Kimberly se quitó la toalla y luego tomó su bloqueador solar del pequeño bolso que estaba a su lado. Había invitado a su amiga Tamara Bert, quien había sido su compañera de clase en la preparatoria.
A pesar de que no se veían desde hacía mucho tiempo, Kim la invitó con la excusa de pasar un rato agradable, pero la verdad era que no le gustaba estar sola; era horrible sentirse tan sola y no poder deshacerse de ese nudo en el pecho que no la dejaba ni siquiera pensar.
—¿Me ayudas a colocarme el bloqueador en la espalda? —le preguntó. Ella levantó la cabeza para prestarle atención y asintió con una sonrisa amable en la comisura de sus labios.
—¡Por supuesto!
Ambas se acomodaron y la chica empezó a colocarle el producto en la delgada espalda de Kimberly.
—Cuéntame, ¿cómo has estado en estos últimos años?
La chica suspiró desganada; ni siquiera sabía por dónde empezar, y es que nada de lo que había hecho en todos esos años le parecía algo de lo que debería sentirse orgullosa. A pesar de tener una carrera y pertenecer a una familia adinerada, se sentía cohibida para romper las reglas.
—Lo mismo que todos —dijo en un hilo de voz, esparciendo el producto en su pálida y delicada piel—. Estudiar, graduarme, tener un departamento y vivir sola hasta que me case y decida formar una familia.
—O hasta que decidas adoptar una banda de gatos negros —ambas rieron.
Suspiró.
—A veces quisiera ser tan despreocupada como tú —Kim volvió levemente la cabeza para observarla—. Haces lo que quieres y tienes a tu padre en el bolsillo. Pero no, nunca pude hacer esas cosas con papá.
—No todo es lo que parece —dijo con sinceridad—. Esos días pronto acabarán.
—¿Por qué lo dices? —cuestionó inquisitiva.
Tomó una bocanada de aire y la soltó.
—Mi padre quiere que me case con alguien —reveló—. Me dice que debo sentar cabeza.
—Pero las cosas no tienen por qué ser así, Kim. Puedes decidir con quién casarte. ¿No es así?
Negó con la cabeza.
—Mi padre me amenazó con dejarme en la calle si no lo hago.
—¿Y qué harás?
—No tengo otra opción, no puedo quedarme sin dinero. Ya veré qué hago después. Casarme no significa que me van a encerrar en una jaula.
—Pensé que mi vida era mala, pero la tuya es más compleja que la mía.
A Kim le pareció una chica muy responsable y comprometida con su estilo de vida, y también alguien que quería salir de su zona de confort. Una idea brillante surgió en la cabeza de Kimberly, pero era demasiado arriesgado hablar de ciertas diversiones nocturnas; se sentía cohibida, puesto que no todas las personas de esa sociedad tenían la mente abierta. Así que se quedó en silencio; no estaba dispuesta a arriesgarse.
—Tengo curiosidad —prosiguió la chica al notar el silencio sepulcral—. No tienes que fingir conmigo, Kim, créeme que sé exactamente adónde vas cuando te diviertes por la noche.
Trago saliva, inquieta, y fingió demencia para que la chica a su lado abandonara sus pensamientos.
—¿De qué hablas? —inquirió frunciendo el ceño—. No sé de qué estás hablando.
La chica sabía que lo negaría, así que exhaló el aire por la nariz y lo dejó salir por la boca.
—Kim, mi padre es el ministro de defensa, está en la política, y por lo que me has contado, sé que estás yendo a un lugar totalmente prohibido para nosotras.
El corazón de Kimberly se aceleró con esa confesión. Y se maldijo por haber hablado tanto por teléfono antes de reunirse después de tantos años.
Sonrió con nerviosismo evidente, que no pasó desapercibido para su compañera. Su compañera intentó darle la confianza que necesitaba, pero Kim no podía confiar en ella, ya que era hija de un miembro del gobierno; se sintió totalmente expuesta y nerviosa ante su mirada curiosa.
—Tranquila, Kim —pronunció con una sonrisa despreocupada—. No le diré a nadie.
—¿Por qué quieres saberlo? —cuestionó con desconfianza.
—Quiero que me lleves allí —pidió—. Quiero que me lleves a las catacumbas.
—¿Estás segura? —murmuró con cierto temblor en la voz—. ¿Estás segura de que quieres entrar allí?
—¡Por supuesto! ¿Me vas a llevar?
—Es peligroso —le advirtió—. Las personas allí abajo tienen una discordia con las nuestras.
—¿Y qué tengo que hacer para que me acepten? —cuestionó impaciente.
—¿Por qué quieres entrar allí? Eso no es para ti; eres una mujer que lo tiene todo: la atención de tus padres, tu carrera profesional, tu apartamento…
—Quiero divertirme —declaró—. Quiero olvidarme de mis responsabilidades.
—¿Estás segura? Antes de entrar allí, debes darles algo valioso a cambio.
—¿Y qué es?
—No lo sé, todo depende de ellos.
—¿Ah, sí? —se movió más cerca de ella para murmurar—. ¿Acaso tienen un ritual de iniciación?
Asintió, insegura. No entendía por qué continuaba dando información de aquel lugar clandestino; tal vez era porque se sentía atrapada por la insistencia de su excompañera de la preparatoria y sentía que si no le decía, la pondría en evidencia con las autoridades.
Kim se sentía totalmente asustada por lo que esa chica podía decir; palideció y su boca tragó saliva. Debía mantenerla de su lado; de lo contrario, desataría una guerra y la arruinaría.
Sin embargo, respiró profundamente y dejó salir el pavor. Si Tamara la traicionaba, ella tomaría represalias, porque Tamara Bert ni siquiera sabía en el pozo hondo en el que se estaba metiendo.
—Sí —afirmó—. Pero decirte eso no depende de mí.
—¿Puedes decirme qué hiciste tú? —murmuró; sus ojos grandes estaban puestos en ella, buscando respuestas.
—Le di mi virginidad al jefe solo por un poco de diversión.
—¿Y si no lo soy, entonces qué me van a pedir?
—Si no lo eres, entonces te tocará ser el entretenimiento de varios hombres. ¿Estás dispuesta a arriesgarte?
Dudó antes de responder.
—Realmente, la diversión tiene que ser más importante que todo en tu vida para acceder a esos rituales.
—¿Dices que obligatoriamente tengo que acostarme con todos?
—Las vírgenes tienen que acostarse con todos de igual forma; sin embargo, si uno de los líderes te elige, cada noche que bajes a las catacumbas te llamará a su cama y tendrás que hacer cualquier cosa que te pida. Para no acostarte con todos esos hombres, un líder tiene que elegirte; de lo contrario, vas a tener que hacerlo con todos.
Se quedó pensativa, y es que una cosa era divertirse y otra cosa totalmente distinta era ser el entretenimiento de otros. No quería sufrir en manos de esos asquerosos hombres que solo querían un trozo de su cuerpo; quería divertirse sin ningún precio que pagar. Pero lo que ella quería conseguir era más fuerte que su dignidad y más fuerte que tomar una decisión en sus cabales.
Las drogas le hacían tanta falta, y ni siquiera sabía cómo conseguirlas. Diez años atrás, sus padres descubrieron su pequeña adicción a las drogas y decomisaron a su vendedor, enviándolo lejos. En la ciudad era muy difícil vender cosas ilícitas, y solo los que pertenecían al crimen organizado podían venderlas sin problemas, ya que podían moverse por el mundo sin preocupaciones porque algunos policías estaban de su lado, policías que aquella sociedad secreta había sobornado.
—Quiero ir, quiero bajar al infierno. Quiero bajar a las catacumbas.
—Estoy aquí —pronunció la rubia, y su voz potente y chillona se escuchó en el auricular de Keyla, haciéndola encoger en la silla del restaurante—. ¿Y sabes qué es lo bueno? Que he venido para quedarme.
Una figura delgada se posó frente a Keyla. Ella levantó la mirada y la escruto de pies a cabeza. Al notar que era su mejor amiga Marlene, sonrió, cosa que no hacía con tanta frecuencia. Se levantó para recibirla con un fuerte abrazo, y Marlene volvió a chillar escandalosamente, llamando la atención de los presentes. Keyla siseó, imaginando sus expresiones de desaprobación.
—Calla —murmuró—. Pareces adolescente.
—Quien te escucha creería que estamos rondando los cuarenta.
Se separaron, y ella le hizo un ademán para que se sentara. Ella se sentó imitando a Keyla.
—Pues creo que soy una mujer de cuarenta atrapada en un cuerpo de veintitrés —bromeó Keyla, y la joven sonrió.
—No entiendo por qué dicen que eres aburrida; tienes mucho sentido del humor.
—Es que ellos no conocen esta versión reservada de mí. Solo tú.
—¿Cómo estás? —preguntó—. Hace tanto tiempo que ni hablamos como cuando éramos adolescentes. Sé que estás ocupada y que a veces desapareces, pero te extraño, amiga.
Para Marlene era totalmente normal en ese momento, pero le costó entender que su amiga era totalmente un ser individual; una persona totalmente asocial que tenía que desaparecerse o aislarse para ganar energía. Pero si ella la necesitaba, a pesar de que le gustaba estar sola, ella iría a ese lugar e iba a hacer todo lo que pudiera para brindarle su apoyo.
Vaciló para contestar, pensando en las palabras que utilizaría para referirse a ese estúpido que la había besado sin su consentimiento. Horrible recordar ese suceso.
—Han pasado muchas cosas —dijo inclinándose en voz baja, como si fuera un secreto que se negaba a revelar.
La amiga también se inclinó hacia delante y frunció el ceño. —¿Qué sucede? —Esa pregunta también fue un murmullo.
Keyla observó el lugar antes de contestarle, asegurándose de que nadie estuviera escuchando, y ni siquiera sabía por qué. Tal vez pensó que lo que iba a confesar era algo totalmente prohibido; básicamente, ese estúpido sería su cuñado en unos meses, ya que estaba casi segura de que iban a casarse, y le pareció muy descabellado su cinismo.
—Kim se va a casar —le dijo, de nuevo insegura y titubeante, lo que su amiga no podía entender, por qué estaban susurrando.
—¿Por qué murmuramos? —arqueó las cejas—. ¿Acaso se va a escapar por la ventana? —rió escandalosamente.
—Cielos, Marlene, estamos en un lugar civilizado, compórtate —rodó los ojos—. Ese no es el punto —prosiguió—. El punto es que… papá me dijo que recibiera a Gabriel Bernard, y lo recibí.
—¡Espera! —exclamó, y luego, cuando vio su mirada retadora, empezó a bajar la voz—. ¿Me hablas de mi tío?
—¿Qué? —cuestionó estupefacta—. ¿Es tu tío?
—Por supuesto —afirmó—. ¿Entonces, Kim se va a casar con mi tío?
—No sabía que era tu tío —comentó sorprendida—. De verdad.
Resopló.
—Mi madre y él son medios hermanos —le confesó—. Por eso no llevamos el mismo apellido.
—Vaya, vaya, bueno, no sé si deba decir esto… Si no me lo hubieras dicho, estaría despotricando en su contra.
Una ola de curiosidad la invadió, entonces la miró con atención a la espera de que lo hiciera. Le importaba poco lo que pudieran decir de Gabriel Bernard, solo quería saber el suceso acontecido con lujo de detalle.
—¿Qué sucedió? Puedes decirme. No es como si tuviéramos una relación tan cercana.
—Él… —tragó saliva—… él me besó… y… no sé qué haré, porque quiero destruirlo por lo que hizo, pero al mismo tiempo, Kimberly tiene que casarse con él para que de una vez por todas madure.
—¿Y te gustó? —cuestionó con coquetería, con una leve sonrisa socarrona. Keyla la observó con desaprobación, totalmente horrorizada por lo que dijo. ¿Qué le pasa a Marlene, a su amiga de la infancia? Aún ella explicándole lo complicado que eran las cosas. Si ese hombre continuaba jugando con su paciencia, Keyla dudaba de tenerlo bajo control, porque ni siquiera con su carácter podía domarlo; al contrario, su carácter servía de incentivo, porque al parecer era divertido.
—¡Por supuesto que no! —negó totalmente asqueada—. Él quiere la mano de Kimberly. Se van a casar, y es muy vergonzoso que no le guarde respeto a su futura cuñada.
—Todavía eso no es así, ni siquiera tienen una relación. Amiga, debes aprovechar esta oportunidad de vivir la experiencia.
—¿Qué te pasa, Marlene? ¿Crees que estoy desesperada por conseguir la atención de ese hombre? —negó—. Además, si quisiera unirme a alguien, definitivamente no sería Gabriel Bernard.
—Kimberly no tiene que casarse para madurar —la discrepancia de Marlene la hizo arrugar el ceño inconforme, pues ella sabía que con Kimberly razonar no era algo fácil y que su inmadurez no le permitía tener la capacidad de pensar en el futuro.
—Tú no lo entiendes, mi papá ha tenido mucha paciencia con ella —respiró hondo—. Mi padre es un anciano; puede morir en cualquier momento, y si Kim no sienta cabeza estará perdida.
—Lo siento, Keyla, pero yo en tu lugar ya estuviera cogiendo con él. Conociendo a Kim, jamás se va a casar con él.
—Pero yo no soy tú; yo soy una persona organizada y necesito que las cosas sean serias. No me voy a la cama con el primero que me diga cosas bonitas, y menos si me han faltado el respeto. No voy a premiar a nadie por su osadía. Sería faltarme al respeto a mí misma. Es evidente que ese hombre solo quiere que yo sea su entretenimiento.
Se le calentaron las mejillas al recordar cómo sus labios, superficialmente, se sintieron suaves al tacto. Era una suavidad húmeda, una sensación que jamás en la vida había sentido, y era confuso porque su estómago aleteaba y al mismo tiempo se revolvía. Se le calentaron las mejillas y quiso esconder el rostro al entender que podría estar ruborizada.
—Lo detesto —arrugó levemente el ceño—. No sabes cuánto. Desde que lo conocí no ha hecho más que molestarme.
—Pues, deberías alejarte de él, Keyla —le propuso—. Al final es con tu hermana que va a casarse.
—No puedo, mi padre me convenció de que de mi cuenta corría su unión. Si no estoy cerca, puede que Kimberly la riegue con ese hombre.
—¿Y qué harás?
—Voy a seguir con el plan, no tengo opción. Necesito resolver esto; Kimberly me está colmando la paciencia.
(...)
Gabriel Bernard se encontraba en el interior de la piscina del hotel, pensando en las travesuras que había hecho con esa chica pecosa y pelirroja. Era una mujer exquisita, y lo corroboró cuando probó esos dulces labios con sabor a fresa y miel.
Sonrió mientras se balanceaba en el agua, cual pez; sí, se sentía como un pez, libre. Libre de hacer su voluntad por encima de los demás, libre de poseer a esa mujer. Esa mujer se había convertido en un reto, y no iba a descansar hasta que fuera suya de todas las maneras posibles.
Era muy hermosa, joven e inteligente, y lo atraía de una manera desconocida. Kimberly era bella; lo pudo ver cuando tuvo el placer de saludarla el año pasado en un cóctel de negocios, y le pareció totalmente raro que una mujer poco interesada por los negocios de su padre tuviera la disposición de asistir a ellos. Pero lo que él ignoraba era que su padre estaba cuidándola, puesto que Kim estaba insoportable esos días.
Kim le pareció bella, pero no tan deslumbrante como su hermana, cuyo color de cabello le hacía reverencia a su personalidad. Pero era con Kim con quien estaba dispuesto a casarse.
Escapándose de los sermones de su padre, Arthur Bernard, se instaló en el hotel más lujoso de la ciudad. No quería escucharlo hablar de negocios en su tiempo libre, pero para su infortunio y su desgracia, lo encontró.
Cuando este lo vio, se quitó las gafas acuáticas y se elevó hacia arriba apoyándose en la orilla de la gran piscina para salir. Su padre lo miraba con un gesto de desaprobación.
—¿Así es como honras a tu padre? —ni siquiera había terminado de salir y ya su padre estaba iniciando una discordia—. Vienes a la ciudad hace dos días y ni siquiera has pasado por mi casa.
No le tomó por sorpresa la actitud de su padre; siempre había sido así desde que tenía uso de razón. Para su tranquilidad, su madre era totalmente opuesta a su padre.
Bernard tomó una bocanada de aire y tomó la toalla de la camilla. La pasó por todo su cuerpo mojado, sin dejar de empapar el suelo. El padre solo observaba, sin ninguna reacción de felicidad en su rostro, solo decepción por su joven copia, más despreocupada y desinteresada. O eso, al menos, era lo que él creía.
No podía negar que su hijo había sido irresponsable alguna vez. ¿Qué adolescente o joven no lo es en algún momento de su existencia? A pesar de que Bernard había mejorado, su padre no podía cederle totalmente su confianza, y menos cuando se trataba de algo importante como los negocios.
—¿Acaso no puedo tener un día de paz? —le inquirió—. ¿Es un delito?
Por supuesto que no, era un sacrilegio. Mientras su padre organizaba todo, él se encontraba recreándose; muy desconsiderado de su parte.
—Tenemos que hablar de cosas importantes, de nuestros planes a futuro.
—Sí, ya sé, me lo recuerdas cada día; debo casarme con Kimberly Hopkins, así gano mis acciones, las tuyas y las de la mujer.
—Serás un socio mayoritario con un sesenta por ciento de las acciones de esa empresa, así que debes controlar tus instintos de donjuán por unos cuantos meses y cortejar bien a esa muchacha.
—¿Pensaste que estaba con una prostituta? —negó con la cabeza—. Sé perfectamente cuándo debo controlarme; ya no soy un niño.
—Dime, ¿ya le enviaste un ramo de rosas? ¿Estás haciendo tu trabajo como un buen pretendiente?
¡Por supuesto que no! Bernard no conocía de detalles, porque para él llevar a la cama a una mujer era tan fácil como un chasquido de dedos o como decir una palabra.
No pensó que con la hija mayor de los Hopkins fuera necesario, tal vez porque la chica no le gustaba lo suficiente y tenía la certeza de que este matrimonio no era por amor.
Una mujer que decidió no estudiar y ser ama de casa necesitaba a un hombre inteligente a su lado, a un hombre que cuidara y administrara su patrimonio; a cambio, ella solo podía esperar de él protección y seguridad. Era demasiado pedir amor.
No cualquier hombre era digno de la fortuna; debía ser un hombre inteligente e igual de rico como él, y él, definitivamente, era un gran prospecto, aunque su padre dijera lo contrario.
—La he invitado a cenar —concluyó—. Pero no soy de los que dan flores; con una buena cogida esta noche la dejaré sedienta.
El padre abrió los ojos, escandalizado por el comentario tan vulgar de su hijo.
—¿Crees que esa chica es igual que las demás? —cuestionó severo—. Conozco a Alexis; sus hijos son personas serias, con buenos valores, tienen educación, y quiero que te comportes al menos hasta que esa chica vea que eres un buen prospecto.
—Está bien, papá, ¿otra cosa?
—La cena será en nuestra cabaña del lago; compré un collar de diamantes y un ramo de peonías para la señorita… Espero que no lo arruines, hijo. Confío en ti.
—No te voy a defraudar, papá —sus manos tocaron su hombro—. Pero ya, no me hostigues, porque lamentablemente no te queda otra opción que confiar en mí. Ya no soy el mismo joven inmaduro, créeme.
—Eso espero, Gabriel. Porque si no haces las cosas bien, jamás vamos a tener la empresa en nuestras manos.