Capítulo 4 — Descansar también es parte del camino

Capítulo 4 — Descansar también es parte del camino

La noche era suave, tan tranquila que solo el sonido de los pasos de Yang Feng se escuchaba en aquel barrio pobre. La luz de la luna lo acompañaba, tocando su rostro, sus ropas manchadas de sangre y la tela extra que contenía la carne del pequeño zorro. Pero él no vivía allí.

Al pasar frente a las casas y llegar a la puerta oeste, se encontró con los guardias. Vestían armaduras bien pulidas, brillando bajo el manto lunar, y portaban largas lanzas que solo usaban para observar con indiferencia. Cuatro estaban sentados en sillas de madera, riendo, mientras dos de ellos jugaban Go y bebían cerveza barata, seguramente comprada con sus sueldos de una plata y cinco peniques.

El juego parecía estar en su fase media. Un anciano de cabello color hueso, que dejaba escapar un poco de baba al hablar, jugaba con las piedras negras. Su rival era un joven apuesto que usaba las blancas y ya controlaba la esquina superior derecha y parte del lado izquierdo.

Entonces, el anciano vio una jugada clave: colocó una piedra negra en D10, justo al borde de un grupo blanco mal conectado.

- ¿Amenazando dividir mi muro? -dijo el joven.

El anciano no respondió. Su jugada en D10 había cortado la conexión entre dos grupos blancos. Si el joven no respondía con precisión, uno de ellos quedaría aislado.

Por primera vez, el joven mostró preocupación. Pensaba que el juego ya estaba decidido, pero nadie imaginaba que ese viejo zorro lanzaría esa piedra negra en D10.

Desesperadamente jugó en E10 para unir los grupos, pero ya era tarde. El anciano continuó con C9, envolviendo por el flanco. Los observadores reían, asombrados, bebiendo de sus jarras. Sabían que en dos movimientos más, el grupo blanco quedaría sin libertades: capturado.

- Mmm... ¿y ese chico por qué viene lleno de sangre? -preguntó uno de los espectadores, notando a Yang Feng.

Todos lo miraron, esperando a que llegara. Yang Feng caminaba cabizbajo, hasta que el anciano habló:

- ¿Por fin te defendiste de esos delincuentes que te molestaban?

- El anciano Ma Zhen es sabio. Por eso es el mejor en Go -respondió Yang Feng, halagando a su superior.

Se hizo el silencio. No uno de miedo o sorpresa, sino de aceptación. Todos sabían que aquel muchacho, que habían visto crecer, tenía el talento para pelear. Pero siempre que le preguntaban por qué no se defendía, respondía: "Aún no ha llegado el momento de empezar a moverme." Hoy, finalmente, lo había hecho.

- Jajaja, ese es nuestro muchacho -exclamaron algunos, dándole golpecitos en la espalda, aunque se detuvieron al ver lo herido que estaba.

- ¿El momento que esperabas por fin llegó, chico? -preguntó Ma Zhen.

- Así es, anciano. Si tengo éxito, en tres años podré salir a ver el mundo con mis propios ojos.

- ¿Tres años? -repitió el joven encantador, sorprendido.

- Dos años para cultivar. Uno para pagar la comida durante ese tiempo. Los gastos se los pediré al viejo Du.

- Él es sabio y te aprecia. Seguro que lo hará -agregó un espectador con una cicatriz en el ojo derecho, que siempre decía haber conseguido "en batalla", aunque todos sabían que fue en una riña de borrachos.

Yang Feng solo escuchó y asintió.

- Si me disculpan, iré a cocinar y luego a descansar.

- Está bien, pero antes dinos qué regalo quieres por empezar tu nueva vida.

El chico pensó un momento antes de responder:

- Si tienen un poco de miel salvaje, se los agradecería mucho.

- ¡Estás de suerte! -dijo uno de los guardias entusiasmado-. Mi esposa me pidió dos frascos y sin querer compré tres. Esta es para ti.

Era un viejo de rostro serio, pero siempre hablaba con dulzura de su esposa.

Yang Feng tomó la botella, se despidió de cada uno y siguió su camino hacia las afueras. Los demás volvieron al juego y a beber.

- ¡Viejo zorro, eres astuto para jugar! -se escuchó decir al joven apuesto.

- Jajaja...

Mientras caminaba, Yang Feng notó la ausencia de Lao Chun, pero no tardó en verlo: estaba tirado en el suelo frío, tan borracho que babeaba con la boca abierta. El muchacho negó con la cabeza y siguió su camino.

Al este del pueblo se extendía un bosque, mientras que al oeste corría un río de aguas tranquilas y poco profundas. Su corriente cristalina se lanzaba alegremente desde una alta cascada. Cerca de ella, una pequeña casa de madera se alzaba humilde. No era lujosa ni miserable, simplemente de madera común, desgastada por los años. Era la residencia del chico, la única que lo había visto crecer.

Un largo "creeek" rompió el silencio cuando empujó la puerta de madera. En el interior no había nada digno de mención: una cama hecha girones y algunos utensilios de cocina era todo lo que se veía. Dejó la tela con la carne y se dirigió al río para limpiar sus heridas.

No se apresuró al llegar. Se detuvo a contemplar cómo la luz de la luna se reflejaba en el agua corriente. Una ráfaga de aire frío le acarició el rostro, haciendo que su larga cabellera danzara. Por un momento, la luna cubrió sus ojos. Aquellos ojos, usualmente serenos y sin emociones, dejaban ver ahora un leve destello de felicidad.

Al fin podré adentrarme en el camino de la inmortalidad.

Se quedó ahí, mirando la luna, el río, las luciérnagas que iluminaban el entorno. Todo le transmitía paz. El aire era liviano, como si el mundo mismo lo abrazara. Por un instante era la tranquilidad de Yang Feng lo que dominaba el momento, y al siguiente, la del mundo. Luego ya no se distinguía cuál era cuál.

-Vi al mundo, y este me vio. Él me acepta y yo a él. Ambos vivimos en completa armonía.

Se quitó las vendas que llevaba y por fin se adentró en las aguas. Lavó su cuerpo y cada herida. A veces fruncía el ceño por el dolor, pero nunca se quejaba. ¿Qué le esperaba allá afuera si no era capaz de soportar un poco de dolor?

El mundo de la cultivación era despiadado. ¿Talento? Servía para sobrevivir, pero si te topabas con dos lobos demoníacos o alguna bestia aún más feroz, nada de eso importaba. No existían atajos para cultivar. Aquellos que lo intentaban terminaban locos por cometer un solo error. ¿Quién querría volverse loco? Nadie. Todos luchan: si ganas, vives; si pierdes, eres alimento para otro.

¿Sectas? ¿Ciudades? Todo en este mundo era medido con una sola vara desde hace siglos. Yang Feng planeaba usar cada uno de estos pilares a su favor. ¿Hoy, mañana, dentro de un siglo? Poco importaba. Si lograba adentrarse en el camino de la cultivación, todo eso llegaría por sí solo.

Miró la luna una vez más antes de sumergirse por última vez en el agua.

Poco después, regresó a su humilde hogar. Sacó vendas de debajo de su cama y comenzó a cubrirse las heridas en brazos, piernas, estómago, costillas, cabeza y espalda como mejor pudo.

Es hora de cocinar. Estoy tan exhausto que tal vez no despierte por algunos días.

Salió de la casa y se dirigió a una pequeña fogata rodeada por un muro de piedra rojiza. Al notar la ausencia de brasas, arrojó carbón rápidamente. Luego volvió con todo lo necesario: herramientas de cocina, la carne, pimientos, miel salvaje y algunos condimentos más. Todo lo llevaba sobre una tabla de madera tan bien cuidada que no parecía cortarse sobre ella... pero lo hacía.

Lo primero que hizo fue mostrar la carne del zorro al entorno, casi como un gesto de respeto. Tomando el lomo y los muslos, se dirigió al río cristalino para lavarlos y retirar la sangre coagulada. Luego regresó y los colocó sobre una tabla de madera que reposaba encima de una piedra plana. Con movimientos gentiles, tomó su herramienta de cocina y cortó la carne en tiras medianas.

Cuando terminó, quitó los corchos de unos pequeños frascos de porcelana y comenzó a sazonar: sal negra, pimientas silvestres secas y otros condimentos. Después, envolvió los cortes en hojas anchas, permitiendo que los sabores se impregnaran por unos minutos.

Mientras tanto, se levantó para revisar el carbón. Añadió un poco más, y con una piedra de chispa y su herramienta de cocina, logró encender el fuego. Soplaba con cuidado. Era un acto sencillo, pero cada paso que daba era un homenaje al pequeño animal que le permitiría vivir otro día. Las brasas finalmente se volvieron rojizas y constantes.

Tomó dos raíces de chardon, las peló y cortó por la mitad, luego en largas tiras. Las untó con grasa animal y las envolvió en hojas resistentes al fuego, colocándolas con delicadeza entre las brasas para que se cocinaran lentamente.

Al sentir que el tiempo era el adecuado, colocó el sartén sobre las llamas vivas. Vertió un poco de grasa animal y comenzó a moverla por toda la superficie. Luego, buscó la carne ya marinada y la echó a cocinar.

¡Chisporroteo!

La carne comenzó a dorarse casi de inmediato, soltando jugos oscuros mientras se contraía lentamente. Viendo esto, tomó su herramienta y le dio la vuelta con suavidad, notando cómo empezaba a sellarse con perfección.

Machacó rápidamente un diente de ajo y lo añadió a la sartén para aromatizar. Después, tomó unas ramitas de romero y laurel, y las dejó caer en la grasa caliente. Mantuvo el movimiento constante, asegurándose de que la carne se impregnara por completo. Un aroma terroso y penetrante llenó el aire.

El tiempo pasó con lentitud. Al notar que el final se acercaba, tomó el frasco de miel salvaje que le habían regalado y dejó caer unas cuantas gotas sobre la carne. El azúcar se caramelizó al instante, formando una costra crujiente, ligeramente dulce.

Con cuidado, colocó la carne sobre una tabla. Sacó también las raíces de chardon de entre las brasas. El aroma combinado era ahora más suave y dulce; el olor terroso de antes había desaparecido.

Yang Feng no pudo evitar desear probar su comida cuanto antes. Acercó una piedra, se sentó frente al fuego y comenzó a comer en silencio.

De vez en cuando abría la boca para dejar salir el vapor de la carne. Su sabor agridulce lo reconfortaba; no daba mordiscos ni rápidos ni lentos, lo hacía con armonía. A lo lejos, una carpa dorada sobresalía del río, como si quisiera hacerse notar. La luna, semicubierta por una nube grisácea, bañaba el lugar con una luz suave, mientras luciérnagas revoloteaban cerca de sus ojos, tranquilas, sin molestar.

Pero sus ojos veían más allá. Veían el pasado.

Recordaba cómo su madre había preparado esa misma receta la última vez que estuvieron juntos. Tenía apenas cuatro años. En ese entonces, era solo un niño más, sin sabiduría ni visión distinta del mundo. Solo quería jugar.

Y fue esa misma emoción de jugar la que le quitó todo lo que tenía.

Un día estuvo al borde de la muerte. Su madre, desesperada, lo tomó en brazos justo antes de caer. Ambos cayeron, pero ella, fuerte y de cuerpo robusto, como pudo evitó que su hijo se lastimara más. Murió al instante. Nunca supo si había logrado protegerlo por completo.

El chico quedó inconsciente en aquella escena. En su trance, logró ver el flujo natural de las cosas. Al despertar, vio a su madre. No quería llorar, pero las lágrimas salían sin parar. Lloró tanto hasta que sus ojos se secaron. Recordó todos los momentos felices con ella, y luego los dejó atrás. La enterró con respeto. Desde entonces, ya no veía personas, solo el flujo natural que todo lo conecta.

Dio otro bocado, mientras las memorias continuaban: las comidas juntos, jugar en el río, los caramelos que ya no recordaba bien y que pensaba eran los primeros que había probado.

El tiempo pasó, y el platillo llegó a su fin.

Yang Feng recogió todo, lo lavó con cuidado, lo guardó, y luego se acostó.

Pensó que no vería entrar la luz, pero una grieta en el techo dejaba pasar un hilo delgado y cálido.

-Deberé arreglar ese agujero al despertar -fue lo último que murmuró antes de quedarse dormido.

Continuará.