La noche era densa, un manto impenetrable que ahogaba la aldea en una oscuridad casi tangible. El aire, cargado con el olor metálico de la sangre, pesaba sobre los pulmones de los aldeanos como una maldición. No había luna, no había estrellas, solo la negrura y el sonido de gritos desgarradores que se mezclaban con una risa perturbadora, aguda y desquiciada, que resonaba desde las sombras. Era una risa que no pertenecía a este mundo, una risa que helaba la sangre y hacía que hasta el más valiente de los hombres sintiera que sus piernas cedían bajo el peso del terror.
En el centro del caos, erguido como un espectro de pesadilla, estaba Él. Una figura alta, desproporcionada, con cuernos negros que se retorcían hacia el cielo como si fueran ramas de un árbol maldito. Su silueta era apenas visible, pero sus ojos brillaban con un fulgor rojizo, como brasas encendidas en la oscuridad. No era humano, eso era evidente. Había poseído un cuerpo, sí, pero ese cuerpo ya no era más que una marioneta grotesca, una cáscara vacía que albergaba algo antiguo, algo hambriento.
Los aldeanos, desesperados, se agrupaban en pequeños círculos, blandiendo espadas, arcos y escudos con manos temblorosas. Sus rostros estaban pálidos, sus voces quebradas por el miedo, pero aún así luchaban. Sabían que era inútil, pero el instinto de supervivencia los mantenía en pie.
"¡Manténganse juntos!" gritó uno de ellos, un hombre mayor con una cicatriz que le cruzaba el rostro. Pero sus palabras se perdieron en el aire, ahogadas por otro estallido de esa risa demoníaca.
De repente, el ser de cuernos alzó una mano, y las sombras cobraron vida. Las casas cercanas, antes refugios de familias ahora destrozadas, parecieron respirar, exhalando algo oscuro y malevolente. De las paredes, del suelo, de cada rincón donde la luz no podía llegar, surgieron espinas negras, largas y afiladas como cuchillas. Se movían como serpientes, rápidas y letales, perforando todo a su paso. Un joven que intentaba huir fue atravesado por una de ellas, la punta negra emergiendo de su pecho antes de que su cuerpo fuera levantado del suelo como un muñeco roto. Su grito se cortó de golpe, y su cuerpo cayó al suelo con un sonido húmedo.
"¡No! ¡No!" gritó una mujer, corriendo hacia el joven, pero antes de que pudiera alcanzarlo, otra espina surgió de la sombra de una casa cercana, atravesándole el cuello. Su cabeza rodó por el suelo, sus ojos aún abiertos, llenos de terror. La sangre brotó como un manantial, empapando la tierra ya encharcada de rojo.
El ser de cuernos avanzaba lentamente, disfrutando de cada momento. Con un gesto casual, arrancó el brazo de un aldeano que intentaba embestirlo con una espada. El hombre cayó de rodillas, mirando con horror el muñón sangrante donde antes estaba su extremidad. El ser lo miró, riendo, antes de arrojar el brazo a un lado como si fuera un juguete roto.
"¡Corran!" gritó alguien, pero no había adónde ir. Las sombras los rodeaban, vivas, hambrientas.
Un grupo de arqueros intentó contraatacar, lanzando una lluvia de flechas hacia la criatura. Pero las sombras se alzaron como un muro, absorbiendo los proyectiles antes de que pudieran alcanzarlo. El ser de cuernos rió de nuevo, y con un movimiento de su mano, las sombras devolvieron las flechas, multiplicadas en número y velocidad. Los arqueros cayeron uno tras otro, sus cuerpos convertidos en pinchos sangrientos.
La masacre continuó, implacable. Un niño que se escondía detrás de un barril fue descubierto por una de las espinas, que lo levantó en el aire como si fuera un trofeo antes de arrojarlo contra una pared. El sonido de su cuerpo chocando contra la madera resonó como un trueno en la noche. Una madre, al ver la escena, corrió hacia el ser de cuernos con un cuchillo en la mano, pero fue detenida en seco por una espina que le atravesó el estómago. Cayó al suelo, ahogándose en su propia sangre, mientras el ser se inclinaba sobre ella, riendo.
Los pocos que quedaban vivos intentaban retroceder, pero las sombras los rodeaban, acorralándolos. El ser de cuernos caminaba entre los cadáveres, pisando charcos de sangre como si fuera un rey en su trono. Su risa era ahora un eco constante, un sonido que resonaba en los oídos de los sobrevivientes como una maldición.
"¿Por qué?" murmuró uno de ellos, un hombre joven que sostenía un escudo roto. "¿Por qué nos haces esto?"
El ser se detuvo, inclinando su cabeza como si considerara la pregunta. Luego, con una voz que sonaba como el crujir de huesos viejos, respondió:
"Porque puedo".
Y con eso, las sombras se cerraron sobre los últimos aldeanos, sus gritos ahogados por la oscuridad. Cuando finalmente todo quedó en silencio, el ser de cuernos se alzó en medio de la destrucción, rodeado de cuerpos mutilados y casas derrumbadas. La aldea ya no existía. Solo quedaba el olor a sangre, el eco de una risa demoníaca y la certeza de que, en algún lugar, en algún momento, esto volvería a suceder.
El ser de cuernos se detuvo en medio de la devastación, su respiración pesada y ronca, como el sonido de un fuelle en una forja infernal. Sus ojos rojos brillaban con una mezcla de satisfacción y desprecio mientras observaba los cadáveres esparcidos a sus pies. La sangre se acumulaba en charcos oscuros, reflejando su figura grotesca, y el aire estaba tan cargado de muerte que incluso las sombras parecían retroceder ante su presencia.
De repente, rompió el silencio con una voz grave y rasposa, como si las palabras salieran de un abismo insondable.
"Patético," murmuró, pateando el cuerpo sin vida de un aldeano que yacía a sus pies.
"Todo esto... solo para cazar basura." Su risa, ahora más contenida pero igual de perturbadora, resonó en la noche.
"Mientras yo estoy aquí, matando a estos despreciables gusanos, en el reino de los elfos... ¡ah, en el reino de los elfos! Grandes seres chocaron horas atrás. Titanes. Monstruos que harían temblar hasta a los dioses. Y yo... yo no estuve allí."
Su voz se elevó, llena de ira y frustración, mientras apretaba sus puños con tanta fuerza que las garras de la criatura que poseía se clavaron en su propia carne, dejando caer gotas de un líquido oscuro y espeso que no era sangre, pero algo mucho más antiguo y corrupto.
"¡Debí haber estado allí! ¡Debí haber sido yo quien enfrentara a esos colosos, quien bebiera de su poder, quien los redujera a cenizas!" Su grito retumbó en la aldea desolada, haciendo temblar los restos de las casas derrumbadas.
Con un movimiento brusco, agarró a uno de los cadáveres cercanos, levantándolo como si fuera un trofeo despreciable. Lo sacudió con furia, como si el cuerpo inerte fuera responsable de su frustración.
"¡Mírenlos! ¡Estos despojos humanos! ¡Esto es lo que me dejaron cazar! ¡Basura! ¡Carne débil y quebradiza!"
Arrojó el cuerpo contra una pared con tanta fuerza que los huesos se quebraron con un crujido seco, y la estructura colapsó parcialmente, enviando una nube de polvo y escombros al aire. El ser de cuernos comenzó a caminar entre los restos de la aldea, pisando con desdén los cuerpos que encontraba a su paso.
"¿Creen que esto me satisface?" preguntó, aunque no había nadie vivo para responder.
"¿Creen que disfruto aplastar hormigas mientras otros luchan contra gigantes?" Su voz era un rugido ahora, lleno de rabia y envidia.
"¡No! ¡No es justo! ¡Yo debía estar allí, en medio de esa batalla, no aquí, desperdiciando mi tiempo con esta... esta carroña!"
De repente, se detuvo, inclinándose sobre el cuerpo mutilado de un aldeano que aún sostenía una espada rota en su mano. Con un movimiento rápido, arrancó el arma del cadáver y la examinó con desprecio.
"¿Esto es lo que usan para defenderse?" dijo, riendo con amargura.
"¡Hierro oxidado y madera podrida! ¡Ni siquiera merecen ser llamados presas!" Arrojó la espada a un lado, y esta se clavó en el suelo con un sonido metálico. El ser de cuernos levantó la cabeza hacia el cielo oscuro, como si estuviera desafiando a los mismos dioses.
"¡Escúchenme, quienes me enviaron aquí! ¡No soy un cazador de basura! ¡No soy un verdugo de gusanos! ¡Soy más que esto! ¡Mucho más!" Su voz era un trueno, un desafío lanzado al vacío. Pero no hubo respuesta, solo el silencio de la noche y el olor a muerte que impregnaba todo. Finalmente, con un suspiro que sonó más como un gruñido, el ser de cuernos se volvió hacia las sombras.
"No importa," murmuró, su voz ahora más calmada pero aún llena de resentimiento.
"Si no me dejan unirme a la verdadera batalla, entonces traeré la batalla a mí." Sus ojos brillaron con una luz siniestra mientras extendía sus brazos, y las sombras a su alrededor comenzaron a agitarse, como si estuvieran vivas.
"Si no puedo estar en el reino de los elfos, entonces haré que el reino de los elfos venga a mí."
Con un último vistazo a la aldea destruida, el ser de cuernos se adentró en las sombras, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí. Pero su risa, esa risa desquiciada y llena de odio, permaneció en el aire, un recordatorio de que, aunque se había ido, su presencia aún pesaba sobre el mundo como una maldición. Y en algún lugar lejano, los elfos podían sentir un escalofrío recorrer sus espaldas, como si supieran que algo oscuro y terrible se acercaba.
La noche seguía siendo pesada, como si el mismo cielo se hubiera inclinado para presionar sobre la tierra. El viento, antes ausente, comenzó a soplar con un susurro frío que arrastraba consigo el olor a sangre y muerte. La aldea, ahora un cementerio de casas derrumbadas y cuerpos mutilados, yacía en un silencio sepulcral. Solo el crujido ocasional de la madera quemada o el golpe de una teja cayendo de un tejado roto rompían la quietud. Pero incluso esos sonidos parecían ahogados, como si la oscuridad misma se hubiera tragado todo rastro de vida.
Dos horas después de que el ser de cuernos desapareciera en las sombras, una figura emergió en el borde de la aldea. Era una mujer, alta y esbelta, envuelta en una túnica blanca que brillaba con una luz tenue, como si la tela misma repeliera la oscuridad. Su rostro estaba cubierto por una máscara blanca, lisa y sin rasgos, que solo dejaba ver dos ojos profundos y serenos, como pozos de conocimiento antiguo. En su mano derecha sostenía un bastón de madera, simple pero tallado con runas casi imperceptibles que parecían latir con una energía sutil. Cada paso que daba era cuidadoso, calculado, como si estuviera caminando sobre un terreno sagrado... o maldito.
La mujer se detuvo en medio de la aldea, su mirada recorriendo el horror que la rodeaba. Los cuerpos yacían esparcidos, algunos mutilados, otros atravesados por las espinas negras que aún sobresalían de sus cuerpos como si fueran parte de ellos. Las casas, antes hogares llenos de vida, ahora no eran más que esqueletos de madera y piedra, sus sombras alargadas proyectándose sobre el suelo como garras listas para atrapar a cualquiera que se atreviera a acercarse. El aire estaba cargado de una energía pesada, un residuo de algo oscuro y antiguo que no pertenecía a este mundo.
Ella inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera escuchando algo que solo ella podía oír. Luego, extendió su mano libre, y una luz suave emanó de su palma, iluminando brevemente el área. La luz reveló algo que el ojo común no podría ver: pequeños rastros de energía oscura, como hilos de humo negro, que se retorcían alrededor de los cadáveres y las ruinas. Eran tenues, casi imperceptibles, pero estaban allí, latiendo con una malevolencia que hacía que hasta el aire pareciera envenenado.
"Esto no es obra de una criatura común," murmuró la mujer, su voz suave pero llena de autoridad.
"Esto... esto es algo más antiguo, más peligroso." Sus ojos se posaron en una de las espinas negras que sobresalían del suelo. Se acercó lentamente, agachándose para examinarla más de cerca. Con un movimiento cuidadoso, extendió su mano hacia la espina, pero antes de que pudiera tocarla, esta se desintegró en una nube de polvo negro que se dispersó en el aire. La mujer retrocedió ligeramente, no por miedo, sino por la fuerza que había creado aquello.
"Energía oscura pura," dijo en voz baja, como si estuviera hablando consigo misma.
"Algo que no debería existir en este plano." Se enderezó, mirando a su alrededor con una expresión que, aunque oculta tras la máscara, transmitía una mezcla de preocupación y determinación.
"Esto debe ser reportado a la iglesia. Si algo como esto está suelto, entonces el equilibrio está en peligro."
Con un último vistazo a la aldea devastada, la mujer giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el bosque cercano. Su figura blanca se destacaba contra la oscuridad, como un faro en medio de la noche. Pero incluso ella, con toda su serenidad y poder, no podía evitar sentir el peso de lo que había visto. Sabía que algo mucho más grande y oscuro se estaba gestando, y si no se detenía a tiempo, el mundo entero podría sucumbir a la misma suerte que aquella aldea.
Mientras desaparecía entre los árboles, el viento llevó consigo un susurro, casi imperceptible, que parecía provenir de las sombras mismas. Era una risa, baja y distante, que resonaba en el aire como un recordatorio de que, aunque el ser de cuernos se había ido, su presencia aún acechaba en los rincones más oscuros del mundo. Y la mujer, con su máscara blanca y su bastón de madera, sabía que la batalla apenas comenzaba.