López se lanzó como un vendaval desatado contra la abominación infectada, el machete en su mano, cortando el aire con una fuerza casi sobrenatural. Cargó contra el monstruo con furia indomable, pero sus brutales tajos se disipaban inútiles en la grotesca carne, como si el acero fuese apenas un susurro contra aquel abismo de horror.
—¡López, por todos los santos, detente! —vociferó Muñoz, con un grito desesperado que se ahogó bajo el gutural rugido de la criatura.
El ojo palpitante de la bestia irradiaba un fulgor carmesí que evocaba la furia de las brasas ardientes, proyectando sombras cadavéricas entre los árboles. Su segunda faz, una macabra protuberancia sobresaliente del cráneo putrefacto, goteaba una miasma pestilente cargada de blasfemia. Era una amalgama imposible, un horror que desafiaba la lógica misma: extremidades absurdamente alargadas se agitaban con movimientos espasmódicos, mientras sus garras, titánicas y desmedidas, desgarraban troncos como si fueran de papel. Cada movimiento era una sinfonía de huesos crujientes y carne corrupta, un delirio monstruoso nacido de la más negra de las pesadillas.
Binet, con un jadeo que cargaba la tensión del momento, reunió el coraje suficiente para articular palabras entrecortadas. —Esto no es obra de la naturaleza... Es el acto de fuerzas que trascienden nuestra comprensión, algo que... desafía la razón. Una enfermedad jamás podría engendrar tal abominación. —Su palabra, impregnada de verdad aterradora, colgaron en el aire como un yugo invisible.
—¡Silencio, y corre! —bramó Batista mientras alzaba su arma, apuntando al ojo palpitante con determinación feroz. Disparó con precisión milimétrica, pero la criatura, dotada de una inteligencia oscura y retorcida, esquivó el proyectil con la agilidad de una sombra que danza entre la penumbra. En su huida, López logró retroceder, pero no sin sufrir un zarpazo que dejó su cuerpo marcado con una herida que sangraba como una rúbrica de muerte.
Muñoz, atrapado entre el estupor y el horror, reaccionó con rapidez instintiva, interponiéndose con destreza para salvar a López de un segundo golpe que hubiese significado su fin inevitable.
La elección era clara y cruelmente implacable. Mientras López, Regino, Batista y Muñoz se enfrentaban a la abominación a escasa distancia, Vidal y el resto aguardaban en la retaguardia, su esperanza cifrada en una estrategia más calculada.
El traje de Vidal brillaba bajo la luz solar que se filtraba a través de las hojas. Su visor, un cristal pulido con precisión casi quirúrgica, capturaba el horror con detalles exquisitos y escalofriantes. Ajustó el zoom de su rifle M1 Garand con un cuidado obsesivo, su dedo rozando el gatillo, esperando el momento perfecto. Ante él, la criatura danzaba como un torbellino frenético de carne putrefacta y huesos astillados, frustrando toda posibilidad de un disparo limpio.
—¡Conténganlo! —gritó Vidal con un comando imperativo, sin apartar la mirada del ojo palpitante que se había convertido en su único y siniestro objetivo.
Fue entonces cuando Regino, impulsado por un odio primitivo que parecía brotar de las entrañas mismas de la tierra, se lanzó al combate. Su traje crujía con cada movimiento, como si protestara ante la furia desatada de su portador. Sin vacilar, esquivó una garra traicionera y se abalanzó sobre el cuello de la criatura con un grito desgarrador, una declaración de guerra que resonaba con la misma intensidad que el rugido del engendro. López, malherido, pero implacable, se unió al ataque con una determinación férrea que desafiaba su propio estado.
—¡Regino, por el amor de Dios, detente! —imploró Batista, su voz cargada de un desconcierto desesperado. Pero Regino, cegado por su furia, siguió adelante, desafiando toda lógica y razón, como si su odio fuese un arma más poderosa que cualquier acero.
Mientras tanto, trabajaba con frenesí en la trampa que estaba a pocos instantes de completarse. El sudor perlaba mi frente, y mis manos temblaban al ajustar los componentes finales, consciente de que el más mínimo error podría ser fatal. A mi lado, Binet, herido y jadeante, permanecía apoyado contra un tronco. Su voz, apenas audible, nos recordaba las crueles consecuencias del uso excesivo de los trajes: articulaciones rígidas, espasmos, disociación de la realidad... Todos estábamos pagando el precio de nuestra osadía tecnológica, pero no podíamos titubear ante tales circunstancias.
Duarte, por su parte, estaba consumido por una desesperación apenas contenida. Sus ojos buscaban a Taveras, cuyo cadáver yacía al alcance de su mirada, pero inalcanzable por culpa de la criatura. El monstruo, como si leyera su mente, bloqueaba su avance, rugiendo con una furia que reverberaba en los huesos. Duarte, luchaba entre la racionalidad y el impulso desesperado de lanzarse hacia el cuerpo inerte.
Muñoz, desde una posición elevada, intentaba disparar, maldiciendo al no poder conseguir un ángulo claro. Regino, cegado por una furia visceral, se interponía continuamente en su línea de tiro. Cada golpe de su traje resonaba en el caos como un tambor de guerra desafinado. —¡Apártate, Regino! —exhortó Muñoz, pero su voz se perdió entre forcejeos y gritos.
Mientras tanto, López apenas lograba atravesar la grotesca piel del engendro. Aun así, no retrocedía; su determinación iluminaba su máscara ensangrentada.
El aire estaba cargado de tensión, el tiempo parecía haberse congelado mientras el borde de la desesperación rozaba a cada uno de nosotros. Y, en medio de todo, la trampa era nuestra última esperanza, la chispa de ingenio que podría inclinar la balanza en esta batalla de carne, acero y voluntad.
El tiempo se deslizaba como arena entre los dedos, y los efectos del traje se convertían en un tormento insoportable, un peso que transformaba cada movimiento en un acto de martirio. Pero cuando la desesperación parecía devorarnos, una chispa de esperanza emergió en la figura de Duarte. Su rostro, endurecido por la resolución, reflejaba una ira contenida, un fuego alimentado por la pérdida de su hermano. Con movimientos calculados, se deslizó entre el caos, utilizando a los combatientes como señuelos para distraer al monstruo. Cada paso suyo era un acto de precisión letal, un bailarín entre las sombras de la destrucción.
Finalmente, Duarte se posicionó detrás de la bestia. En un acto de audacia extrema, se lanzó sobre ella, incrustando las garras de su traje en el pútrido cráneo de la criatura. Las agujas del traje perforaron la carne corrupta, alcanzando el cerebro. El monstruo se paralizó de inmediato, como si la habilidad de Duarte hubiera logrado lo impensable: someter su voluntad a través de un control mental. Era una hazaña que desafiaba toda lógica, pues siempre habíamos creído que tal manipulación era imposible en seres carentes de razonamiento. Y, sin embargo, allí estaba, funcionando contra todo pronóstico.
Duarte, con una determinación feroz, guio a la criatura hacia la trampa, donde Vidal aguardaba con el rifle apuntando al ojo pulsante. El momento de gloria parecía al alcance... hasta que la bestia comenzó a resistirse. Con una fuerza renovada, se revolvía, desafiando la influencia de Duarte. En un acto desesperado, Duarte se lanzó al límite de la trampa, arriesgando su vida para mantener al monstruo dentro. Su sacrificio fue suficiente. En el instante crítico, Vidal, con una calma casi inhumana, disparó. El proyectil atravesó el ojo de la criatura con precisión quirúrgica, arrancándole un rugido final antes de que su colosal figura colapsara, derrotada.
El bosque se sumió en un silencio inquietante, cargado de incredulidad y alivio. Pero mientras la monstruosidad se desplomaba, el precio de nuestra victoria se hacía evidente en los rostros agotados y las heridas sangrantes. Habíamos triunfado, sí, pero la victoria llevaba consigo una advertencia sombría de los horrores que aún podrían acecharnos.
El grupo se reunió finalmente, exhausto y herido. Duarte, con una solemnidad casi ritual, envolvió el cuerpo de Taveras en una lona, decidido a darle una sepultura digna. Su expresión era de acero, pero sus ojos traicionaban un dolor profundo, el de un hermano que aún no podía aceptar la pérdida. Mientras tanto, Muñoz atendía a Binet y a López, quienes luchaban no solo contra sus heridas físicas, sino también contra el peso de la fatiga y la toxicidad del traje.
Regino, por su parte, se desplomó en un colapso emocional. Su cuerpo cayó al suelo, y lo que al principio parecía alivio pronto se transformó en un lamento desgarrador que resonó entre los árboles, como si la victoria sobre la bestia hubiera arrancado algo más que sudor y sangre.
Yo estaba allí, expectante como siempre, condenado a ser un testigo mudo de los horrores que nos devoraban. Me avergonzaba admitirlo: siempre es lo mismo, siempre quedo relegado al papel de espectador en esta trágica danza entre la vida y la muerte.
Mientras me perdía en mis pensamientos, el horror se levantó una vez más, imponente e inexorable. Detrás de Regino, la bestia se alzó desafiando toda lógica, negándose a morir pese al disparo letal de Vidal. Su cuerpo mutilado parecía palpitar con una furia que superaba los límites de lo sobrenatural. Nos quedamos inmóviles ante el espectáculo. No quedaba fuerza ni esperanza para continuar la batalla.
Pero entonces, un destello irrumpió en la penumbra, seguido por un sonido metálico, el inconfundible eco de una escopeta cargándose. Desde las entrañas mismas de la oscuridad surgió una figura, una presencia enigmática de casi dos metros de altura, cuya sola existencia parecía rivalizar con la monstruosidad que enfrentábamos. Sin dudarlo, se abalanzó sobre la criatura. Su puño, más parecido a una fuerza de la naturaleza que a un arma humana, se hundió en el cráneo del monstruo con tal ferocidad que lo decapitó de un solo impacto. No fue solo un golpe; el sonido retumbó como el trueno de un cañón, o quizás algo aún más devastador.
El bosque se llenó de una neblina densa que parecía emanar de aquel ser enigmático, oscureciendo nuestra visión y envolviéndonos en un frío espectral. Sus rasgos permanecían ocultos en la penumbra, pero su poder era innegable, una manifestación de algo mucho más allá de nuestra comprensión.
De pronto, el sensor de Binet, aún funcionando con dificultad, emitió alarmas frenéticas. Más peligro acechaba. A lo lejos, brillos rojos idénticos al ojo pulsante de la bestia recién abatida perforaban la oscuridad del bosque. Una horda de lo que parecían osos putrefactos avanzaba hacia nosotros, cada paso resonando como una sinfonía macabra que anunciaba el fin.
La figura enigmática, sin perder un instante, levantó el cadáver de la criatura con un gesto que desafiaba toda lógica y lo partió en dos como si fuera poco más que papel. El aire se llenó de una tensión eléctrica mientras nosotros, incapaces de apartar la mirada, éramos testigos de algo que trascendía lo humano. El silencio de su destrucción era más inquietante que cualquier sonido imaginable.
Entonces habló, con una voz áspera y resonante, impregnada de un eco metálico que se alojaba en nuestros pechos como un tambor de guerra lejano. Sus palabras no eran una simple advertencia; eran una sentencia inapelable.
—¡Huyan!
López, con una urgencia que no necesitaba ser repetida, lideró la retirada. La desesperación que brillaba en sus ojos traicionaba el tono firme con el que intentaba mantenernos unidos. Nos giramos para escapar mientras la figura, como un vendaval encarnado, se lanzaba contra el resto de las criaturas. Su velocidad era un borrón, su precisión algo más allá de lo imaginable. Lo que había sido una lucha abrumadora para nosotros se transformó en una masacre unilateral bajo su fuerza implacable.