El silencio blanco del Centro Médico de Lunavia era una tortura. No el silencio absoluto y plácido de una noche estrellada, sino la ausencia ensordecedora de la vida que una vez llenó los pasillos de la Academia. El sonido apenas perceptible de las máquinas médicas se filtraba en la conciencia de Jake, cada pitido, cada zumbido, un eco de una tragedia que aún no se disipaba. La habitación estéril apestaba a desinfectante, un olor químico que se adhería a la piel, a la memoria. El blanco clínico de las paredes, impoluto y frío, acentuaba el vacío que sentía en lo más profundo de su ser. Abrió los ojos, con los párpados pesados, pestañeando para que la luz mortecina se filtrara a través de la penumbra de su mente. Sentía el cuerpo adormecido, un entumecimiento que no era de descanso, sino de agotamiento. Era como si hubiese estado flotando entre los restos de una batalla que, a pesar de todo, aún no terminaba. Los escombros de lo vivido se aferraban a él, invisibles pero tangibles.
Una voz metálica, sin inflexiones, surgió de una terminal cercana, rompiendo la quietud opresiva. —Paciente 07C ha recobrado la conciencia. Activando protocolo de estabilización neural… Pero Jake no escuchaba eso. No de verdad. Las palabras se estrellaban contra un muro de niebla en su mente. Su atención, dolorosamente, se desvió hacia su brazo derecho. La marca tribal seguía ahí, un tatuaje grabado no con tinta, sino con el dolor y la pérdida. Era más oscura que antes, más viva, casi pulsaba bajo su piel. Como si latiera al ritmo de un corazón quebrado.
Y entonces, todo lo golpeó. No fue una avalancha, sino una serie de puñetazos precisos, cada uno en un punto vulnerable de su alma. Raven, su recuerdo cayendo, el brillo de su cabello bajo el sol que ya no vería. Aldrich, el profesor, el mentor, desvaneciéndose en un torbellino de fuego y ceniza, su sabiduría extinta en un instante. Zephyr, la traición, el desgarro interno, como si su propia existencia hubiese sido diseñada para quebrarlo, para despojarlo de la fe. Y luego, el diluvio: la sangre en sus manos, en su ropa, en el suelo. La culpa que se enroscaba en sus entrañas, una serpiente fría y venenosa. La impotencia, el veneno más amargo de todos, el saber que no pudo hacer más, que no pudo salvarlos a todos. Se llevó una mano al rostro, las yemas de los dedos presionando los párpados cerrados, apretando los dientes hasta que la mandíbula dolió. “¿Cómo llegamos a esto…?”, la pregunta no era una búsqueda de respuesta, sino un lamento, un grito ahogado en el abismo de su desesperación.
—Jake. La voz era suave, una caricia en la herida abierta de su conciencia. Abrió los ojos de nuevo. Una enfermera, de rostro sereno y ojos compasivos, lo observaba desde el umbral de la puerta. Su uniforme inmaculado parecía irradiar una calma que Jake envidiaba. —El director Reiss Vauren solicita su presencia. Tus compañeras también están allí. Jake asintió, sin decir palabra. No había energía para la cortesía, para las palabras vacías. Cada fibra de su ser clamaba por el reposo que la pesadilla le negaba. Se levantó, el cuerpo protestando con cada movimiento, el dolor físico una distracción menor comparado con la agonía de su espíritu. Pero a pesar del dolor, de la fatiga que lo arrastraba hacia el abismo, caminó. Había algo más grande que su propia miseria que lo impulsaba hacia adelante.
El centro médico de Lunavia era una estructura laberíntica, oculta. Estaba enterrado en los niveles inferiores del Instituto de Asuntos Internos, un bastión de poder y secreto. Desde el exterior, nadie, ni el más perspicaz de los ciudadanos de Solaria, imaginaría que allí, bajo el corazón palpitante de la capital, se decidían los destinos de generaciones enteras de estudiantes, de la nación misma. Era un lugar donde la luz del día nunca llegaba, donde las decisiones se tomaban en la penumbra de las salas de conferencias, lejos de las miradas curiosas.
La sala de conferencias era un espacio imponente. Amplia, fría, revestida de cristal polarizado que reflejaba distorsiones del mundo exterior y pantallas flotantes que exhibían datos y gráficos incomprensibles para el ojo inexperto. En el centro de este teatro de decisiones, Reiss Vauren estaba de pie. Estaba más formal de lo habitual, su postura rígida, su expresión contenida, casi… vacía. Los eventos recientes habían cincelado líneas de preocupación en su rostro, borrando la familiar ligereza que Jake solía ver en su director. A su lado, Aria lo saludó con un leve movimiento de cabeza, sus ojos, normalmente tan expresivos, velados por una tristeza profunda. Sophia le dedicó una media sonrisa, una que cargaba el peso de emociones contenidas, una promesa silenciosa de apoyo.
Jake entró, sus ojos fijos en Reiss. No era una mirada de reproche total, pero sí de escrutinio, de una búsqueda silenciosa de respuestas que nadie parecía tener. La tensión en la sala era palpable, un aire pesado que se adhería a la garganta.
—Qué bien que estás de pie —dijo Reiss, su voz apenas un murmullo, bajando la vista apenas un segundo, como si el contacto visual fuera una carga demasiado pesada. No hubo alivio en su tono, solo una resignación sombría.
Jake se sentó. No respondió. Las palabras se sentían inútiles, triviales frente a la magnitud de lo que habían vivido.
Reiss tomó una respiración profunda, su pecho se expandió y contrajo lentamente. Su voz, cuando volvió a hablar, fue medida, casi diplomática, como si estuviera leyendo un comunicado oficial en lugar de hablando con sus alumnos. —Antes de cualquier cosa… quiero pedirte disculpas. Por no contarte todo. Por no advertirte sobre lo que se avecinaba. Los signos estaban ahí, pero mi ceguera, mi propia fe en un sistema obsoleto, nos costó demasiado.
—No había cómo saberlo —murmuró Jake, su tono seco, carente de cualquier consuelo. Era la verdad, sí, pero una verdad que no mitigaba el dolor. El conocimiento no habría evitado la catástrofe, solo la habría anticipado.
—No me interesa el perdón —insistió Reiss, su voz ahora más firme, con un matiz de urgencia—. Pero quiero que quede claro que no fue cobardía, ni indiferencia. Fue una decisión, equivocada quizás, de proteger la inocencia que aún quedaba en la Academia. Un intento fútil de preservar lo que creíamos que aún podíamos salvar.
Jake lo miró a los ojos por primera vez, una conexión breve y cruda. —Lo sé. Tú estuviste allí. Peleaste. Te rompieron costillas. Te vi sangrar por proteger a estudiantes de primer ciclo, a aquellos que aún no habían sentido el peso de la guerra. No lo olvido. La imagen de Reiss, empapado en sudor y sangre, defendiendo con ferocidad a los más jóvenes, se grabó en la mente de Jake. No era un burócrata frío, era un guardián herido. Un silencio denso, pesado, se instaló en la sala. Un silencio lleno de heridas frescas, de fantasmas invisibles que danzaban en el aire. Cada uno en la sala podía sentir el eco de las explosiones, el grito de los caídos, el olor a metal quemado.
—Dicho eso… —continuó Reiss, rompiendo el hechizo del silencio, su voz volviendo a su tono formal, como si intentara refugiarse en la burocracia de los procedimientos—. Se ha activado un protocolo de reconstrucción en la Academia. Tras la muerte del profesor Aldrich y otros miembros del consejo, Lunavia ha sugerido que la institución pase a ser oficialmente una extensión del cuerpo técnico de investigación nacional. Sería incorporada al Consejo de Ciencia Estratégica de la Nación Solaria. La forma en que lo dijo, cada palabra pronunciada con una precisión calculada solo sirvió para encender una chispa en el interior de Jake.
Jake entrecerró los ojos, la fatiga momentáneamente olvidada, reemplazada por una creciente alarma. —Una extensión…? ¿Del Consejo? ¿Vas a convertir la Academia en un satélite gubernamental? ¿Una oficina más del estado, despojada de su esencia, de su espíritu de libertad? La idea era un anatema para todo lo que la Academia había representado siempre.
—Sería una unidad académica científica —respondió Reiss, su voz con un matiz de persuasión, intentando pintar un panorama atractivo—. Con recursos infinitamente mayores, acceso a defensa avanzada, subsidios tecnológicos para la investigación, una red de contactos que abarcaría todo el continente. Sería la cuna de la innovación, la vanguardia de la nación. Las palabras, sin embargo, sonaban huecas, un disfraz para algo mucho más siniestro.
Jake se incorporó, sus puños apretados sobre la mesa, la madera bajo sus nudillos gimió. La calma que había intentado mantener se desvaneció, reemplazada por una ira fría y justificada. —Y qué más? ¿Uniformes? ¿Entrenamientos obligatorios en tácticas militares? ¿Exámenes psicológicos controlados para asegurar nuestra lealtad? ¿Una lista de admitidos seleccionada por burócratas desde Lunavia, escogiendo a los ‘aptos’ según sus intereses políticos? ¿Perderemos nuestra autonomía, nuestra capacidad de elegir nuestro propio camino? Su voz, aunque no era un grito, resonaba con la fuerza de una convicción inquebrantable.
—No se trata de eso… —intentó Reiss, un atisbo de frustración asomando en su rostro.
—Entonces de qué se trata? —la voz de Jake era un látigo—. ¿De convertirnos en soldados al servicio de una nación que ni siquiera reconocen en los mapas mundiales? ¿De hacernos marionetas del mismo sistema que nos dejó solos en Altamira, que permitió que nuestros amigos murieran sin enviar un solo refuerzo, sin una sola llamada de apoyo? ¿De vender nuestra independencia por promesas vacías de seguridad y recursos?
Reiss se tensó, el autocontrol que había mantenido hasta ahora comenzó a resquebrajarse. —Jake, yo también perdí amigos. Yo también estuve ahí. Yo sangré contigo. No me des ese discurso como si hubiera estado detrás de un escritorio viendo caer a Raven. Yo cargué sus cuerpos, yo sentí el calor de las explosiones, el olor a carne quemada. No hay un solo momento en el que no me atormenten las decisiones que tomé, o las que no tomé.
Pero Jake no cedió. Avanzó hacia él, la distancia entre ellos se acortó, cargada de una tensión explosiva. Con fuerza, se remangó la manga de su brazo derecho, revelando la marca tribal. Levantó el antebrazo, ofreciéndola como una prueba irrefutable de su sufrimiento. La marca tribal brillaba con una luz sobrenatural, una luz que parecía consumir la oscuridad de la sala. Pulsaba, viva, como una brasa ardiente incrustada en su piel. —Sabes qué es esto? ¿De verdad lo sabes, Reiss? No es un simple recuerdo. Es una conexión, una carga.
Reiss no respondió, sus ojos fijos en la marca, una mezcla de reconocimiento y temor en su mirada. Él había visto la marca antes, pero nunca con tanta intensidad, con tal aura de poder y dolor.
—Esta marca no fue dada por ningún científico de Lunavia. No es un experimento, ni una manipulación genética. Esta marca… —la voz de Jake se quebró, el dolor finalmente asomándose en sus palabras— es la cicatriz que dejaron sus gritos. Los de todos. Cada uno de ellos. El eco de su miedo, de su desesperación, de su último aliento. Y no pienso permitir que la Academia se convierta en una oficina más del puñado de países que ni siquiera reconocen que existimos, que nos ignoran hasta que necesitan de nuestra fuerza, de nuestros conocimientos. No seremos su herramienta, su peón en un tablero que no nos pertenece.
Sophia se puso de pie, su movimiento decidido, su mirada firme. —Jake tiene razón. Hemos perdido demasiado. No para entregar lo que queda. No para sacrificar lo que nos hace únicos, lo que nos define como la Academia que somos. No podemos permitir que su visión estrecha del mundo nos consuma.
Aria la siguió, sus ojos brillando con una resolución fría. —La Academia debe renacer, sí, pero no bajo sus términos. Debe resurgir como un Instituto Académico Autónomo de Lunavia. Que combine ciencia, salud, innovación, las artes, la filosofía… todo lo que nos hace humanos. Pero sin depender jamás de un Consejo político, sin ser un apéndice de un gobierno que solo ve en nosotros un recurso explotable.
Jake inspiró hondo, las palabras de sus compañeras eran un bálsamo para su alma herida. Eran el eco de un fuego que aún ardía en su interior. —Y cuando inicie el nuevo año académico, vamos a levantar de nuevo el Velo de la Llama Eterna. Nadie nos verá. Nadie nos tocará. Seremos un faro para los que sobrevivan, para aquellos que han sido despojados de su esperanza. Una llama para los que sueñan con un mundo diferente, un refugio para los que buscan la verdad más allá de las fronteras de los estados. La visión, aunque aún nebulosa, comenzó a tomar forma en su mente.
—Y ese nuevo Consejo —añadió Sophia, su voz fuerte y clara— no será formado por gobiernos, por burócratas que se preocupan más por el poder que por el conocimiento. Será formado por los propios estudiantes, por los profesores, por aquellos que han probado la tierra de la Academia y han bebido de su sabiduría. Seremos nosotros quienes decidamos nuestro destino.
—Nosotros decidiremos qué se enseña. Qué se protege. Y a quién se le da la antorcha del conocimiento, de la verdad, de la esperanza —cerró Aria, su voz una promesa solemne. La unidad de los tres era inquebrantable, una fuerza imparable.
Reiss guardó silencio largo rato. El aire vibraba con la intensidad de la confrontación. Él observó a Jake, a Aria, a Sophia. Vio en sus ojos no solo la cicatriz del trauma, sino también el fuego de una determinación inquebrantable. Finalmente, asintió, pero con la mandíbula apretada, una mezcla de resignación y quizás, una chispa de admiración en sus ojos. —Está bien. Entiendo su postura, su… pasión. Pero los Altos Comisionados de Solaria no son fáciles de convencer. Sugieren que cualquier reestructuración se haga treinta días antes del cierre académico. Si no logran consolidar la nueva estructura para entonces… se aplicará mi propuesta. La amenaza era clara, la espada de Damocles pendía sobre ellos. Era un ultimátum, una prueba de su determinación.
Jake no dudó. La respuesta salió de sus labios con una certeza que ni siquiera él sabía que poseía. —Treinta días bastan. Un mes. Un mes para redefinir el futuro de la Academia, para luchar contra la burocracia, para forjar un nuevo camino.
Reiss alzó una ceja, una pequeña curva en sus labios, una sombra de su antigua picardía. —¿Tan seguro estás? Es un plazo ambicioso, incluso para ustedes, con todo el talento que poseen.
—No estoy seguro —respondió Jake, la honestidad resonando en sus palabras—. Pero no necesito estarlo. Tengo un fuego que ustedes no pueden controlar. Una llama que no se apagará con decretos ni con amenazas. Es el fuego de la pérdida, de la injusticia, pero también de la esperanza. Y ese fuego es más poderoso que cualquier consejo o cualquier ejército. Sus ojos brillaban con una intensidad febril, un reflejo de la marca en su brazo.
Reiss lo miró, por primera vez, no como un estudiante joven y prometedor, sino como un igual. Como un guerrero que había sobrevivido a la misma batalla, a la misma noche oscura. Sus ojos se encontraron en un entendimiento mutuo. —Entonces que arda. A su manera.
Y con eso, el protocolo de retención fue levantado. La puerta de la libertad se abrió, pero la carga que Jake y sus compañeros llevaban era más pesada que nunca. La cuenta regresiva había comenzado. Los treinta días se cernían sobre ellos, un desafío colosal, una carrera contra el tiempo y contra las fuerzas que querían moldear su destino. El futuro de la Academia, de las generaciones venideras, dependía de su capacidad para transformar el dolor en poder, las cenizas en un nuevo amanecer.
Reiss observó a los tres jóvenes salir de la sala, sus pasos firmes a pesar de las heridas recientes. Un alivio sutil se instaló en su pecho, mezclado con una punzada de esperanza que no sentía desde hacía mucho. Miró las pantallas flotantes que aún mostraban gráficos de reestructuración, la propuesta burocrática que él mismo había presentado. Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios. Jake estaba tomando la decisión correcta. Aunque su juventud a veces lo hacía impulsivo, su espíritu era puro y feroz, recordándole los verdaderos cimientos de Solaria. Los cimientos de la nación y de sus estados no se basaban en la obediencia ciega a los controles gubernamentales. No, la esencia de Solaria, la verdadera fuerza de su gente siempre había residido en la autonomía, en la libertad de sus comunidades para forjar su propio camino, en la idea de que las organizaciones existían para trabajar en pro de la sociedad, no para someterla. Había olvidado eso, o quizás, la desesperación lo había cegado. Pero Jake, con su fuego incontrolable, se lo había recordado. El chico entendía lo que significaba ser de Solaria, más que muchos en el Consejo. Quizás, solo quizás, este nuevo amanecer traería consigo algo más que la mera supervivencia.