capítulo 20: Los olvidos. 2da parte

Margery dedicó su atención al joven con una delicadeza que contrastaba con la firmeza de su carácter. Sus manos, curtidas por el tiempo y el esfuerzo, trabajaban con precisión mientras le examinaba y le aplicaba brebajes que emanaban olores a hierbas frescas y resinas exóticas. El chico, aunque temeroso al principio, parecía encontrar consuelo en sus cuidados.

— Ea, pequeño, no vas a sucumbir aquí; mi abuela siempre decía que los que lloran fuertes tienen corazones más resistentes —le exhortó con dulzura, usando aquel tono cadencioso tan característico.

Mientras tanto, el resto del grupo nos sumergimos en el aprendizaje. Los curanderos y sanadores compartían con nosotros sus conocimientos con generosidad. Aprendimos sobre los efectos de las hierbas locales, las combinaciones precisas de ingredientes para crear ungüentos, y hasta técnicas para mantener la moral alta en tiempos de desesperación. La interacción era fluida, casi como si hubiésemos encontrado un punto de conexión inesperado con aquella gente.

Sin embargo, Vidal permanecía apartado, con el ceño fruncido y una postura rígida que delataba su desconfianza. Cada vez que uno de los curanderos intentaba acercarse para compartir su saber, él desviaba la mirada o respondía con comentarios cortantes.

— Estas fórmulas y supersticiones no son más que teatro barato —espetó en un momento, mirando de reojo a Hilario, quien se encontraba revisando sus instrumentos.

Hilario, un hombre calmado, pero seguro de sus conocimientos, alzó la mirada y se acercó con deliberación. 

— Y vos, señor científico, ¿qué sabéis del alma y la vida más allá de las fórmulas en vuestros libros? Os digo, hay poder en el acto de creer y en el ritmo del mundo que nos rodea —respondió con serenidad, aunque su tono cargaba un desafío implícito.

Lo que comenzó como un intercambio de palabras pronto se convirtió en un debate que atrajo la atención del campamento. Vidal insistía en que la ciencia debía prevalecer sobre lo que él llamaba "las artimañas de los curanderos", mientras Hilario defendía la importancia del equilibrio entre lo tangible y lo espiritual. Margery observaba desde la distancia, inclinando la cabeza, como quien escucha una balada con interés.

Por mi parte, me intrigaba la intensidad de Vidal. Era como si su desprecio por los curanderos estuviera alimentado por algo más profundo, una sombra de su pasado que ni yo ni el resto habíamos notado hasta ahora. Él, al igual que el resto, habíamos pasado toda nuestra vida dentro de las instalaciones de la O.M.S., pero ¿podía ser que hubiera escapado alguna vez sin que lo supiéramos?

En medio de este intercambio, conocimos los trajes que los curanderos utilizaban para enfrentarse a la podredumbre. Eran diseños simples, mucho más ligeros que nuestros equipos anti-podredumbre, pero ofrecían menos protección. La movilidad que proporcionaban era evidente, pero aquello conllevaba un riesgo mayor. 

— Estos trajes son pa' quienes se enfrentan cara a cara con la corrupción —comentó Margery, señalando una de las prendas—. No os harán invencibles, pero os permitirán pelear sin que tengan que preocuparse de la enfermedad.

Su explicación resonó en nosotros; la diferencia entre nuestros métodos y los suyos era abismal, pero en aquel campamento no se trataba de perfección, sino de resistencia.

El fuego de la hoguera chisporroteaba en la quietud de la noche, proyectando sombras danzarinas sobre los rostros agotados de nuestro grupo. Desde que cruzamos la muralla María, este simple acto de reunirse había sido arrebatado por la urgencia de nuestra travesía y las crueles pérdidas que nos habían marcado. Pero ahora, con la seguridad temporal que nos ofrecía el campamento de los Tanai, el crepitar del fuego parecía devolvernos un fragmento de humanidad olvidada.

Aquel símbolo de hogar, que en otros tiempos era refugio y promesa, había quedado vacío, una sombra de lo que fue. Cada chispa parecía llevar consigo el peso de los compañeros caídos y las incertidumbres por los desaparecidos. Sentir el calor de las llamas era casi un acto de traición, como si la comodidad de aquel momento fuera un reproche para quienes nunca regresarían.

Sin embargo, Hilario, con una sabiduría que parecía desafiar sus veintiocho años, rompió el silencio que se cernía sobre nosotros. Sus palabras, pronunciadas en un tono cálido, pero firme, cortaron la melancolía como el filo de una hoja bien afilada.

— La pérdida, amigos míos, no es un fin; es un puente. Es doloroso cruzarlo, sí, pero si dejáis que os detenga, entonces perdéis la oportunidad de encontrar lo que os espera del otro lado —dijo, mientras alimentaba el fuego con más madera seca.

Sus palabras resonaron profundamente, un bálsamo para las heridas invisibles que cada uno cargaba. Incluso Vidal, quien había mantenido su postura rígida durante todo el día, pareció relajarse ligeramente ante el consejo de Hilario. Margery, que había estado en silencio mientras trenzaba su cabello con precisión casi ritual, levantó la mirada hacia él con una sonrisa pequeña, como quien reconoce la verdad en la simplicidad.

— Ea, chico, que pareces tener un alma más vieja que nosotros mismos —comentó Margery, añadiendo un toque ligero a la conversación, mientras las llamas iluminaban su rostro con un resplandor cálido.

La atmósfera comenzó a cambiar. La conversación se volvió más fluida, y entre las historias que compartimos, se tejió una pequeña red de camaradería. Los sanadores del campamento nos hablaron de sus propios caminos: algunos habían dejado familias detrás, otros habían perdido todo lo que les importaba antes de refugiarse aquí. Aunque las historias eran distintas, el dolor que compartíamos era un terreno común, una conexión que cruzaba las barreras del origen y las creencias.

Hilario, con su sabio consejo y su habilidad para hacer que hasta el fuego pareciera un compañero reconfortante, se convirtió en el centro de nuestra atención esa noche. Aunque no borró nuestra tristeza, logró transformarla, moldeándola en algo que nos impulsara a continuar.

Margery se alzó despacio, con la gracia de alguien que carga siglos de tradiciones en cada gesto. En sus manos sostenía un vaso improvisado, lleno con un brebaje cuya fragancia parecía mezclar hierbas y especias que solo los Tanai conocían. El crepitar del fuego pareció menguar, como si incluso las llamas guardaran silencio para escuchar.

— Ea, amigos míos, esta noche es pa' quienes nos dejaron —comenzó, alzando el vaso hacia las estrellas—. No están aquí pa' bailar junto a nosotros, pero tampoco están lejos. ¡Que este trago sea pa' ellos, que aunque bajo tierra estén, se puedan emborrachar como los vivos!

Su voz resonó en el campamento, cada palabra cargada de amor y un dolor contenido que ninguno podía ignorar. Luego, con una solemnidad casi ceremonial, vertió una parte de la bebida al suelo, dejando que se filtrara en la tierra, como si estuviera entregando una ofrenda a las mismas raíces del mundo. Mientras lo hacía, entonó un cántico, una melodía antigua con palabras que parecían entrelazar tristeza y esperanza. Los curanderos se unían al compás de su cántico, improvisando con instrumentos caseros que recordaban nuestra primera hoguera; aquella en la que las risas y hermandad se entrelazaron por primera y última vez.

Las llamas del fuego bailaron al compás de su voz, y durante un breve instante, el frío de la noche pareció retroceder. Nadie habló; cada miembro del grupo, tanto los nuestros como los sanadores y curanderos, inclinó ligeramente la cabeza en respeto. Incluso Vidal, quien había sido crítico durante toda nuestra estancia, guardó silencio ante la sinceridad del momento.

— Que no nos falten nunca los recuerdos —añadió Margery, con voz más suave, sus ojos brillando con un matiz de añoranza—. Porque mientras tengamos a los nuestros en la memoria, no se irán del todo, ¿verdad?

El joven, sentado junto al fuego, observaba en silencio, con lágrimas contenidas que reflejaban las llamas. Su pérdida estaba aún fresca, pero las palabras de Margery parecieron traspasar las barreras del dolor, ofreciéndole un consuelo que pocas cosas podían dar.

El brindis fue una pausa en la lucha, un momento de conexión humana que nos recordaba por qué estábamos allí. No solo por los vivos, sino también por aquellos que habíamos perdido en el camino. Duarte sostenía con fuerza las cenizas de Taveras, tan fuerte que por un momento él podía sentir el calor de su hermano.

El ambiente alrededor de la hoguera seguía cargado de emociones encontradas. A lo lejos, Binet permanecía apartado, sus ojos fijos en Margery mientras el cántico aún resonaba en el aire como un eco distante. En aquel gesto solemne, parecía encontrar una pequeña tregua para su dolor; Santos, su compañero caído, había dejado una herida profunda en su espíritu. La paz que transmitía el ritual de los Tanai suavizaba, aunque fuera brevemente, la dureza de esa ausencia.

Por otro lado, López no compartía la misma serenidad. La incertidumbre sobre Torres y su grupo le carcomía, reflejada en cada gesto inquieto. Aunque las heridas menores que cargaba lo habían obligado a descansar, su mente no encontraba sosiego. La sombra de lo desconocido se cernía sobre él, y esa ausencia de respuestas era casi tan pesada como la podredumbre que combatíamos.

En la tienda de comunicaciones, Regino trabajaba con paciencia y determinación. Sus manos hábiles ajustaban el viejo telégrafo, intentando captar algún rastro de vida desde el otro lado de la muralla o incluso más allá. La conexión era inestable, y cada vez que el aparato emitía un crujido o un parpadeo de actividad, la esperanza se encendía brevemente en sus ojos. Pero por el momento, el silencio era todo lo que la máquina parecía ofrecer.

— Vamos, Torres... si estás ahí, dame algo, lo que sea —murmuró Regino para sí mismo, con una mezcla de frustración y anhelo. Su voz se perdió entre los ruidos del campamento, donde las vidas seguían avanzando a pesar de la incertidumbre.

El fuego de la hoguera continuaba ardiendo, testigo de emociones contrapuestas. Paz para algunos, inquietud para otros; en ese momento, el campamento era un microcosmos de la fragilidad humana enfrentada al caos. Y aunque nuestras heridas aún sangraban —sean visibles o no—, había una chispa en el aire que nos recordaba que, mientras estuviéramos juntos, la lucha continuaba.