capítulo 19: Los olvidados

Terminamos nuestro recorrido por los alrededores, buscando con desesperación cualquier indicio que pudiera explicar el origen de esta endemia más allá de las supersticiones del pueblo. Pero nuestros ojos, desafortunados, no encontraron la aguja en el pajar. Sin embargo, algo quedó claro: aunque los pacientes compartieran el mismo ambiente, la enfermedad parecía trabajar de manera distinta en cada uno.

Mientras anotaba observaciones que me parecían cruciales, me encontré con el joven en el camino. Arrastraba los cuerpos de sus familiares, envueltos en una manta de cama, con una determinación que partía el alma. Su voz, rota por el esfuerzo y el dolor, suplicaba ayuda, pero los aldeanos, tal como había advertido el capitán, no mostraban un ápice de humanidad. "Esta podredumbre no solo pudre el cuerpo, sino también el alma de los habitantes", resonaban sus palabras en mi mente.

No podía ser simplemente otro espectador del sufrimiento de un niño cuya vida se desmoronaba. ¡No está vez! Corrí en su ayuda, implorando a los demás que hicieran lo mismo. Merecían un descanso digno, al menos eso. Pero los aldeanos, consumidos por sus propias heridas y temores, se negaron. Solo Vidal y el resto del grupo se unieron para asistir al joven.

La imagen del niño cavando la tumba de sus padres con la ayuda de los guardias es algo que nunca podré borrar de mi memoria. Ese joven, cuya infancia había sido destruida, ahora enterraba su pasado, enfrentándose a un futuro que le abría sus puertas con un resentimiento palpable.

Al finalizar, el joven se paró frente a mí. Su rostro, marcado por el llanto, reflejaba una mezcla de dolor y determinación.

— Sé que no quiere a un niño llorón lleno de mocos y que no puede hacer nada por nadie, pero quiero, ¡no! Deseo hacer algo. Ya no quiero ver a más personas morir. —Sus palabras, cargadas de una madurez que no correspondía a su edad, me dejaron sin aliento.

— ¡Ese es nuestro trabajo, joven! Buscaré ponerle fin a esta pesadilla —respondí, intentando transmitirle una esperanza que yo mismo apenas sostenía.

— Permítame acompañarlo, ¡por favor! Deme un motivo por el cual vivir.

Muñoz, Vidal y yo le pedimos a López que nos permitiera llevarlo, al menos a un lugar seguro. El joven, a pesar de haber perdido a toda su familia, gozaba de buena salud. López accedió, pero bajo una condición fría y pragmática: que lo utilizáramos como experimento, no por empatía. Aunque la petición me revolvía el estómago, no pude negarme. Esa era mi misión en estas tierras tristes y abandonadas.

Lo más desconcertante fue la indiferencia de los ciudadanos. No quisieron ayudar ni rezar por los cuerpos de los familiares del niño. Estaban más ocupados lanzando plegarias al cielo que extendiendo una mano al prójimo. Las plegarias sin acciones no son más que palabras vacías, lanzadas al viento. Ningún Dios escuchará sin antes ver el esfuerzo humano.

En medio de esta apatía, una mujer rompió el silencio con un grito.

— ¡Es el Diablo y nadie me creyó! Les dije hace tiempo que lo vi... ¡Sí! Yo vi al Diablo en persona y se llevará sus almas, principalmente la suya... Él colgado. — Me señaló con un dedo tembloroso, mientras la muchedumbre la tildaba de loca y bruja.

La multitud, presa del miedo y la superstición, comenzó a lanzarle piedras. La mujer, indefensa, alzó las manos al cielo y gritó:

— Dios, si este es el castigo, lo acepto. Ilumina a los ineptos y perdona a los pecaminosos. —Sus palabras se apagaron cuando una roca impactó su cabeza, dejándola inconsciente.

No pude hacer más que cubrir al joven para protegerlo de la escena y huir del pueblo antes de que la turba decidiera que la medicina también era una blasfemia contra Dios.

El ocaso cedió al crepúsculo, un lienzo de tonos abrasadores que teñía el horizonte mientras nos alejábamos del pueblo. Las siluetas de las construcciones se desvanecían en la penumbra, llevándose con ellas la tenue esperanza de contener la inexorable podredumbre que se extendía como un susurro mortífero.

El joven, rendido tras derramar todas sus lágrimas, dormitaba inquieto, atrapado en las arenas movedizas de su propio dolor. A medida que la noche avanzaba, las estrellas emergían una a una, testigos silenciosos de nuestro penoso éxodo, su luz tenue incapaz de disipar las sombras de nuestras almas.

— Jamás pensé que te atreverías a actuar con tal determinación —exhortó Vidal, su tono, una mezcla de incredulidad y respeto.

— El vacío que sentí al presenciar la desolación de Cartjvns... no hay palabras para describirlo —respondí, aún perdido en las imágenes de la desesperanza.

— Es claro que la compasión guió tus pasos —intervino Binet, con una mirada que destilaba comprensión.

— Pero, ahora... el destino de este joven es una carga pesada. Larel, ¿serás capaz de hacer lo que López insinúa? —preguntó Vidal, su inquietud evidente en cada palabra.

La pregunta resonó como un eco en mi mente. La vida de aquel inocente dependía de nuestras decisiones, y su fragilidad se sentía como un manto que pesaba sobre mis hombros.

— No puedo permitir que sea reducido a un simple experimento —exclamé, con una resolución que nacía tanto de mi ética como de mi humanidad.

— En ese caso —dijo Vidal, colocando una mano firme sobre mi hombro—, deja que comparta contigo la carga de lo que está por venir.

Tras horas de marcha, llegamos finalmente a un campamento improvisado. Allí se congregaban sanadores, curanderos y alquimistas de todas las procedencias, unidos por un propósito común: hallar la cura que pudiera devolver algo de luz a este mundo oscurecido. En este lugar, los llamados "olvidados", aquellos que el marqués Bosch había condenado al aislamiento tras sellar la muralla Patria, trabajaban con fervor. Su misión, un acto de rebeldía frente a la indiferencia, era la última chispa de esperanza para los atormentados.

Al llegar al campamento, una mujer salió a recibirnos. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño improvisado, y sus ojos brillaban como brasas bajo la luz tenue del crepúsculo. Sus movimientos eran fluidos, casi danzarines, y su voz cargaba con una cadencia que transportaba ecos de historias antiguas y canciones al viento.

— ¡Ea, que os veo agotadicos! ¿Qué traéis? ¿Esperanzas o más pena pa' compartir? —nos saludó con una sonrisa ladeada, que destilaba una mezcla de bienvenida y desafío.

Su tono era cálido, pero la elección de palabras y su ritmo eran inconfundibles: Margery era una Tanai. Esta comunidad, marcada por el rechazo y las leyendas, había hecho del abandono su fortaleza y de la tradición su arma contra el olvido.

— Me llaman Mina Crandon, pa' los de fuera; pero los míos me llaman Margery. Y vosotros, ¿venís buscando respuestas, o solo os habéis perdido como tantos otros?

El joven, aún envuelto en el silencio de su duelo, miró a Margery con algo entre cautela y curiosidad. La Tanai inclinó la cabeza hacia él, examinándolo como una madre que reconoce la lucha interna de un hijo.

— Anda, pequeño, no te me escondas ahí detrás. Aquí nadie te va a hacer daño, eso te lo aseguro —le dijo con ternura, aunque su mirada tenía la intensidad de alguien que ya había visto demasiado.

Nos guió por el campamento, señalando a pequeños grupos de trabajadores que mezclaban sustancias en frascos o anotaban teorías en pergaminos ajados. Cada rincón estaba impregnado de una urgencia inquebrantable, como si la mera acción pudiera arrancar el conocimiento de las entrañas de la oscuridad.

— Aquí nadie tiene títulos ni coronas. Somos iguales ante el sufrimiento, porque el dolor es un gran igualador —comentó con filosofía, mientras nos conducía a una tienda donde los aromas a hierbas y tinta fresca inundaban el aire.

Cuando Margery hablaba, sus palabras tenían el poder de envolver y encantar, aunque la crudeza de su realidad no podía ser ignorada. El joven pareció encontrar un resquicio de esperanza en su presencia, observándola como quien ve por primera vez una chispa en la oscuridad.

La tienda principal del campamento estaba repleta de movimiento; los curanderos, con su destreza y su sensibilidad innata, trabajaban con una gracia casi hipnótica mientras atendían a los heridos. Margery lideraba los esfuerzos, sus órdenes en ese dialecto peculiar resonaban como versos entre las conversaciones caóticas de los sanadores.

— ¡Ea, ve a por más vendas! No me vayas a dejar a este con la sangre pa' los suelos, ¡anda! —exclamó Margery, mientras envolvía con firmeza las heridas de López. Su tono, aunque áspero, estaba cargado de genuina preocupación.

A unos pasos, Binet descansaba sobre un camastro, siendo atendido con urgencia, mientras Batista se mantenía como un cuidador de su amigo. Su traje, que le había protegido contra lo sucedido en el bosque, parecía haber cobrado su precio, y las marcas de batalla en su cuerpo hablaban de una lucha feroz. Mientras los sanadores mezclaban ungüentos y le aplicaban compresas, su respiración se mantenía irregular. Margery, siempre atenta, giró hacia mí al terminar de ayudar a López.

— Tú, caballero... ¿Qué traéis por aquí que os tiene tan hechos polvos? Que ni los lobos harían tan destrozo —dijo, evaluándome con una mirada inquisitiva.

Le expliqué nuestra misión y las penurias de nuestra travesía. Hablé de la incursión en Santa Catha, y de nuestra urgencia por llegar a la muralla Patria, antes de que la calamidad se propagara más allá de las tierras ya afectadas.

Margery entrecerró los ojos, reflexionando, antes de asentir lentamente.

— Mucho me habláis de urgencia, sí, pero si queréis tener fuerzas pa' llegar a ese muro infernal, primero os quedáis aquí a descansar, ¿me entendéis? No sois más fuertes que los muertos que tengo aquí... y esos ya no necesitan correr.

Su respuesta, directa y con la crudeza que solo alguien acostumbrado al sufrimiento podría ofrecer, dejó claro que no permitiría que partiéramos hasta sanar nuestras heridas.

Mientras tanto, Vidal, se mostró pragmático ante los curanderos, entablando una conversación con Wilber Hilario. La discusión inició cuando Vidal cuestionó la eficacia de los brebajes que los sanadores utilizaban con tanta confianza.

— Esto, señor curandero, no es más que charlatanería. ¿A cuántos han sanado por el simple uso de hierbas y supersticiones? La ciencia, no los trucos baratos, es lo que salvará a estos pobres —declaró Vidal, su tono cortante.

Hilario, un hombre casi en sus treinta, con mirada desafiante, respondió sin perder la calma.

— ¡Ay, buen hombre...!, ¿y qué os hace pensar que la ciencia no tiene un poco de magia? Porque aquí, lo que vale no es solo el brebaje, sino las manos que lo preparan y la fe que le damos al enfermo. A veces, eso cura más que una poción escrita en un libro viejo.

La tensión se palpaba. Margery, a unos metros de distancia, observaba la disputa con una ceja alzada, claramente divertida. El resto del grupo, incluido el joven, se sentó a compartir palabras amables y algunas historias con los sanadores más abiertos. Entre ellos surgió una amistad inesperada, fruto de la camaradería que solo la adversidad puede forjar.