El horror de mis sueños me seguía como una sombra viviente. En esta pesadilla, aquella entidad que nos acechaba desde las profundidades de nuestra memoria, reveló más de su forma: plumas oscuras como la noche, un ojo arrancado que aún parecía contener el eco del dolor de Binet, y símbolos que escapaban a mi comprensión, pero cuyo significado se clavaba en mi alma. Junto a esto, un lamento que no era solo un sonido, sino una herida abierta, el pesar de los que habían traicionado al grupo, el grito mudo de sus errores imperdonables...
El amanecer me encontró destrozado, el cuerpo retorcido en espasmos que recordaban el tormento de la noche. A pesar de haber pasado horas sin el traje, su influencia sobre mí continuaba como un veneno lento. López, tan sereno como podía permitirse en un mundo como este, asumió el liderazgo con una determinación que no dejaba espacio para dudas. Nos encaminamos a la próxima ubicación, dejando atrás toda esperanza de reencontrarnos con el otro grupo. En el fondo, los susurros de nuestros pensamientos no hacían más que vaticinar un destino similar al que nuestros compañeros habían encontrado, uno teñido de sombras y sufrimiento.
Sin ceremonias, marchamos hacia el pueblo de Hierba Alta. El aire, impregnado de un olor acre y penetrante, se mezclaba con el polvo grisáceo que se levantaba con cada paso. A lo lejos, el sol se hundía tras colinas desnudas, cubriendo el horizonte con un manto carmesí que parecía sangrar sobre la tierra árida. Los sonidos de las aves se habían extinguido; solo el gemido del viento quebraba el silencio. Un viento cruel que acariciaba las grietas en nuestras pieles expuestas, recordándonos lo poco que quedaba de nuestra resistencia.
El paisaje que nos rodeaba hablaba de una tierra que una vez fue fértil, ahora despojada de toda vida. Los árboles, ahora esqueletos desnudos, se alzaban como centinelas trágicos en la desolación. Los campos, antaño verdes y abundantes, eran ahora vastas extensiones de tierra muerta, marcada por las huellas de la desesperación. Cada metro recorrido amplificaba la sensación de estar atravesando un cementerio, no solo para los cuerpos, sino para las esperanzas.
Al llegar a las calles del pueblo, la escena era un espectáculo brutal para los sentidos. Las casas, cuyas paredes se agrietaban y sus techos colapsaban como ruinas olvidadas, parecían exhalar el lamento de un tiempo mejor. El hedor era casi intolerable; un cóctel nauseabundo de enfermedad, putrefacción y suciedad que se aferraba a la piel como un manto invisible. Las miradas de los habitantes eran aún más difíciles de soportar. Sus cuerpos eran apenas sombras de lo que alguna vez fueron, marcados por la peste y el hambre. El hueso prominente bajo la piel mortecina era el recuerdo vivido de lo terrenal. En su desesperación, algunos tenían las manos ensangrentadas de tanto golpear las puertas de las autocaravanas, mientras sus voces desgarraban el aire pidiendo un milagro que no llegaría.
Dentro de las autocaravanas, la atmósfera era un crisol de impotencia y desesperación. Sentíamos cómo, con cada minuto que pasaba, nuestras almas eran carcomidas por los efectos del traje. Este no era solo una prisión física; su influjo se extendía a lo más profundo de nuestra humanidad, despojándonos de compasión y encadenándonos a un egoísmo que parecía imposible de quebrar. Cada intento de salir al exterior, de responder al clamor desesperado que nos rodeaba, era sofocado por las grietas invisibles de la maldición que portábamos.
Los escasos suministros que nos quedaban eran una fuente constante de tribulación. Contemplábamos las reducidas raciones de alimentos y las botellas de agua casi vacías con una mezcla de avidez y culpa. En el silencio sofocante, podía oír el murmullo de mi conciencia, instándome a compartir con aquellos que golpeaban frenéticamente las puertas desde afuera. Sin embargo, la realidad brutal del hambre y el agotamiento convertía esos impulsos en susurros apagados. No era el único atormentado por este dilema moral; los rostros de mis compañeros reflejaban la misma lucha interna, cada uno atrapado en un combate silencioso con su ética.
Las paredes de la autocaravana, aunque nos aislaban del mundo exterior, ofrecían poco consuelo. Su interior no era más que un espejismo de seguridad, mientras que afuera los golpes contra las puertas resonaban como martillazos en nuestras conciencias. Cada impacto parecía traer consigo un rostro invisible, una historia desconocida, y una súplica imposible de atender. Y aun así, la respuesta que podíamos ofrecerles se reducía al frío vacío de nuestro silencio, reforzado por nuestra fragilidad y la incertidumbre de nuestra supervivencia.
El aire dentro de la caravana se había vuelto un océano denso, cargado con la tensión de las palabras no dichas y las decisiones evitadas. avanzábamos inexorablemente, apagando los gritos lejanos como un manto de olvido. Pero el eco de esos lamentos seguía vivo en nuestros pechos, como espinas hundidas en carne viva. Habíamos cruzado el umbral en el que la supervivencia dejaba de ser una lucha compartida y se transformaba en un acto individual, un instinto salvaje que, al igual que el traje, destilaba el mundo en sombras y sacrificios necesarios.
Los bubones negros que se extendían por sus rostros y extremidades eran ahora tan comunes como las grietas en el suelo. El pus y la sangre que rezumaban de estas hinchazones manchaban su ropa ya desgastada, creando un paisaje de sufrimiento individual que se fundía con la decadencia colectiva. Sus ojos, rodeados de profundas ojeras, eran ventanas al vacío que sentían en sus almas. Una madre, arrodillada en el suelo, con el cabello pegado a su rostro por el sudor y las lágrimas, sostenía un niño inmóvil en brazos; su llanto silencioso resonaba más fuerte que cualquier grito.
El cuerpo del niño, apenas un vestigio de lo que alguna vez fue, yacía inerte en los brazos de su madre. Los bubones negros que marcaban su piel parecían devorar no solo su carne, sino también la esperanza que ella había intentado aferrarse con desesperación. El hedor de la enfermedad impregnaba el aire, mezclándose con el aroma salado de las lágrimas que caían sin cesar por su rostro. Su cabello, húmedo y desordenado, se pegaba a sus mejillas, mientras sus labios temblorosos entonaban una nana rota, una melodía que se deshacía entre sollozos.
La madre, arrodillada en el suelo polvoriento, se balanceaba suavemente, como si el movimiento pudiera devolverle algo de vida al pequeño cuerpo que sostenía. Su voz, apenas un susurro, luchaba por mantener la melodía de la canción que solía calmarlo en noches de tormenta. Pero ahora, esa misma canción era un lamento, un intento desesperado de aferrarse a los últimos momentos, de negar la realidad que se desplegaba ante sus ojos.
El pus y la sangre que rezumaban de las hinchazones del niño manchaban su vestido, pero ella no parecía notarlo. Sus manos, temblorosas y desgastadas, acariciaban el rostro del niño, trazando con delicadeza las líneas que la enfermedad no había logrado borrar por completo. Sus ojos, enrojecidos y hundidos, buscaban en el rostro de su hijo algún signo de vida, un parpadeo, un suspiro, cualquier cosa que pudiera desafiar lo inevitable.
El mundo a su alrededor se había reducido a un vacío desconsolado. Los gritos de los demás, el bullicio del sufrimiento colectivo, y el caos de la enfermedad que devoraba todo a su paso se convertían en un eco lejano, irrelevante frente al abismo personal que enfrentaba. En ese instante, la realidad se desdibujaba. Para ella, solo existían el niño y la nana, una esfera frágil de amor y agonía que parecía resistir, aunque cada segundo amenazara con romperla.
Las notas de su canto, entrecortadas por sollozos, eran más que una melodía; eran súplicas desesperadas, oraciones mudas dirigidas a un cielo indiferente, que había olvidado a los que sufrían en la tierra. Cada palabra parecía arrancarle algo de lo poco que le quedaba dentro, mientras se aferraba al cuerpo inmóvil de su hijo, buscando una chispa de vida donde no quedaba más que la sombra de lo que fue.
— Duerme, mi niño, en brazos del viento,
las sombras no tocan tu dulce aliento.
Aunque la noche susurre su pena,
mi voz te envuelve en una luna llena.
Cierra los ojos, mi pequeño amor,
que en mis canciones no llega el dolor.
Allí en la calma de un mundo distante,
te espero siempre, mi luz brillante—
El canto, constante y desgarrador, era su última defensa contra el vacío. Cada palabra se convertía en un lazo entre su amor inmenso y la certeza cruel de la pérdida, un intento de sostener el vínculo que el tiempo y la enfermedad le arrancaban. Al final, en aquella nana rota por la tristeza, aún vivía un pequeño fragmento de humanidad, una luz tenue que luchaba por no apagarse en medio de las tinieblas.
El camino hacia la siguiente muralla, más un rastro que una ruta, estaba flanqueado por árboles ennegrecidos. Sus formas pútridas se alzaban como testigos silenciosos de tragedias sin nombre. En cada recodo del camino, parecía que el mundo nos recordaba su implacable desapego por nuestra lucha. A lo lejos, los contornos de un molino en ruinas se perfilaban contra un cielo encapotado, la silueta desafiando al horizonte como un faro de tiempos olvidados.
Mientras atravesábamos un pequeño puente de madera que crujía bajo nuestro peso, una figura emergió de entre las sombras de un edificio semi derruido. Era un anciano, encorvado por el peso de los años, envuelto en harapos que alguna vez fueron telas de colores. Su rostro era un mapa de líneas profundas, cada arruga narrando una historia de pérdidas y sacrificios. En sus manos temblorosas sostenía una pequeña estatua de tres cabezas de madera, tallado con una dedicación que contrastaba con el descuido general de su apariencia. Su voz apenas podía ser escuchada, pero sus palabras llegaron claras a nuestros oídos: "El hombre de la hoguera... él promete salvación, pero trae destrucción."
Nos detuvimos solo un instante, suficiente para que aquella advertencia sembrara la semilla de la inquietud en nuestros corazones. El anciano no pidió comida ni agua; no extendió la mano como los otros en Hierba Alta. Solo se quedó allí, como una sombra más en el paisaje, observándonos mientras nos alejábamos, su silueta desdibujándose poco a poco hasta desaparecer en la distancia.