Capítulo 17 - Enfrentamientos en la plaza (3/3)
En la tienda del viejo Du, una figura cruzó la puerta con unas sandalias gastadas y una risa juguetona, interrumpiendo el sueño del anciano. Du entreabrió los ojos, algo molesto, y se quedó mirando a aquella figura misteriosa sin decir palabra.
Mientras tanto, en la plaza central, los jóvenes mortales que deseaban pelear ya habían subido a la plataforma. No eran solo dos, sino más de cinco, aunque menos de diez. Al ver a los inmortales observándolos desde sus asientos elevados, solo recibieron un leve ademán con la mano: podían continuar.
Lo que se desarrollaba allí no era más que una pelea de perros y gatos. El bullicio se mezclaba con risas, frustraciones de quienes no fueron seleccionados, y apuestas acaloradas que llenaban el aire. Sin embargo, en medio de ese caos, había un rincón donde habitaba la tranquilidad.
Allí estaba Yang Feng, con una expresión perspicaz, observando cada movimiento. No era solo espectador: quería aprender. Miraba con atención, buscando entre los golpes y tropiezos alguna técnica útil. Soñaba con estar allí arriba, luchando hasta que solo quedara uno en pie.
Llevó la jarra a los labios y dio un sorbo. Un poco de aguamiel se deslizó por la comisura de su boca y cayó. Con un leve movimiento, se echó hacia atrás para evitar que la bebida manchara su túnica. Solo rozó el borde, antes de estancarse en el polvo del suelo.
Levantó la mirada, buscando al borracho apaleado de antes, pero ya no estaba. Tal vez se había arrastrado hasta algún rincón a llorar por el dolor en su cuerpo. O quizás, el alcohol había hecho finalmente su trabajo y lo dejó dormido, tirado en algún callejón.
Yang Feng desvió la vista hacia los inmortales, sentados en sus majestuosas sillas de madera tallada. No pudo evitar suspirar.
"¿Qué valor tienen todas esas cosas?", pensó. "¿Túnicas lujosas, collares? Para ellos significan mucho. Para mí, nada. Si pudiera venderlos por algo que impulsara mi cultivo, lo haría sin pensarlo. Al final, lo único que importa es alcanzar la inmortalidad. El oro, la plata, los lujos... solo son herramientas. No lo son todo, pero ayudan."
Luego miró a los tenderos de la plaza. Vio a los señores de la planta superior bebiendo y riendo entre ellos, lanzando monedas como si fueran migajas. ¿Había una mesa allá donde caían? Desde su ángulo no podía distinguirlo, pero probablemente sí.
Rodeado de gente, Yang Feng notó el abanico de emociones en sus rostros: algunos lloraban su mala suerte, otros reían por ella. Algunos vitoreaban a los luchadores; otros se perdían en el fondo de sus jarras. ¿Festival? Quizá ya ni recordaban qué estaban celebrando.
Vio a los guardias, impecables, con sus armaduras decoradas y bien cuidadas. Al fondo divisó el Ayudantamiento, ese edificio donde solo se hacían transacciones importantes. Se preguntó si algún día podría entrar. Hasta ahora, sus presas eran tan pequeñas que solo el viejo Du las aceptaba.
Volvió a mirar hacia la plataforma. Dos de los jóvenes ya habían caído, y los demás seguían luchando. Nada nuevo. Su atención se desvió otra vez hacia el cielo. Los rayos del sol comenzaban a atenuarse, tiñendo las nubes de un color suave, casi melancólico.
El día moría despacio... y él seguía observando, esperando, aprendiendo.
-Disculpen, disculpen, ¿podrían dejarme pasar? Debo llegar al otro lado o no podré vender nada -dijo un anciano de pelo plateado y encorvado por la edad, mientras empujaba un pequeño carrito de madera cargado de dulces.
Las ruedas crujían, los dulces temblaban, y cuanto más intentaba avanzar, más difícil se volvía.
Yang Feng giró la cabeza hacia la voz. Vio un rostro cansado, con un cuerpo tembloroso, quizás por el hambre o por el simple esfuerzo de mantenerse en pie. Su ropa, aunque única, estaba bien cuidada; sus sandalias, de segunda mano, cumplían su propósito.
-Anciano, ¿a dónde vas? -preguntó Yang Feng, acercándose.
El hombre se detuvo y alzó la vista con una leve sonrisa.
-Voy donde están mis compañeros de venta. En esta parte ya vendí, y los clientes no vuelven.
-Creo que no eres el mejor para elegir caminos -comentó Yang Feng al ver que los demás carritos estaban mucho más alejados.
-Jojojo... No es que no sepa elegir caminos, es que este es el más rápido. No quiero perder mi tiempo rodeando y que al volver ya todo haya terminado.
-Mmm... -miró el destino del anciano-. Déjame ayudarte a abrir paso.
-¿En serio?... Te lo agradecería mucho, joven -respondió el anciano con una sonrisa sincera.
Yang Feng se colocó al frente del carrito. A algunas personas les pedía permiso, a otras simplemente las apartaba con cuidado.
-¡Ey! ¡Déjenme ver el espectáculo! ¡Quiten esa fea y mugrosa carreta de mi vista! -protestó un borracho con una jarra de madera en la mano izquierda y una barba descuidada.
El anciano respondió con humildad:
-Disculpe, buen señor. Solo deseo llegar al otro lado para poder vender.
-¡Mmm!... -el hombre escupió cerca de sus pies-. No me importa tu problema, viejo. ¡Te voy a golpear para que aprendas!
Pero cuando alzó el puño, este fue detenido por la mano de Yang Feng.
-¿Te atreves a golpear a un anciano?
-¿Y tú quién te crees que e...res...?
La mirada de Yang Feng era fría. Su expresión vacía, sin emoción alguna, ponía los pelos de punta. El borracho sintió el dolor en su mano: el agarre era brutal.
-¿Qué sucede, viejo Tao? ¿Por qué no le das sus coscorrones a ese crío? -dijo uno de sus amigos.
"Cállate, imbécil. Este crío no le teme a matarnos frente a los inmortales", pensó Tao mientras aguantaba el dolor sin gritar.
-Te hice una pregunta -dijo Yang Feng sin apartar la mirada.
-No me atrevería, señor... Le pido disculpas por mi atrevimiento.
-¿Y cómo vas a compensar el tiempo que nos hiciste perder?
Tao respondió rápidamente:
-Querían pasar, mis colegas y yo podemos abrirles camino.
-¡Buen señor! No se preocupe por eso. Con que nos dejen pasar, me están ayudando mucho -intervino el anciano.
Yang Feng soltó al borracho, quien dejó caer su cerveza y protegió su mano adolorida.
-No, señor -dijo con la voz temblorosa, y se giró hacia sus amigos-. ¡Bola de araganes! ¡Ayudemos a este viejo!
Los demás, al ver la mano roja y casi rota, comprendieron. Uno tomó el carrito, los otros comenzaron a abrir paso, empujando y apartando a la multitud.
-¡Ey! ¡Compórtense bien! -exclamó Yang Feng, dando una patada en la espalda a uno que empujaba con demasiada rudeza.
La multitud se abrió. Pocos se atrevieron a discutir. No tardaron en llegar al destino.
-¡Gracias, buenos señores! -quiso gritar el anciano, pero ya se habían marchado. Se volvió a Yang Feng-. Gracias, joven.
Estiró su mano y depositó en la de Yang Feng cinco peniques.
-Esto es por ayudarme -dijo, sonriendo ampliamente.
-Anciano, te ayudé porque me nació hacerlo. No lo hice esperando nada a cambio. Pero si insistes en pagarme, que sea con una historia -Yang Feng le devolvió las monedas-. Cuéntame algo que creas que pueda interesarme.
El anciano lo miró sorprendido. ¿Quién pedía historias en vez de monedas? Pero al observar su mirada decidida, entendió: aquel joven no se movía por dinero, sino por conocimientos que lo hicieran grande.
-Si eso deseas, lo haré. Pero ahora debo vender. Vuelve cualquier día por aquí y te contaré algunas historias.
-Gracias, anciano. Cuídate.
Yang Feng se despidió y regresó a la multitud. El anciano lo miró alejarse, esbozando una sonrisa. Quizá de gratitud, quizá por haber presenciado el nacimiento de alguien que cambiaría el mundo.
Yang Feng llegó al frente de la plataforma. Solo dos combatientes seguían en pie. Uno luchaba a puño limpio, el otro blandía una espada de madera. Ambos estaban heridos y agotados.
El espadachín era ágil, pero débil. El de los puños tenía rostro endurecido y una barba poblada, aunque apenas contaba con dieciocho años. En el último ataque, destrozó la espada con un solo golpe y derribó a su oponente contra el suelo.
-¡Wow! ¡Estos sí que son combates! -se escuchó desde la segunda planta y los alrededores.
El robusto joven quedó en pie, exhausto pero firme.
-¡Esto por fin terminó! Les diré a quiénes me llevaré, pero antes, saquen a todos esos perdedores de la plataforma -anunció Li Fengye con entusiasmo.
Los gritos se intensificaron. La emoción crecía.
En poco tiempo, los guardias retiraron a los caídos. De esta última tanda, solo el joven de rostro endurecido seguía en pie.
-Silencio. Ahora diré a quiénes me llevaré -dijo Li Fengye, poniéndose serio.
El bullicio se apagó. Las risas cesaron. Las apuestas ya estaban hechas. Solo quedaba esperar a los elegidos.
-El primero que me llevaré será...
Continuará.