Te Esperaré en la Oscuridad

La academia, antes un centro vibrante de voces, risas y pasos apresurados ahora era un cascarón vacío. Las sombras que danzaban en los rincones parecían cobrar vida propia, mientras el aire estaba cargado de una energía inestable, tan densa que se sentía casi tangible. Algo había desgarrado el equilibrio del lugar desde sus cimientos, y ese algo aún persistía, impregnándolo todo.

—¿Dónde está todo el mundo? —susurró Aria, como si temiera despertar algo con el sonido de su voz.

Aldrich, a su lado, escudriñaba el corredor en penumbra, su expresión seria. —No lo sé —respondió con calma, aunque sus ojos traicionaban un dejo de preocupación—. Pero lo que sea que haya ocurrido aquí… todavía no ha terminado.

Sus pasos resonaban contra el suelo de mármol astillado mientras avanzaban con cautela. Cada metro que recorrían hacia el vestíbulo central parecía sumirlos más en una atmósfera opresiva, un eco constante de algo a punto de desbordarse. Entonces la vieron.

—¡Sophia! —gritó Aria, corriendo hacia la figura tendida en el suelo.

Sophia estaba allí, inmóvil, rodeada por un halo tenue de energía estelar que todavía chisporroteaba a su alrededor. Su cabello estaba desordenado, y su brazo extendido parecía indicar que había intentado alcanzar algo, o a alguien, antes de caer. Aria cayó de rodillas junto a ella, instintivamente buscando señales de vida.

Aldrich, más metódico, colocó dos dedos en el cuello de Sophia y cerró los ojos. No buscaba un pulso convencional; estaba rastreando el flujo de su energía, la conexión que todo ser tenía con las estrellas.

—Está viva —dijo al fin, aunque su tono no transmitía alivio—. Pero su pulso estelar está debilitado. Algo la drenó. Algo no físico, interno.

Aria, que hasta entonces había estado observando a Sophia con preocupación, notó algo inusual. Un destello metálico asomaba bajo la tela desgastada del uniforme de Sophia. Con las manos temblorosas, lo sacó y se quedó mirando, incrédula. Era un Prisma CEES, uno de los prototipos experimentales que ella misma había estado desarrollando en el laboratorio. Su diseño, aún imperfecto, tenía el potencial de canalizar cantidades masivas de energía estelar, pero no estaba listo para un uso práctico. Era peligroso, inestable.

—¿Qué…? ¿Por qué lo tiene? —murmuró, más para sí misma que para Aldrich.

Aldrich abrió los ojos y vio lo que Aria sostenía. Su expresión se tensó.

—¿Es eso lo que creo que es? —preguntó, su tono severo.

Aria asintió con lentitud. —Sí… Es uno de los Prismas CEES. Estaban en una etapa de pruebas. No deberían haber salido del laboratorio. No entiendo cómo Sophia… —su voz se quebró. Una sensación de culpa y confusión la invadió. ¿Había sido ella, inadvertidamente, la causa de todo esto?

El Prisma aún brillaba tenuemente, pero Aria podía sentir lo que había sucedido. Sophia, de alguna manera, lo había activado y eventualmente habría hecho uso de ellos. Pero su cuerpo no estaba preparado para soportar la descarga de energía que había generado. El Prisma había drenado gran parte de su energía estelar, dejándola en ese estado frágil.

—Esto es culpa mía —murmuró Aria, sus ojos fijos en el artefacto.

—No es momento para culpas —la interrumpió Aldrich, su tono firme pero no carente de empatía—. Lo que importa ahora es protegerla y asegurarnos de que esto no empeore.

Aria miró nuevamente a Sophia. Había algo profundamente conmovedor en la vulnerabilidad de su rostro dormido, y al mismo tiempo, algo inquietante en el hecho de que ella, alguien con quien apenas había hablado, portara una pieza tan peligrosa de su propio trabajo. ¿Qué había intentado hacer Sophia? ¿Y por qué?

Tomando su mano con suavidad, Aria susurró, casi como si pudiera oírla:

—No sé qué estabas pensando, ni por qué lo hiciste… Pero no puedes rendirte ahora. Jake se preocupa demasiado por ti. Yo…

Calló. No era momento para eso. Sus sentimientos, confusos y contradictorios, tendrían que esperar. Lo importante era Sophia.

Aldrich se levantó de un salto, sus sentidos alertas. Algo en el ambiente había cambiado. Miró hacia el pasillo que conducía a la plaza principal y su expresión se endureció.

—Quédate con ella —le dijo a Aria, su tono dejando claro que no aceptaría objeciones—. No importa lo que pase, no la dejes sola.

—¿Y tú? —preguntó Aria, alarmada.

—Hay algo que necesito verificar —fue todo lo que dijo antes de desaparecer en la penumbra del pasillo.

Aria, todavía sosteniendo la mano de Sophia, sintió que el peso de la responsabilidad recaía completamente sobre ella. Miró nuevamente el Prisma, aun brillando tenuemente, y supo que tendría que encontrar una manera de reparar el daño, no solo en Sophia, sino también en la academia.

Le debía eso. A Sophia, a Jake… y a sí misma.

A lo lejos, un leve ruido perturbó el silencio: un eco de algo moviéndose en las sombras. Aria no sabía lo que se avecinaba, pero una cosa era segura. Esto no había terminado.

Plaza Principal de la Academia

El suelo de la plaza, un mapa de fracturas. Las columnas, esqueletos rotos apuntando al cielo. Y en el centro, una danza de muerte: Jake, el rostro un lienzo de sudor y carmín, se batía en una lucha desesperada contra Raven. Sus pupilas, pozos oscuros sin fondo.

Cada movimiento de Raven, tallado en la precisión letal. Su energía estelar, antaño un abrazo cálido y brillante, ahora era una sombra corrupta, casi palpable. Sus golpes no buscaban solo carne y hueso: llevaban una intención fría. El deseo de fracturar algo más profundo. De arrancar la esencia humana de su adversario.

Jake se sostenía apenas, luchando contra el cuerpo ajeno y contra la verdad punzante que comenzaba a abrirse paso en su mente: Este no es Raven. Esto... no es él.

Y entonces, Aldrich.

Sin ruido. Sin gritos. Simplemente apareció al borde de la plaza, los brazos cruzados, un espectador imperturbable en medio de la carnicería.

Raven fue el primero en sentir su presencia. Detuvo su ataque a mitad del movimiento, girando la cabeza con una lentitud antinatural. Y cuando sus ojos vacíos se posaron en Aldrich, algo en su interior... se retorció.

Una sonrisa se extendió por su rostro. Pero no era una sonrisa humana. Era una mueca grotesca, hueca, como si su alma hubiera sido desterrada por algo más antiguo. Más voraz.

—Así que viniste... —dijo, su voz ahora un eco distorsionado—. Sabía que no podrías resistirte al aroma del colapso.

Aldrich dio un paso adelante. En sus ojos no había miedo. Solo una determinación inquebrantable.

—Tú no eres Raven —afirmó con una firmeza que cortaba el aire.

La sonrisa del otro se ensanchó, grotesca, como la de un niño que encuentra su juguete más preciado.

—Ah, pero qué ojo tienes... —susurró, con un tono casi meloso, escalofriante—. Qué placer conocerte, Aldrich. Justo a tiempo para mi... ascensión.

Y sin previo aviso, la energía oscura a su alrededor explotó, un huracán de locura desatada.

Aldrich no se inmutó.