Nunca se imaginó que una parroquia pudiera estar invadida por policías y forenses en una mañana que prometía ser tan tranquila.
Aquella mañana aparentemente inocente, un cuerpo femenino de aproximadamente veinticuatro años pendía de lo alto de la parroquia Jesús Redentor, atrayendo a una multitud de curiosos que se agolpaban para observar la escalofriante escena.
Los forenses se afanaban, tomando huellas, capturando fotografías y analizando la sangre que se escurría por la pared, la sangre de otra víctima.
Realizaron todos los esfuerzos posibles para mantener la noticia fuera del alcance del público, pero alguien llegó antes, y en una ciudad tan tecnológica como aquella, el gobierno no podía controlar todo.
No era la primera jovencita de clase alta que había sufrido un destino tan trágico. Familias sumidas en la devastación y manipuladas por las autoridades, sufrían en silencio. Levantar la voz sería un escándalo intolerable.
Sin embargo, esta joven no era la hija de un doctor, ni de un empresario, sino la hija de un senador del República de Agatha. Ethan Coen comenzó a asesinar a mujeres con un odio visceral; al notar que el gobierno no mostraba compasión por las víctimas de la alta sociedad, decidió capturar a la hija de un senador, sabiendo que no sería la última. Su plan era continuar matando hasta provocar una revolución.
Los periodistas comenzaron a llegar, ansiosos por obtener la primicia, como aves de rapiña buscando el escaso bocado en la basura. No había nada que hacer más allá de lamentar aquel cuerpo desnudo, yaciendo en el pavimento, cubierto por una bolsa mortuoria.
Gertrud Jones estaba furiosa; sabía que esto era obra de Ethan Coen, pero no entendía qué demonios perseguía con estos asesinatos. Quizás era venganza, o un complejo de inferioridad contra quienes poseían poder adquisitivo. Nunca, en sus breves años como policía, había presenciado algo así. Todos estaban conmocionados, incluso los hombres.
Sin embargo, ellos eran representantes de la ley y el orden, y debían mostrarse firmes ante los ciudadanos. Eran la autoridad del gobierno de Dubois y era su deber dar el ejemplo.
—Esto tiene que ser obra de ese terrorista— afirmaba con seguridad, mientras miraba a Clarkson, quien se movía por la escena del crimen— tal vez, si lo hubiéramos capturado anoche, esto no estaría pasando.
—Deberías guardar silencio, Jones— le sugirió su compañero— las paredes tienen oídos.
—Lo sé, pero mientras no actúes como un bufón, esta conversación se quedará entre tú y yo, Max.
Max era un sargento que se debatía entre la fascinación por la cautivadora Gertrud Jones y su sentido del deber. Hacía tiempo que había una conexión evidente entre ellos, lo que provocaba que los tortolitos coquetearan en su tiempo libre.
—Detesto a Clarkson, tal vez espera que le ruegue, pero eso no ocurrirá— dijo con un tono resentido— tal vez cree que lo voy a destronar como capitán y por eso siente temor. No puedo creer que, con nuestra tecnología, no podamos acceder a una simple cueva de rocas.
—Gertrud, sé que tu sed de poder es intensa, pero eso no significa que Clarkson esté mintiendo. Esas catacumbas son peligrosas, y si no tenemos los recursos para infiltrarnos, nos llevará a la muerte.
—¿Y dejar que sigan asesinando a esas pobres jóvenes?— replicó, tratando de contener su ira— ese criminal seguirá actuando, y el gobierno comenzará a depurarnos si no cumplimos con nuestro trabajo.
—¿Y cuál es tu plan?— murmuró Max— ¿Entrar sola?
—Si el capitán Clarkson no da la orden, no hay nada legal que podamos hacer, así que solo nos queda actuar al margen de la ley.
—¡Qué desastre!— exclamó Clarkson, visiblemente preocupado— definitivamente esto es una pesadilla.
—Te lo dije— respondió Gertrud— si no capturamos a ese criminal, esta no será la última catástrofe que se producirá.
—Debemos esperar hasta mañana. Tal vez deberías dar una rueda de prensa para tranquilizar a la población de que todo está bajo control.
—¿Y por qué yo? Tú eres el capitán.
—Porque eres la teniente, Jones, y esta misión es tu responsabilidad y la de tu equipo. Quiero que te prepares, porque tenemos que ponernos a trabajar. Lo que te prometí ya está en camino, y podría beneficiarnos a todos.
(...)
Depósito forense del Instituto de Medicina Legal de Agatha.
—¿Es ella?— preguntó Gertrud tras visualizar el cuerpo expuesto por la Dra. Marcus.
—Sí, confirmado por huellas dactilares. Marla Dublín, 24 años. Desapareció hace un día. La identificamos esta mañana. Es la hija del senador Andrew Garfield.
—Estuvo colgada de una cruz, con el rostro completamente desfigurado— aún tenía grabada en su mente la escena grotesca y sangrienta.
—He visto muchas cosas, teniente, pero esto... esto tiene un significado. No es solo un asesinato, es un mensaje.
—¿Tiene que ver con la religión?
—Quizá. O una imitación. La posición era precisa: brazos extendidos, pies juntos, clavos falsos. Pero colgada con alambres industriales. Muy meticuloso.
—¿Cuál es la causa de la muerte?
—Asfixia por suspensión. Pero antes... hubo tortura. Múltiples fracturas en costillas, hematomas internos. La desfiguración facial ocurrió post mortem, con una herramienta eléctrica.
—¿Alguna señal de agresión sexual?
—Sí. No encontramos fluidos, pero por el estado de su parte íntima, debió haber sucedido. Hay restos de un líquido químico en la piel. No corrosivo; más bien, un tipo de disolvente. Aún lo estamos analizando.
—¿Pistas?
—Un hilo de fibra azul, sintética, en el cabello. Podría ser de un uniforme o de una cuerda específica. Y había cera en las uñas, como de vela.
—¿Ritual?
—No lo descartaría. Este tipo de montaje no es improvisado. Alguien dedicó tiempo y quería que el cuerpo fuese encontrado.
—Estamos ante alguien metódico; no mata por impulso, sino con un propósito.
—Y que ha matado antes, o ha estudiado con detalle. Pero no creo que sea solo una persona.
—Lo mismo opino.
—Tiene signos de violencia, desgarro anal y vaginal, además de contusiones en el cuerpo. Al parecer, fue abusada por varias personas.
—Imagino cuánto sufrió antes de morir— lamentó Gertrud— espero que logremos capturar a quienes perpetraron este atroz asesinato. No descansaré hasta encontrarlos.
—¿Ya lo saben los familiares?
—Sí, sus padres están devastados. Esta tarde vinieron a verla y su madre se desmayó.
—Qué tristeza. Una chica tan joven.
—Esta es la víctima número cinco— confesó— necesitamos respuestas, Gertrud. Sospecho que podría tratarse de un asesino en serie. Todas tienen la misma edad y provienen de la alta sociedad.
—No estamos seguros—mintió Gertrud—todo lo que tenemos son teorías sin fundamento.
—¿Hoy darás una conferencia?
—Sí, es mi deber como teniente. Tengo que tranquilizar a los ciudadanos y brindarles seguridad de que esto se solucionará, mientras el capitán Clarkson parece estar ocupado con otras cosas.
Keyla dejó de prestar atención al manuscrito frente a ella y se concentró en la voz de la televisión, que se había encendido repentinamente debido a una falla en el sistema. La mansión de los Hopkins contaba con un sistema automatizado que solo respondía a voces autorizadas, pero últimamente había estado fallando.
—Igor, apaga la pantalla— ordenó, pero el sensor no cumplió su cometido. Se levantó rápidamente para desconectar manualmente el televisor, pero se quedó atenta al noticiero que retrataba con seriedad la alarmante noticia.
"Hallan a joven asesinada en escena de extrema violencia."
Una imagen brutal ensombreció el amanecer en la periferia de la ciudad. El cuerpo de una joven fue encontrado colgado en una cruz de madera, desnudo, con evidentes signos de violencia. Estaba ensangrentada, irreconocible, con el rostro desfigurado, como si el objetivo no fuera solo matarla, sino borrar su identidad. Las autoridades no han confirmado su nombre ni las circunstancias exactas del crimen, pero los vecinos afirman que nadie vio ni escuchó nada. Solo queda el espanto de lo que dejaron.
Kyla llevó la mano a la boca, conmocionada por aquella revelación. Mientras cruzaba los dedos, se negaba a creer lo que estaba ocurriendo en la ciudad más civilizada del mundo.
—¡Qué barbaridad!
Los nervios se apoderaron de ella, haciendo que su estómago se revolviera con horror. ¿Acaso esto era el fin del mundo? Jamás había escuchado algo semejante; pensó que la violencia contra la mujer formaba parte de un lejano relato de terror.
Obligada a apagar la televisión, la pantalla se desvaneció lentamente, al igual que su mente perturbada. Las ganas de seguir trabajando en su proyecto desaparecieron; era como si esa noticia hubiera removido traumas añejos que ni siquiera sabía que ocultaba en su interior. Se arrepintió por completo de haber escuchado lo que decía el noticiero. ¿Era esto una revolución terrorista? ¿El mundo en el que vivían empezaba a desmoronarse?
Un toque enérgico en la puerta la hizo sobresaltarse, y una oleada de calor se apoderó de su pecho. Sabía quién era: nada menos que Kimberly.
—¡Abre la maldita puerta, zorra!— gritó con rabia— ¿quién te crees para decidir por mí? ¿Quién te ha dado ese derecho?
Gabriel Bernard las había invitado a cenar en una cabaña, junto a un hermoso lago azul. Tal vez pensó que a Kimberly le gustarían esos detalles, pero se equivocaba. Ella no se había detenido a pensar en el gesto amable de Bernard; solo le importaba su libertad. Deseaba que todo volviera a ser como antes, que su padre nunca hubiera renunciado a la empresa. Para Kim, eso era una locura, pues significaba más tiempo para evaluar y controlar lo que ella decidiera hacer.
—No te dejaré entrar si no te calmas primero— advirtió la menor tras contar hasta diez y respirar hondo— no vas a arruinarme la paz.
—¿Ah, no?— su respuesta parecía un estímulo para que su hermana alzara aún más la voz, dejando escapar un gruñido áspero— tú sí puedes dañarme la paz, pero si yo lo hago, entonces todo está mal. ¿Sabes qué? Deberías encontrar un hombre que te satisfaga, así se te irán las ganas de vivir la vida de otros. Parece que no eres feliz, Keyla, necesitas una terapia de sexo. Siempre estás amargada porque nadie se interesa por ti.
No le sorprendió que su hermana actuara de forma tan vulgar; lo que en ese momento le preocupaba era cómo demonios podía hacer que Kim se comportara ante la distinguida familia Bernard. Ansiedad la invadía al pensar en Kim despotricando vulgaridades frente a ellos. ¿Dónde podría esconderse si eso ocurría? Se lamentó profundamente por haber hecho un trato con su padre, pero la única cosa que la animaba era que él estaría presente, junto a Tyler, así podría escapar y dejar a Kimberly bajo el cuidado de quien la engendró y de su hermano cariñoso.
—¡Lárgate!— ordenó con autoridad— no quiero verte en la puerta cuando salga. O no abro.
Kimberly rió escandalosamente.
—Lo que estás haciendo, Kyla, tendrá sus consecuencias— fue una advertencia que no la tomó en serio— lo único que estás provocando con esto es incrementar el odio que siento hacia ti. Si no deseas que yo sea feliz, entonces tú tampoco lo serás.
—Deberías madurar— sugirió con tono firme— al final, quien más va a salir perjudicada eres tú. Si no te casas con Bernard, la que perderás serás tú. Porque papá no estará siempre para defenderte y cubrirte, Kim, y yo no pienso cargar contigo. Eres una mujer adulta, y nuestro hermano te quiere, pero tampoco creo que esté interesado en velar por tu futuro.
(...)
Gabriel Bernard aparcó su convertible BMW en la mansión de los Hopkins; su motivo: recoger a las hermanas, especialmente a su futura esposa, para demostrar o simular ser un caballero. No se sentía ridículo, al contrario, demostrar cortesía era algo interesante, en especial cuando Kimberly pasaría a ser suya.
Tomó un ramo de peonías y abrió la puerta, viendo cómo se acercaban las hermanas. Kim llevaba un vestido rosa ceñido que acentuaba sus curvas y unos tacones del mismo color, y su cabello en suaves ondas rubias caía por su espalda.
Keyla, en cambio, era la antítesis. Parecía no tener intención alguna de deslumbrar esa noche, ya que vestía el mismo uniforme de oficina. Aun así, cada rasgo de ella resaltaba de manera cautivadora.
Gabriel Bernard sonrió, y el corazón de Kyla se agoló cuando, con su mano derecha, tomó la de Kim y le dio un beso delicado. Quien los observara jamás sospecharía que Bernard era un robar besos, sino un auténtico caballero.
Kim fingió una sonrisa agradable y se limitó a saludarlo.
—Buenas noches— dijo, mientras sus ojos zafiros se deleitaban mirando a la menor. Ojos que deberían estar solo en su prometida, pero se las arreglaba para robar sutilmente miradas a la pelirroja. Intimidada por su presencia, Kyla tragó saliva nerviosa y se limitó a saludarlo con un breve asentimiento.— Un placer verte de nuevo, Kimberly.
Por su parte, Kim estaba hastiada de su compañía, pero no podía demostrarlo, ya que no le convenía; por eso continuó con su falsa sonrisa, siendo amable, cosa que no esperaba de sí misma. No podía negar que su futuro esposo era atractivo y rico, en abundancia, pero había entregado su corazón a otro hombre que carecía del mismo estatus social: Ethan Coen. Lo extrañaba con desesperación y no podía esperar a estar nuevamente en sus brazos, en su cama.
—Lo mismo digo, Gabriel— respondió— jamás pensé que te volvería a encontrar, y menos en estas circunstancias.
Kyla se mantuvo en silencio, sintiéndose aliviada porque pensó que Kim haría un gran escándalo, como había hecho unas horas atrás. No quería que se arruinara esa maravillosa velada, porque cuanto más rápido se entendieran Bernard y Kimberly, más cerca estaría el compromiso y más velozmente podría escapar de esta misión que carecía de sentido para ella.
—Estas flores son para ti— le dijo, ofreciéndole el ramo mientras le dedicaba una sonrisa burlona a Kyla, pues sabía cómo la intimidaba. Bernard disfrutaba con la preocupación de Kyla, recordándole aquel beso que le había robado; lo había advertido por la mirada avergonzada que intentaba evitar a toda costa. Le divertía ver cómo su piel pecosa se ruborizaba y cómo no podía hacer nada para evitarlo.
Kim se alegró por el gesto y le dedicó una leve sonrisa sincera.
—Están preciosas, muchas gracias. Estoy muy halagada. Sin duda, tienes buen gusto.
"El gusto es de mi padre", quiso decir, pero se contuvo. Era la primera vez que alguien le regalaba flores, así que debía sentirse afortunada, aunque Arthur Bernard había preparado todo, gracias a las acciones de su compañía.
Fingiendo apreciar el aroma, llevó las flores a la nariz, forzando una sonrisa, ya que, en realidad, prefería los aromas de tabaco y alcohol.
—Es de familia— contestó con un tono carismático.
Kim miró a Kyla, esperando que hiciera llamar a su horroroso mayordomo Igor para llevar las flores dentro y ponerlas en agua. Entonces decidió hacer el trabajo ella misma, escapando de la intensa mirada que le causaba un revuelo en el pecho. Esa sensación negativa no le agradaba y comenzó a sentirse inquieta por lo que pudiera hacer Gabriel Bernard.
¿Qué pasaría si él nunca la respetara? ¿Iba a vivir así? Tal vez se burlaba de ella, pero no iba a permitir que ese hombre grosero hiciera lo que quisiera.
Tomó su mano y la guió hacia el auto, abriendo la puerta para que ella se sentara en el asiento del copiloto. Desde que cerró la puerta, Kim sacó su celular de la cartera para utilizarlo.
Bernard arrancó el coche y dejó a Kyla en la mansión. Deseaba escapar de ella para que no se interpusiera en esta intrigante velada con Kim. Además, la joven de los Hopkins podría manejar hasta su destino; era una mujer independiente que no necesitaba un hombre, algo que había demostrado en numerosas ocasiones.
—¿No vamos a esperar a Kyla?— preguntó Kim, sorprendida, esbozando una sonrisa, pues comprendía que tal vez su hermana no le agradaba a Bernard.
—Es que quiero estar a solas contigo, aunque sea un momento— la miró buscando su aprobación antes de concentrarse de nuevo en el camino— es incómodo para mí no tener ni un segundo de privacidad.
Su sonrisa fue traviesa, porque finalmente se alejaba de su joven guardiana. Era humillante aceptar que su hermana menor la cuidara como si fuera una niña pequeña; era evidente que vivían en un mundo al revés.
—No te preocupes, puedo entenderte. A veces, mi hermana es un poco intensa.
Gabriel comenzó a prestar más atención; tenía curiosidad por saber todo sobre Kyla Hopkins, y Kim era la persona perfecta para ello, ya que la conocía bien.
—¿Ah, sí?
Asintió.
—No te lo tomes a mal, pero ella y yo no nos llevamos bien— murmuró, pretendiendo cohibirse para que el resentimiento no se notara.
—¿Por qué?— preguntó, cada vez más intrigado.
—Es complicado— confesó— no estoy segura de poder decírtelo. No te conozco lo suficiente— se encogió de hombros.
—Puedes decirme lo que desees— le invitó— al final, serás mi esposa.
—¿En serio quieres casarte con alguien a quien no conoces?
—Bueno, busco una mujer y tú eres el prototipo que quiero para formar un hogar. Posees todas las cualidades.
—¿Estás seguro? Porque podría decepcionarte. No soy la gran cosa; mi familia dice que no soy productiva. No soy como Kyla. No trabajo en la empresa de mi padre y no terminé mis estudios universitarios.
Eso era precisamente lo que Bernard anhelaba; le daba el control total sobre Kim. Con las acciones de su padre, las suyas y las de Kim, iba a ser un socio mayoritario, como los hijos de Alexis Hopkins. Así que no le preocupaba que Kim fuera una analfabeta, siempre y cuando le cediera cada una de sus acciones. ¿Qué ganaría ella? Seguridad, buen sexo, una mansión para manejar a su antojo, tiempo libre, ropa, maquillaje, joyas ostentosas, y solo tendría que existir y ser la esposa de Gabriel. Al final, todos ganarían.
—Quiero una mujer femenina— declaró— alguien dispuesta a cuidar de mi hogar. No me importa que no trabajes o ganes dinero, porque yo seré quien te proteja. Si te casas conmigo, nunca más tendrás que preocuparte por nada.
Los ojos de Kim se iluminaron de alegría al escuchar exactamente lo que quería oír. Tal vez Bernard se estaba convirtiendo en la opción ideal para escapar de la casa de sus padres y que todos la dejaran en paz, permitiéndole regresar a las fiestas clandestinas mientras su querido esposo se ocupaba en viajes de negocios. Bernard no tenía por qué enterarse de sus actividades extracurriculares, y Kim no era tan ingenua como para revelar sus secretos.
Su padre y su hermana la habían subestimado demasiado, pero Kimberly no era tonta, a pesar de no haber completado sus estudios.