Un hombre jadeaba después de pasar días de tortura. Sus manos y pies estaban atados con pesadas cadenas sujetas a la pared de hormigón, desplomado en el suelo manchado de sangre vieja y fresca. Su cabello estaba despeinado, cayendo delante de su rostro sucio y demacrado.
El hombre gruñó entre dientes apretados al escuchar el chirrido de los barrotes de metal al frente mientras las cadenas se aflojaban. El sonido había empezado a provocarle pesadillas, sabiendo que solo dos personas podían entrar y salir de esa celda: Abel, y luego su nieta Sunny.
Solo podía imaginar qué sádica tortura tenían esos dos preparada para él. Hacerle pasar por el infierno se había convertido en su pasatiempo ahora. Y ese pensamiento por sí solo… era suficiente para que perdiera la cabeza de la ira.
—¿Qué… quieren ahora? —murmuró entre dientes, levantando la vista, esperando ver a Abel o Sunny. Pero para su sorpresa, la persona que estaba junto a la celda abierta no era ninguno de los que esperaba.