Amanecer: El Llanto de Lunavia

Los héroes se miraron. Sus rostros, vacíos de color, mostraban el cansancio que devoraba su carne, y un dolor silencioso que había carcomido sus almas desde adentro. No eran simples heridas: eran grietas, profundas, crueles, talladas por el horror, esculpidas por la pérdida. Cada músculo temblaba. Cada nervio ardía. Sus cuerpos pedían rendirse, pero el deber aún ardía débilmente en sus ojos. Una victoria, sí. Una chispa táctica que habían logrado encender... pero teñida de amargura, la clase de amargura que nace solo cuando el precio ha sido demasiado alto. Habían ganado tiempo. Habían quebrado un eslabón importante en la cadena oscura que estrangulaba al mundo. Pero lo que perdieron… fue algo que ni el tiempo ni los milagros pueden devolver. La agonía de Raven, su camarada, su hermano... ahora convertido en víctima de su propia cruzada. Y aún peor: la amenaza que los observaba desde las sombras, oculta, paciente, más peligrosa que nunca.

El amanecer no trajo consuelo. Solo una luz enferma, gris, casi rosada, que parecía burlarse del desastre. Y fue entonces, atravesando la calma rota, que la voz distorsionada de Reiss cruzó los comunicadores, rasgando el silencio como un cuchillo frío.

—Es hora. La energía de contención alrededor de la Academia… el 'Velo de la Llama Eterna'… se ha estabilizado. A duras penas, pero se mantendrá. Podemos desactivarlo. Lunavia y Solaria deben saberlo. La verdad ya no puede esconderse. El mundo debe ver lo que ocurrió.

No hubo júbilo en su voz. Ni rastro de esperanza. Solo una gravedad tan densa que el aliento se detenía en la garganta. Jake cerró los ojos. Lo comprendía. La revelación era inevitable. Ya no era solo su dolor… era el dolor del mundo entero. La verdad detrás de la Coreografía Negra estaba por ser revelada, y no habría vuelta atrás.

Sophia, apoyada en un pilar agrietado, alzó la vista. Su mirada, antaño llena de vida, ahora era una máscara helada de resignación. El Prisma CEES seguía en sus manos temblorosas, ahora inútil, sin brillo.

—Reiss… ¿Estás seguro? La gente… no está lista para ver esto.

—No hay elección, Sophia —respondió él, firme como el filo de una espada—. Las fluctuaciones energéticas son demasiado inestables. Mantener el velo sería poner en peligro todo el tejido entre mundos. No podemos correr ese riesgo. Y además… deben saberlo. Necesitan entender lo que enfrentamos.

Aria no dijo nada por unos segundos. Observaba el horizonte, inmóvil. Cerró los ojos. Las imágenes aún bailaban en su mente: la sombra huyendo, la conexión helada, la última mirada de Raven… y el nombre de Lucian, como un eco inquebrantable.

—Que así sea —murmuró. Su voz sonaba lejana, sin emociones, como si las hubiera dejado atrás con la última lágrima—. Que sea el sol quien revele la verdad.

Entonces, Reiss dio la orden final.

Un pulso casi imperceptible recorrió la Academia Altamira. El campo de distorsión que la había separado del mundo exterior empezó a desvanecerse. No fue rápido. No fue limpio. Fue como un lamento largo, un desgarro en cámara lenta. La energía se disipaba en ondas, una tras otra, como si el velo llorara al ser arrancado. Y en su retirada, el desastre quedó expuesto. No más oculto. No más negado.Los primeros rayos del sol naciente, antes símbolo de esperanza, no trajeron consuelo alguno. Se deslizaron como una luz cruel y forense, exponiendo la devastación en toda su magnitud, sin piedad ni misericordia. El complejo de la Academia, que horas antes había sido un brillante emblema de conocimiento y esperanza, era ahora un esqueleto retorcido de metal y escombros, un amasijo de destrucción que se extendía tan lejos como la vista alcanzaba. Era un monumento macabro a la brutalidad de la noche, un recordatorio silencioso de la masacre.

Las torres de cristal se habían convertido en astillas, las cúpulas de observación, en esqueletos de hierro. El césped, antes impecable, estaba empapado en una oscuridad que no era solo sangre, sino la esencia misma de la Coreografía Negra. A medida que el velo se levantaba por completo, el silencio de la confrontación dio paso al cacofónico coro del horror, una sinfonía de la desolación que arrancaba el alma. Las sirenas, primero un gemido distante, luego un lamento incesante y desgarrador, perforaron el aire, rompiendo la quietud del amanecer que se revelaba con toda su crueldad. Primero una, luego dos, luego un coro ensordecedor de ambulancias, camiones de bomberos y vehículos de rescate que se precipitaban hacia el lugar. Sus luces intermitentes rojas y azules, girando sin descanso, bailaban sobre las ruinas, proyectando sombras fantasmales y añadiendo una capa surrealista al paisaje de la tragedia.

La tierra temblaba bajo el peso de la maquinaria pesada que llegaba, cada vibración un recordatorio de que la normalidad había sido destrozada. Lejos, desde las afueras de Lunavia, la capital de Solaria, los destellos de las cámaras de los medios de comunicación ya comenzaban a brillar, como depredadores atraídos por la sangre. Un enjambre de drones zumbaba sobre el horizonte, seguido de cerca por helicópteros que se elevaban con furia, todos compitiendo por la mejor toma, por el primer vistazo a la catástrofe que hasta ese momento había permanecido oculta. Las noticias ya estarían explotando, los presentadores con rostros graves anunciando la impensable tragedia. Jake sintió una náusea profunda al ver cómo se aproximaban las primeras figuras de rescate, diminutas hormigas humanas ante la magnitud del desastre. Pensó en las familias que pronto llegarían, en el terror que se desataría.

Entonces, el sonido más desgarrador de todos comenzó a emerger del caos. No era el estruendo de los escombros cayendo, ni el chirrido de los metales retorciéndose. Era el llanto inconsolable de las familias que habían esperado noticias durante toda la noche, una vigilia interminable que ahora culminaba en la pesadilla más cruda. Los cordones de seguridad improvisados apenas podían contener la marea de desesperación. Padres, madres, hermanos, amigos, corrían con una furia impotente hacia las ruinas, sus rostros distorsionados por la angustia. Clamaban los nombres de sus seres queridos entre el humo y el polvo, sus voces convertidas en aullidos de dolor.

La esperanza, que quizás habían mantenido viva en algún rincón de su corazón durante la noche, se desvanecía ahora en lágrimas amargas, un torrente incontrolable de dolor que se derramaba sobre la tierra devastada. Una mujer, con el cabello despeinado y el rostro surcado de lágrimas, intentó superar la barrera de seguridad, gritando el nombre de Elara. Un hombre, con la camisa rasgada, cayó de rodillas, el pecho agitado por sollozos que le desgarraban la garganta, su mirada perdida entre los escombros. Los rescatistas, con expresiones endurecidas, comenzaron a moverse con una eficiencia sombría, sabiendo que la mayoría de los que buscaban ya no respiraban. Sophia observó, su cuerpo inerte pero su mente procesando la magnitud del sufrimiento. Cada grito era una punzada en su propia alma ya maltrecha.

Esto era el verdadero costo. No el dolor físico que sentían, sino la avalancha de dolor que se cernía sobre miles de vidas inocentes. La Academia Altamira, su refugio, se había convertido en una fosa común. Algunos sobrevivientes, milagrosamente ilesos o con heridas leves, que de alguna u otra forma se habían logrado ocultar en sitios muy angulares y protegidos de la academia o los que ni siquiera habían acudido ese día, emergían tambaleándose de los confines del complejo. Sus rostros cenicientos por el terror, sus ojos vacíos por lo que habían visto o sentido, eran fantasmas errantes entre los vivos. Un joven, cubierto de polvo, murmuraba incoherencias. Una chica, con la mirada perdida, se aferraba a un oso de peluche empapado en algo oscuro. Eran el testimonio silencioso de la barbarie, los pocos que habían escapado del matadero.

Sus miradas no buscaban un salvador, sino una explicación que nunca llegaría. Los héroes, agotados hasta la médula, con el alma desgarrada por la magnitud de la tragedia, solo pudieron observar. No había tiempo para la victoria, no había espacio para la celebración de un éxito póstumo. Solo quedaba la cruda realidad del amanecer, la brutal exposición de un desastre que había salvado al mundo de una amenaza, pero no de la devastación que había causado. El eco de la penumbra huyendo, una sombra en la memoria, y las palabras finales de Raven, un susurro en sus mentes, resonarían, un presagio de los desafíos por venir. Pero por ahora, el mundo solo veía la tragedia. Y ellos, los que habían luchado en la oscuridad, eran ahora los guardianes de una verdad que era demasiado pesada para ser ignorada, demasiado dolorosa para ser olvidada. El sol subía, pero la oscuridad se había asentado profundamente en los corazones de Solaria.