Historias de Solaria: Parte III

«La Crónica del Olvido Luminoso»

Hubo un tiempo lejano en el que nuestro planeta, la Tierra, ya no fue suficiente para nosotros.

El firmamento se resquebrajó, como un cristal bajo la presión de nuestras guerras sin fin. Las grandes ciudades se rindieron ante la fuerza destructiva del acero, y las naciones se fueron borrando del mapa, como si fueran tinta corrida por la lluvia.

Se llegó a temer lo peor, el final de todo.

Pero, curiosamente, no fue el final.

Fue, más bien, una transformación profunda. Mientras la humanidad entera miraba hacia el cielo, buscando respuestas o quizás una señal, otros pocos dirigieron su mirada hacia su interior, hacia las posibilidades ocultas.

En las profundidades secretas del Atlántico Sur, donde el océano entona una melodía en una frecuencia tan sutil que ningún aparato podía registrarla, una isla emergió. No surgió de la tierra firme, como otras islas, sino de la firme voluntad de aquellos que aún creían fervientemente en la armonía perfecta entre lo que existe y todo lo que podría llegar a ser.

Solaria no fue construida con ladrillos y cemento.

Solaria fue revelada, como un secreto que se muestra a los ojos adecuados.

No apareció en los mapas convencionales. No fue detectada por los satélites que orbitan la Tierra.

Sino que se manifestó gracias a un grupo reducido de conciencias despiertas, que tomaron la decisión de proteger una luz muy especial, una luz que no provenía de nuestro mundo. Una luz que viajaba desde las estrellas lejanas… pero que solo podía mantener su brillo si se respetaba un delicado equilibrio en todo. El nombre que le dieron a esa luz fue energía estelar.

Un don poderoso que, en el pasado, había llevado a la destrucción de civilizaciones enteras, consumidas por su propio poder descontrolado.

Solaria aprendió profundamente de la resonancia de aquel error trágico. No se transformó en un imperio expansionista, ni en una religión dogmática, ni en una utopía irrealizable.

Se convirtió en un pacto silencioso.

Un acuerdo invisible que unía la precisión de la ciencia con la profundidad del alma, la lógica fría de las ecuaciones matemáticas con el latido ancestral de la memoria cósmica. Las ciudades de Solaria no tienen nombres comunes y corrientes. Fueron bautizadas con ideas abstractas y significativas: Elyden, Solenith, Lunavia (lugar donde se encontraba la academia Altamira) y Serelium.

Sus calles no fueron trazadas al azar, por simple capricho, sino siguiendo los principios de geometrías consideradas sagradas, que resonaban con el universo.

La arquitectura de sus edificios parecía respirar, como si fueran organismos vivos en constante evolución.

La tecnología era tan avanzada que resultaba casi invisible, porque su propósito fundamental no era impresionar o deslumbrar, sino servir discretamente a las necesidades de sus habitantes. En las noches estrelladas, el cielo que se contemplaba desde Solaria era diferente a cualquier otro cielo conocido.

Las constelaciones se alineaban de una manera peculiar, casi como si supieran que, sobre esa isla misteriosa, la historia de la humanidad había tomado un rumbo inesperado.

Allí, los niños aprendían a interpretar los sutiles lenguajes de la luz antes incluso de familiarizarse con las letras del alfabeto.

Y los sabios no se dedicaban a impartir respuestas definitivas, sino a enseñar el arte fundamental de formular las preguntas correctas, aquellas que abren la puerta al verdadero conocimiento. En Solaria, todo se basaba en un delicado equilibrio.

Cada anillo urbano que conformaba la isla, cada decisión que se tomaba, cada paso que se daba, estaba imbuido de esta filosofía de armonía. Los pocos países que tenían conocimiento de su existencia —un puñado selecto— habían jurado mantener un silencio absoluto sobre ella.

Suiza, Japón, Islandia, Noruega, Brasil… no por ambiciones de poder o control.

Sino porque comprendieron intuitivamente que, si el resto del mundo llegara a conocer la verdad sobre Solaria, probablemente reaccionaría de la misma manera en que siempre ha reaccionado ante aquello que no logra comprender. Y así, la isla permanecía oculta.

Suspendida en una especie de limbo.

Entre lo que se considera real y lo que parece imposible. Y quizás, precisamente por esa razón, había logrado sobrevivir durante tanto tiempo sin ser perturbada.

Porque, en general, la gente tiende a no creer en aquello que sus ojos no pueden ver. Pero entonces, en una sala subterránea cuyas paredes estaban suavemente cubiertas de un musgo blanco y luminoso, una figura solitaria se gira lentamente hacia la imponente cámara que contenía los registros históricos de Solaria.

Su rostro permanece parcialmente oculto por las sombras.

Sin embargo, sus ojos brillan con una claridad intensa, como el cielo justo antes del amanecer, presagiando una tormenta inminente. Y dice, con una voz firme y penetrante que corta el silencio como el filo del hielo:

—¿Qué sucedería si, por alguna razón… el resto del mundo llegara a descubrir la existencia de Solaria? Si llegaran a desvelar el secreto de la energía estelar.