Los héroes se miraron entre sí. Sus rostros estaban pálidos, arrasados por el agotamiento, con la piel manchada de hollín y sangre seca. Cada uno portaba heridas visibles, pero las invisibles eran las que más pesaban: el vacío que deja la pérdida, la culpa del sobreviviente, y la carga de una victoria teñida de tragedia. Habían resistido. Habían quebrado un eslabón crucial en la cadena de la oscuridad. Pero el precio... el precio había sido catastrófico.
El silencio, pesado como plomo, fue roto por Reiss mientras el cielo comenzaba a clarear, tiñéndose de un gris que aún no se atrevía a volverse azul.
—Es hora —dijo, su voz ronca—. El “Velo de la Llama Eterna” se ha estabilizado. Podemos desactivarlo. Lunavia y Solaria... deben saberlo. La verdad ya no puede ocultarse más.
Jake sintió su pecho comprimirse. Esa frase —la verdad ya no puede ocultarse— era una sentencia. Significaba mostrar al mundo lo que ellos ya sabían. El desastre. El horror. El precio de la Coreografía Negra.
Con un último gesto de Reiss, el campo de distorsión que envolvía la Academia Altamira comenzó a disiparse. Como una niebla arcana al amanecer, las ondas de energía se deshilacharon, revelando el corazón desnudo del desastre. Lo que una vez fue un símbolo de grandeza y conocimiento era ahora un cascarón roto, un cadáver de acero y piedra.
Los primeros rayos del sol no trajeron esperanza, sino crudeza. Exponían cada grieta, cada escombro, cada vida extinguida. Y entonces, el sonido más desgarrador emergió: el llanto de quienes esperaron durante toda la noche, aferrados a una esperanza que ahora se les escurría como arena entre los dedos. Los cordones de seguridad improvisados no bastaban. La desesperación rompía todo orden. Familias, amigos, desconocidos unidos por el dolor, se precipitaban hacia las ruinas, gritando nombres, rompiéndose las voces, retorciéndose el alma.
Una mujer gritaba por su hija, Elara, con los ojos desorbitados. Un joven caía de rodillas, buscando a su hermana. Una niña abrazaba un oso empapado en sangre seca, mirando al vacío. Eran sombras vivas, fragmentos del colapso.
Algunos sobrevivientes emergían de rincones imposibles, tambaleantes, con la mirada vacía. No buscaban ayuda. No pedían respuestas. Porque sabían que no las habría.
Y mientras la tragedia cobraba rostro, las sirenas comenzaron a sonar. Primero una. Luego decenas. Ambulancias, drones de prensa, helicópteros. La verdad se estaba desnudando a la luz del día.
Los héroes no dijeron nada. No había nada que decir. Su lucha no era por gloria. No esa noche. Ni ese amanecer. Porque, aunque habían salvado al mundo de un mal más profundo, no pudieron salvar a quienes estaban dentro.
El eco de la penumbra se desvanecía, pero no desaparecía. Las palabras de Raven, como un último aliento, aún flotaban entre ellos. Y mientras el mundo presenciaba solo la ruina, ellos sabían que lo peor aún no había terminado.
El primer rayo de sol no trajo alivio. Se clavó en la devastación como una daga forense, implacable, desnudando los restos de Altamira con una luz fría que no perdonaba. El complejo de la Academia, antes símbolo de esperanza y conocimiento se revelaba ahora como un esqueleto ennegrecido de metal y piedra, un monumento a la brutalidad de la noche.
Los héroes apenas podían sostenerse. Exhaustos, heridos, las marcas del combate estampadas en sus rostros. Una chispa de victoria táctica brillaba en sus ojos, pero era apenas eso: una chispa entre las ruinas. Habían ganado tiempo. Habían quebrado un eslabón crucial en la cadena de la oscuridad. Pero el precio… era una herida profunda, sangrante, en cuerpo y alma. Raven había caído. Y su agonía aún pesaba como plomo en el aire.
Las sirenas rompieron el silencio como un lamento mecánico. Primero una, luego un enjambre: ambulancias, camiones de bomberos, unidades de rescate irrumpiendo desde Lunavia, sus luces giratorias reflejándose en los charcos de sangre y ceniza. Los gritos comenzaron poco después: padres, madres, hermanos y amigos clamando nombres entre el humo. Algunos sobrevivientes emergían tambaleándose de entre los escombros, sus rostros vacíos, incapaces de comprender por qué ellos sí.
Y entonces ocurrió.
No llegaron corriendo. No descendieron del cielo. Simplemente... aparecieron. En los límites del perímetro, justo donde el Velo de la Llama Eterna acababa de disiparse, sus siluetas se materializaron con una fluidez antinatural, despegándose del entorno como sombras que decidieran volverse sólidas. Equipos de élite. Trajes sin insignias, diseñados para disolverse en la penumbra. No eran militares. Eran otra cosa. Silenciosos, quirúrgicos, la voluntad invisible de Solaria ejecutándose sin testigos.
Se movieron con una precisión escalofriante, ajenos al caos, con un solo objetivo en mente.
Uno de ellos se plantó frente a Sophia, que aún se aferraba al Prisma CEES. Su voz fue una orden sin alma:
—Sujeto Alpha. Prioridad Uno. Vienes con nosotros. Ahora.
No hubo espacio para protestas. Dos operativos la flanquearon, levantándola como si ya no perteneciera a ese mundo. Jake sintió la presión de una mano férrea en su brazo.
—Sujeto Beta. Prioridad Dos. No hay tiempo para el diálogo.
Trató de resistirse, pero su cuerpo apenas respondió. Mientras era arrastrado lejos, escuchó una voz desgarrada gritar el nombre de Elara. Sintió una punzada en el estómago. La tragedia que ahora presenciaban las cámaras... ellos la habían vivido en secreto. Y ahora, Solaria la borraría.
Aria apenas tuvo tiempo de girarse cuando su captor la encontró.
—Sujeto Gamma. Prioridad Tres. Muevan. Rápido.
Ella reaccionó con un estallido reflejo de energía estelar, un último chispazo de autonomía. No sirvió de nada. Fue contenida con precisión quirúrgica, como si sus poderes estuvieran ya previstos, neutralizados antes de manifestarse del todo.
Mientras eran llevados a un vehículo blindado camuflado entre los restos de un edificio colapsado, la voz de Reiss Vauren resonó en sus comunicadores. Ya no sonaba como su camarada. Era el tono de alguien que había cruzado una línea invisible.
—Extracción Alpha-3 en curso. El perímetro está bajo mi supervisión. La dispersión energética reveló la anomalía, pero el protocolo de fachada está activo. Repito: la seguridad de Solaria y la integridad del conocimiento estelar dependen de la inmediatez. Nadie debe verlos.
La compuerta del vehículo se cerró con un golpe sordo.
Afuera, el mundo se desgarraba en llanto y dolor. Adentro, solo quedaba la oscuridad y el silencio operativo de quienes enterraban verdades.
Ya no eran héroes. Eran variables sensibles. Elementos a contener. La mentira ya estaba en marcha. Y ellos, piezas involuntarias de una gran maquinaria, serían enterrados junto a los escombros de Altamira.
Mientras la extracción se llevaba a cabo, Reiss Vauren era el ojo de la tormenta en el centro de comando subterráneo de Solaria, una extensión de las redes neuronales más profundas de su nación. Él no era un político, ni un militar. Era un joven con el peso de su linaje y el conocimiento estelar sobre sus hombros. Como Segundo al Mando del Consejo Académico de Altamira, su autoridad emanaba de siglos de sabiduría acumulada por su familia y las casas científicas aliadas.
Su rostro, iluminado por la luz azulada de las pantallas holográficas, era una máscara de concentración absoluta. Pero detrás de esa quietud, cada pensamiento era una fisura contenida.
"Modelos de desviación de tráfico activados," ordenó, sus dedos recorriendo la interfaz translúcida con precisión quirúrgica. "Desplieguen los drones de distracción en el sector Oeste, cerca de los laboratorios centrales. Quiero un patrón de humo que simule colapso estructural continuo."
Una alerta parpadeó. Un reporte del equipo de barrido interno. Reiss lo abrió con un gesto mínimo.
—"Guardián Reiss," dijo la voz del operativo, tensa. "Hemos localizado al Profesor Aldrich... en lo que queda del Coliseo de la Academia. No hay signos vitales. Deceso confirmado."
Por un instante, el tiempo en el centro de comando pareció quedarse sin aire. Reiss parpadeó una vez. Cerró los ojos. Su expresión no cambió, pero en su interior, algo se quebró silenciosamente. Aldrich. El Primero al Mando. Su maestro. Su segundo padre.
Había creído que estaría preparado para esto. Pero no lo estaba. Nunca se está.
—"Condición de los restos, operativo," preguntó con voz neutra, casi mecánica.
—"Múltiples traumas. Compatible con impacto de alta energía. Estaba en posición de combate. El suelo a su alrededor está fracturado. Luchó hasta el final. Fue el único del comité que enfrentó la amenaza directamente."
Reiss sintió cómo algo frío se asentaba en su pecho. El viejo Aldrich, que siempre decía que morir por el conocimiento era noble, pero vivir para preservarlo era esencial. Y, aun así, eligió pelear. ¿Por qué?
—"Protocolo de Sucesión de Altamira, nivel Delta-9, activado," declaró, su voz elevándose. "Confirmación del deceso de todo el Comité Directivo. La autoridad operativa temporal recae en el Segundo al Mando. Aseguren todos los archivos de conocimiento. Contención de información crítica. Que la memoria de su sacrificio sea preservada."
Pero el silencio detrás de sus ojos era ensordecedor.
¿Realmente estaba listo para esto?
Una parte de él gritaba, exigía llorar, golpear algo, hacer preguntas que no tenían respuesta. Otra parte, más antigua, más férrea, lo acalló. No había espacio para grietas. Solaria lo necesitaba intacto. Ileso por fuera. Imperturbable por dentro. Por ahora.
En otra pantalla, los canales de inteligencia de alto nivel de Brasil, Japón, Suiza, Islandia y Noruega parpadeaban.
—"Reiss," dijo una voz japonesa, cortante. "El nivel de devastación es alarmante. Detectamos un patrón energético inusual. ¿Cuál es el estatus del protocolo de encubrimiento?"
—"En fase de implementación, señor Kaito" respondió, sin titubeos. "La narrativa pública ya está siendo estabilizada. Un ataque externo. Tecnología experimental. Nada más."
—"Necesitamos garantías," replicó una mujer islandesa. "Las grietas en su fachada comprometen a todos."
—"Los algoritmos de disuasión estaban diseñados para amenazas conocidas," dijo Reiss, su tono tan frío como el vacío entre estrellas. "Esto fue otra cosa. Pero sobrevivimos. Y ahora tenemos datos. Únicos. Valiosos. Solaria cumplirá. Siempre lo hace."
Cuando la transmisión se cortó y el centro de comando volvió a llenarse de murmullos y luces intermitentes, Reiss bajó la cabeza solo un segundo. Cerró los ojos, respiró hondo.
Y en ese segundo de quietud, en la oscuridad detrás de sus párpados, vio el rostro de Aldrich por última vez, sonriéndole con aquella paciencia irrompible que siempre lo desarmaba.
"Lo siento, profesor", murmuró, apenas audible. "No tengo tiempo para llorarte. Pero un día... lo haré."
Y volvió a sus actividades. Porque el conocimiento debía vivir. Aunque él no pudiera permitirse sentir.