En el corazón de un mundo olvidado por la justicia y la moral, se alzaba Noxhaven, la ciudad sin ley. Un lugar donde el caos era la norma y la supervivencia, el único mandamiento. Las calles estaban repletas de gente que iba y venía, cada uno con un propósito: ganar dinero, sobrevivir o simplemente evitar ser la próxima víctima. El aire olía a sudor, metal y desesperación. Los comerciantes vendían sus mercancías, desde armas hasta pociones, pero los negocios más lucrativos eran los que no se anunciaban abiertamente: el tráfico de personas.
En las sombras, los mercaderes de esclavos operaban con impunidad. Sus 'productos' eran variados: humanos, enanos, y, los más codiciados, elfos. Estos últimos, con su gracia y habilidades mágicas, eran especialmente valiosos. Y hoy, el rey de Noxhaven, Leon Frostvein, estaba de celebración.
Leon Frostvein no era un hombre, era una leyenda viva de crueldad y poder. Su nombre inspiraba terror en los corazones de quienes lo escuchaban. Nadie se atrevía a oponérsele, y aquellos que lo habían intentado yacían bajo tierra, sus nombres borrados de la historia. Frostvein gobernaba con puño de hierro, y su coliseo era el símbolo de su dominio. Un lugar donde la sangre manaba como agua y la muerte era el espectáculo favorito de la ciudad.
Hoy, sin embargo, el coliseo estaba cerrado al público. Solo un grupo selecto de personas ocupaba el lugar: el rey, sus mercenarios y los elfos capturados. Frostvein observaba desde su imponente asiento en el segundo piso, una sonrisa fría y calculadora en su rostro. Sus ojos, grises como el acero, se posaron en los prisioneros.
Los elfos, atados y magullados, eran un espectáculo en sí mismos. Sus ropas, aunque rasgadas, delataban su noble linaje. Algunos llevaban túnicas bordadas con hilos de plata, otros lucían joyas que brillaban incluso en la penumbra del coliseo. Frostvein sabía que ejecutarlos sería un error; los elfos no olvidaban ni perdonaban. Pero también sabía que su captura era un mensaje claro: nadie, ni siquiera los nobles elfos, estaban a salvo en Noxhaven.
A su lado, su mano derecha, Kael Blackthorn, un mercenario de rango S, se mantenía en silencio. Kael era un hombre alto, de mirada fría y cicatrices que contaban historias de mil batallas. Junto a él, los otros 19 mercenarios: 10 de rango A y 9 de rango B, formaban un círculo alrededor de los elfos, listos para actuar al menor indicio de rebelión.
Frostvein no quería matar a los elfos, al menos no de inmediato. Su plan era más sutil: usarlos como moneda de cambio. Los elfos nobles valían su peso en oro, y su captura podría obligar al reino élfico a negociar. O, si se negaban, su ejecución sería una demostración de poder que resonaría en todo el continente.
"Kael", llamó el rey, su voz resonando en el vacío del coliseo. "¿Cuántos nobles hay entre ellos?"
Kael se acercó a los prisioneros, examinándolos con detenimiento. Finalmente, respondió:
"Cinco, mi señor. Dos mujeres y tres hombres. Los demás son sirvientes o guardias."
Frostvein asintió, satisfecho. Cinco nobles eran más que suficientes para causar un impacto.
Mientras el rey y sus mercenarios discutían, los elfos intercambiaban miradas de preocupación y determinación. Uno de ellos, un joven de cabello plateado y ojos verdes, susurró algo en élfico a sus compañeros. Aunque no podían usar magia con las cadenas que los sujetaban, su espíritu no estaba roto.
Frostvein notó el movimiento y sonrió. Le encantaba ver cómo luchaban contra lo inevitable.
"¿Crees que pueden escapar?", preguntó, dirigiéndose al joven elfo. "Aquí no hay esperanza. Solo hay dos opciones: obedecer o morir."
El elfo guardó silencio, pero su mirada ardía con un fuego que el rey no pudo ignorar. Frostvein se reclinó en su asiento, disfrutando del momento. Sabía que, tarde o temprano, ese fuego se apagaría.
Mientras el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el coliseo de tonos rojizos, Frostvein pensó en el futuro. Con los elfos bajo su control, su poder solo crecería. Noxhaven seguiría siendo su reino, un lugar donde solo los fuertes sobrevivían. Y él, Leon Frostvein, era el más fuerte de todos.
Pero en las sombras, algo se movía. Algo que ni siquiera el rey podía controlar. Porque en una ciudad sin ley, incluso los tiranos caen... y alguien estaba dispuesto a recordárselo.
El sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rojos y naranjas, como si el mismo firmamento estuviera en llamas. El coliseo, silencioso y vacío, parecía un gigante dormido. Leon Frostvein seguía en su asiento, contemplando a los elfos prisioneros con una mezcla de satisfacción y ambición. Pero esa tranquilidad no duraría mucho.
De repente, el aire se volvió pesado. Una brisa fría recorrió el coliseo, haciendo que los mercenarios se estremecieran. Algo no estaba bien. Kael Blackthorn, el mercenario de rango S, fue el primero en notarlo. Su mano se posó en el pomo de su espada, sus ojos escudriñando las sombras.
"Alguien está aquí", murmuró, alertando a los demás.
Antes de que alguien pudiera reaccionar, una figura apareció en el centro del coliseo. Era una mujer elfa, alta y esbelta, con cabello largo y plateado que brillaba bajo la luz del atardecer. No llevaba armadura, solo un pantalón ajustado y una camisa sencilla, casi andrajosa, como si la hubiera comprado en el mercado más pobre de la ciudad. Pero su presencia era tan imponente que nadie se atrevió a subestimarla.
Era Idril, la maga enviada por el rey de los elfos.
Idril no dijo una palabra al principio. Sus ojos, de un verde intenso, recorrieron el coliseo, deteniéndose en los elfos prisioneros. Luego, su mirada se posó en Leon Frostvein. El rey sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero no mostró miedo. Después de todo, él era el gobernante de Noxhaven, y nadie lo había derrotado jamás.
"¿Quién eres?", preguntó Frostvein, su voz firme pero con un dejo de curiosidad.
Idril no respondió. En lugar de eso, levantó una mano, y el aire a su alrededor comenzó a vibrar. De repente, cuchillas de viento surcaron el espacio, cortando todo a su paso. Los mercenarios, entrenados y letales, no tuvieron tiempo de reaccionar. Uno a uno, cayeron al suelo, sus cuerpos desmembrados antes de que pudieran siquiera desenvainar sus armas.
Kael Blackthorn intentó contraatacar, pero una ráfaga de viento lo lanzó contra la pared, dejándolo inconsciente. En cuestión de segundos, solo quedaban dos personas en pie: Idril y Leon Frostvein.
Frostvein se levantó de su asiento, su rostro ahora marcado por la ira. Sacó su espada, una hoja negra que había forjado con el metal de sus enemigos caídos, pero no tuvo oportunidad de usarla. Idril se movió con una velocidad sobrenatural, apareciendo frente a él en un abrir y cerrar de ojos.
Con un movimiento rápido y preciso, Idril arrancó el brazo derecho de Frostvein, el mismo que había firmado las órdenes de captura de los elfos. El rey gritó de dolor, pero no tuvo tiempo de recuperarse. Una segunda ráfaga de viento cercenó su pierna izquierda, haciéndolo caer al suelo, ensangrentado y humillado.
"Esto es solo una advertencia", dijo Idril, su voz suave pero cargada de una furia contenida. "Si vuelves a amenazar a los míos, no habrá clemencia."
Idril no perdió más tiempo. Con un gesto de su mano, las cadenas que sujetaban a los elfos prisioneros se rompieron y cayeron al suelo. Los elfos, aunque débiles y heridos, se levantaron rápidamente, agradecidos pero conscientes de que no era el momento de preguntas.
Idril saco rápidamente dos pergaminos de su ropa y vertió maná en ellos, en un instante un círculo mágico apareció en el suelo. Era un círculo de teletransportación, una muestra más de su inmenso poder. Uno a uno, los elfos entraron en el círculo, desapareciendo en un destello de luz. Finalmente, Idril dio un último vistazo a Frostvein, quien yacía en el suelo, maldiciendo entre dientes.
"Recuerda mi advertencia", dijo Idril, antes de desaparecer en el círculo de teletransportación.
El coliseo quedó en silencio, solo roto por los gemidos de dolor de Frostvein. Kael Blackthorn, semiinconsciente, logró arrastrarse hasta su rey, pero no había nada que pudiera hacer. El brazo y la pierna de Frostvein estaban perdidos, y su orgullo, destrozado.
"Esto no termina aquí", murmuró Frostvein, sus ojos llenos de odio. "Ella pagará por esto."
Pero en lo más profundo de su mente, una duda comenzó a crecer. Idril había demostrado un poder que ni siquiera él podía igualar. Y si los elfos tenían más como ella, ¿qué significaría para Noxhaven?
Mientras la noche caía sobre la ciudad sin ley, las calles comenzaron a llenarse de rumores. Algo había sucedido en el coliseo, algo que incluso los más valientes temían mencionar en voz alta. Leon Frostvein, el rey tirano, había sido humillado, y su invencibilidad, cuestionada.
Por otro lado, Idril y los elfos rescatados regresaron a su reino, donde el rey elfo los recibió con alivio y gratitud. Pero Idril sabía que esto no era más que el principio. Frostvein no se quedaría de brazos cruzados, y la guerra entre los elfos y Noxhaven era inevitable.