El asentamiento, antes un lugar marcado por el bullicio del instinto de supervivencia, quedó envuelto en un silencio insólito, un respiro efímero tras el caos dejado atrás. Las heridas visibles en nuestros cuerpos eran insignificantes comparadas con las cicatrices que se grababan en nuestras mentes, pero aun así, el grupo intentaba aferrarse a la ilusión de normalidad. Binet, envuelto en vendajes, yacía demacrado por el agotamiento. La prolongada dependencia del traje comenzaba a consumirlo, no solo físicamente, sino también en su cordura, que parecía desvanecerse con cada hora. López, aunque herido, requería menos atención médica, pero no era difícil notar que su lucha ahora residía en algo más peligroso que los cortes superficiales: el desgaste invisible que los trajes estaban infligiendo a todos nosotros.
Mientras tanto, Sánchez, con un gesto de dureza inusual en él, repartía las raciones con una precisión casi obsesiva. Cada pedazo de comida era un lujo que ninguno osaba desperdiciar, consciente de que los días que nos separaban de la muralla Patria se sentían interminables. La tensión era palpable, flotando en el aire como el preludio de una tormenta implacable.
Fue Duarte quien quebró el frágil equilibrio del asentamiento, sus palabras rompiendo el silencio con el peso de una verdad insoportable.
—Mientras luchaba contra el monstruo... vi algo más —confesó. Su voz era grave, cargada de un dolor que rara vez dejaba entrever—. Sus recuerdos estaban distorsionados, pero pude ver a Taveras. Él no murió por la criatura, al menos no directamente.
El grupo se agitó con murmullos, pero Duarte alzó la mano para acallarlos.
—Lo vi con su traje —continuó, su mirada fija en el suelo como si las palabras mismas le pesaran—. Estaba infectado, pero no sucumbió de inmediato. Fue Binet quien lo acompañó. Intentaron escapar juntos, pero algo más apareció... algo que no alcancé a identificar. El monstruo despertó antes de que pudiera ver más en los recuerdos.
Sus palabras cayeron sobre nosotros como una losa, resonando con un eco que nadie quería admitir en voz alta. Binet sabía algo, o quizá alguien, que era clave para entender el destino de Taveras y, tal vez, para evitar el nuestro.
López, pragmático como siempre, fue el primero en romper el silencio. —Entonces, ¿qué estamos esperando? —dijo con tono firme, su voz cargada de una determinación casi desafiante—. Binet tiene que decirnos lo que vio.
Vidal, con su semblante calculador, negó con la cabeza lentamente. —No es tan sencillo. Él está al borde del abismo, su mente apenas aguanta. Forzarlo podría romperlo por completo... y entonces no sería útil para nadie.
La discusión continuó, alimentada por el nerviosismo y la desesperación que intentábamos ocultar, pero que se hacía cada vez más evidente. Finalmente, se llegó a un consenso: le daríamos tiempo a Binet para recuperarse. Sin embargo, la pregunta que ardía en el interior de cada uno de nosotros era clara: ¿nos alcanzaría el tiempo antes de que la infección, o algo peor, nos encontrara?
Cuando la noche cayó sobre el asentamiento, un manto de oscuridad y un susurro glacial rodearon las ruinas. Mientras los demás intentaban conciliar el sueño, Duarte permaneció sentado en un rincón, limpiando meticulosamente las garras de su traje. Su mirada no se despegaba de la negrura más allá de la ventana. Era como si esperara algo... o alguien. Tal vez sabía, mejor que cualquiera de nosotros, que la verdad pronto lo alcanzará.
El cielo plomizo y el débil aullido del viento acariciaban el asentamiento, un eco de tiempos mejores transformado ahora en un refugio para almas destrozadas. En su centro, el molino desgastado se erguía como un relicario triste, más símbolo de transitoriedad que de fortaleza. Allí, los doctores intentaban recomponerse, frágiles y abatidos, tras la pérdida de Taveras, mientras la incertidumbre del destino de González se cernía como una sombra interminable.
La promesa de Torres, otrora tan firme y luminosa sobre la venerable mesa redonda, comenzaba a desvanecerse bajo el peso de incontables pérdidas. Ahora, con su enigmática desaparición, aquel voto solemne parecía disiparse en el aire, dejando sobre los hombros de López la pesada carga de su legado.
López, con la inquietud martillándole el pecho, deseaba fervientemente un encuentro con Binet; sin embargo, se encontraba indispuesto, sumido en el silencio opaco de su convalecencia. Batista, tan firme como un centinela en su deber, prohibía cualquier tentativa de aproximación hacia el maltrecho Binet, alegando que sus heridas demandaban un reposo absoluto y alejándolo así de toda intrusión.
No dispuesto a dejarse vencer por aquella barrera, López centró su atención en Batista, formulando preguntas incisivas sobre los trajes antipodredumbre que parecían deslizarse entre los límites de lo humano y lo divino. Interrogó con intensidad acerca de las singulares habilidades que los trajes de Vidal y Duarte poseían, añadiendo una punzada amarga al mencionar las capacidades del equipo que perteneció al ahora fallecido Taveras. Cada palabra, cada pregunta, era un intento febril por desentrañar las palabras de Torres la noche previa.
Batista, inflexible en su postura, rehusó abordar los detalles del traje antipodredumbre, insistiendo en que semejantes revelaciones eran dominio exclusivo de Binet. 'Será él quien, en su debido momento, exponga todo lo necesario,' proclamó con voz mesurada, la de un custodio que guarda celosamente un secreto capaz de desestabilizar el frágil equilibrio del destino. Ante la contundencia de su negativa, López no tuvo más remedio que resignarse al silencio de Batista. Con el peso de la incertidumbre sobre sus hombros, quedó condenado a esperar, mientras los misterios del traje, las crípticas palabras de Torres, y la sombra de aquella entidad que parecía desafiar las leyes mismas de la vida, se cernían sobre él como un presagio ineludible.
Las palabras de Duarte resonaban en nuestras mentes, cargadas de una sinceridad imposible de ignorar. Por más que los misterios de la infección y los últimos momentos de Taveras exigieran respuestas, sabíamos que Duarte había llegado a su límite. Él mismo admitió que cuanto más fragmentados estaban los recuerdos, más mortal era para él intentar reconstruirlos. Su cuerpo, su mente, su espíritu, se encontraban al borde del colapso. Solo nos quedó aceptar su decisión con la misma resignación con la que enfrentábamos cada nuevo amanecer en este mundo en ruinas.
Pero quedaba algo que aún podíamos hacer: honrar los deseos de Taveras. En un momento de inusual vulnerabilidad, Duarte compartió una confidencia que tocó lo más profundo de cada uno de nosotros. Taveras no deseaba una sepultura común. Su última voluntad, expresada en los días previos a su pérdida, era regresar a la naturaleza que tanto amaba, ser cremado y transformarse en vida; en una planta, un símbolo de renacimiento que perdurara en medio del caos.
Con esa misión arraigada en nuestros corazones, Vidal y yo asumimos la tarea de preparar lo necesario. En un claro apartado, lejos de las miradas del asentamiento, reunimos madera suficiente para construir una pira que estuviera a la altura de su memoria. Cada fragmento de su cuerpo fue envuelto con una meticulosidad reverencial, no solo como un acto de respeto, sino también para contener cualquier rastro de la enfermedad que nos perseguía como una sombra. Duarte, quien al principio había decidido mantenerse al margen, finalmente insistió en ayudarnos. Sus manos temblaban cuando colocó la última pieza de la pira, pero sus gestos eran firmes, movidos por una voluntad tan constante como un faro en mitad de la tormenta.
Cuando las llamas comenzaron a consumir la madera, un silencio solemne nos envolvió. Las chispas ascendían al cielo, danzando en la penumbra como si portaran consigo fragmentos del espíritu de Taveras, liberándolo. Nadie se atrevió a pronunciar palabra; el silencio era nuestro único tributo, una forma de permitirle partir en paz. Mientras el fuego devoraba su cuerpo, nuestras mentes se llenaban de reflexiones. En el calor de esas llamas ardía todo lo que habíamos perdido, pero también destellos de lo que aún quedaba por proteger.
Cuando las llamas finalmente cedieron y solo quedaron cenizas, Duarte recogió con un cuidado casi ceremonial lo que quedaba, depositándolas en un jarrón improvisado. Aunque sabíamos que debíamos plantar esas cenizas en un lugar especial, sin González aquel acto final nos resultaba incompleto. Decidimos esperar, preservar esa última voluntad, hasta que pudiéramos reunirnos nuevamente los cuatro.
Bajo el cielo opresivo de la noche, el asentamiento parecía sostener la respiración, como si el mismo aire compartiera nuestra pena. Las cenizas de Taveras, resguardadas con esmero, eran más que un simple testimonio. Representaban todo lo que habíamos enfrentado, las pérdidas que nos habían marcado y las promesas que, aunque frágiles como el cristal, aún sostenían nuestra determinación. Un peso compartido gravitaba sobre nosotros, una resolución silenciosa de no permitir que su sacrificio se perdiera en el abismo de la desesperanza.
El tiempo en aquel enclave se deslizaba con la implacable monotonía de quienes esperan lo incierto. La noche parecía infinita, envuelta en el susurro del viento que narraba historias de un mundo perdido, de sueños que ya no se atrevían a florecer. Duarte, con las marcas del agotamiento grabadas en su rostro, encontraba consuelo en pequeños gestos cotidianos: reorganizar las provisiones, preparar herramientas médicas, tareas que, aunque mundanas, ofrecían un breve respiro a las heridas invisibles que cargábamos.
Por su parte, Vidal buscaba refugio en la sombra imponente del molino. Su figura, recortada contra el horizonte, se mantenía inmóvil como una estatua en eterna vigilia. Su mirada fija en la distancia delataba una lucha interna, un conflicto de pensamientos del que no nos dejaba atisbar ni un ápice. Y entre ambos, yo intentaba mantener el equilibrio, sosteniendo las responsabilidades que recaían sobre mí: la supervisión de los trajes, la colaboración con los científicos, la creación de medicamentos. Tareas que parecían no tener fin, incluso cuando nuestras almas estaban encadenadas al peso del duelo.