En el centro de Hierba Alta, donde el lamento desgarrador de los moribundos se confundía con el peso sepulcral del abandono, se alzaba una figura que parecía desafiar el desorden reinante. Un joven de complexión delgada, casi espectral, llevaba sobre su rostro una máscara cuya sonrisa torcida parecía burlarse del sufrimiento que consumía a los pueblerinos. Su vestimenta gris, impecable y ajena al polvo omnipresente, se erigía como un contraste insultante frente a los harapos que envolvían los cuerpos famélicos a su alrededor. Una capa verde, larga y fluida, lo envolvía con elegancia, sus pliegues deslizándose casi imperceptiblemente bajo el soplo tímido del viento, como si rechazaran compartir el aire inmóvil, cargado de enfermedad y desesperación, que oprimía a los demás.
Su presencia, imponente y enigmática, no solo rompía con el paisaje de desolación, sino que parecía dominarlo, como si fuera el único capaz de moldear aquella escena de agonía a su voluntad. Los ojos que brillaban tras las cuencas de su máscara emitían una luz fría y calculadora, mientras el gesto perpetuo de la máscara hablaba de una indiferencia que resultaba tan cautivadora como inquietante. Era un símbolo en sí mismo, una contradicción viviente en medio de un mundo que se desmoronaba a su alrededor.
A pesar de la pestilencia y el hambre que devoraban al pueblo, los ojos de aquellos que aún conservaban fuerzas se dirigían a él con un fervor desesperado. Su porte era solemne, casi divino, y parecía una ruptura física con el paisaje de muerte que lo rodeaba. Los suplicantes caían de rodillas ante él, extendiendo manos temblorosas y labios resecos que apenas podían pronunciar sus ruegos. Algunos lloraban, otros se abrazaban a sus piernas, buscando incluso el roce de su capa como si de ella pudiera emanar salvación.
El joven observaba la escena con una quietud inquietante, su máscara tan pulida que reflejaba las siluetas deformadas de aquellos que clamaban por su ayuda. La máscara, con ojos alargados y una sonrisa perturbadora, emitía una sensación de ambigüedad que ninguno de los presentes podía descifrar. Era imposible saber si la expresión en la máscara era de burla, compasión o una mezcla insidiosa de ambas. Pero lo que atrapaba la atención de todos eran sus ojos, visibles a través de las cuencas de la máscara: fríos, calculadores, pero con un brillo seductor que invitaba tanto al miedo como a la esperanza.
Los pueblerinos lo rodeaban como si se tratara de un profeta caído del cielo, ignorando las marcas de la enfermedad que comenzaban a extenderse por sus cuerpos. Bubones negros y piel enrojecida cubrían sus manos y rostros, pero aún así, se levantaban en busca de su atención, olvidando su propia agonía por un instante. "¡Por favor, ten piedad!", gritaba una madre con voz quebrada. "¡Sálvanos!" Los cánticos de súplica se alzaban como un coro caótico, opacando el silencio de la iglesia que se alzaba al fondo.
El hombre parecía disfrutar del espectáculo. Con cada paso que daba, cada gesto que hacía, los enfermos seguían el movimiento de su capa como si guiara la corriente de sus vidas efímeras. No pronunciaba palabra, pero su presencia hablaba más fuerte que cualquier grito. Había algo magnético en él, un aura que proyectaba autoridad y misterio, como si estuviera en control absoluto de un teatro macabro. Su andar, lento y deliberado, resonaba en el polvo de las calles, y con cada movimiento, los suplicantes parecían aferrarse más a la idea de que, tal vez, él poseía la respuesta a sus plegarias.
Sin embargo, para aquellos observadores más distantes, había algo perturbador en su aparente tranquilidad. Su postura, su mirada y la impecabilidad de sus ropas, ajenas a las manchas de enfermedad o suciedad, no eran señales de esperanza, sino de una desconexión inquietante. Un joven así no podía ser un salvador; sus pasos calculados sobre las cenizas parecían más los de un conquistador que los de un redentor. Y mientras los suplicantes se arremolinaban a su alrededor, las preguntas comenzaban a formarse entre los pocos que se mantenían al margen: ¿Era un portador de esperanza, o el heraldo de una nueva tragedia?
Cuando la noche cayó, establecimos nuestro campamento a las afueras del pueblo. Las estrellas se apagaron tras un manto de nubes espesas, y el silencio parecía amplificar el eco de mis pensamientos. Mientras los demás se esforzaban por encontrar algo de paz, yo me vi arrastrado por los recuerdos de otro tiempo, de un instante crucial que aún sentía como un nudo en el pecho: la mesa redonda.
La mesa redonda se erigía como un escenario cargado de solemnidad, donde las decisiones adoptadas marcarían el destino de Santa Catha y, quizás, el del mundo entero. Bajo la luz del candelabro que proyectaba las sombras vacilantes en las paredes de madera, la atmósfera era opresiva, saturada con una mezcla de miedo y determinación. Cada rostro presente en aquella sala, desde los doctores hasta los representantes del reino, reflejaba la carga de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros.
Sir Gündir Blodcaf presidía la reunión con una gravitas que se asentaba en su voz firme, cada palabra suya perforando la creciente tensión. Las noticias que compartía parecían golpear como martillos: estadísticas desoladoras, imágenes que hablaban de una pestilencia despiadada y la confirmación de que la "podredumbre" no era simplemente una plaga local, sino una amenaza que podía trascender fronteras y murallas. A medida que Thomás Liongard detallaba los informes, el ambiente en la sala pareció volverse más denso, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.
Empecé a recordar las miradas de mis compañeros en esa mesa. Duarte, con una calma calculada, tamborileaba los dedos sobre la madera; mientras Vidal, incapaz de contener su inquietud, tomaba notas frenéticas en un pequeño cuaderno. González mantenía el ceño fruncido, sus ojos fijos en las imágenes del folleto, mientras que Taveras, con una expresión pensativa, parecía buscar respuestas en las profundidades de su mente. Cada uno de ellos compartía el peso de la misión que estaba por delante, aunque sus formas de lidiar con ello fueran distintas.
El capitán Eliazar Torres tomó la palabra al final, con la autoridad de un hombre acostumbrado a liderar en tiempos de crisis. Su promesa de proteger al grupo hasta el último aliento fue tanto un consuelo como un recordatorio de los peligros que nos aguardaban. Las palabras resonaban como un juramento solemne, un pacto sellado no con tinta, sino con valor.
No podía evitar revivir el instante en que se levantaron de aquella mesa, cada uno llevando consigo no solo la responsabilidad de su tarea, sino también el temor de lo desconocido. Mientras cruzaban las grandes puertas del castillo, el eco de sus pasos se mezclaba con las expectativas del reino y el peso de las vidas que dependían de ellos. Era un momento impregnado de significado, una convergencia de destinos en la que los héroes no eran guerreros, sino científicos y doctores, enfrentándose a un enemigo invisible.
El recuerdo de aquella escena no solo traía la carga de la misión, sino también de una profunda melancolía por todo lo que habíamos dejado atrás. Cada chispa de luz en la sala parecía ahora un testimonio de la esperanza que luchaba por sobrevivir en medio de la oscuridad. La mesa redonda no solo había sido un punto de partida; para mí, era un monumento a la lucha, la valentía y la fragilidad del ser humano ante las fuerzas que no puede controlar.
La ausencia del rey en la mesa redonda, dejando la responsabilidad en manos de Blodcaf y Liongard, es una decisión que añade intriga y cuestionamientos. ¿Qué llevó al monarca a mantenerse al margen en un momento tan crítico? ¿Fue una estrategia calculada o simplemente una señal de su desconexión con la gravedad de la crisis?
Mientras el grupo reflexionaba sobre las palabras de sus representantes, la idea de un líder ausente podría haber sembrado dudas en algunos y reafirmado la urgencia de actuar en otros. La influencia de Blodcaf, con su voz firme y su liderazgo tangible, contrastaba con la sombra de un rey cuya presencia era tan solo una forma vacía.
A medida que me alejó de ese recuerdo y vuelvo al presente, las decisiones tomadas en esa mesa no son solo historia: son el tejido de la realidad que enfrentamos ahora. ¿Las estrategias ideadas entonces, las promesas hechas, serán suficientes para resistir la descomposición que amenaza con consumirlo todo?
Vidal y Duarte entraron en conflicto. Sus palabras, apenas audibles desde mi posición, se alzaron como fragmentos de vidrio en el aire, destilando la presión que había permeado en todos nosotros. Vidal atacaba con gestos vehementes y acusaciones punzantes, mientras Duarte respondía con un control glacial, como si las palabras no pudieran atravesar la armadura de su calma calculada. Aquella disputa no era simplemente un desacuerdo, sino una manifestación visceral de la desesperación colectiva, de las grietas cada vez más visibles en nuestra resistencia.
Incapaz de intervenir, busqué refugio en un lugar familiar: mi libro. Allí, entre sus páginas desgastadas, nació lo que comencé a llamar mi "monstruario". Era mi intento de dar forma a lo que nos perseguía, de comprender la descomposición a través del lenguaje y la estructura. El primer capítulo lo dediqué al Björn, esas grotescas aberraciones que se burlaban de las leyes de la naturaleza. Su segunda cabeza, surgida del cráneo como una blasfemia tangible, parecía mirar al abismo mismo con ojos rojos incandescentes, mientras sus garras desproporcionadas buscaban algo más profundo que carne, como si fuesen extensiones de su desesperación. Su cuerpo, un lienzo macabro de putrefacción y decadencia, hablaba de una corrupción que no era meramente física, sino existencial.
El Björn no era solo una criatura. Su mera presencia era un grito de advertencia, una personificación de lo que comenzaba a devorar nuestro mundo, nuestras mentes. A medida que escribía sobre su grotesca forma y su naturaleza, no podía evitar preguntarme si su deformidad no era más que un espejo que reflejaba nuestras propias fracturas y desesperanzas.