A cientos de kilómetros del reino de los elfos, más allá de las fronteras de la civilización, se extendía el Reino de la Perdición. Un lugar maldito, donde el maná no fluía y la magia era un recurso agotable. Aquí, los bosques eran densos y oscuros, los desiertos interminables, y las montañas se alzaban como gigantes de piedra que vigilaban un territorio olvidado por los dioses. Las leyendas hablaban de riquezas antiguas escondidas en sus tierras, reliquias dejadas por los propios dioses que una vez caminaron por allí. Pero esas leyendas también advertían de los peligros: bestias monstruosas, trampas naturales y una atmósfera que consumía la energía vital de cualquiera que se atreviera a adentrarse.
Nadie en su sano juicio viviría allí. Sin embargo, Kaelion, un hombre lobo de pelaje blanco y ojos amarillos claros, no era alguien que se guiara por la cordura. Él había venido por una razón: desafiar al infierno mismo.
Kaelion se encontraba en una zona montañosa, rodeado de rocas afiladas y precipicios mortales. El aire era seco y pesado, y el sol abrasador golpeaba sin piedad. A sus pies yacían los cadáveres de una docena de bestias tipo tigre, criaturas feroces con garras como cuchillas y colmillos que destellaban bajo la luz del sol. Sus cuerpos estaban destrozados, desgarrados por las garras y colmillos de Kaelion. La sangre manchaba el suelo, formando charcos oscuros que se mezclaban con el polvo del desierto.
Pero la batalla no había terminado. Al menos un centenar de estas bestias lo rodeaban, gruñendo y escupiendo, listas para atacar. Kaelion, aunque herido, sonreía. Sus ojos brillaban con una mezcla de ferocidad y diversión. Para él, esto no era una lucha por la supervivencia; era un juego.
"¿Eso es todo lo que tienen?", rugió, desafiante, mientras una bestia se lanzaba hacia él.
Kaelion esquivó el ataque con una agilidad sobrenatural, y con un movimiento rápido, hundió sus garras en el cuello de la bestia, desgarrando su garganta. La criatura cayó al suelo, ahogándose en su propia sangre. Pero no hubo tiempo para celebrar. Otras dos bestias saltaron hacia él, y Kaelion las recibió con una furia desenfrenada.
El hombre lobo se movía como un torbellino, sus garras destrozando carne y hueso con cada golpe. Las bestias eran rápidas y fuertes, pero Kaelion era algo más. Era un depredador en su máximo esplendor, un ser que disfrutaba cada segundo de la masacre. Aunque las heridas se acumulaban en su cuerpo, cortes profundos en sus costados, una garra que le había rasgado el hombro, parecía inmune al dolor.
Una bestia logró morder su pierna, pero Kaelion respondió con un rugido que hizo temblar el aire. Agarró a la criatura por el cuello y la levantó del suelo, aplastando su cráneo contra una roca cercana. La sangre salpicó su pelaje blanco, tiñéndolo de rojo.
"¡Vamos!", gritó, desafiando a las bestias restantes. "¡Devórenme si pueden!"
Las bestias, aunque feroces, comenzaron a dudar. Algunas retrocedieron, gruñendo con cautela. Pero Kaelion no les dio la oportunidad de huir. Se lanzó hacia ellas, acabando con una tras otra en una danza de muerte y destrucción.
Cuando la última bestia cayó, el silencio volvió a las montañas. Kaelion, jadeante y cubierto de sangre, se apoyó contra una roca. Sus heridas eran profundas, y la falta de maná en el ambiente lo debilitaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Pero eso no importaba. Él había ganado.
"Patéticos", murmuró, mirando los cadáveres esparcidos a su alrededor. "Ni siquiera fueron un desafío."
Aunque sus palabras eran arrogantes, sabía que la verdadera amenaza del Reino de la Perdición no eran estas bestias. Eran las condiciones del lugar: la falta de maná, el calor insoportable, las trampas naturales y, sobre todo, las criaturas aún más peligrosas que podrían estar al acecho.
Kaelion no había venido aquí por las riquezas de los dioses. Él buscaba algo más: la reliquia de Lycan, un artefacto legendario que, según las leyendas, otorgaba a los hombres lobo un poder inimaginable. Pero para encontrarlo, tendría que adentrarse aún más en el Reino de la Perdición, un lugar que ya había cobrado un precio alto en su cuerpo y su energía.
Con un gruñido, Kaelion se levantó y comenzó a caminar, dejando atrás el campo de batalla ensangrentado. Sabía que esta era solo la primera de muchas pruebas. Pero eso no lo detendría. Después de todo, él era Kaelion, el hombre lobo que desafió al infierno. Y si el Reino de la Perdición quería detenerlo, tendría que hacerlo mejor que un centenar de bestias.
Kaelion no era un hombre lobo común. Entre su raza, era una leyenda viva, un ser que inspiraba tanto admiración como temor. Mientras otros hombres lobo vivían en manadas, cazaban juntos y compartían un código de honor, Kaelion había elegido el camino del lobo solitario. Para él, la manada era una debilidad, un lastre que limitaba su potencial. Él no necesitaba aliados; solo necesitaba poder.
En su forma de hombre lobo completo, Kaelion medía tres metros de altura, una figura imponente de músculos y pelaje blanco como la nieve. Sus ojos, de un amarillo claro y penetrante, brillaban con una ferocidad que helaba la sangre de cualquiera que se atreviera a mirarlo fijamente. En su forma humana, aunque menos intimidante físicamente, seguía siendo una presencia dominante: 1.93 metros de altura, una complexión atlética y una mirada que desafiaba a cualquiera que lo subestimara.
Pero lo que realmente lo distinguía era su mentalidad. Kaelion no luchaba por supervivencia, honor o venganza. Luchaba por el placer de la batalla, por la emoción de enfrentarse a oponentes poderosos y aplastarlos. Nunca se retiraba de una pelea hasta que su oponente yacía muerto a sus pies. Y si su presa lograba escapar, la perseguiría hasta los confines del mundo si era necesario. Para Kaelion, la caza no terminaba hasta que la sangre de su enemigo manchaba el suelo.
Kaelion había abandonado a su manada años atrás, en busca de algo que ni siquiera él podía definir completamente. Sabía que era poder, pero no el tipo de poder que se obtiene con títulos o riquezas. Era el poder de ser imparable, de ser el depredador definitivo. Su orgullo de guerrero lo consumía, y nada más importaba. Ni la lealtad, ni la familia, ni el honor. Solo la lucha.
Esta obsesión lo había llevado al Reino de la Perdición, un lugar donde incluso los más fuertes temían adentrarse. Pero para Kaelion, era el campo de entrenamiento perfecto. Aquí, cada bestia, cada trampa, cada desafío era una oportunidad para probarse a sí mismo. Y aunque la falta de maná lo debilitaba, eso solo hacía que la batalla fuera más divertida.
Después de la masacre en las montañas, Kaelion continuó su camino, adentrándose más en el corazón del Reino de la Perdición. Las heridas que había sufrido en la batalla contra las bestias tipo tigre comenzaban a cicatrizar, gracias a su regeneración sobrenatural, pero la falta de maná en el ambiente ralentizaba el proceso. Aun así, no se detuvo. Sabía que lo que buscaba, la reliquia de Lycan estaba cerca.
Mientras avanzaba, Kaelion comenzó a notar algo extraño. Las bestias que normalmente lo habrían atacado sin dudar ahora huían de su presencia. Incluso las criaturas más feroces, como los dragones de arena y los depredadores de las sombras, evitaban cruzarse en su camino. Era como si el Reino de la Perdición mismo lo reconociera como una fuerza imparable.
Pero Kaelion no estaba satisfecho. Quería una pelea, una verdadera prueba de su fuerza. Y pronto, la obtendría.
En lo profundo de un cañón oscuro y estrecho, Kaelion encontró lo que buscaba: un guardián ancestral, una criatura colosal con forma de escorpión, cuyo caparazón brillaba como el metal y cuyas pinzas podían triturar rocas con facilidad. El guardián custodiaba la entrada a una caverna, y Kaelion sabía que dentro de esa caverna estaba la reliquia de Lycan.
El guardián lo vio acercarse y emitió un sonido gutural, una advertencia para que se detuviera. Pero Kaelion solo sonrió, mostrando sus colmillos afilados.
"Finalmente, un desafío", dijo, transformándose en su forma de hombre lobo completo.
El guardián atacó primero, moviéndose con una velocidad sorprendente para su tamaño. Sus pinzas se cerraron donde Kaelion había estado parado un segundo antes, pero el hombre lobo ya no estaba allí. Con un salto imposible, Kaelion se colocó sobre el caparazón del guardián y hundió sus garras en la criatura, desgarrando su armadura natural.
La batalla fue brutal. El guardián era poderoso, pero Kaelion era implacable. Cada golpe, cada mordisco, cada movimiento estaba calculado para infligir el máximo daño. Finalmente, con un rugido que resonó en todo el cañón, Kaelion arrancó la cabeza del guardián, dejando su cuerpo sin vida en el suelo.
Al entrar en la caverna, Kaelion encontró la reliquia de Lycan: un colgante antiguo con forma de luna creciente, tallado en un material que parecía absorber la luz. Pero al tomarlo, una voz resonó en su mente, una voz antigua y poderosa.
'Kaelion', dijo la voz. 'Eres fuerte, pero el poder que buscas tiene un precio. ¿Estás dispuesto a pagarlo?'
Kaelion no respondió. Para él, no había precio demasiado alto. Con un gesto desafiante, se colocó el colgante alrededor del cuello y sintió una oleada de energía recorrer su cuerpo. Era como si el Reino de la Perdición ya no pudiera debilitarlo.
Kaelion salió de la caverna, listo para enfrentar lo que viniera. Sabía que su búsqueda de poder no había terminado, pero ahora tenía una nueva herramienta. Y con la reliquia de Lycan, estaba más cerca que nunca de convertirse en el depredador definitivo.
Mientras caminaba bajo el cielo rojizo del Reino de la Perdición, Kaelion sonrió. Sabía que, tarde o temprano, alguien o algo intentaría detenerlo. Y cuando eso sucediera, él estaría listo. Después de todo, él era Kaelion, el lobo solitario, el guerrero que infundía miedo incluso a los rangos S de los reinos humanos. Y nadie, ni los dioses ni los hombres, lo detendrían.
Mientras Kaelion caminaba por el desierto árido del Reino de la Perdición, una repentina oleada de energía lo hizo detenerse en seco. Su pelaje blanco se erizó, y sus ojos amarillos se estrecharon, escudriñando el horizonte. No era una sensación común; era algo que lo puso en guardia de inmediato. Gracias al colgante de Lycan que ahora llevaba en su cuello, había podido percibir dos energías poderosas, fugaces pero inconfundibles. Eran como un rugido en la distancia, un eco de poder que resonó en lo más profundo de su instinto depredador.
Kaelion se transformó en su forma de hombre lobo completo, sus tres metros de altura proyectando una sombra imponente sobre el suelo agrietado. Gruñó, mostrando sus colmillos afilados, mientras sus sentidos se agudizaban al máximo. Esas energías no eran de este lugar; venían de lejos, muy lejos. Y, aunque solo las sintió por unos instantes, supo de inmediato su origen: el reino de los elfos.
"¿Qué es esto?, murmuró, su voz grave y cargada de curiosidad. "¿Alguien se atreve a desafiarme?"
Kaelion no era alguien que ignorara una provocación, real o imaginaria. Para él, esa oleada de energía era un llamado, un desafío que no podía dejar pasar. Se rió a carcajadas, un sonido profundo y resonante que rompió el silencio del desierto.
"¡Muy bien!", rugió, levantando la cabeza hacia el cielo. "Si quieren pelea, les daré pelea."
Sin más, comenzó a caminar en dirección al reino de los elfos, su paso firme y decidido. No importaba que estuviera a cientos de kilómetros de distancia; Kaelion no conocía el miedo ni la duda. Si alguien lo estaba retando, iría y los aplastaría. Era tan simple como eso.
El viaje no sería fácil. Entre el Reino de la Perdición y el reino de los elfos se extendían vastas llanuras, bosques densos y montañas traicioneras. Pero Kaelion no era un viajero común. Él era un depredador, y su instinto lo guiaba incluso en territorios desconocidos.
A medida que avanzaba, las bestias que se cruzaban en su camino huían al sentir su presencia. El colgante de Lycan parecía amplificar su aura, haciendo que incluso las criaturas más feroces lo evitaran. Pero Kaelion no estaba interesado en ellas. Su mente estaba puesta en algo más grande: aquel o aquellos que habían emitido esa energía.
"¿Quién será?", pensó en voz alta, mientras atravesaba un bosque oscuro. "¿Un elfo poderoso? ¿Un guerrero que cree que puede derrotarme? No importa. Cuando los encuentre, sabrán por qué mi nombre inspira terror."
Después de varios días de viaje interminables, Kaelion llegó a la frontera del reino de los elfos. El contraste era asombroso: mientras el Reino de la Perdición era un lugar desolado y hostil, el reino de los elfos era un paraíso de vegetación exuberante y aire puro. Los árboles eran altos y majestuosos, y el sonido de los arroyos y las criaturas del bosque llenaban el aire.
Pero Kaelion no estaba allí para admirar el paisaje. Con un gruñido, cruzó la frontera, sintiendo cómo el maná del lugar chocaba con su propia energía. Los elfos eran conocidos por su conexión con la magia, y Kaelion sabía que este sería un territorio hostil para alguien como él. Pero eso solo lo emocionaba más.
"Vamos, muéstrense", dijo, olfateando el aire. "No me hagan esperar."
No pasó mucho tiempo antes de que los elfos notaran su presencia. Un grupo de guardianes, armados con arcos y espadas, apareció entre los árboles, rodeándolo. Sus rostros mostraban una mezcla de sorpresa y temor al ver a un hombre lobo de tres metros de altura, cubierto de cicatrices y con un colgante que emanaba un poder extraño.
"¡Detente, intruso!", gritó uno de los elfos, apuntando su arco hacia Kaelion. "Este es el reino de los elfos. No perteneces aquí."
Kaelion sonrió, mostrando sus colmillos.
"No vine a pedir permiso", respondió, su voz cargada de amenaza. "Vine a responder a un llamado. ¿Quién de ustedes fue lo suficientemente valiente como para retarme?"
Los elfos intercambiaron miradas confundidas, pero no tuvieron tiempo de responder. Kaelion se movió con una velocidad imposible, derribando a dos guardianes antes de que pudieran reaccionar. Los demás dispararon sus flechas, pero Kaelion las esquivó con facilidad, avanzando hacia ellos como una tormenta de furia y garras.
Mientras los guardianes caían uno a uno, Kaelion sintió algo, alguien se acercaba, alguien poderoso. Kaelion dejó de atacar y se preparó, sabiendo que el verdadero desafío estaba por llegar.
De entre los árboles emergió una figura: un elfo alto y esbelto, con cabello plateado y ojos verdes que brillaban con una intensidad mágica. Era Idril, la misma que había humillado a Leon Frostvein en Noxhaven. En sus manos, las cuchillas de viento ya comenzaban a formarse.
"Así que eres tú", dijo Idril, su voz tranquila pero cargada de poder. "El hombre lobo que cree que puede desafiar a los elfos."
Kaelion sonrió, mostrando sus colmillos.
"Finalmente, alguien que vale la pena", rugió. "Esto va a ser divertido."
Los dos poderosos seres se miraron fijamente, midiéndose el uno al otro. Kaelion, con su fuerza bruta y su ferocidad implacable, contra Idril, con su magia élfica y su precisión mortal. El bosque pareció contener la respiración, como si supiera que una batalla épica estaba a punto de comenzar.
"Cuando termine contigo", dijo Kaelion, "buscaré a quienes emitieron esas energías y caerán ante mí."
Idril no respondió. En lugar de eso, lanzó su ataque, y Kaelion se abalanzó hacia ella, listo para la batalla.