Capítulo 18: Cartjvns

Desperté sobresaltado, el traje hecho jirones y mi vida suspendida en un hilo delgado y frágil. Había abusado de su protección, y ahora, sin munición que me defendiera, una sombra ominosa se precipitaba hacia mí, como un depredador que no conoce clemencia...

Horas más tarde, los nuevos filtros en los trajes nos habían devuelto una tenue esperanza. Estábamos listos para brindar asistencia a los desafortunados, aunque el grupo permanecía dividido en su propósito. Algunos, impulsados por la nobleza, deseaban regresar y salvar a cuanto fuera posible; otros, encabezados por Vidal, abogaban por avanzar hacia la capital, dejando atrás a los pueblerinos.

Finalmente, optamos por seguir adelante, ignorando cualquier contratiempo que pudiera entorpecer nuestra misión. La travesía por Cartjvns era como caminar entre las memorias de un cadáver. Sus calles, corroídas por la podredumbre, mostraban apenas un eco de las vidas que una vez las habitó. Sin embargo, entre los escombros, sus habitantes se resistían a sucumbir. Desafiaban con una obstinación casi dolorosa el azote implacable de la endemia. Pero no había duda: la marca de la enfermedad se hacían cada vez más visibles. Cuerpos que apenas se sostenían, algunos ya en un estado pútrido, otros al borde de una muerte prematura.

Mi corazón se apretaba ante tal tragedia. La situación era insostenible, y no pude contener el impulso de detenernos. Insistí en ofrecer ayuda a los necesitados. López se opuso con firmeza, pero mi conciencia como doctor era un mandato que no podía ignorar. Desafiando su negativa, decidí actuar por mi cuenta. Mis esfuerzos finalmente lo llevaron a ceder y a permitir que el grupo ofreciera su asistencia.

Nos dispusimos a trabajar con los pacientes, enfrentándonos al horror con las únicas armas que nos quedaba: el impenetrable traje, los pocos suministros y no menos importante... nuestra humanidad.

Organizamos a los enfermos, separándolos con meticulosidad: aquellos cuya salud se mantenía débilmente en pie, lejos de los que ya habían cruzado el umbral de la gravedad. Queríamos evitar, aunque fuera por poco tiempo, que la decadencia de unos consumiera las últimas fuerzas de los otros. A los todavía sanos, les instamos a abandonar el pueblo sin demora, advirtiéndoles que quedarse allí era aceptar una sentencia inapelable.

Al examinar a los pacientes y cadáveres aún frescos, emergió un patrón perturbador en la patología de la enfermedad. La infección comenzaba con una insidiosa invasión en la región faríngea, manifestándose como una inflamación abrasadora que rápidamente evolucionaba hacia una pigmentación oscura en las amígdalas, una señal inquietante de necrosis tisular voraz. Desde este punto de origen, el avance era implacable: la enfermedad descendía hacia los pulmones, sofocándolos hasta que la tos se volvía el preludio de la desesperación; de allí, se dirigía con precisión letal hacia los riñones, que sucumbían bajo su devastación imparable.

En su etapa terminal, la infección consumía el cuerpo entero, despojando a los órganos de grasa y transformando la sangre en un líquido de apariencia carbunco, una coalición macabra de espesura y oscuridad. Los cadáveres dejados a su paso no eran meramente cuerpos sin vida, sino espectros desolados, cuyos tejidos adquirían un negro opaco y una textura inquietantemente seca, semejante al carbón.

El número de víctimas era abrumadora, y los pocos supervivientes parecían haberse resignado al hecho de que su resistencia se agotaría en cuestión de semanas. En medio de este panorama sombrío, sentí un tirón en mi capucha. Un joven de aspecto frágil, con manos finas que denotaban más sufrimiento que juegos infantiles, me miró con ojos desorbitados, aferrándose a lo que parecía su último vestigio de esperanza.

— Señor, mi madre y mi hermana también están enfermas y no pueden moverse. ¿Podría venir a nuestra casa? —Su voz, apenas se sostenía en una delgada línea que temblaba, contenía la mezcla desgarradora de súplica y desesperación.

El niño, de cabello rojizo y revuelto, posiblemente originario de Drust o descendiente de aquellos parajes, era una figura que destacaba trágicamente entre la multitud. Su rostro pálido, enmarcado por rizos desordenados, llevaba las huellas de una niñez arrebatada por la penuria. Sus ropas, aunque limpias, mostraban los remiendos de alguien que nunca había conocido más que trabajo duro. A pesar del peso evidente en sus hombros juveniles, su voz tenía el eco distante de la dulzura infantil, como un último vestigio de la inocencia que se negaba a morir.

La escena que nos rodeaba era un eco de la calamidad que había consumido a los habitantes. Las calles, que alguna vez rebosaron vida, ahora eran pasillos sombríos bordeados por puertas y ventanas cerradas a cal y canto, tratando inútilmente de sellar el paso de la enfermedad. El aire estaba cargado con el hedor de la muerte, acre por las hogueras perpetuas que ardían en las esquinas, consumiendo cuerpos a un ritmo que el tiempo parecía no poder seguir. A la distancia, el campanario de la iglesia resonaba lúgubremente, sus campanadas, un recordatorio implacable de las almas que abandonaban este mundo.

Y, sin embargo, en la penumbra de esta tragedia, pequeñas señales de resistencia iluminaban la escena: un jardín que, contra todo pronóstico, mantenía algunas flores vivas; la risa contenida de un niño que aún no entendía la magnitud de la tragedia; o el abrazo desgarrador de dos vecinos que buscaban consuelo en el calor humano.

No pude negarme a su súplica. El joven, aferrado a mi manto como si de ello dependiera su vida, me guió hasta su hogar. Su voz, llena de una esperanza febril, resonaba en la desolación. 

— ¡Mamá, papá, abuelos y Mandy! ¡Ya estoy en casa! ¡Encontré un médico que puede curarlos, él puede curar toda enfermedad! —gritó con impaciencia, su alegría casi infantil desafiando la realidad.

Al cruzar el umbral, me encontré con una escena que congeló mi alma. Los cuerpos de sus familiares estaban sentados alrededor de la mesa, inmóviles, putrefactos, atrapados en una grotesca parodia de vida.

— ¡Aquí, señor doctor! Ella es mi abuela y él mi abuelo... aquí está papá, ¡saluda papá! —dijo el joven, presentándolos con una mezcla de inocencia y negación, como si su mente se aferrara desesperadamente a una mentira que le protegiera del abismo.

Intenté hablar, pero mi voz se quebró:

— Joven... tengo que... —No pude terminar. Sus lágrimas brotaron, su rostro palideció, pero aún mantenía una sonrisa esperanzadora, como si esa ilusión pudiera sostenerlo.

— En la habitación están mi mamá y mi hermana, ellas también te necesitan —añadió, su voz temblorosa, mientras me guiaba con pasos inseguros. Su mano, temblando, se aferraba a mi brazo con una fuerza que desmentía su fragilidad. Cada paso era un golpe contra la mentira que su mente había construido, un intento desesperado de transformar la verdad en ficción.

Al llegar a la habitación, la realidad se impuso con brutalidad. Allí estaban su madre y su hermana, también víctimas de la enfermedad, también perdidas. No pude contenerme más. Las lágrimas brotaron, no solo por la impotencia de no poder salvarlos, sino por el peso de la tragedia que se cernía sobre todos nosotros. Como médico, mi deber era luchar por la vida, pero aquí, en este pueblo, solo podía ser testigo de su extinción.

Frente a mí estaba un niño de diez años que había perdido todo. Su mirada buscaba desesperadamente un consuelo, una mentira piadosa o un milagro imposible que le devolviera a su familia. Pero no había palabras que pudieran aliviar su dolor, ni acciones que pudieran revertir lo irreversible.

Los habitantes sufrían, y no solo ellos, sino todo el país. La enfermedad no solo robaba vidas, sino también risas, abrazos, y los pequeños gestos que daban sentido a la existencia. Lo que se pierde no regresa, pero deja marcas imborrables, cicatrices más profundas que las manchas en los cuerpos de los afectados.

— Perdón, joven... Perdón por haber llegado demasiado tarde, por no haber podido salvarlos. Solo puedo disculparme por mi incapacidad y prometerte que, algún día, esta pesadilla no tocará más puertas. —Mi voz, quebrada por la impotencia, era todo lo que podía ofrecerle en ese momento. No había palabras suficientes para explicarle a un niño cuán despiadada y cruel puede ser la vida.

Muñoz, con un gesto que rompía todas las barreras del miedo y la prevención, se inclinó para abrazar al chico. En su silencio, compartía un entendimiento de pérdida que ninguno de nosotros podía igualar.

El joven, agotado de ilusiones, soltó al fin una sonrisa rota que se desvaneció en un llanto desgarrador. Sus gritos y lágrimas resonaron como un eco de la tragedia que todos estábamos viviendo, liberando un dolor que había mantenido encerrado, aferrándose a una esperanza que la realidad le había arrancado.

— ¿Por qué, señor doctor? ¡¿Por qué?! ¿Qué hicimos tan malo para merecer esto? Por favor, dígamelo. —Su voz, entrecortada y temblorosa, buscaba en mí un culpable, una explicación. Su mente se debatía entre la necesidad de respuestas y la falta de consuelo.

— Los del pueblo dicen que esto es un castigo de Dios... pero no somos malos. Somos buenos, señor doctor, nos portamos bien, rezamos todas las noches. Me porté bien: cepillé mis dientes, cuidé a mi hermana, e hice todo lo que me pidieron. ¡Entonces! ¿Por qué Dios nos castiga? —La fe inculcada por sus padres ahora lo atormentaba, transformando su inocencia en un temor que le pesaba en el alma.

Mi garganta se cerró, bloqueando las palabras que buscaban salir. Al fin, logré susurrar: 

— No es culpa de Dios, ni es culpa tuya, ni de tu familia.

— ¿Entonces, quién? ¡Dígamelo, por favor! ¿Quién es el culpable? —gritó con desesperación, aferrándose a la esperanza de una respuesta que justificara su dolor.

— No hay culpable, joven... —admití con voz temblorosa y con los ojos llenos de lágrimas. Tomé al muchacho entre mis brazos, buscando transmitirle una pizca de consuelo. 

— No existen palabras capaces de sanar las heridas del alma, ni promesas que puedan devolver lo perdido. Lo siento tanto... —mi voz se desgarró.

— ¿Qué hago con este dolor? ¿Con esta rabia? —preguntó el joven, su cuerpo temblando, desgastado por la pérdida.

— En este mundo, a menudo cruel, aún hay espacio para la bondad y la esperanza. Aunque ahora no lo entiendas, aunque ninguna respuesta pueda ser suficiente, debes saber que no estás solo en tu sufrimiento. —Hice una pausa, buscando las palabras adecuadas. 

— Debes vivir. ¡Vive! Vive cada día en honor a ellos. Lleva su amor en tu corazón y sus recuerdos en tu mente. Ellos viven a través de ti, y ese es un regalo que ni el destino más cruel puede arrebatarte.

El joven levantó su rostro bañado en lágrimas. Sus ojos, confusos, pero llenos de una pizca de anhelo, buscaban un refugio en mis palabras. 

— ¿Y cómo lo hago? —preguntó, su voz apenas audible, como si al hablar dejara atrás la última parte de su infancia.

— Con cada paso que des, con cada acción que tomes. Haz del mundo un lugar que ellos habrían querido ver. Conviértete en su legado.

Por un breve instante, en medio de la tragedia, una chispa de comprensión se encendió en sus ojos. Aunque el dolor seguía siendo abrumador, una pequeña luz comenzó a filtrarse en la oscuridad. Lo dejamos a solas con su familia, sabiendo que estos momentos serían su último adiós, y que merecían la dignidad de una despedida tranquila y respetuosa.