evitarlo. —¿Eso te consuela, Vidal? ¿Saber que lo asumió antes que nosotros? —Mi propia voz me sorprendió—, un grito ahogado que dejó en evidencia la grieta que esta tragedia había abierto en mi interior.
El bosque parecía volverse más oscuro, como si incluso la naturaleza se negara a ser testigo de nuestra derrota. Alrededor de nosotros, los árboles se erguían como juicios silenciosos, y el barro bajo nuestros pies se sentía más pesado con cada segundo que pasaba. No podía quitarme de la cabeza el rostro de Taveras: sus ojos apagados, vacíos, como si incluso la memoria de su sufrimiento hubiera sido devorada por la enfermedad. Era el mismo destino que buscábamos evitar y que, sin embargo, parecía inevitable.
El silencio volvió a rodearnos, pero no era pacífico. Era un silencio denso, cargado de preguntas que ninguno de nosotros quería pronunciar. Finalmente, Duarte alzó la voz. —¿Dónde está Binet? —Y esa pregunta, simple y directa, fue suficiente para arrancarme un escalofrío. Pero, en el fondo, ya sabía que la respuesta no sería mejor que lo que teníamos frente a nosotros.
Vidal se arrodilló junto al cuerpo de Taveras, sus movimientos lentos y cargados de un peso invisible. Aunque su rostro intentaba mantener la máscara de profesionalismo, sus ojos lo traicionaban. Había un dolor profundo allí, una mezcla de culpa y desesperación que no podía ocultar. Me acerqué a él, sintiendo que mi propia respiración se volvía más pesada con cada paso. No era solo el hedor lo que me oprimía el pecho, sino la visión de lo que quedaba de nuestro amigo.
—Ayúdame a girarlo —murmuró Vidal, su voz apenas un susurro. Asentí, tragándome el nudo en la garganta, y juntos movimos el cuerpo con cuidado. La piel, ya frágil y descompuesta, se desgarró en algunos puntos, liberando un líquido oscuro que se mezcló con el barro bajo nosotros. Cerré los ojos por un instante, intentando no ceder al asco.
Fue entonces cuando Vidal lo vio. —¿Qué demonios es esto...? —Su tono, normalmente controlado, ahora estaba teñido de incredulidad. Señaló algo que se extendía desde la base de la columna de Taveras, unas estructuras blancas y fibrosas que parecían raíces. Seguían un patrón retorcido, ascendiendo por el torso hasta desaparecer en la garganta.
—¿Raíces? —pregunté, aunque la palabra sonaba absurda incluso al salir de mi boca. Me incliné más cerca, observando cómo esas fibras parecían incrustarse en lo que quedaba de los órganos internos. Vidal, con manos temblorosas, usó su bisturí para seguir el rastro. Las raíces se extendían desde donde deberían haber estado los riñones, envolviendo el estómago y los pulmones, hasta llegar a la boca, donde se entrelazaban como si intentaran escapar.
—Esto no es natural... —murmuró Vidal, su voz cargada de un temor que rara vez mostraba. Por un momento, ambos nos quedamos en silencio, contemplando la grotesca escena. Era como si la enfermedad hubiera encontrado una nueva forma de reclamar a sus víctimas, transformándolas en algo más allá de la muerte.
Mientras tanto, Duarte no podía soportar más. Lo vi apartarse, su rostro pálido y sus manos temblando. —No puedo... No puedo quedarme aquí viendo esto. —Su voz era un susurro quebrado, y antes de que Vidal o yo pudiéramos responder, ya estaba caminando hacia el perímetro.
—Voy a buscar a Binet —dijo, más para sí mismo que para nosotros. Su necesidad de acción era palpable, una forma de escapar del horror que nos rodeaba. Muñoz y Sánchez, que habían estado observando desde la distancia, lo siguieron sin dudar. Los tres comenzaron a sondear el área, sus linternas cortando la penumbra del bosque mientras sus voces se perdían en la distancia.
Vidal y yo permanecimos junto al cuerpo de Taveras, atrapados entre el deber y el duelo. Las raíces blancas seguían allí, un enigma macabro que parecía burlarse de nuestra incapacidad para comprender. Y mientras Duarte y los demás buscaban a Binet, no pude evitar preguntarme si lo que encontrarían sería aún más aterrador que lo que teníamos frente a nosotros.
La investigación se detuvo abruptamente cuando Binet emergió de entre los matorrales, tambaleante y con el rostro marcado por el agotamiento. Su respiración era irregular, y cada paso parecía arrancarle lo poco que le quedaba de energía. Durante un instante, sus ojos recorrieron nuestro grupo con desesperación, como buscando confirmar que aún quedábamos en pie. Y luego, con una voz apenas audible, nos lanzó su advertencia: "Esconderos... viene..."
La simple crudeza de sus palabras fue suficiente para que todos nos paralizáramos. Duarte, que había estado inspeccionando el perímetro, soltó su linterna y corrió hacia nosotros con Muñoz y Sánchez siguiendo sus pasos. Vidal se levantó rápidamente, aunque su mirada seguía fija en los restos de Taveras. Yo, incapaz de moverme, apenas pude hablar: —¿Qué es lo que viene?
Pero Binet no tuvo tiempo de responder. El bosque, antes solemne y silencioso, se llenó de un sonido gutural que hizo que cada fibra de mi cuerpo se tensara. Entonces, lo vimos.
A través de la niebla que comenzaba a levantarse con la luz tenue del amanecer, apareció la criatura. Un oso, si es que todavía podía llamársele así, arrastraba su gigantesca masa infectada hacia nosotros. Su piel estaba desgarrada y se colgaba en tiras negras, dejando al descubierto músculos y huesos corroídos por la podredumbre. Pero lo más aterrador era su ojo izquierdo, un orbe rojo que emitía un resplandor pulsante, sincronizado con el ritmo de nuestros corazones. Podía sentirlo, cada latido mío se alineaba con aquel destello, cada pulsación, haciéndome más consciente de nuestra fragilidad.
Instintivamente, comenzamos a prepararnos. Duarte levantó su arma, y Vidal buscó algo que pudiera usar para defendernos. Pero justo cuando intentamos reaccionar, el oso emitió un grito inhumano, un sonido que parecía provenir de las mismas entrañas de la muerte. El estruendo fue paralizante; no solo por su volumen, sino por la vibración que dejó en el aire. Fue como si el grito hubiera arrancado nuestras almas de raíz, dejándonos vulnerables e indefensos ante su presencia.
No podíamos movernos. Mis manos, que apenas unos minutos antes habían ayudado a Vidal a examinar el cadáver de Taveras, ahora temblaban sin control. El ambiente se tornó irreal, como si el bosque y todo lo que nos rodeaba se hubiera transformado en un escenario de pesadilla. La criatura avanzó lentamente, disfrutando de nuestro terror, su ojo rojo como un faro maligno que nos señalaba como su próxima presa.
Binet, con el poco aliento que le quedaba, trató de gritar algo más. Pero su voz se apagó antes de que pudiera formar las palabras. Y allí, frente a aquella abominación, comprendí que lo que nos esperaba era algo mucho peor que la podredumbre que ya habíamos presenciado.
El monstruoso avanzaba hacia nosotros, cada uno de sus pasos resonando como el eco de una sentencia. Fue entonces cuando López, con una determinación suicida, cargó contra la bestia. Su grito de guerra se elevó por encima del rugido del animal mientras empuñaba su machete, golpeándolo con una fuerza que hubiera derribado a un hombre común. El impacto resonó, pero apenas logró arañar la carne podrida del monstruo. El oso se tambaleó un instante, lo suficiente para que los demás comenzaran a moverse.
—¡Corran! ¡Los distraeré! —gritó López, sus ojos encendidos por la determinación.